33 Un mar de estrellas

Volví al Solar del Arriero con un macuto colgado de un hombro. En él llevaba una muda de ropa, una hogaza de pan, un poco de cecina, un odre de agua, aguja e hilo, pedernal y eslabón, plumas y tinta. En resumen, todo lo que una persona inteligente se lleva por lo que pueda pasar cuando emprende un viaje.

Sin embargo, la adquisición de que estaba más orgulloso era una capa de color azul marino que le había comprado a un vendedor de ropa usada por solo tres iotas. Era cálida, estaba limpia y, a menos que me equivocara, solo había tenido un dueño antes que yo.

Dejadme explicar una cosa: cuando viajas, una buena capa vale más que todas tus otras posesiones juntas. Si no tienes donde dormir, la capa puede ser tu cama y tu manta. Te protege de la lluvia y del sol. Si eres listo, debajo de la capa puedes esconder toda clase de armas; y si no lo eres, al menos un arma pequeña.

Pero por encima de todo hay dos cosas por las que se recomienda una capa. En primer lugar, porque hay pocas cosas más llamativas que una capa bien llevada, ondeando ligeramente detrás de ti cuando sopla la brisa. Y en segundo lugar, porque las buenas capas tienen innumerables bolsillitos por los que siento una atracción irracional e irresistible.

Como ya he dicho, aquella era una buena capa, y tenía muchos bolsillitos de esos. Escondidos en ellos tenía cuerda y cera, un poco de manzana seca, un yesquero, una canica en una bolsita de cuero, un saquito de sal, una aguja de sutura e hilo de tripa.

Me había gastado todas las monedas de la Mancomunidad que con tanto cuidado había ido ahorrando, y me había quedado las duras monedas ceáldicas para el viaje. Los peniques funcionaban muy bien en Tarbean, pero la moneda ceáldica era sólida en cualquier rincón del mundo donde te encontraras.

Cuando llegué, se estaban ultimando los preparativos. Roent se paseaba alrededor de los carromatos como un animal inquieto, comprobándolo todo una vez más. Reta observaba a los braceros con mirada severa, y les corregía cada vez que hacían algo que no la satisfacía del todo. A mí me ignoraron hasta que nos pusimos en marcha rumbo a las afueras de la ciudad y a la Universidad.


A medida que nos alejábamos de Tarbean, sentía como si me estuviera librando de un gran peso. Me regodeaba con el tacto del suelo bajo mis zapatos, con el olor del aire, con el débil susurro del viento que acariciaba los tallos de trigo en los campos. Me sorprendí sonriendo sin ningún motivo especial, salvo que estaba contento. A los Ruh no nos gusta quedarnos mucho tiempo en el mismo sitio. Respiré hondo y estuve a punto de soltar una carcajada.

Mientras viajábamos, yo iba a mi aire, porque no estaba acostumbrado a tener compañía. Roent y los mercenarios no tenían inconveniente en dejarme tranquilo. Derrik bromeaba conmigo de vez en cuando, pero en general me encontraba demasiado reservado para su gusto.

Solo quedaba la otra pasajera, Denna. No nos dijimos nada hasta que hubimos recorrido casi todo el trayecto de la primera jornada. Yo iba en un carromato con uno de los mercenarios, pelando distraídamente la corteza de una rama de sauce. Mientras mis dedos trabajaban, escudriñaba el perfil de Denna, admirando la línea de su mentón, la curva de su cuello hasta llegar al hombro. Me preguntaba por qué viajaría sola, y adonde iría. En medio de mis cavilaciones, Denna giró la cabeza y me sorprendió mirándola.

– ¿En qué piensas? -me preguntó apartándose un mechón de pelo de la cara.

– Me preguntaba qué podrías estar haciendo aquí -contesté. Era una respuesta casi sincera.

Ella sonrió y me sostuvo la mirada.

– Mentiroso.

Utilicé un viejo truco de actor para no ruborizarme, me encogí de hombros fingiendo indiferencia y bajé la mirada hacia la rama de sauce que estaba pelando. Unos minutos más tarde, oí que Denna reanudaba su conversación con Reta. Sentí una extraña desilusión.

Cuando hubimos montado el campamento y ya se estaba preparando la cena, me paseé entre los carromatos, examinando los nudos que Roent utilizaba para sujetar su cargamento. Oí pasos i detrás de mí, me di la vuelta y vi acercarse a Denna. Me dio un vuelco el corazón y respiré hondo para serenarme.

Denna se detuvo a unos pasos de mí.

– ¿Ya lo has averiguado?

– ¿Cómo dices?

– Si ya has averiguado qué hago aquí. -Esbozó una dulce sonrisa-. Es que llevo toda la vida haciéndome esa pregunta. He pensado que si a ti se te ocurría algo… -Me miró, esperanzada e irónica.

Negué con la cabeza; la situación me desconcertaba demasiado como para que le encontrara la gracia.

– Lo único que he deducido es que vas a algún sitio.

Denna asintió, muy seria.

– Como yo. -Hizo una pausa y contempló el círculo que el horizonte formaba alrededor de nosotros. El viento le agitó el cabello, y ella se lo arregló-. ¿Por casualidad sabes adonde voy?

Noté que una sonrisa empezaba a asomar lentamente a mis labios. Ya no me acordaba de cómo se sonreía.

– ¿No lo sabes? -pregunté.

– Tengo algunas sospechas. Ahora mismo creo que a Anilin. -Se balanceó sobre las plantas de los pies-. Pero ya me he equivocado otras veces.

