El invierno es la época del año floja para las troupes itinerantes, pero Abenthy le sacó provecho y se puso a enseñarme simpatía en serio. Sin embargo, como suele pasar, especialmente tratándose de niños, lo que yo había imaginado era mucho más emocionante que la realidad.
No sería correcto que dijera que la simpatía me decepcionó. Pero la verdad es que me decepcionó. No coincidía con el concepto que yo tenía de la magia.
Resultaba útil, eso no podía negarse. Ben utilizaba la simpatía para iluminar nuestros espectáculos. Con simpatía se podía hacer fuego sin pedernal o levantar pesos sin necesidad de utilizar aparatosas cuerdas y poleas.
Pero el día que nos conocimos, Ben había llamado al viento. Eso no era mera simpatía. Eso era magia de la de los libros de cuentos. Ese era el secreto que yo más anhelaba descubrir.
El deshielo primaveral había quedado atrás, y la troupe recorría los bosques y los campos de la región occidental de la Mancomunidad. Yo viajaba, como de costumbre, en la parte delantera del carromato de Ben. El verano había decidido presentarse de nuevo y el campo estaba verde y crecido.
Llevábamos cerca de una hora tranquilos. Ben dormitaba con las riendas sueltas en una mano cuando el carromato golpeó una piedra y nos sacó a ambos de nuestros respectivos ensueños.
Ben se enderezó en el asiento y se dirigió a mí en un tono que yo tenía clasificado como «Tengo un enigma para ti».
– ¿Cómo harías hervir un hervidor lleno de agua?
Miré alrededor y vi una gran piedra en el margen del camino. La señalé.
– El sol debe de haber calentado esa piedra. La vincularía al agua del hervidor y utilizaría el calor de la piedra para llevar el agua a ebullición.
– ¿Piedra a agua? No es un vínculo muy eficaz -me reprendió Ben-. Solo una quinceava parte acabaría calentando el agua.
– Funcionaría.
– De acuerdo. Pero es una chapuza. Tú puedes hacerlo mejor, E'lir.
Entonces empezó a gritar a Alfa y a Beta, una señal de que estaba de un humor excelente. Los animales se lo tomaron con más calma que nunca, pese a que Ben los acusó de cosas que estoy seguro de que ningún asno, y mucho menos Beta, que tenía una moral impecable, jamás ha hecho voluntariamente.
Ben se interrumpió en plena invectiva y me preguntó:
– ¿Cómo derribarías ese pájaro? -Señaló un halcón que sobrevolaba un campo de trigo que había a un lado del camino.
– No creo que lo derribara. No me ha hecho nada.
– Hipotéticamente.
– Eso digo, hipotéticamente. No lo derribaría.
Ben rió.
– Bien dicho, E'lir. Pero exactamente ¿cómo no lo harías? Detalles, por favor.
– Le pediría a Teren que lo derribara.
Ben asintió, pensativo.
– Muy bien, muy bien. Sin embargo, es un asunto entre el pájaro y tú. Ese halcón -lo señaló, indignado- ha insultado a tu madre.
– Ah. Entonces mi honor exige que defienda personalmente el buen nombre de mi madre.
– Claro que sí.
– ¿Tengo a mano una pluma?
– No.
– Tehlu, dame paciencia para no… -Ben me miró con desaprobación, y me guardé lo que iba a decir-. No te gusta ponerme las cosas fáciles, ¿verdad?
– Es una costumbre molesta que cogí de un estudiante demasiado listo para su propio bien. -Sonrió-. ¿Qué podrías hacer si tuvieras una pluma?
– La vincularía al pájaro y lo enjabonaría con jabón de lejía.
Ben arrugó la frente.
– ¿Con qué tipo de vínculo?
– Químico. Seguramente un segundo catalizador.
Hizo una pausa.
– Un segundo catalizador… -Se rascó la barbilla-. ¿Para disolver el aceite que suaviza la pluma?
Asentí.
Ben miró el pájaro.
– No se me había ocurrido -dijo con un deje de admiración. Lo tomé como un cumplido.
»Sin embargo -volvió a mirarme-, no tienes plumas. ¿Cómo lo haces bajar?
Cavilé unos minutos, pero no se me ocurrió nada. Decidí probar suerte y cambiar el rumbo de la lección.
– Llamaría al viento -dije con indiferencia- y le haría derribar al pájaro.
Ben me miró como dándome a entender que sabía exactamente lo que me traía entre manos.
