La Principalía era el edificio más antiguo de la Universidad. Con el paso de los siglos, había ido creciendo lentamente en todas direcciones, absorbiendo los edificios más pequeños y los patios que iba encontrando. Parecía una variedad arquitectónica de liquen que intentara ocupar tantas hectáreas como pudiera.
No era fácil orientarse en la Principalía. Los pasillos hacían giros imprevisibles, terminaban inesperadamente o daban largos y complicados rodeos. Podías tardar veinte minutos en ir de una estancia a otra, aunque solo estuvieran a quince metros. Los alumnos con más experiencia conocían los atajos y sabían por qué talleres o salas de conferencias tenías que pasar para llegar a tu destino.
Al menos uno de los patios había quedado completamente aislado y solo podía accederse a él trepando por una ventana. Circulaba el rumor de que había habitaciones completamente tapiadas, algunas con alumnos dentro. Decían que sus fantasmas recorrían los pasillos por la noche, lamentándose de su destino y quejándose de la comida que servían en la Cantina.
La primera clase a la que asistí se daba en la Principalía. Afortunadamente, mis compañeros de litera me habían advertido que era difícil orientarse por la Principalía, así que, pese a que me perdí, llegué con tiempo de sobra.
Cuando por fin encontré la sala donde se daba mi primera clase, me sorprendió ver que parecía un pequeño anfiteatro. Los asientos estaban dispuestos en gradas alrededor de un pequeño escenario elevado. En las ciudades grandes, mi troupe había actuado en sitios parecidos a aquel. Ese pensamiento me relajó mientras buscaba un asiento en las filas de atrás.
Estaba muy emocionado. Poco a poco fueron entrando otros alumnos. Todos eran, como mínimo, unos años mayores que yo. Repasé mentalmente los treinta primeros vínculos simpáticos mientras el anfiteatro se llenaba de estudiantes nerviosos. En total éramos unos cincuenta y ocupábamos tres cuartas partes de la sala. Algunos tenían papel y pluma, y libros de tapa dura sobre los que escribir. Otros tenían tablillas de cera. Yo no había llevado nada, pero eso no me preocupaba demasiado, porque siempre he tenido una memoria excelente.
El maestro Hemme entró en la sala, subió a la tarima y se colocó detrás de una gran mesa de trabajo de piedra. Ofrecía un aspecto imponente con su negra túnica de maestro, y en apenas unos segundos, los alumnos dejaron de susurrar y de moverse, y el anfiteatro quedó en silencio.
– ¿Queréis ser arcanistas? -preguntó Hemme-. Queréis hacer magia como la de los cuentos infantiles. Habéis oído canciones sobre Táborlin el Grande. Rugientes lenguas de fuego, anillos mágicos, capas invisibles, espadas que nunca se embotan, pociones que te hacen volar. -Sacudió la cabeza con gesto de desaprobación-. Pues si eso es lo que buscáis, ya podéis marcharos ahora mismo, porque aquí no lo encontraréis. Eso no existe.
Un alumno entró en ese momento en la sala, se dio cuenta de que llegaba tarde y se dirigió rápidamente hacia un asiento vacío. Pero Hemme lo vio.
– Hola, me alegro de que hayas venido. ¿Cómo te llamas?
– Gel -contestó el muchacho, nervioso-. Lo siento. He tenido un pequeño problema con…
– Gel -le cortó Hemme-, ¿qué clase es esta?
Gel se quedó cortado un momento, y luego dijo:
– ¿Principios de Simpatía?
– No me gustan los retrasos. Mañana me presentarás un trabajo sobre la evolución del reloj simpático, sus diferencias respecto a otros relojes anteriores, más arbitrarios, que empleaban el movimiento armónico, y sus efectos sobre el tratamiento exacto del tiempo.
El chico se retorció en el asiento.
– Sí, señor.
A Hemme pareció satisfacerle la reacción del alumno.
– Muy bien. ¿Qué es la simpatía?
Entró otro muchacho con un libro de tapa dura en la mano. Era joven, con lo cual quiero decir que debía de tener un par de años más que yo. Hemme lo interceptó antes de que llegara a un asiento.
– Hola -dijo con un tono exageradamente cortés-. ¿Cómo te llamas?