El silencio se apoderó de nuestra conversación. Denna se miró las manos y jugueteó con un anillo, haciéndolo rodar. Me pareció ver que era de plata, con una piedra de color azul claro. De pronto Denna separó las manos, dejó caer los brazos al lado del cuerpo y me miró.

– ¿Adonde vas tú? -me preguntó.

– A la Universidad.

Denna arqueó una ceja, y de pronto pareció diez años mayor.

– Con qué seguridad lo dices. -Sonrió, y al hacerlo dejó de parecer mayor-. ¿Qué siente uno cuando sabe adonde va?

No se me ocurrió ninguna respuesta, pero en ese preciso instante Reta nos llamó para cenar y me ahorró el trabajo de buscarla. Denna y yo fuimos juntos hacia la hoguera.


Empecé el día siguiente con un breve y torpe cortejo. Ansioso, pero procurando que no se notara que lo estaba, realicé una lenta danza alrededor de Denna hasta que al final encontré alguna excusa para pasar un rato con ella.

Denna, por su parte, parecía muy tranquila. Pasamos el resto de la jornada como si fuéramos viejos amigos. Bromeamos y nos contamos historias. Yo señalé las diferentes clases de nubes y le expliqué qué tiempo anunciaban. Ella me mostró las formas que encerraban: una rosa, un arpa, una cascada.

Así pasamos el día. Más tarde, cuando echamos a suertes los turnos de guardia, a Denna y a mí nos tocaron los dos primeros. Sin siquiera hablarlo, compartimos nuestras cuatro horas de guardia. Hablando en voz baja para no despertar a los demás, nos sentamos cerca del fuego y pasamos el rato mirándonos el uno al otro y sin vigilar mucho.

El tercer día hicimos más o menos lo mismo. Lo pasamos muy a gusto, sin hablar demasiado, contemplando el paisaje y diciendo lo que se nos ocurría. Esa noche paramos en una posada, donde Reta compró forraje para los caballos y algunas provisiones.

Reta se retiró temprano con su esposo, y nos dijo que le había encargado cena y camas para todos al posadero. La comida estuvo bien: puré de patata y panceta con pan y mantequilla. Las camas estaban en los establos, pero aun así eran mucho mejores que los sitios donde yo había tenido que dormir en Tarbean.

La taberna olía a humo, a sudor y a cerveza derramada. Me alegré cuando Denna me preguntó si me apetecía dar un paseo. Hacía una templada noche de primavera, sin viento. Hablamos mientras paseábamos lentamente por el bosque que había detrás de la posada. Al cabo de un rato llegamos a un amplio claro en cuyo centro había una charca.

Al borde del agua había un par de rocas de guía; su plateada superficie se destacaba contra el negro del cielo y contra el negro del agua. Una estaba de pie, y parecía un dedo que señalara el cielo. La otra estaba tumbada, y se extendía hasta el agua como un pequeño embarcadero de piedra.

No había viento que alterara la superficie del agua. Así que cuando nos subimos a la piedra caída, las estrellas se reflejaban perfectamente en la charca. Era como si estuviéramos sentados en medio de un mar de estrellas.

Pasamos horas hablando, hasta muy entrada la noche. Ninguno de los dos mencionamos nuestro pasado. Me pareció que había cosas de las que Denna prefería no hablar, y por la forma como evitaba interrogarme, creo que a ella le pasaba lo mismo. Hablamos de nosotros, de esperanzas y de sueños imposibles. Yo apuntaba al cielo y le decía los nombres de las estrellas y las constelaciones. Ella me contaba historias sobre ellas que yo nunca había oído.

No me cansaba de mirar a Denna. Estaba sentada a mi lado, abrazándose las rodillas. Su piel era más luminosa que la luna, y sus ojos, más enormes que el cielo, más profundos que el agua, más oscuros que la noche.

Poco a poco reparé en que llevaba largo rato mirándola fijamente sin hablar. Absorto en mis pensamientos, perdido en su contemplación. Pero Denna no parecía ofendida, ni extrañada. Era como si estudiara las líneas de mi cara, casi como si esperase algo.

Quería cogerle una mano. Quería acariciarle la mejilla con las yemas de los dedos. Quería decirle que era la primera mujer hermosa que veía desde hacía años. Que verla bostezar tapándose la boca con el dorso de la mano bastaba para que se me cortara la respiración. Que a veces no captaba el sentido de sus palabras porque me perdía en las dulces ondulaciones de su voz. Quería decirle que si ella estuviera conmigo, nunca volvería a pasarme nada malo.

Estuve a punto de pedírselo. Notaba la pregunta burbujeando en mi pecho. Recuerdo que tomé aliento y que, en el último momento, vacilé. ¿Qué podía decir? ¿Ven conmigo? ¿Quédate conmigo? ¿Ven a la Universidad? No. Una repentina certeza se tensó en mi pecho como un frío puño. ¿Qué podía pedirle? ¿Qué podía ofrecerle? Nada. Cualquier cosa que dijera parecería estúpida, una fantasía infantil.

Cerré la boca y miré más allá del agua. Denna, a solo unos centímetros de mí, hizo lo mismo. Notaba su calor. Olía a polvo del camino, a miel, y a ese olor que hay en la atmósfera segundos antes de un aguacero de verano.

No dijimos nada. Cerré los ojos. La proximidad de Denna era lo más dulce y lo más intenso que yo había sentido jamás.

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