39 Suficiente cuerda

Al día siguiente llegué a la clase de Hemme con diez minutos de antelación y me senté en la primera fila. Esperaba poder hablar con Hemme antes de que empezara la clase para no tener que quedarme y aguantar otra de sus lecciones.

Desgraciadamente, Hemme no llegó pronto. La sala de conferencias ya estaba llena cuando el maestro entró por la puerta más baja de la sala y subió los tres escalones de la tarima elevada de madera. Recorrió la sala con la mirada, buscándome.

– Ah, sí, aquí está nuestro niño prodigio. Levántate, ¿quieres?

Me levanté sin saber muy bien qué estaba pasando.

– Tengo buenas noticias para todos -anunció Hemme-. El señor Kvothe me ha asegurado que entiende perfectamente los principios de la simpatía. Y se ha ofrecido para impartir la clase de hoy. -Hizo un amplio ademán para indicarme que subiera con él a la tarima. Me sonrió con dureza-. ¿Señor Kvothe?

Se estaba burlando de mí, por supuesto, y esperaba que me quedara en mi asiento, avergonzado y acobardado.

Pero yo ya había soportado suficientes bravuconadas en la vida. Así que subí a la tarima y le estreché la mano. Me dirigí a los alumnos con mi vozarrón de actor:

– Le agradezco mucho al maestro Hemme que me haya brindado esta oportunidad. Confío en poder ayudarle a arrojar algo de luz sobre este importantísimo tema.

Hemme, que había sido quien había empezado ese pequeño juego, no podía interrumpirlo sin ponerse en ridículo. Me estrechó la mano y me miró como mira un lobo a un gato encaramado en un árbol. Sonrió para sí, bajó de la tarima y ocupó el asiento que yo acababa de dejar libre en la primera fila. Estaba seguro de mi ignorancia, y dispuesto a dejar que continuara la farsa.

No habría salido airoso de no ser por dos de los numerosos errores de Hemme. El primero era su estupidez al no creer lo que le había dicho el día anterior. El segundo, su deseo de verme pasar toda la vergüenza que fuera posible.

Para explicarlo en pocas palabras, diré que me estaba dando suficiente cuerda para que me ahorcara yo mismo. Por lo visto no sabía que, una vez que está hecho el nudo, la soga se ajusta con la misma facilidad a un cuello que a otro.

Me volví hacia los alumnos.

– Hoy voy a presentar un ejemplo de las leyes de la simpatía. Sin embargo, como tenemos un tiempo limitado, necesitaré ayuda con los preparativos. -Señalé a un alumno al azar-. ¿Serías tan amable de traerme un pelo del maestro Hemme, por favor?

Hemme se arrancó un pelo y se lo ofreció al alumno con exagerada teatralidad. Cuando el alumno me lo trajo, Hemme sonrió como si aquello lo divirtiera de verdad, convencido de que cuanto más grandiosos fueran los preparativos, mayor sería mi bochorno al final.

Aproveché ese ligero retraso para ver de qué material disponía para trabajar. En uno de los lados de la tarima había un brasero, y en los cajones de la mesa de trabajo encontré tiza, un prisma, cerillas de azufre, una lupa, unas velas y unos bloques de metal de formas extrañas. Cogí solo las tres velas.

A continuación cogí el pelo del maestro Hemme que me trajo el alumno, que resultó ser Basil, el chico al que Hemme había intimidado el día anterior.

– Gracias, Basil. ¿Quieres traer ese brasero y encenderlo tan aprisa como puedas?

Basil acercó el brasero y me alegré al ver que estaba equipado con un pequeño fuelle. Mientras Basil vertía alcohol sobre el carbón y le prendía fuego, me dirigí a la clase:

– Los conceptos de la simpatía no son muy fáciles de comprender. Pero todo se basa en tres sencillas leyes.

»La primera es la Doctrina de la Correspondencia, según la cual "la similitud aumenta la simpatía". La segunda es el Principio de Consanguinidad, que establece que "una parte de una cosa puede representar la totalidad de esa cosa". La tercera es la Ley de la Conservación, que afirma que "la energía ni se crea ni se destruye". Correspondencia, Consanguinidad y Conservación. Las tres "C".