– Basil, señor. -El muchacho se quedó plantado en el pasillo, muerto de vergüenza. Lo reconocí: había espiado su entrevista en Admisiones.
– Por casualidad no serás de Yll, ¿verdad, Basil? -le preguntó Hemme componiendo una sonrisa.
– No, señor.
– Ahhh -dijo Hemme fingiendo decepción-. Tenía entendido que las tribus íllicas se guían por el sol para calcular la hora, y que por eso no tienen un concepto claro de la puntualidad. Sin embargo, como no eres íllico, no tienes excusa para llegar tarde, ¿no es así?
Basil movió los labios, como si intentara articular alguna excusa, pero por lo visto desistió.
– No, señor -dijo.
– Estupendo. Mañana me presentarás un trabajo sobre el calendario lunar de Yll, comparado con el calendario atur, más exacto y civilizado, con el que ya deberías de estar familiarizado. Siéntate.
Sin decir nada, Basil se dejó caer en el primer asiento libre que encontró y puso cara de perro apaleado.
Hemme desistió de empezar la clase y esperó a que llegara el siguiente alumno rezagado. El anfiteatro estaba sumido en un tenso silencio cuando entró, vacilante, una muchacha.
Era una joven de unos dieciocho años. Algo no muy frecuente.
La proporción de hombres con respecto a mujeres en la Universidad es de diez a una.
El tono de Hemme se ablandó un tanto cuando la muchacha entró en la sala. El maestro se acercó rápidamente a los escalones para recibirla.
– Ah, querida mía. Me alegro mucho de que todavía no hayamos iniciado la lección de hoy. -La sujetó por el codo y la ayudó a bajar unos cuantos escalones hasta el primer asiento libre.
Era evidente que la joven estaba abochornada por la atención que estaba recibiendo.
– Lo siento, maestro Hemme. La Principalía es más grande de lo que yo creía.
– No te preocupes -dijo Hemme con gentileza-. Lo que importa es que hayas venido. -Solícito, la ayudó a sacar el papel y el tintero antes de volver a la tarima.
Una vez allí, pareció que fuera a empezar la clase. Pero antes de hacerlo, volvió a mirar a la joven que acababa de entrar.
– Disculpa, señorita. -Ella era la única mujer que había en la sala-. Qué maleducado soy. ¿Cómo te llamas?
– Ria.
– Ria. ¿Es el diminutivo de Rian?
– Sí -respondió ella con una sonrisa.
– Por favor, Rian, ¿puedes cruzar las piernas?
Hemme formuló ese requerimiento con tanta seriedad que no se oyó ni la más leve risita. Rian, desconcertada, cruzó las piernas.
– Ahora que las puertas del infierno están cerradas -dijo Hemme con su tono normal, más brusco-, ya podemos empezar.
Y eso hizo, ignorando a Ria durante el resto de la clase. Lo cual, en mi opinión, fue un favor involuntario.
La clase duró dos horas y media que se hicieron larguísimas. Escuché con atención, con la esperanza de que Hemme abordara algún tema que yo no hubiese estudiado con Abenthy. Pero no lo hizo. Enseguida me di cuenta de que Hemme estaba hablando de los principios de la simpatía, ciertamente, pero a un nivel muy básico. Para mí, esa clase era una tremenda pérdida de tiempo.
Cuando Hemme dio por terminada la clase, bajé la escalera y lo alcancé antes de que saliera por una puerta.
– ¿Maestro Hemme?
Hemme se dio la vuelta.
– Ah, sí, nuestro niño prodigio. No sabía que estuvieras en mi clase. No habré ido demasiado rápido para ti, ¿verdad?
No cometí el error de contestar sinceramente esa pregunta.
– Ha repasado usted muy claramente los conceptos básicos, señor. Los principios que ha mencionado hoy formarán una buena base para los otros alumnos de la clase. -Para ser artista itinerante hay que dominar la diplomacia.
Hemme se hinchó un poco ante mi cumplido; luego me miró atentamente.
– ¿Para los otros alumnos de la clase? -me preguntó.
