Hoy te veo cambiado -observó Simmon. Wilem asintió y dio un vago gruñido.
– Es que me siento diferente -admití-. Bien, pero diferente.
íbamos levantando polvo por el camino de Imre. Hacía un día cálido y soleado, y no teníamos prisa.
– Te veo… calmado -continuó Simmon pasándose las manos por el cabello-. Me gustaría estar tan calmado como tú pareces.
– A mí también me gustaría estar tan calmado como parezco -mascullé.
Simmon no se rendía.
– Pareces más sólido. -Sonrió-. No. Pareces… apretado.
– ¿Apretado? -La tensión me obligó a reír, y eso me relajó un poco-. ¿Cómo voy a parecer apretado?
– Sí, apretado. -Se encogió de hombros-. Como un muelle.
– Es la postura -intervino Wilem interrumpiendo su habitual y reflexivo silencio-. Erguido, con el cuello recto, los hombros hacia atrás. -Hizo unos gestos vagos para ilustrar su descripción-. Cuando da un paso, pisa con toda la planta del pie. No solo con la parte anterior, como si corriera; ni con el talón, como si vacilara. Pisa sólidamente, exigiendo ese trozo de suelo.
De pronto me sentí torpe intentando observarme, lo cual es siempre un intento vano.
Simmon miró a Wil de reojo.
– Creo que hay alguien que ha estado viéndose con Títere.
Wilem se encogió de hombros y lanzó una piedra hacia los árboles del margen del camino.
– ¿Quién es ese tal Títere a quien siempre mencionáis? -pregunté, en parte para que dejaran de fijarse en mí-. Estoy en fase terminal de curiosidad.
– Si alguien pudiera morir de eso, serías tú, desde luego -comentó Wilem.
– Está casi siempre en el Archivo -dijo Sim, vacilante, pues sabía que tocaba un asunto delicado-. Sería difícil presentártelo, porque… bueno, ya sabes…
Llegamos al Puente de Piedra, el antiguo arco de piedra gris que cruzaba el río Omethi y unía Imre con la Universidad. El Puente de Piedra, con sus más de sesenta metros de una orilla a otra, y con un arco de más de veinte metros de altura máxima, había inspirado más historias y leyendas que ningún otro monumento de la Universidad.
– Escupid. Trae buena suerte -nos instó Wilem cuando empezábamos a subir al puente, y siguió su propio consejo. Simmon lo imitó y escupió por uno de los lados con una exuberancia infantil.
«La suerte no tiene nada que ver», estuve a punto de decir. Eran las palabras que el maestro Arwyl repetía hasta la saciedad en la Clínica. Las tuve un minuto en la punta de la lengua, vacilé y, en lugar de pronunciarlas, escupí.
El Eolio estaba en el centro de Imre; la puerta principal daba a la plaza mayor adoquinada de la ciudad. Había bancos, unos cuantos árboles en flor y una fuente de mármol que envolvía en una fina llovizna la estatua de un sátiro persiguiendo a un grupo de ninfas semidesnudas cuyo intento de huir parecía meramente simbólico. Había gente bien vestida circulando por la plaza; casi una tercera parte de los transeúntes llevaba algún tipo de instrumento musical. Conté al menos siete laúdes.
Cuando nos acercamos al Eolio, el portero se tocó la parte delantera de su sombrero de ala ancha e hizo una inclinación de cabeza. Medía casi dos metros de estatura, era muy musculoso y tenía la piel muy bronceada.
– Será una iota, joven maestro -dijo, sonriente, y Wilem le entregó la moneda.
A continuación se volvió hacia mí con la misma sonrisa luminosa. Vio que yo llevaba el estuche del laúd y arqueó una ceja.
– Me alegro de ver caras nuevas. ¿Conoces las normas?
Asentí y le di una iota.
El portero señaló el interior del local.
– ¿Ves la barra? -Era difícil no ver los quince metros de serpenteante barra de caoba que discurría por el fondo de la habitación-. ¿Ves el final, donde la barra gira hacia el escenario? -Asentí-. ¿Ves a ese tipo que está sentado en el taburete? Si decides probar suerte, es con él con quien tienes que hablar. Se llama Stanchion.
Nos volvimos ambos a la vez. Me colgué bien el laúd del hombro.
– Gracias… -Hice una pausa, porque no sabía cómo se llamaba.
– Deoch. -Volvió a sonreír con desparpajo.
De pronto tuve un impulso y le tendí la mano.
– Deoch significa «beber». ¿Me dejas que luego te pague una copa?
El portero me miró un momento, y luego rió. Fue un sonido desenfrenado y alegre que brotó del fondo de su pecho. Me estrechó la mano afectuosamente.
