Al principio era casi como un autómata y realizaba sin pensar las acciones imprescindibles para mantenerme vivo.
Me comí el segundo conejo que atrapé, y el tercero. Encontré unas matas de fresas silvestres. Arranqué raíces. Al final del cuarto día, tenía cuanto necesitaba para sobrevivir: un hoyo rodeado de piedras donde hacer fuego y un refugio para mi laúd. Incluso había reunido un pequeño montón de alimentos a los que podría recurrir en caso de emergencia.
También tenía una cosa que no necesitaba: tiempo. Una vez que me hube ocupado de mis necesidades inmediatas, me di cuenta de que no tenía nada que hacer. Creo que fue entonces cuando una pequeña porción de mi mente empezó a despertar poco a poco.
No os confundáis: ya no era yo mismo. Al menos no era la misma persona que un ciclo atrás. En todo lo que hacía empleaba por entero mi cerebro, para que no quedara ninguna parte desocupada, libre para recordar.
Adelgacé y mi aspecto físico empeoró. Dormía bajo la lluvia o bajo el sol, sobre la blanda hierba, sobre la húmeda tierra o sobre las piedras con una indiferencia que solo el sufrimiento puede proporcionar. Únicamente me fijaba en mi entorno cuando llovía, porque entonces no podía sacar mi laúd para tocar, y eso me dolía.
Claro que tocaba. Tocar era mi único consuelo.
Hacia finales del primer mes, se me habían formado unos callos duros como piedras en los dedos y podía tocar durante horas seguidas. Tocaba y volvía a tocar todas las canciones que sabía de memoria. Luego empecé a tocar también las canciones que recordaba a medias, llenando como podía las partes que había olvidado.
Al final podía tocar desde que despertaba hasta que me dormía. Dejé de tocar las canciones que ya sabía y empecé a inventarme otras. Antes ya había compuesto canciones; incluso había ayudado a mi padre a componer un verso o dos. Pero ahora le dediqué toda mi atención. Algunas de esas canciones me han acompañado hasta hoy.
Poco después empecé a tocar… ¿cómo podría describirlo?
Empecé a tocar otra cosa que no eran canciones. Cuando el sol calienta la hierba y la brisa te refresca, sientes algo especial, y yo tocaba hasta que conseguía expresar ese sentimiento. Tocaba hasta que la música sonaba a «Hierba tibia y brisa fresca».
Tocaba para mí mismo, pero era un público muy exigente. Recuerdo que pasé casi tres días enteros tratando de capturar «El viento al girar una hoja».
Hacia finales del segundo mes, podía tocar cosas casi con la misma facilidad con que las veía y las sentía: «El sol poniéndose detrás de las nubes», «Un pájaro bebiendo», «El rocío en los he-lechos».
Hacia mediados del tercer mes dejé de buscar fuera y empecé a buscar temas en mi interior. Aprendí a tocar «Viajar en el carromato con Ben», «Cantar con padre junto al fuego», «Ver bailar a Shandi», «Moler hojas cuando hace buen tiempo», «La sonrisa de madre»…
Tocar esas cosas me dolía, por supuesto; pero era un dolor como el de los dedos tiernos sobre las cuerdas del laúd. Sangraba un poco, pero confiaba en que pronto me saldría el callo.
Hacia finales del verano, se rompió una cuerda del laúd. No había forma de repararla. Me pasé casi todo el día sumido en un mudo estupor, sin saber qué hacer. Todavía tenía la mente adormecida. Rescaté los vestigios de mi inteligencia y me concentré en el problema. Tras comprender que no podía fabricar una cuerda ni conseguir una nueva, volví a sentarme y me propuse aprender a tocar con solo seis cuerdas.
Al cabo de un ciclo, tocaba tan bien con seis cuerdas como con siete. Tres ciclos más tarde, cuando intentaba tocar «Esperando mientras llueve», se rompió otra cuerda.
Esa vez no lo dudé: quité la cuerda rota y seguí tocando.
Hacia mediados de Siega se rompió la tercera cuerda. Después de intentarlo durante casi medio día, comprendí que tres cuerdas rotas eran demasiado. Así que metí el cuchillo romo, el ovillo de cuerda y el libro de Ben en el andrajoso saco de lona. Luego me colgué el laúd de mi padre del hombro y me puse a andar.
Intenté tararear «Nieve que cae con las últimas hojas del otoño», «Dedos encallecidos» y «Un laúd de cuatro cuerdas», pero no era lo mismo que tocar.
Mi plan consistía en encontrar un camino y seguirlo hasta llegar a un pueblo. No tenía ni idea de a qué distancia podían estar el pueblo ni el camino más cercanos, ni de cómo podían llamarse. Sabía que me encontraba en el sur de la Mancomunidad, pero mi ubicación exacta estaba enterrada y enredada con otros recuerdos que no quería desenterrar.