– Me temo que ya estoy familiarizado con los fundamentos básicos, señor. Conozco las tres leyes y los catorce corolarios. Así como los noventa primeros…
– Sí, sí, ya entiendo -me cortó-. Ahora estoy muy ocupado. Podemos hablar de esto mañana, antes de la clase. -Se dio la vuelta y se alejó a buen paso.
Como media hogaza es mejor que nada, me encogí de hombros y me dirigí al Archivo. Ya que no iba a aprender nada en las clases de Hemme, mejor sería que empezara a educarme yo mismo.
Esa vez, cuando entré en el Archivo, había una joven sentada detrás del mostrador. Era asombrosamente hermosa, con largo cabello castaño y unos ojos vivos y relucientes. Una notable mejora en comparación con Ambrose, desde luego.
Me acerqué al mostrador, y la joven sonrió.
– ¿Cómo te llamas?
– Kvothe -contesté-. Hijo de Arliden.
Ella asintió y empezó a hojear el registro.
– ¿Y tú? -dije para llenar el silencio.
– Fela -respondió ella sin levantar la cabeza. Entonces meneó la cabeza y dio unos golpecitos en el registro-. Aquí estás. Puedes entrar.
En la antecámara había dos puertas, una con el letrero estanterías y otra con el letrero volúmenes. Como no sabía qué diferencia había entre las dos, me dirigí a la puerta de estanterías. Eso era lo que yo buscaba: estanterías y más estanterías llenas de libros. Montañas inmensas de libros.
Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando me detuvo la voz de Fela:
– Perdona. Es la primera vez que vienes aquí, ¿verdad?
Asentí, pero sin soltar el pomo. Estaba tan cerca… ¿Qué pasaba ahora?
– El acceso a Estanterías está reservado para los miembros del Arcano -se disculpó Fela. Se levantó, salió de detrás del mostrador y se dirigió a la otra puerta-. Ven, te lo explicaré.
Solté el pomo a regañadientes y la seguí.
Tiró con ambas manos y abrió una de las pesadas hojas de madera de la puerta, revelando una habitación enorme, de techo alto, llena de mesas largas. Había una docena de estudiantes diseminados por la sala, leyendo. La sala estaba bien iluminada con la firme luz de una docena de lámparas simpáticas.
Fela se acercó a mí y me habló en voz baja.
– Esta es la sala principal de lectura. Aquí encontrarás todos los libros necesarios para la mayoría de las clases "elementales. -Mantuvo la puerta abierta con un pie y señaló a lo largo de una pared hasta una larga sección de estantes con trescientos o cuatrocientos libros. Más libros de los que yo jamás había visto juntos.
Fela siguió hablando en voz baja:
– No se puede hacer ruido. Si hablas, has de hacerlo en voz baja. -Me había fijado en que en la habitación reinaba un silencio casi artificial-. Si no encuentras el libro que buscas, puedes presentar una solicitud en el mostrador -y me lo señaló-. Ellos te buscarán el libro y te lo darán.
Me volví para hacerle una pregunta, y entonces reparé en lo cerca que Fela estaba de mí. El que no me hubiera fijado en una de las mujeres más atractivas de la Universidad, a la que tenía a menos de un palmo, dice mucho de lo entusiasmado que estaba con el Archivo.
– ¿Cuánto tardan en encontrar un libro? -pregunté en un susurro, tratando de no mirar a Fela con cara de bobo.
– Depende. -Se echó el largo y negro cabello hacia atrás-. A veces tenemos más trabajo, y a veces, no tanto. Hay personas a las que se les da mejor encontrar un determinado libro. -Se encogió de hombros, y su pelo me rozó ligeramente un brazo-. Pero por lo general, no más de una hora.
Asentí; estaba decepcionado por no poder curiosear en todo el Archivo, pero también emocionado por encontrarme allí dentro. Una vez más, media hogaza era mejor que nada.
– Gracias, Fela. -Entré; Fela soltó la puerta, que se cerró detrás de mí.
Pero al cabo de un momento, volvió a abrirla y me dijo:
– Otra cosa. Está de más decirlo, pero como es la primera vez que vienes… -Se había puesto muy seria-. Los libros no salen de aquí. No pueden sacarse del Archivo.
– Claro -dije-. Por supuesto. -No lo sabía.
Fela sonrió y asintió con la cabeza.