– Sí, claro. ¿Por qué no?
Deoch me soltó la mano y miró más allá de mí.
– ¿Lo has traído tú, Simmon? -preguntó.
– En realidad me ha traído él a mí. -Simmon parecía turbado por mi breve diálogo con el portero, pero yo no entendía por qué-. No es de los que se deja llevar a los sitios. -Le dio una iota a Deoch.
– Te creo -replicó Deoch-. Tiene algo que me gusta. Tiene un aire fata. Espero oírlo tocar esta noche.
– Yo también lo espero -dije, y pasamos adentro.
Eché un vistazo al Eolio, con toda la indiferencia de que fui capaz. Había un escenario circular elevado que sobresalía de la pared que había enfrente de la barra de caoba con forma curvada. Varias escaleras de caracol conducían al primer piso, una especie de anfiteatro. Se veía un segundo piso más pequeño por encima del primero; era como un balcón que bordeaba todo el local.
Por toda la sala había mesas rodeadas de sillas y taburetes. En las paredes había nichos con bancos. Las lámparas simpáticas se mezclaban con las velas, proporcionando a la sala una luz natural sin ensuciar el aire con humo.
– Has sido muy hábil -dijo Simmon con voz crispada-. Tehlu misericordioso, cuando vayas a probar otro truco, avísame, ¿quieres?
– ¿Qué? -pregunté-. ¿Te refieres al portero? Simmon, eres más cagado que una prostituta adolescente. El tipo es simpático. Me ha caído bien. ¿Qué hay de malo en invitarlo a una copa?
– Deoch es el propietario de este local -dijo Simmon con aspereza-. Y no soporta que los músicos le hagan la pelota. Hace dos ciclos echó a uno porque intentó darle propina. -Me miró a los ojos-. Lo echó él personalmente. Lo lanzó casi hasta la fuente.
– Oh -dije, sinceramente conmocionado. Miré con disimulo a Deoch, que estaba bromeando con alguien en la puerta. Hizo un ademán y vi cómo se tensaban y se relajaban los músculos de su brazo-. ¿Crees que se ha molestado?
– No, y eso es lo que más me extraña.
Wilem se nos acercó.
– Si paráis de cotillear y venís a la mesa, pagaré la primera ronda, ¿Ibin? -Fuimos hasta la mesa que Wilem había escogido, no muy lejos de donde estaba Stanchion, sentado a la barra-. ¿Qué queréis beber? -nos preguntó Wilem. Simmon y yo nos sentamos, y yo puse el estuche del laúd en la silla que quedaba libre.
– Aguamiel con canela -dijo Simmon sin pensarlo.
– Eso lo beben las mujeres -dijo Wilem en tono acusador, y se volvió hacia mí.
– Sidra -dije yo-. No muy fuerte.
– ¿Tú también? Vaya par de… -dijo Wilem, y fue hacia la barra.
Señalé discretamente a Stanchion.
– ¿Y ese? -le pregunté a Simmon-. Creía que era el dueño del local.
– Deoch y él son socios. Stanchion se encarga de la música.
– ¿Hay algo que debería saber sobre él? -pregunté, pues mi reciente catástrofe con Deoch había intensificado mi ansiedad.
Simmon sacudió la cabeza.
– Dicen que es bastante simpático, pero yo nunca he hablado con él. No cometas ninguna estupidez y todo saldrá bien.
– Gracias -dije con sarcasmo. Aparté la silla de la mesa y me levanté.
Stanchion era de complexión normal e iba elegantemente vestido, con ropa de color verde oscuro y negro. Tenía la cara redondeada, con barba, y un poco de barriga que solo se le notaba porque estaba sentado. Me sonrió y me hizo señas para que me acercara con la mano con que no sujetaba una jarra increíblemente alta.
– Hola -me saludó alegremente-. Me parece que nunca te he visto por aquí. ¿Has venido a tocar? -Arqueó una ceja y me miró con aire especulativo. Me fijé en que Stanchion tenía el cabello de un color rojo oscuro que quedaba disimulado según cómo le diera la luz.
– Eso espero, señor -contesté-. Aunque tenía pensado esperar un poco.
– Sí, claro. Nunca dejamos a nadie poner a prueba su talento hasta que se pone el sol. -Hizo una pausa para beber un sorbo, y cuando giró la cabeza vi un caramillo de oro colgando del lóbulo de su oreja.
Stanchion dio un suspiro y se secó los labios con la manga.
– ¿Qué instrumento tocas? ¿El laúd? -Asentí-. ¿Has pensado ya qué vas a tocar para embelesarnos?
