76 Los ritos nupciales del draccus común

– Es un dragón -susurró Denna-. Que Tehlu nos acoja y nos proteja. Es un dragón.

– No, no es un dragón -la contradije-. Los dragones no existen.

– ¡Pero míralo! -insistió ella-. ¡Está ahí mismo! ¡Mira a ese maldito dragón!

– Es un draccus.

– Es enorme -dijo Denna con un deje de histeria en la voz-. Es un maldito dragón enorme y va a subir aquí y se nos va a comer.

– No come carne -dije-. Es herbívoro. Es como una vaca inmensa.

Denna me miró y rompió a reír. No era una risa histérica, sino la risa impotente de alguien que ha oído algo tan gracioso que no puede contener la alegría. Se tapó la boca con las manos y empezó a sacudirse; lo único que se oía eran los resoplidos ahogados que escapaban entre sus dedos.

Vimos otro fogonazo azul. Denna dejó de reírse, y luego apartó las manos de la boca. Me miró con los ojos como platos, y en voz baja y ligeramente temblorosa dijo:

– ¡Muuu!

Habíamos pasado tan deprisa del pánico al alivio que iba a costamos contener la risa floja. Así que cuando Denna empezó a reír de nuevo, intentando sofocar las carcajadas con las manos, yo reí también, y la barriga me temblaba del esfuerzo para no hacer ruido. Nos tumbamos sobre la piedra, desternillándonos como dos niños pequeños, mientras abajo, aquella gran bestia gruñía y resoplaba alrededor de nuestro fuego, lanzando llamaradas de vez en cuando.

Al cabo de unos largos minutos, nos serenamos. Denna se enjugó las lágrimas de los ojos y dio un hondo y tembloroso suspiro. Se acercó más a mí, hasta pegar el lado izquierdo de su cuerpo a mi lado derecho.

– Mira -dijo en voz baja mientras los dos mirábamos desde el borde de la piedra-. Ese bicho no puede ser hervíboro. Es inmenso. No podría ingerir suficiente alimento. Y mira qué boca tiene. Mira esos dientes.

– Exactamente. Son planos, no puntiagudos. Come árboles. Árboles enteros. Mira lo grande que es. ¿Dónde iba a encontrar suficiente carne? Tendría que comerse diez ciervos todos los días. ¡No podría sobrevivir!

Denna giró la cabeza y me miró.

– ¿Cómo demonios sabes eso?

– Lo leí en la Universidad -contesté-. En un libro titulado Los ritos nupciales del draccus común. Utiliza el fuego para llamar la atención en la época de celo. Es como el plumaje de los pájaros.

– ¿Insinúas que esa cosa de ahí abajo -buscó a tientas las palabras; sus labios se movieron un momento sin articular ningún sonido- pretende tirarse a nuestra hoguera? -Por un instante creí que iba a romper a reír de nuevo, pero inspiró hondo y se serenó-. Pues yo no me lo pierdo, desde luego…

Notamos que la piedra sobre la que estábamos sentados se estremecía; la vibración provenía del suelo. Al mismo tiempo, todo se oscureció notablemente.

Miramos hacia abajo y vimos al draccus revolcándose en el fuego como un cerdo en un revolcadero. El suelo temblaba mientras el animal aplastaba las brasas con el cuerpo.

– Ese bicho debe de pesar… -Denna se interrumpió y sacudió la cabeza.

– Quizá cinco toneladas -calculé-. Cinco como mínimo.

– Podría atacarnos. Podría derribar las piedras.

– No lo creo -dije dando unas palmadas al itinolito, tratando de parecer más convencido de lo que lo estaba en realidad-. Estas piedras llevan mucho tiempo aquí. No nos pasará nada.

Mientras se revolcaba en nuestra fogata, el draccus había esparcido ramas encendidas por la cima de la colina. Lo vimos dirigirse hacia un leño medio calcinado que seguía consumiéndose sobre la hierba. El draccus lo olfateó y se revolcó sobre él, aplastándolo. Entonces se puso de nuevo en pie, volvió a olfatear el leño y se lo comió. No lo masticó. Se lo tragó entero, como una rana se traga un grillo.

Repitió varias veces la operación, describiendo círculos alrededor del fuego, casi apagado ya. Lo olfateaba, se revolcaba encima de los troncos ardientes y luego, cuando se apagaban, se los comía.

– Supongo que es lógico -comentó Denna-. Provoca incendios y vive en el bosque. Si no tuviera algún mecanismo mental que lo incitara a apagar el fuego, no sobreviviría mucho tiempo.

– Seguramente por eso ha venido aquí -repliqué-. Porque ha visto nuestra hoguera.

Tras varios minutos resoplando y revolcándose, el draccus volvió junto a la hoguera, de la que solo quedaba un lecho de brasas. La rodeó varias veces, y luego se tumbó encima. Me estremecí, pero la bestia se limitó a moverse hacia delante y hacia atrás como una gallina que se acomoda en el nido. La cima de la colina estaba ya completamente oscura: solo había una débil luz de luna.

– ¿Cómo puede ser que nunca haya oído hablar de esos bichos? -preguntó Denna.

– Hay muy pocos -contesté-. La gente suele matarlos, porque no entienden que son relativamente inofensivos. Y no se reproducen muy deprisa. Ese de ahí debe de tener doscientos años; es de los más grandes que hay. -Lo contemplé, maravillado-. No creo que haya más de un par de centenares de draccus de ese tamaño en todo el mundo.

Seguimos mirando un par de minutos, pero abajo no se apreciaba ningún movimiento. Denna dio un gran bostezo.

– Dios mío, estoy agotada. No hay nada como la certeza de tu propia muerte para dejarte baldada. -Se tendió boca arriba, y luego de lado, y después se volvió hacia mí, buscando una postura cómoda-. Madre mía, qué frío hace aquí. -Vi que temblaba-. No me extraña que el draccus se haya tumbado encima de nuestra hoguera.

– Podríamos bajar y coger la manta -sugerí.

Denna soltó una risotada.

– Ni hablar. -No paraba de temblar mientras se abrazaba el cuerpo.

– Toma. -Me levanté y me quité la capa-. Abrígate con esto. No es gran cosa, pero es mejor que la piedra. -Se la tendí-. Te vigilaré mientras duermes para que no te caigas.

Me miró largamente, y en parte confié en que la rechazara. Pero tras unos instantes de vacilación, cogió la capa y se envolvió con ella.

– Está visto, maese Kvothe, que sabes cuidar de una mujer.

– Pues espera a mañana -repliqué-. No he hecho más que empezar.

Me senté en silencio, tratando de no temblar, y al final la respiración de Denna se hizo lenta y acompasada. La vi dormir con la tranquilidad de un niño que no tiene ni idea de lo insensato que es, ni de las inesperadas tragedias que puede traer el día siguiente.

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