Hice una pausa y escuché el sonido de un centenar de plumas anotando mis palabras. A mi lado, Basil accionaba el fuelle con diligencia. Me di cuenta de que podría encontrarle el gusto a aquello.

– No os preocupéis si todavía no lo entendéis. La demostración os lo aclarará todo. -Miré hacia abajo y vi que el brasero se estaba calentando muy bien. Le di las gracias a Basil, colgué un cazo metálico poco profundo sobre el carbón y metí dos velas dentro para que se derritieran.

Puse otra vela en un soporte, encima de la mesa, y la encendí con una cerilla de azufre de las que había en el cajón. A continuación retiré el cazo del brasero y, con cuidado, vertí la cera derretida sobre la mesa, formando una masa de cera blanda del tamaño de un puño. Volví a mirar a los alumnos.

– Lo que hacemos cuando utilizamos la simpatía consiste, básicamente, en redirigir la energía. La energía viaja a través de los vínculos simpáticos. -Extraje la mecha de la masa de cera y empecé a trabajarla para darle forma de muñeco humano-. La primera ley que he mencionado, «la similitud aumenta la simpatía», significa, sencillamente, que cuanto más se parecen dos cosas, más fuerte será el vínculo simpático entre ellas.

Sostuve el muñeco de cera en alto para que todos lo inspeccionaran.

– Esto -continué- es el maestro Hemme. -Se oyeron risas por toda la sala-. De hecho, esto es mi representación simpática del maestro Hemme. ¿Alguien podría explicarme por qué no es una representación muy buena?

Hubo un momento de silencio. Dejé que se prolongara: me encontraba ante un público poco entusiasta. Hemme los había traumatizado el día anterior y por eso tardaban en reaccionar. Al final, un alumno que estaba sentado al fondo de la sala dijo:

– ¿El tamaño no es el adecuado?

Asentí y seguí paseando la mirada por la sala.

– Y él no es de cera.

Asentí de nuevo.

– Guarda cierto parecido con él, en la forma y en las proporciones. Con todo, es una representación simpática muy pobre. Por esa razón, cualquier vínculo simpático basado en este muñeco sería bastante débil. Quizá tuviera un dos por ciento de eficacia. ¿Cómo podemos mejorarlo?

Hubo otro silencio, más breve que el anterior.

– Podrías hacer un muñeco más grande -sugirió alguien.

Asentí y esperé. Otras voces dijeron: «Podrías representar en él la cara del maestro Hemme», «Pintarlo», «Ponerle una pequeña túnica». Todos rieron.

Levanté una mano para pedir silencio y me sorprendió la rapidez con que los alumnos me obedecieron.

– Viabilidad aparte, supongamos que hiciéramos todas esas cosas. Imaginad que tengo a mi lado un muñeco de un metro ochenta, completamente vestido y con la cara del maestro Hemme perfectamente modelada. -Hice un ademán-. Incluso después de tantos esfuerzos, a lo máximo que podríamos aspirar sería a un diez o un quince por ciento de vínculo simpático. Ninguna maravilla.

»Esto nos lleva a la segunda ley, la de la Consanguinidad. Para entenderla, podéis pensar: "Una vez juntos, juntos para siempre". Gracias a la generosidad del maestro Hemme, tengo aquí un pelo de su cabeza. -Lo levanté y, con mucha ceremonia, se lo enganché en la cabeza al muñeco-. Y con este sencillo gesto, conseguimos un vínculo simpático que funcionará al treinta o treinta y cinco por ciento.

Mientras hablaba, no había dejado de observar a Hemme. Al principio parecía un poco receloso, pero había vuelto a componer su sonrisita de suficiencia. Hemme sabía que sin el vínculo apropiado y sin un Alar bien dirigido, ni con toda la cera y todo el pelo del mundo se podía conseguir nada.

Convencido de que Hemme me había tomado por imbécil, señalé la vela y pregunté:

– ¿Con su permiso, maestro? -Hemme hizo un magnánimo ademán de conformidad, se recostó en la silla y se cruzó de brazos, confiado.

Pues claro que conocía el vínculo. Ya se lo había dicho. Y Ben me había enseñado a emplear el Alar, la inquebrantable creencia, cuando yo tenía doce años.