– Eso depende, señor. ¿Alguien ha tocado «La balada de sir Savien Traliard» últimamente?
Stanchion arqueó una ceja y carraspeó. Se alisó la barba con la mano que tenía libre y dijo:
– Pues no. Hace un par de meses lo intentó uno, pero salió bastante mal parado. Falló un par de acordes y la melodía se vino abajo. -Sacudió la cabeza-. O sea que no. Últimamente, no.
Bebió otro sorbo de cerveza y tragó con esmero antes de volver a hablar.
– En general, la gente cree que una canción de dificultad más moderada le permite exhibir mejor su talento -dijo eligiendo las palabras con cuidado.
Capté el consejo y no me sentí ofendido. «Sir Savien» es la canción más difícil que he oído jamás. Mi padre era el único de la troupe con habilidad suficiente para tocarla, y yo solo le había oído hacerlo quizá cuatro o cinco veces ante un público. Solo duraba unos quince minutos, pero esos quince minutos requerían una digitación rápida y precisa que, si se dominaba el instrumento, le arrancaba al laúd la melodía y la segunda voz.
Era difícil, pero no imposible para un intérprete experto. Sin embargo, «Sir Savien» era una balada, y la parte vocal aportaba una contramelodía que iba a contratiempo del laúd. Difícil. Lo ideal era que un hombre y una mujer cantaran alternando las estrofas; en los estribillos, la mujer interpretaba la segunda voz, y la canción se complicaba aún más. Bien interpretada, esa canción puede destrozarte el corazón. Por desgracia, pocos músicos podían tocar con serenidad en medio de semejante tormenta musical.
Stanchion bebió otro gran trago de cerveza y se limpió la barba en la manga.
– ¿Cantas solo? -me preguntó; pese a sus discretas advertencias, parecía un poco emocionado-. ¿O has traído a alguien para que cante contigo? ¿Son castrati esos chicos con los que has venido?
Reprimí la risa que me produjo imaginarme a Wilem de soprano, y negué con la cabeza.
– No tengo ningún amigo que sepa cantarla. Pensaba doblar el tercer estribillo para dar pie a que alguien cantara la parte de Aloine.
– Al estilo de las troupes, ¿eh? -Me miró con seriedad-. Hijo mío, en realidad no soy nadie para decirte esto, pero ¿estás seguro de que quieres poner a prueba tu talento con alguien con quien ni siquiera has ensayado nunca?
Me tranquilizó ver que Stanchion era consciente de lo difícil que iba a ser.
– ¿Cuántos músicos con caramillo habrá aquí esta noche, más o menos?
Stanchion pensó un momento.
– ¿Más o menos? Ocho. Quizá una docena.
– Entonces, es probable que haya al menos tres mujeres que ya han demostrado su talento, ¿no?
Stanchion asintió mirándome con curiosidad.
– Bien -dije despacio-, si es cierto lo que me ha dicho todo el mundo, si solo los músicos con verdadero talento consiguen el caramillo, entonces una de esas mujeres sabrá cantar la parte de Aloine.
Stanchion bebió otro largo y lento sorbo de cerveza mirándome por encima del borde de la jarra. Cuando finalmente la bajó, se olvidó de secarse la barba.
– Tienes orgullo, ¿eh? -dijo con franqueza.
Miré alrededor.
– ¿Esto no es el Eolio? Tenía entendido que aquí es donde el orgullo tiene su razón de ser.
– Me gusta eso -dijo Stanchion como si hablara solo-. Su razón de ser. -Dejó la jarra en la barra con un golpazo, provocando un pequeño geiser de espuma-. Maldita sea, chico. Espero que seas tan bueno como por lo visto crees ser. No me vendría mal tener por aquí a alguien con el fuego de Illien. -Se pasó una mano por el rojizo cabello para aclarar el doble sentido de su frase.
– Espero que este sitio sea tan bueno como todo el mundo por lo visto cree que es -dije con entusiasmo-. Necesito un sitio donde arder.
– No te ha echado -bromeó Simmon cuando volví a la mesa-. Supongo que no te ha ido tan mal.
– Yo creo que me ha ido bien -dije, animado-. Pero no estoy seguro.
– ¿Cómo no vas a estar seguro? -protestó Simmon-. Le he visto reírse. Eso tiene que ser buena señal.
– No necesariamente -opinó Wilem.
– Estoy intentando recordar todo lo que le he dicho -admití-. A veces me pongo a hablar sin darme cuenta y mi mente tarda un rato en alcanzarme.
– Eso te pasa a menudo, ¿no? -me preguntó Wilem esbozando una de sus discretas y nada frecuentes sonrisas.