– Solo quería asegurarme. Hace un par de años, vino un joven caballero que estaba acostumbrado a llevarse los libros de la biblioteca de su padre. Yo nunca había visto a Lorren fruncir el ceño, ni hablar de otra forma que no fuera en susurros. Pero cuando pilló a ese alumno con uno de sus libros… -Sacudió la cabeza, como si no tuviera palabras para explicar lo que había visto.
Traté de imaginarme al alto y sombrío maestro enfadado, y no lo conseguí.
– Gracias por la advertencia.
– De nada. -Fela volvió al vestíbulo.
Me acerqué al mostrador que Fela me había señalado.
– ¿Qué tengo que hacer para pedir un libro? -le pregunté al secretario en voz baja.
El secretario me mostró un gran cuaderno donde estaban anotados los nombres de los alumnos y sus solicitudes. Algunas solicitudes eran títulos de libros o nombres de autores específicos, pero otras eran requerimientos de información más generales. Me llamó la atención una entrada: «Basil: calendario lunar íllico. Historia del calendario atur». Eché un vistazo a la sala y vi al chico de la clase de Hemme encorvado sobre un libro y tomando notas.
Escribí: «Kvothe: historia de los Chandrian. Estudios sobre los Chandrian y sus señales: ojos negros, llamas azules, etc.».
A continuación me acerqué a los estantes y empecé a examinar los libros. Reconocí uno o dos que Ben me había hecho leer. Lo único que se oía era el rasgueo de una pluma sobre el papel, o el débil sonido, parecido al del ala de un pájaro, de una página al pasar. Aquel silencio no resultaba inquietante, sino curiosamente reconfortante. Más tarde me enteré de que a aquella sala la llamaban «la Tumba» por el silencio sepulcral que reinaba en ella.
Al final me llamó la atención un libro titulado Los ritos nupciales del draccus común; lo cogí y me lo llevé a una de las mesas de lectura. Lo escogí porque tenía un bonito dragón repujado en la cubierta, pero cuando empecé a leerlo vi que era una investigación culta sobre diversos mitos conocidos.
Estaba leyendo el prólogo (donde se explicaba que, con toda probabilidad, el mito del dragón había evolucionado a partir del draccus, mucho más terrenal) cuando se me acercó un secretario.
– ¿Eres Kvothe?
Asentí, y el secretario me dio un librito con la cubierta de tela azul.
Nada más abrirlo, me llevé una desilusión. Era una colección de cuentos de hadas. Lo hojeé con la esperanza de encontrar algo útil, pero estaba lleno de empalagosas historias para entretener a los niños. Ya sabéis: valientes huérfanos que engañan a los Chandrian, amasan una fortuna, se casan con princesas y viven felices comiendo perdices.
Di un suspiro y cerré el libro. En realidad ya me había imaginado que me pasaría algo así. Hasta el día que los Chandrian mataron a mi familia, yo siempre había pensado que aquellas historias solo eran cuentos para niños. Esa clase de búsqueda no iba a llevarme a ninguna parte.
Me acerqué al mostrador y reflexioné largo rato antes de hacer otra anotación en el cuaderno de solicitudes. «Kvothe: historia de la Orden Amyr. Orígenes de los Amyr. Prácticas de los Amyr.» Llegué al final del renglón y, en lugar de empezar otro, me paré y miré al secretario que estaba detrás del mostrador.
– En realidad me interesa cualquier cosa sobre los Amyr -dije.
– Ahora estamos muy ocupados -dijo él señalando la sala. Desde mi llegada, habían entrado otra docena de estudiantes-. Pero te llevaremos algo en cuanto podamos.
Volví a la mesa y me puse a hojear el libro de cuentos infantiles; luego hice lo mismo con el bestiario. Esa vez tuve que esperar mucho más; cuando estaba leyendo sobre la extraña hibernación de verano del susquiniano, noté que me daban unos golpecitos en el hombro. Me volví esperando encontrar a un secretario con un montón de libros, o quizá a Basil, que hubiera venido a saludarme. Me sorprendió ver al maestro Lorren cerniéndose sobre mí con su negra túnica de maestro.
– Ven -me dijo en voz baja, y me hizo una seña para que lo siguiera.