Sin embargo, no me molesté en emplear ninguna de esas dos cosas. Metí un pie del muñeco en la llama de la vela, que empezó a chisporrotear y a desprender humo.

Hubo un tenso silencio; todos los alumnos estiraban el cuello para ver cómo reaccionaba el maestro Hemme.

Hemme se encogió de hombros y fingió estupefacción. Pero me miraba como si yo estuviera a punto de quedar atrapado en un cepo. Una sonrisita asomó a sus labios, y Hemme empezó a levantarse del asiento.

– No siento nada. ¿Qué…?

– Exacto -dije haciendo restallar mi voz como si fuera un látigo para atraer de nuevo la atención de los alumnos-. Y ¿a qué se debe eso? -Miré, expectante, a mi público.

»A la tercera ley que he mencionado, la de la Conservación. "La energía ni se crea ni se destruye, solo se pierde o se encuentra." Si sostuviera una vela bajo el pie de nuestro estimado profesor, no pasaría gran cosa. Y como solo está pasando cerca del treinta por ciento del calor, ni siquiera obtenemos ese pequeño resultado.

Hice una pausa para que todos pensaran un momento.

– Este es el principal problema de la simpatía. ¿De dónde sacamos la energía? En este caso, sin embargo, la respuesta es sencilla.

Apagué la vela de un soplido y volví a encenderla en el brasero. Murmuré las pocas palabras necesarias.

– Al añadir un segundo vínculo simpático entre la vela y un fuego más sustancial… -partí mi mente en dos; con una parte vinculé a Hemme y el muñeco, y con la otra conecté la vela y el brasero- conseguimos el efecto deseado.

Puse el pie del muñeco de cera sobre la mecha de la vela, a una distancia de dos centímetros, que es, en realidad, la altura a la que la llama quema más.

Se oyó una exclamación de sorpresa proveniente de donde Hemme estaba sentado.

Sin mirar hacia allí, seguí hablándoles a los alumnos con crudeza.

– Y parece ser que esta vez lo hemos logrado.

Todos rieron.

Apagué la vela con un soplido.

– Esto también es un buen ejemplo del poder que maneja un simpatista inteligente. ¿Imagináis qué pasaría si arrojara este muñeco al fuego? -Lo sostuve sobre el brasero.

Hemme subió precipitadamente a la tarima, como si hubiera estado esperando esa indicación. Quizá fueran imaginaciones mías, pero me pareció que cojeaba un poco con la pierna izquierda.

– Creo que el maestro Hemme quiere volver a dirigir la clase. -Hubo risas por toda la sala, esa vez más fuertes-. Os doy las gracias a todos, alumnos y amigos. Y así concluye mi humilde lección.

Llegado a ese punto, utilicé un truco de actor. Hay cierta inflexión de la voz, y cierto lenguaje corporal, que incita al público a aplaudir. No podría explicar cómo se hace exactamente, pero surtió el efecto deseado. Saludé con una inclinación de cabeza a la clase y me volví hacia Hemme en medio de un aplauso que, pese a no ser ensordecedor, seguramente fue mucho mayor que ninguno que él hubiera recibido jamás.

Cuando Hemme dio los últimos pasos hacia mí, casi me aparté. Estaba muy colorado y le palpitaba una vena en la sien, como si estuviera a punto de explotar.

Mi experiencia teatral me ayudó a conservar la compostura. Con indiferencia, le sostuve la mirada a Hemme y le tendí una mano. Con no poca satisfacción, vi cómo el maestro le lanzaba una rápida ojeada a la clase, que seguía aplaudiendo; entonces tragó saliva y me estrechó la mano.

Su apretón de manos fue tan fuerte que me hizo daño. Pero sospecho que habría sido peor, de no ser porque hice un mínimo gesto sobre el brasero con el muñeco de cera. La cara de Hemme pasó del rojo intenso al blanco ceniza más deprisa de lo que yo habría creído posible. Al instante, Hemme dejó de apretarme la mano y pude retirarla.

Volví a saludar a los alumnos con una inclinación de cabeza y salí de la sala de conferencias sin mirar atrás.

Загрузка...