Sus bromas empezaron a relajarme.
– Cada vez más a menudo, sí -confesé con una sonrisa.
Bebimos y bromeamos sobre tonterías. Intercambiamos rumores sobre los maestros y comentarios sobre alguna alumna que nos había llamado la atención. Hablamos de quién nos caía bien de la Universidad, pero la mayor parte del tiempo la pasamos rumiando sobre quién nos caía mal, y por qué, y sobre qué les haríamos si tuviéramos ocasión. Así somos los humanos.
Pasaba el tiempo, y poco a poco el Eolio iba llenándose. Simmon cedió ante las pullas de Wilem y empezó a beber scutten, un fuerte vino tinto de las estribaciones de los montes Shalda, más frecuentemente llamado rabón.
A Simmon enseguida le hizo efecto el scutten: reía más fuerte, sonreía más y no paraba quieto en la silla. Wilem seguía tan taciturno como siempre. Pagué la siguiente ronda: una jarra enorme de sidra para cada uno. Respondí a la mirada ceñuda de Wilem di-ciéndole que si conseguía hacer valer mi talento, lo llevaría a casa flotando en rabón, pero que si alguno de los dos se emborrachaba antes de eso, me encargaría personalmente de darles una paliza y arrojarlos al río. Se calmaron un tanto, y empezaron a inventar versos obscenos que encajaran en la melodía de «Calderero, curtidor».
Los dejé con lo suyo y me puse a pensar en mis cosas. Lo que tenía más presente era el hecho de que quizá fuera sensato escuchar el tácito consejo de Stanchion. Intenté pensar en otras canciones que pudiera tocar y que fueran lo bastante difíciles para demostrar mi habilidad, pero lo bastante fáciles para que pudiera hacer gala de mi maestría.
La voz de Simmon me rescató de mi ensimismamiento.
– Vamos, a ti se te dan bien las rimas… -me instó.
Repasé la última parte de su conversación que no había escuchado.
– Prueba con «en la túnica del tehlino» -sugerí de forma inconexa. Estaba demasiado nervioso para explicarles que uno de los vicios de mi padre era su propensión a los poemas humorísticos subidos de tono.
Sim y Wil siguieron riendo mientras yo intentaba dar con otra canción que pudiera cantar. Todavía no se me había ocurrido nada cuando Wilem volvió a distraerme.
– ¡Qué!-dije con enfado. Entonces vi en la mirada de Wilem esa expresión velada que solo adoptaba cuando veía algo que no le gustaba nada-. ¿Qué dices? -dije en un tono más razonable.
– Alguien a quien todos conocemos y queremos -dijo Wil apuntando con la cabeza hacia la puerta.
No vi a nadie que conociera. El Eolio estaba casi lleno, y había más de un centenar de personas circulando por la planta baja. A través de la puerta abierta vi que ya era de noche.
– Está de espaldas a nosotros. Está derrochando sus empalagosos encantos con una joven preciosa que no debe de conocerlo… a la derecha de ese caballero gordo de rojo -fue guiándome Wilem.
– Hijo de puta -dije; estaba demasiado sorprendido para maldecir adecuadamente.
– Yo siempre le he encontrado cierto parentesco porcino -dijo Wilem con aspereza.
Simmon giró la cabeza y pestañeó lentamente.
– ¿Qué pasa? ¿Quién hay?
– Ambrose.
– Cojones -exclamó Simmon, y encogió los hombros-. Lo que faltaba. ¿Todavía no habéis hecho las paces?
– Yo no me meto con él -protesté-. Pero él no puede evitar provocarme. Salta en cuanto me ve.
– Dos no pelean si uno no quiere -dijo Simmon.
– Y un cuerno -repuse-. No me importa de quién sea hijo. No pienso ponerme panza arriba como un cachorro asustado. Si es lo bastante idiota para hincarme un dedo, se lo arranco de cuajo. -Respiré hondo para tranquilizarme, e intenté sonar razonable-. Al final aprenderá a dejarme en paz.
– Podrías ignorarlo -dijo Simmon, que de pronto parecía asombrosamente sobrio-. Si no muerdes el anzuelo cada vez, pronto se cansará.
– No -dije con seriedad, mirando a Simmon a los ojos-. No, no se cansará. -Simmon me caía muy bien, pero a veces era terriblemente ingenuo-. Si llega a la conclusión de que soy débil, se crecerá. Conozco a esa clase de gente.
– Ya viene -nos previno Wilem con disimulo.