No sabía qué pasaba, pero seguí a Lorren fuera de la sala de lectura. Pasamos por detrás del mostrador del secretario y bajamos por una escalera hasta una pequeña habitación con una mesa y dos sillas. En el Archivo había muchas habitaciones como esa: eran rincones de lectura pensados para que los miembros del Arcano tuvieran un sitio donde estudiar en privado.
Lorren puso el cuaderno de solicitudes de la sala de Volúmenes encima de la mesa.
– Estaba ayudando a uno de los nuevos secretarios y he visto tu solicitud -dijo-. ¿Te interesan los Chandrian y los Amyr? -preguntó.
Asentí.
– ¿Está tu interés relacionado con alguna tarea que te haya mandado alguno de tus profesores?
Estuve a punto de contarle la verdad. Lo que les había pasado a mis padres. La historia que había oído en Tarbean.
Pero me acordé de la reacción de Manet cuando yo había mencionado a los Chandrian, y me lo pensé mejor. Yo tampoco creía en los Chandrian hasta que los vi con mis propios ojos. Si alguien me hubiera asegurado que los había visto, habría pensado que estaba loco.
Lorren pensaría, como mínimo, que era un ingenuo y un insensato. De pronto tomé conciencia de que me encontraba en uno de los templos de la civilización, hablando con el maestro archivero de la Universidad.
Eso me hacía ver las cosas desde otra perspectiva. De pronto, las historias de un anciano de una taberna del Puerto parecían lejanas e insignificantes.
Negué con la cabeza.
– No, señor. Solo es para satisfacer mi curiosidad.
– La curiosidad me inspira mucho respeto -dijo Lorren con un tono neutro-. Quizá yo pueda satisfacer en parte la tuya. Los Amyr formaban parte de la iglesia cuando el imperio de Atur todavía tenía fuerza. Su lema era Ivare Enim Euge, que significa más o menos «por el bien mayor». Eran en parte caballeros andantes y en parte vigilantes. Tenían poderes judiciales, y podían ejercer de jueces en tribunales tanto religiosos como civiles. Estaban todos eximidos de la ley, en diferentes grados.
Casi todo eso ya lo sabía.
– Pero ¿de dónde salieron? -pregunté. Era lo máximo que me atrevía a decir sin mencionar la historia de Skarpi.
– Evolucionaron a partir de la figura del juez itinerante -explicó Lorren-. Eran hombres que recorrían el imperio de Atur de pueblo en pueblo ejerciendo la ley.
– Entonces, ¿salieron de Atur?
Lorren me miró.
– ¿De qué otro sitio quieres que salieran?
No me atrevía a decirle la verdad: que la historia que le había oído contar a un anciano me hacía sospechar que los Amyr podían tener raíces mucho más antiguas que el imperio de Atur. Y que confiaba en que todavía pudieran existir en algún lugar del mundo.
Lorren interpretó mi silencio como una respuesta.
– Voy a darte un consejo -dijo con serenidad-. Los Amyr son personajes dramáticos. Cuando somos pequeños, todos fingimos ser Amyr y librar batallas con espadas hechas con ramas de sauce. Es lógico que los niños se sientan atraídos por esas historias. -Me miró a los ojos-. Sin embargo, los hombres, los arca-nistas, deben concentrarse en el presente. Deben dedicarse a asuntos prácticos.
Me sostuvo la mirada y siguió hablando:
– Eres muy joven. Mucha gente te juzgará solo por tu edad. -Inspiré, pero él levantó una mano-. No te acuso de dejarte llevar por fantasías infantiles. Lo que te aconsejo es que evites que parezca que te dejas llevar por fantasías infantiles. -Me miró desapasionadamente, con su habitual serenidad.
Me acordé de cómo me había tratado Ambrose y asentí. Noté que me ruborizaba.
Lorren sacó una pluma y tachó lo que yo había escrito en el cuaderno de solicitudes.
– La curiosidad me inspira mucho respeto -volvió a decir-. Pero no todo el mundo piensa como yo. No quiero que estas cosas te compliquen el primer bimestre. Supongo que ya te resultará suficientemente difícil para que encima tengas esa preocupación adicional.
Agaché la cabeza. Tenía la impresión de que lo había decepcionado.
– Lo entiendo. Gracias, señor.