El clima me ayudó a decidirme. El frescor otoñal se estaba convirtiendo en frío invernal. Sabía que el tiempo sería más cálido en el sur. Así que, a falta de otro plan mejor, me situé con el sol sobre mi hombro izquierdo y me propuse recorrer tanta distancia como pudiera.
El siguiente ciclo fue un suplicio. Pronto se me acabó la poca comida que me había llevado, y tenía que parar y buscar alimento cuando tenía hambre. Había días en que no encontraba agua, y cuando la encontraba, no tenía nada con qué llevármela. El pequeño camino de carro desembocó en un camino más ancho, que a su vez me condujo hasta otro aún más ancho. Tenía los pies rozados y llenos de ampollas. Algunas noches hacía un frío tremendo.
Encontraba posadas, pero por lo general las evitaba y solo ocasionalmente me limitaba a beber un trago en el abrevadero de los caballos. También encontré algunas aldeas, pero yo necesitaba una población más grande. A los campesinos no les hacen falta cuerdas de laúd.
Al principio, cada vez que oía acercarse un carromato o un caballo, me escondía, cojeando, en el margen del camino. No había hablado con ningún ser humano desde la noche que mataron a mi familia. Parecía más un animal salvaje que un niño de doce años. Pero al final el camino se hizo demasiado ancho y concurrido, y pasaba más tiempo escondiéndome que caminando. Acabé quedándome en el camino, y sentí alivio al ver que la mayoría de la gente me ignoraba.
Una mañana, cuando llevaba menos de una hora caminando, oí una carreta que venía detrás de mí. El camino era lo bastante ancho para que pasaran dos carromatos a la vez, pero de todas formas me aparté y me quedé en la hierba del margen.
– ¡Eh, muchacho! -gritó una áspera voz masculina. No me di la vuelta-. ¡Eh, muchacho!
Me aparté un poco más de la calzada, sin mirar atrás. Mantuve la cabeza agachada, mirándome los pies.
La carreta se detuvo a mi lado. La voz sonó mucho más fuerte que antes:
– ¡Muchacho! ¡Eh, muchacho!
Levanté la cabeza y vi a un anciano de rostro curtido que me miraba con los ojos entornados para protegerse del sol. Podía tener entre cuarenta y setenta años. Sentado a su lado iba un joven de hombros anchos y rostro feúcho. Supuse que debían de ser padre e hijo.
– ¿Estás sordo, hijo? -me preguntó el anciano.
Negué con la cabeza.
– Entonces, ¿eres mudo?
Volví a negar con la cabeza.
– No. -Resultaba extraño hablar con alguien. Mi voz sonó rara, áspera y oxidada.
Me miró con los ojos entornados.
– ¿Vas a la ciudad?
Asentí. No quería volver a hablar.
– Sube. -Señaló con la cabeza hacia la parte trasera de la carreta-. A Sam no le importará tirar de un chiquillo como tú. -Le dio unas palmadas en la grupa al mulo.
Era más fácil obedecer que huir. Y el sudor acumulado en mis zapatos hacía que me dolieran aún más las ampollas. Fui hacia la parte de atrás de la carreta descubierta y monté en ella con mi laúd. Estaba llena de grandes bolsas de arpillera. De uno de los sacos, abierto, se habían caído unas cuantas calabazas, redondas y nudosas, que rodaron por el suelo.
El anciano sacudió las riendas, gritó «¡Arre!», y el mulo se puso en marcha con desgana. Recogí las calabazas sueltas y las metí en el saco que se había abierto. El granjero me sonrió por encima del hombro.
– Gracias, chico. Me llamo Seth, y este es Jake. Será mejor que te sientes. Si pillamos un bache, podrías caerte de la carreta.
Me senté encima de un saco; me sentía inexplicablemente tenso y no sabía qué podía esperar.
El anciano granjero le pasó las riendas a su hijo y sacó una gran hogaza de pan de una bolsa que tenía a los pies. Arrancó un gran pedazo, lo untó con abundante mantequilla y me lo dio.
Esa muestra de generosidad tan natural me produjo una punzada de dolor en el pecho. Hacía medio año que no probaba el pan; estaba blando y caliente, y la mantequilla era dulce. Reservé un trozo para más tarde y lo guardé en mi saco de lona.
Al cabo de un cuarto de hora, el anciano se volvió.
– ¿Sabes tocar eso, chico? -Señaló el estuche del laúd, y yo lo apreté contra mi cuerpo.
– Está roto -dije.
– Ah -repuso él, desilusionado. Creí que iba a pedirme que me apeara, pero me sonrió e hizo un gesto con la cabeza hacia el joven que iba sentado a su lado-. Entonces tendremos que entretenerte nosotros a ti.
Se puso a cantar «Calderero, curtidor», una canción de taberna más antigua que Dios. Al cabo de un segundo, su hijo se puso a cantar también, y sus burdas voces armonizaban con una sencillez que me produjo una punzada de dolor al recordar otros carromatos, otras canciones y un hogar medio olvidado.