Ambrose me vio antes de llegar a la parte del local donde estábamos sentados. Nuestras miradas se encontraron; era evidente que Ambrose no esperaba verme allí. Le dijo algo a uno de los lameculos que siempre lo acompañaban, y se abrieron paso entre el gentío, en otra dirección, para buscar una mesa. Ambrose desvió la mirada hacia Wilem, hacia Simmon, hacia mi laúd y luego volvió a mirarme. Entonces se dio la vuelta y fue hacia la mesa que sus amigos habían encontrado. Antes de sentarse, volviá a mirarme.
Me desconcertó que no me sonriera. Ambrose siempre me sonreía, aunque fuera una sonrisa falsa y hubiese un destello burlón en sus ojos.
Entonces vi algo que me desconcertó aún más. Ambrose llevaba una sólida caja cuadrada.
– ¿Ambrose toca la lira? -pregunté al aire.
Wilem se encogió de hombros. Simmon parecía abochornado.
– Creía que ya lo sabías -dijo con voz débil.
– ¿Lo habíais visto antes aquí? -pregunté. Sim asintió-. ¿Tocando?
– Recitando. Poesía. Recitaba y hacía como que punteaba la lira. -Simmon parecía un conejo a punto de echar a correr.
– ¿Consiguió el caramillo? -pregunté, desalentado. Decidí que si Ambrose era miembro de ese grupo, yo no quería entrar en él.
– ¡No! -chilló Simmon-. Lo intentó, pero… -Dejó la frase sin terminar y me miró de hito en hito.
Wilem me puso una mano sobre el brazo e hizo un gesto para calmarme. Respiré hondo, cerré los ojos e intenté relajarme.
Poco a poco, comprendí que nada de eso importaba. Como mucho, me ponía el listón un poco más alto. Ambrose no podría hacer nada para perturbar mi interpretación. No tendría más remedio que callarse y escuchar. No tendría más remedio que oírme tocar «La balada de sir Savien Traliard», porque yo ya no tenía ninguna duda de qué canción iba a interpretar.
El primero en actuar esa noche fue uno de los músicos consagrados que había entre el público. Tocaba el laúd, y demostró saber hacerlo tan bien como cualquier Edena Ruh. Su segunda canción, una que yo no había oído nunca, fue aún mejor.
Hubo un descanso de unos diez minutos, y luego llamaron a otro músico consagrado para que subiera a cantar al escenario. Tocaba la zampona, y lo hacía mejor que nadie que yo hubiera oído jamás. A continuación cantó un evocador panegírico en tonalidad menor. A capella: solo su clara y aguda voz, que se elevaba y fluía como el sonido de la zampona que acababa de tocar.
Me alegró comprobar que la maestría de aquellos músicos era la que se rumoreaba. Pero mi ansiedad aumentó proporcional-mente. La excelencia es la única compañera de la excelencia. Si no hubiera decidido ya tocar «La balada de sir Savien Traliard» por puro rencor, esas actuaciones me habrían convencido.
A continuación hubo otro descanso de cinco o diez minutos. Comprendí que Stanchion estaba espaciando deliberadamente las actuaciones para que el público pudiera moverse y hacer ruido entre canción y canción. Hacía bien su trabajo. Me pregunté si habría pertenecido a alguna troupe.
Entonces llegó la primera prueba de la noche. Stanchion acompañó al escenario a un hombre con barba, de unos treinta años, y se lo presentó al público. Tocaba la flauta. Lo hacía bien. Tocó dos canciones cortas que yo conocía, y otra que no había oído nunca. Su actuación duró casi veinte minutos, y solo pude distinguir un pequeño error.
Tras el aplauso, el flautista se quedó en el escenario mientras Stanchion se paseaba entre el público, recogiendo las opiniones de la gente. Entretanto, un camarero le llevó un vaso de agua al flautista.
Al final, Stanchion volvió al escenario. El público guardó silencio mientras el propietario del local se acercaba al aspirante y le estrechaba la mano con solemnidad. El músico puso cara de decepción, pero consiguió componer una falsa sonrisa y saludar al público con una inclinación de cabeza. Stanchion lo acompañó hasta la barra y le pidió una bebida servida en una jarra alta.
La siguiente en poner a prueba su talento fue una joven, rubia y elegantemente vestida. Stanchion la presentó, y la joven cantó un aria con una voz tan clara y pura que durante un rato olvidé mi ansiedad y me sentí transportado por su canción. Por unos maravillosos instantes, me olvidé de mí mismo y no pude hacer otra cosa que escuchar.
Terminó antes de lo que me habría gustado, y me dejó con una tierna sensación en el pecho y un vago cosquilleo en los ojos. Sim-mon se sorbió un poco la nariz y se frotó tímidamente la cara.