– Y ¿cómo harías eso, E'lir?
Me pareció intuir que Ben estaba dispuesto, por fin, a revelarme el secreto que había guardado todo el invierno. Al mismo tiempo tuve una idea.
Inspiré hondo y pronuncié unas palabras para vincular el aire de mis pulmones al aire de fuera. Fijé el Alar en mi mente, puse el pulgar y el índice delante de los labios fruncidos y soplé entre ellos.
Noté una débil ráfaga de viento detrás de mí que me alborotó el cabello y que tensó brevemente la lona que cubría el carromato. Quizá solo fuera una coincidencia, pero de todas formas, una sonrisa exultante se apoderó de mi cara. Por unos instantes no hice sino sonreír como un loco mirando a Ben, que me observaba, a su vez, con incredulidad.
Entonces noté que algo me oprimía el pecho, como si estuviera bajo el agua.
Intenté aspirar, pero no pude. Un poco aturdido, seguí intentándolo. Era como si me hubiera caído de espaldas y me hubiera quedado sin aire en los pulmones.
De pronto comprendí qué había hecho. Noté un súbito sudor frío y, desesperado, agarré a Ben por la camisa, apuntándome el pecho, el cuello y la boca abierta.
La expresión de Ben pasó de la perplejidad al pánico.
Reparé en lo quieto que estaba todo. No se movía ni una brizna de hierba. Hasta el ruido que hacía el carromato parecía amortiguado, como si pasara a lo lejos.
El terror se apoderó de mi mente y borró todos mis pensamientos. Empecé a arañarme el cuello, abriéndome la camisa. Oía los latidos de mi corazón. Intentaba respirar, pero un fuerte dolor me oprimía el pecho.
Moviéndose más deprisa de lo que jamás lo había visto moverse, Ben me agarró por los jirones de la camisa y saltó del asiento del carromato. Aterrizando en la hierba del margen del camino, me tiró al suelo con tanta fuerza que, de haber tenido algo de aire en los pulmones, me lo habría sacado.
Me revolcaba, a ciegas, y las lágrimas resbalaban por mi cara. Sabía que iba a morir. Me ardían los ojos. Arañé frenéticamente el suelo con unas manos entumecidas y frías como el hielo.
Oí gritar a alguien, pero los gritos parecían muy lejanos. Ben se arrodilló a mi lado, pero el cielo se estaba oscureciendo detrás de él. Ben parecía casi enajenado, como si escuchara algo que yo no podía oír.
Entonces me miró; solo recuerdo sus ojos, que parecían distantes y llenos de un poder terrible, desapasionados y fríos.
Me miró. Movió los labios. Invocó al viento.
Me estremecí como una hoja en una tormenta. Y oí un trueno negro.
Lo siguiente que recuerdo es que Ben me ayudó a levantarme. Me pareció ver que paraban otros carromatos y que la gente nos miraba con curiosidad. Mi madre salió de su carromato y, antes de que llegara al nuestro, Ben fue a hablar con ella, riendo y tranquilizándola. No oí qué le decía, porque estaba concentrado en respirar hondo.
Los otros carromatos reemprendieron la marcha, y, sin decir nada, seguí a Ben al suyo. Hizo como si estuviera muy entretenido arreglando las cuerdas que sujetaban la lona. Me recompuse y le ayudé lo mejor que pude hasta que hubo pasado el último carromato de la troupe.
Cuando levanté la cabeza, Ben me miró, furioso.
– ¿En qué estabas pensando? -me dijo en voz baja-. ¿En qué? ¡Dime! ¿En qué estabas pensando?
Yo nunca lo había visto tan alterado. Estaba muy tenso, como si todo su cuerpo formara un nudo de rabia. Y temblaba. Echó un brazo hacia atrás para pegarme y… se controló. Un instante después dejó caer la mano al lado del cuerpo.
Empezó a moverse metódicamente, comprobando el estado de las últimas cuerdas, y luego subió al carromato. Como no sabía qué otra cosa hacer, lo seguí.
Ben sacudió las riendas, y Alfa y Beta echaron a andar. Eramos los últimos de la caravana. Ben dirigía la vista al frente. Me palpé la pechera desgarrada de la camisa. Nos rodeaba un tenso silencio.
Lo que había hecho era una tremenda estupidez. Al vincular mi aliento al aire que me rodeaba, había provocado que me fuera imposible respirar. Mis pulmones no tenían suficiente fuerza para desplazar tanto volumen de aire. Habría necesitado una caja torácica como un fuelle de hierro. Habría tenido la misma suerte si hubiera intentado beberme un río o levantar una montaña.