Entonces la joven cantó otra canción acompañándose de un arpa pequeña. Yo la miraba de hito en hito, y tengo que admitir que no era solo por su habilidad musical. Tenía el cabello del color del trigo maduro. Desde donde estaba sentado, a unos diez metros del escenario, veía el azul claro de sus ojos. Tenía los brazos lisos y unas manos pequeñas y delicadas que punteaban las cuerdas con agilidad. Y la forma en que sujetaba el arpa entre las piernas me hizo pensar en… bueno, en las cosas en que piensan continuamente los muchachos de quince años.
Tenía una voz maravillosa, capaz de partirte el corazón. Por desgracia, no tocaba tan bien como cantaba. Hacia la mitad de la canción, tocó unas notas equivocadas, vaciló y se recuperó antes de llegar al final de su actuación.
Esa vez, hubo una pausa más larga mientras Stanchion se paseaba por el local. Recorrió las tres plantas del Eolio, hablando con todo el mundo, jóvenes y viejos, músicos o no.
Mientras yo observaba, Ambrose atrajo la mirada de la mujer que esperaba en el escenario y le dedicó una de esas sonrisas suyas que a mí me parecían tan repugnantes y que las mujeres encontraban tan encantadoras. Luego, desviando la mirada, buscó mi mesa, y nuestras miradas se encontraron. La sonrisa se borró de sus labios, y nos quedamos mirándonos largo rato, con gesto inexpresivo. Ninguno de los dos compuso una sonrisa burlona, ni articuló pequeños insultos moviendo solo los labios. Sin embargo, el fuego de nuestra enemistad se reavivó en esos pocos minutos. No puedo decir con certeza quién de los dos desvió primero la mirada.
Tras casi quince minutos recogiendo opiniones, Stanchion volvió a subir al escenario. Se acercó a la joven de cabello dorado y le estrechó la mano, tal como había hecho con el flautista. La decepción se reflejó en el rostro de la joven, como había sucedido con el otro aspirante. Stanchion la ayudó a bajar del escenario y la invitó a lo que deduje que debía de ser la jarra de consolación.
A continuación actuó otro músico consagrado; tocaba el vio-lín, y lo hacía con tanta maestría como los dos que habían tocado antes que él. Entonces Stanchion acompañó al escenario a un hombre mayor, y pensé que también él iba a pasar la prueba. Sin embargo, el aplauso con que lo recibió el público sugería que aquel músico era tan popular como los otros músicos consagrados que habían actuado antes que él.
Di un ligero codazo a Simmon.
– ¿Quién es ese? -pregunté mientras el individuo de barba canosa afinaba su lira.
– Threpe -me contestó Simmon con un susurro-. Bueno, el conde Threpe. Toca muy a menudo; lleva años haciéndolo. Es un gran mecenas. Hace ya años que dejó de luchar por el caramillo. Ahora se limita a tocar. Todo el mundo lo adora.
Threpe empezó a tocar, e inmediatamente comprendí por qué nunca había conseguido el caramillo. Su voz temblaba y se quebraba mientras él punteaba la lira. No llevaba bien el ritmo, y era difícil saber si había tocado una nota equivocada. Era evidente que él mismo había compuesto la canción, una desvergonzada descripción de los hábitos personales de un noble de la región. Pero pese a la ausencia de mérito artístico en el sentido clásico, me sorprendí riendo como el resto del público.
Cuando terminó de cantar, recibió un aplauso atronador; mucha gente golpeaba el tablero de las mesas o daba patadas en el suelo. Stanchion subió al escenario y le estrechó la mano al conde, pero Threpe no parecía decepcionado. Stanchion le dio unas enérgicas palmadas en la espalda y lo acompañó a la barra.
Había llegado el momento. Me levanté y cogí mi laúd.
Wilem me dio una palmada en el brazo, y Simmon me sonrió tratando de disimular su preocupación. Asentí en silencio y me dirigí hacia el asiento que Stanchion había dejado vacío, al final de la barra, donde esta torcía hacia el escenario.
Toqué el talento de plata, grueso y pesado, que llevaba en el bolsillo. La parte más irracional de mí quería agarrarse a él y guardarlo para más adelante. Pero sabía que en pocos días, un solo talento no me serviría para nada. Con el caramillo del Eolio, en cambio, podría mantenerme tocando en las posadas de Imre. Si tenía la suerte de gustarle a algún mecenas, podría ganar suficiente dinero para liquidar mi deuda con Devi y para pagar mi matrícula. Era un riesgo que tenía que correr.
Stanchion volvió sin prisa a su sitio en la barra.