Viajamos unas dos horas en medio de un silencio incómodo. El sol acariciaba las copas de los árboles cuando por fin Ben aspiró hondo y soltó el aire con un suspiro explosivo. Me pasó las riendas.
Cuando lo miré, me di cuenta por primera vez de lo mayor que era. Yo ya sabía que Ben estaba a punto de cumplir su tercera veintena, pero hasta ese momento nunca había aparentado la edad que tenía.
– Antes le he mentido a tu madre, Kvothe. Nos ha visto, y estaba preocupada por ti. -Mientras hablaba no apartaba la mirada del carromato que iba delante del nuestro-. Le he dicho que estábamos ensayando una cosa para una función. Es una buena mujer. No se merece que le mintamos.
Seguimos un rato en un doloroso silencio, pero todavía faltaban unas horas para el ocaso cuando oí unas voces que gritaban «¡Itinolito!» más adelante. El bandazo que dio nuestro carromato al pasar de la calzada de tierra al margen de hierba sacó a Ben de su ensimismamiento.
Miró alrededor y vio que todavía brillaba el sol.
– ¿Por qué paramos tan pronto? ¿Hay un árbol atravesado en el camino?
– No, es un itinolito. -Señalé la losa de piedra que se alzaba por encima de los techos de los carromatos que iban delante de nosotros.
– ¿Qué?
– De vez en cuando encontramos uno en el camino. -Volví a señalar el itinolito, que asomaba por encima de las copas de los árboles más pequeños que había junto al camino. Como la mayoría de los itinolitos, era un rectángulo bastamente tallado, de más de tres metros de altura. Los carromatos que estaban formando un círculo alrededor de él parecían inconsistentes comparados con la sólida presencia de la piedra-. También los llaman «piedras erguidas», pero yo he visto muchos que no estaban de pie, sino tumbados de lado. Siempre que encontramos uno paramos a pasar el día, a menos que tengamos muchísima prisa. -Me interrumpí, porque me di cuenta de que estaba balbuceando.
– Yo los conocía por otro nombre. Rocas de Guía -comentó Ben en voz baja. Parecía cansado y muy anciano. Al cabo de un rato me preguntó-: ¿Por qué paráis cuando encontráis uno?
– No lo sé. Para descansar. -Pensé un momento-. Dicen que traen buena suerte. -Me habría gustado poder añadir algo más para alargar la conversación, porque Ben parecía interesado, pero no se me ocurrió nada.
– Debe de ser eso. -Ben guió a Alfa y a Beta hasta un sitio alejado de la piedra y de los otros carromatos-. Ven a la hora de cenar o después. Tenemos que hablar. -Se dio la vuelta sin mirarme y empezó a desenganchar a Alfa del carromato.
Nunca había visto a Ben de ese humor. Corrí hacia el carromato de mis padres, temiendo haber estropeado las cosas entre nosotros dos.
Encontré a mi madre sentada delante de un fuego recién encendido, añadiendo lentamente ramitas para alimentarlo. Mi padre estaba sentado detrás de ella, masajeándole el cuello y los hombros. Al oírme correr hacia ellos, ambos levantaron la cabeza.
– ¿Puedo cenar con Ben esta noche?
Mi madre miró a mi padre y luego a mí.
– No quiero que te conviertas en una carga para él, corazón.
– Ben me ha invitado. Si voy ahora, podré ayudarle a instalarse para pasar la noche.
Mi madre sacudió los hombros y mi padre siguió masajeándoselos. Entonces me sonrió.
– Está bien, pero no te quedes hasta muy tarde. Dame un beso -añadió tendiéndome los brazos, y yo la abracé y la besé.
Mi padre también me besó.
– Dame tu camisa. Así tendré algo que hacer mientras tu madre prepara la cena. -Me la quitó y pasó los dedos por los desgarrones-. Esta camisa está llena de agujeros, más de los que debería.
Empecé a balbucear una explicación, pero él hizo un ademán de indiferencia.
– Ya lo sé, ya lo sé. Ha sido por una buena causa. Procura tener más cuidado o la próxima vez tendrás que coserla tú mismo. Tienes otra en el baúl. Tráeme aguja e hilo ahora que estás aquí, por favor.