– Tocaré ahora, señor. Si le parece bien. -Confiaba en no parecer todo lo nervioso que estaba. Me sudaban las palmas de las manos, y se me resbalaba el estuche del laúd.
Stanchion me sonrió e inclinó la cabeza.
– Entiendes al público, chico. Este está a punto para escuchar una canción triste. ¿Sigues queriendo tocar «Savien»?
Asentí.
Stanchion se sentó y dio un trago.
– Muy bien. Démosles un par de minutos para que se calmen y comenten la última actuación.
Asentí otra vez y me apoyé en la barra. Aproveché ese rato para inquietarme inútilmente por cosas que no podía controlar.
Una de las clavijas de mi laúd estaba suelta y no tenía dinero para arreglarla. Todavía no había subido al escenario ninguna mujer acreditada con el caramillo del Eolio. Sentí desasosiego al pensar que quizá aquella fuera una noche excepcional en que los únicos músicos consagrados que había en el Eolio eran hombres, o mujeres que no sabían la parte de Aloine.
Al poco rato, Stanchion se levantó y me miró arqueando una ceja. Asentí y cogí el estuche de mi laúd. De pronto lo vi terriblemente gastado. Subimos juntos la escalera.
En cuanto pisé el escenario, el ruido de la sala se redujo a un murmullo. Al mismo tiempo, mi nerviosismo me abandonó, consumido por la atención del público. Siempre me ha pasado lo mismo. Antes de salir a escena, me pongo nervioso y sudo. En cuanto subo al escenario, me quedo calmado como una noche de invierno sin viento.
Stanchion pidió al público que me valorara como candidato a obtener el caramillo de plata. Sus palabras tenían un tono tranquilizador y ritualista. Me hizo una señal, y no hubo aplausos, sino solo un silencio de expectación. De pronto me vi como debía de verme el público. No iba bien vestido, como los anteriores aspirantes; de hecho, iba más bien harapiento. Joven, casi un niño. Sentía cómo su curiosidad los acercaba más a mí.
Dejé que esa curiosidad aumentara y me tomé mi tiempo para abrir el gastado estuche de segunda mano y sacar mi gastado laúd de segunda mano. Sentí cómo la atención del público aumentaba al ver el feo instrumento. Toqué flojo unos cuantos acordes, y ajusté las clavijas afinando un poco el laúd. Toqué unos acordes más, probando; escuché y asentí para mí.
Las luces que iluminaban el escenario dejaban el resto de la sala en penumbra. Miré al público y me pareció encontrarme ante un millar de ojos. Simmon y Wilem, Stanchion junto a la barra, Deoch junto a la puerta. Noté un cosquilleo en el estómago al ver a Ambrose mirándome con expresión amenazadora.
Desvié la mirada y reparé en un hombre con barba vestido de rojo: el conde Threpe; en una pareja de ancianos que se daban la mano; en una muchacha hermosa de ojos castaños…
Mi público. Le sonreí. Mi sonrisa los acercó aún más a mí, y canté:
¡Silencio! ¡Atentos! Pues por mucho que escuchaseis,
mucho aguardaríais sin la esperanza de oír una canción
tan dulce como esta, compuesta por el propio Illien
hace una eternidad. Una obra maestra sobre la vida
de Savien, y de Aloine, la mujer que tomó por esposa.
Dejé que la oleada de susurros recorriera el local. Los que conocían la canción profirieron exclamaciones contenidas, y los que no la conocían preguntaron a sus vecinos a qué venía tanto revuelo.
Puse las manos sobre las cuerdas y volví a atraer la atención del público. Todos guardaron silencio, y empecé a tocar.
La música brotaba de mí con fluidez; mi laúd definía la segunda y la tercera voz. Canté con la potente voz de Savien Traliard, el más grande entre los Amyr. El público se movía al son de la música como la hierba acariciada por el viento. Canté como si fuera sir Savien, y noté que el público empezaba a amarme y a temerme.
Estaba tan acostumbrado a ensayar yo solo aquella canción que casi se me olvidó doblar el tercer estribillo. Pero me acordé en el último momento, con un repentino sudor frío. Esa vez, mientras cantaba, miré al público, con la esperanza de oír una voz que contestara a la mía.
Llegué al final del estribillo antes de la primera estrofa de Aloine. Toqué el primer acorde con fuerza y esperé; el sonido empezó a extinguirse sin haber atrapado ninguna voz entre el público. Los miré con expresión serena, esperando. Cada segundo que pasaba, un mayor alivio pugnaba con una mayor decepción dentro de mí.
Entonces una voz llegó flotando hasta el escenario, suave como la caricia de una pluma, cantando…
Savien, ¿cómo supiste
que era el momento de venir a buscarme?
Savien, ¿recuerdas
aquellos días felices?
¿Conservas tú también
lo que yo guardo en mi corazón y mi memoria?
Ella cantaba la parte de Aloine, y yo, la de Savien. En los estribillos, su voz se entrelazaba con la mía. Una parte de mí quería buscarla entre el público, ver la cara de la mujer con quien estaba cantando. Lo intenté una vez, pero me despisté mientras buscaba un rostro que encajara con la voz de fría luz de luna que contestaba a la mía. Distraído, toqué una nota equivocada produciendo una leve disonancia.
Un pequeño error. Apreté los dientes y me concentré en tocar. Aparqué mi curiosidad y agaché la cabeza para mirarme los dedos, tratando de que no resbalaran sobre las cuerdas.
¡Cómo cantábamos! La voz de ella era como plata ardiente, y mi voz, una resonante respuesta. Savien cantaba unos versos sólidos y potentes, como ramas de un viejo roble; Aloine era como un ruiseñor y se movía describiendo rápidos círculos alrededor de las orgullosas ramas del árbol.
Solo era vagamente consciente de que me encontraba ante un público, vagamente consciente del sudor que bañaba mi cuerpo. Estaba tan sumido en la música que no habría podido decir dónde terminaba ella y dónde empezaba mi sangre.
Pero terminó. Cuando solo faltaban dos versos para el final, todo terminó. Toqué el primer acorde del verso de Savien y oí un ruido cortante que me sacó de la música como a un pez al que arrancan de aguas profundas.
Se rompió una cuerda. La tensión, al liberarse, la lanzó hacia el dorso de mi mano, trazando en él una delgada y brillante línea de sangre.
Me quedé mirándola, embobado. No entendía que se hubiera roto. Mis cuerdas no estaban tan gastadas como para romperse. Pero se había roto, y cuando las últimas notas de la música se deshicieron en el silencio, noté que el público empezaba a moverse. La gente salía del sueño que yo había tejido para ella con los hilos de la canción.
Noté cómo todo se deshilachaba, cómo el público despertaba de un sueño inacabado; vi todo mi esfuerzo arruinado, desperdiciado. Y entretanto, la canción ardía dentro de mí. ¡La canción!
Sin saber lo que hacía, volví a poner los dedos sobre las cuerdas y me concentré al máximo. Me transporté a años atrás, cuando tenía callos como piedras en las manos y la música fluía de mí con la misma facilidad con que lo hacía mi respiración. A aquella época en que tocaba para imitar el sonido del «Viento al girar una hoja» con un laúd de seis cuerdas.
Y empecé a tocar. Despacio al principio, y luego más deprisa, a medida que mis manos iban recordando. Recogí los hilos de la deshilachada canción y volví a tejerlos con cuidado hasta recomponer lo que habían formado unos momentos atrás.
No quedaba perfecta. Es imposible tocar una canción tan compleja como «Sir Savien» a la perfección con seis cuerdas en lugar de siete. Pero estaba entera; y al ver que yo seguía tocando, el público suspiró, se rebulló, y poco a poco volvió a caer bajo el hechizo que yo había creado para él.
Apenas era consciente de que tenía espectadores, y al cabo de un momento me olvidé por completo de ellos. Mis manos danzaban, corrían, se deslizaban por las cuerdas, empeñadas en que las dos voces del laúd cantaran con la mía. Luego, aunque me las miraba, también me olvidé de ellas; me olvidé de todo excepto de mi firme propósito de terminar la canción.
Llegó el estribillo, y Aloine volvió a cantar. Para mí, ella no era una persona, ni siquiera una voz; era solo una parte de la canción que ardía en mi interior.
Logré terminarla. Levanté la cabeza para mirar al público y fue como estar buceando y subir a la superficie para respirar. Volví a la realidad; vi que me sangraba la mano y que estaba cubierto de sudor. Entonces el final de la canción me golpeó en el pecho como un puñetazo, como siempre me sucede, no importa dónde ni cuándo la escuche.
Me tapé la cara con ambas manos y lloré. No por la cuerda rota de mi laúd, ni por lo cerca que había estado del desastre. No por la mano herida ni la sangre derramada. Ni siquiera lloraba por el niño que había aprendido a tocar un laúd con seis cuerdas en el bosque, años atrás. Lloré por sir Savien y por Aloine, por el amor perdido y encontrado y perdido otra vez, por el destino cruel y el delirio de un hombre. Así que, durante un rato, estuve sumido en el dolor y no me enteré de nada.