Corrí a la parte de atrás del carromato y me puse una camisa limpia. Mientras revolvía buscando aguja e hilo oí cantar a mi madre:
Al anochecer, cuando el sol se oculta,
esde lo alto mi mirada te busca.
Hace horas que te espero,
pero mi amor es eterno.
Mi padre contestó:
Al anochecer, cuando la luz se apaga,
por fin pongo rumbo a casa.
Entre los sauces suspira el viento;
te ruego, mantén el fuego ardiendo.
Cuando salí del carromato, mi padre tenía a mi madre inclinada en sus brazos y la estaba besando. Dejé la aguja y el hilo junto a mi camisa y esperé. Me pareció un buen beso. Observé con mirada calculadora, vagamente consciente de que quizá en el futuro quisiera besar a una dama. Si llegaba ese momento, quería hacerlo bien.
Pasados unos instantes, mi padre se percató de mi presencia y enderezó a mi madre.
– Será medio penique por el espectáculo, señor Mirón -dijo riendo-. ¿Todavía estás aquí, hijo? Apuesto ese mismo medio penique a que te retiene una pregunta.
– ¿Por qué paramos en los itinolitos?
– Por tradición, hijo mío -contestó solemnemente, abriendo los brazos-. Y por superstición. Que vienen a ser lo mismo. Paramos porque traen buena suerte y porque a todo el mundo le gustan unas vacaciones inesperadas. -Hizo una pausa-. Sabía un poema sobre ellos. ¿Cómo era…?
Como la calamita aunque estés dormido,
junto al camino una piedra erguida
al mundo de los Fata siempre te guía.
Busca el itinolito por montañas y hondonadas
y llegarás al no-sé-qué no-sé-cuántos… «adas».
Mi padre se quedó un momento de pie, con la mirada ausente, pellizcándose el labio inferior. Al final sacudió la cabeza.
– No me acuerdo del final del último verso. ¡Qué poco me gusta la poesía! ¿Cómo puede uno recordar las palabras sin música? -Arrugó la frente, concentrado, mientras articulaba en silencio las palabras.
– ¿Qué es una calamita? -pregunté.
– Es como llamaban antes a las piedras imán -me explicó mi madre-. Son trozos de magnetita que atraen el hierro. Hace años vi una en una atracción de feria. -Miró a mi padre, que seguía murmurando-. ¿No fue en Peleresin donde vimos la piedra imán?
– ¿Hmmm? ¿Qué? -La pregunta lo sacó de su ensimismamiento-. Sí, en Peleresin. -Volvió a pellizcarse el labio y frunció el ceño-. Recuerda esto, hijo mío, aunque olvides todo lo demás: un poeta es un músico que no sabe cantar. Las palabras tienen que encontrar la mente de un hombre si pretenden llegar a su corazón, y la mente de algunos hombres es lamentablemente pequeña. La música llega al corazón por pequeña o acérrima que sea la mente de quien la escucha.
Mi madre dio un bufido muy poco femenino.
– Qué elitista. Lo que pasa es que estás haciéndote mayor. -Dio un dramático suspiro-. Ya sé que es una tragedia, pero lo segundo que pierden los hombres es la memoria.
Mi padre infló el pecho y adoptó una pose indignada, pero mi madre lo ignoró y me dijo:
– Además, la única tradición que hace que las troupes paremos en los itinolitos es la pereza. El poema debería decir así:
Ya sea invierno o verano,
cuando voy por el camino
siempre busco algún motivo
– piedra imán o magnetita-
para hacer una paradita.
Mi padre se colocó detrás de ella, con un misterioso destello en la mirada.
– ¿Mayor? -Lo dijo en voz baja mientras empezaba a masajearle de nuevo los hombros-. Estoy dispuesto a demostrarle que se equivoca, señora.
Ella compuso una sonrisa irónica.
– Estoy dispuesta a dejar que me lo demuestre, señor.
Decidí dejarlos con su discusión y eché a correr hacia el carromato de Ben; entonces oí que mi padre me gritaba:
– ¿Practicamos escalas mañana después de comer? ¿Y el segundo acto de Tinbertin}
– De acuerdo. -Seguí corriendo.
Cuando llegué al carromato de Ben, él ya había desenganchado a Alfa y a Beta y los estaba almohazando. Me puse a encender el fuego, rodeando un montón de hojas secas con una pirámide de ramitas y ramas cada vez más gruesas. Cuando hube terminado, fui a donde Ben estaba sentado.
Más silencio. Casi lo veía escogiendo sus palabras mientras hablaba.
– ¿Qué sabes de la nueva canción de tu padre?
– ¿Esa sobre Lanre? -pregunté-. No gran cosa. Ya sabes cómo es mi padre. Nadie oye la canción hasta que está terminada. Ni siquiera yo.
– No me refiero a la canción en sí -aclaró Ben-. Me refiero a la historia que hay detrás. La historia de Lanre.
Pensé en las docenas de historias que había oído recopilar a mi padre a lo largo del año anterior, tratando de encontrar una trama común.
– Lanre era un príncipe -dije-. O un rey. Un personaje importante. Quería ser el hombre más poderoso del mundo. Vendió su alma a cambio de poder, pero entonces algo salió mal, y después creo que se volvió loco, o que nunca pudo volver a dormir, o… -Me callé al ver que Ben sacudía la cabeza.
– No vendió su alma -dijo-. Eso es una tontería. -Dio un hondo suspiro que pareció dejarlo desinflado-. No lo estoy haciendo bien. Olvídate de la canción de tu padre. Ya hablaremos de ella cuando la termine. Conocer la historia de Lanre podría proporcionarte un poco de perspectiva.
Ben respiró hondo y volvió a intentarlo.
– Imagínate a un irreflexivo crío de seis años. ¿Qué daño puede hacer?
No sabía qué tipo de respuesta quería Ben, así que esperé un momento. Pensé que lo mejor era una respuesta sencilla.
– No mucho.
– Imagínate que tiene veinte años, y que sigue siendo igual de irreflexivo. ¿Es peligroso?
Decidí ceñirme a las respuestas obvias.
– No mucho, pero más que antes.
– ¿Y si le das una espada?
Entonces lo entendí, y cerré los ojos.
– Más, mucho más. Ya lo entiendo, Ben. De verdad. El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el poder y la estupidez juntos son peligrosos.
– Yo nunca te he llamado estúpido -me corrigió Ben-. Eres inteligente, eso ya lo sabemos. Pero a veces eres irreflexivo. Una persona inteligente e irreflexiva es una de las cosas más aterradoras que existen. Y lo peor es que te he estado enseñando cosas peligrosas.
Ben miró la estructura de leña que yo había preparado, cogió una hoja, murmuró unas palabras y vi cómo una pequeña llama cobraba vida en el centro, entre las ramitas y la yesca. Giró la cabeza y me miró.
– Podrías matarte haciendo algo tan sencillo como esto. -Compuso una sonrisa forzada-. O buscando el nombre del viento.
Fue a decir algo más, pero se frotó la cara con ambas manos. Exhaló un gran suspiro. Cuando apartó las manos, su rostro denotaba cansancio.
– ¿Cuántos años tienes?
– El mes que viene cumpliré doce.
Sacudió la cabeza.
– Es tan fácil olvidarlo. No te comportas conforme a tu edad. -Cogió un palo y atizó el fuego-. Yo tenía dieciocho años cuando entré en la Universidad -dijo-. Hasta los veinte no supe todo lo que sabes tú. -Se quedó mirando el fuego-. Lo siento, Kvothe. Esta noche necesito estar solo. Necesito pensar.
Asentí en silencio. Subí a su carromato, cogí un trébede y un hervidor, agua y té. Bajé y lo dejé todo al lado de Ben. Él seguía contemplando el fuego cuando me marché.
Como sabía que mis padres no me esperaban hasta más tarde, me fui al bosque. Yo también necesitaba pensar. Le debía eso a Ben. Me habría gustado poder hacer algo más.
Ben tardó todo un ciclo en volver a ser el de siempre. Pero nuestra relación se resintió. Todavía éramos muy amigos, y sin embargo había algo que se interponía entre nosotros. Yo me daba cuenta de que Ben se estaba separando deliberadamente de mí.
Nuestras lecciones casi se interrumpieron. Ben dejó de enseñarme rudimentos de alquimia, limitándose a la química. Se negó a enseñarme sigaldría y, por si fuera poco, empezó a racionar la poca simpatía que consideraba prudente enseñarme.
A mí me irritaba ese retraso, pero me lo tomé con calma, confiando en que si le demostraba que era responsable, meticuloso y sensato, él acabaría relajándose y las cosas volverían a la normalidad. Éramos de la familia, y yo sabía que cualquier problema que hubiera entre nosotros acabaría solucionándose. Lo único que necesitaba era tiempo.
No sospechaba que nuestro tiempo se estaba agotando.