La ciudad se llamaba Hallowfell. Paramos unos días allí porque había un buen taller, y casi todos nuestros carromatos necesitaban algún tipo de reparación. Mientras esperábamos, Ben recibió una oferta que no pudo rechazar.
Ella era una viuda muy rica y muy joven, y, para mis inexpertos ojos, muy atractiva. La historia oficial era que necesitaba un tutor para su hijo. Sin embargo, cualquiera que los hubiera visto paseando juntos se habría dado cuenta de la verdad que se escondía detrás de esa historia.
Era la viuda del cervecero, que se había ahogado dos años atrás. Ella intentaba seguir llevando la fábrica de cerveza lo mejor que podía, pero en realidad no tenía los conocimientos necesarios…
Como veréis, no creo que nadie le hubiera podido tender una trampa mejor a Ben.
La troupe cambió de planes y nos quedamos en Hallowfell unos cuantos días más. Hicimos coincidir mi duodécimo cumpleaños con la fiesta de despedida de Ben.
Para haceros una idea de cómo fue ese día, debéis tener en cuenta que no hay nada más espectacular que una troupe que actúa para sí misma. Los buenos artistas procuran que cada función parezca única, pero no podemos olvidar que el espectáculo que están representando para nosotros es el mismo que han representado centenares de veces ante otros públicos. Hasta las troupes más profesionales tienen una función deslucida de vez en cuando, sobre todo cuando saben que nadie lo va a notar.
En las aldeas pequeñas y en las posadas rurales no sabían distinguir un buen espectáculo de otro malo. Pero tus compañeros de troupe sí sabían.
Así pues, pensadlo: ¿cómo entretienes a la gente que te ha visto actuar un millar de veces? Desempolvas los viejos trucos. Pruebas con algunos nuevos. Te arriesgas y confías en que todo saldrá bien. Y los grandes fracasos son, por supuesto, tan divertidos como los grandes éxitos.
Recuerdo esa noche como un maravilloso remolino de tiernas emociones con un matiz de amargura. Sonaban violines, laúdes y tambores; todo el mundo tocaba, bailaba y cantaba como quería. Me atrevería a decir que superamos cualquier jolgorio feérico que podáis imaginar.
Me hicieron muchos regalos. Trip me regaló un puñal con mango de cuero y me dijo que todos los chicos debían tener algo con lo que pudieran hacerse daño. Shandi me regaló una capa preciosa que había hecho ella misma, con un montón de bolsillitos donde esconder mis tesoros. Mis padres me regalaron un laúd, un instrumento precioso de madera lisa y oscura. Tuve que tocar una canción, por supuesto, y Ben cantó conmigo. Como no estaba familiarizado con el instrumento, mis dedos vacilaban un poco sobre las cuerdas, y Ben se perdió un par de veces buscando las notas, pero en general lo hizo bien.
Ben abrió un pequeño barril de aguamiel que reservaba para «una ocasión como esta». Recuerdo su sabor: dulce, amargo y triste, muy acorde con mi estado de ánimo.
Varias personas habían colaborado en la composición de «La balada de Ben, cervecero sublime». Mi padre la recitó con la misma gravedad que si fuera el linaje real de los modeganos, acompañándose de un arpa pequeña. Todos se desternillaron de risa, y Ben rió más que nadie.
En mitad de la fiesta, mi madre me agarró y me hizo bailar con ella describiendo un amplio círculo. Su risa resonaba como la música transportada por el viento. Su cabello y su falda giraban alrededor de mí mientras ella daba vueltas y vueltas. Desprendía un olor reconfortante, un olor que solo tienen las madres. Ese olor, y el fugaz y risueño beso que me dio, me ayudaron más que todas las diversiones a soportar el dolor de la partida de Ben.
Shandi se ofreció para hacerle un baile especial a Ben, pero solo si accedía a entrar en su tienda. Yo nunca había visto a Ben ruborizarse. Vaciló un momento, y cuando rechazó la invitación, quedó claro que le costó tanto hacerlo como le habría costado arrancarse el alma. Shandi protestó e hizo pucheros; dijo que llevaba mucho tiempo practicando. Al final lo metió a rastras en su tienda, y su desaparición fue acompañada del aplauso de toda la troupe.
Trip y Teren protagonizaron un combate de esgrima; en parte era una exhibición del manejo de la espada, pero incluía un soliloquio teatral (por parte de Teren) y una serie de payasadas que estoy seguro que Trip debió de improvisar. Se metieron por todo el campamento con sus chanzas. Durante el curso del combate, Trip consiguió romper su espada, esconderse bajo el vestido de una dama, defenderse con una salchicha y realizar unas acrobacias tan fantásticas que fue un milagro que no sufriera ninguna lesión grave. Aunque se le rajaron los pantalones por detrás.
Dax se quemó cuando lanzaba fuego por la boca; solo se chamuscó un poco la barba, pero su orgullo se resintió. Se recuperó rápidamente gracias a las tiernas atenciones de Ben, que le llevó una taza de aguamiel y le recordó que no todo el mundo estaba destinado a tener cejas.
Mis padres cantaron «La balada de sir Savien Traliard». Como casi todas las grandes canciones, la de sir Savien la había compuesto Illien, y todo el mundo la consideraba su obra maestra.
Es una canción muy bonita, y me lo pareció más porque solo había oído a mi padre cantarla entera unas cuantas veces. Es endemoniadamente complicada, y seguramente mi padre era el único de la troupe que podía hacerle justicia. Aunque no se le notó mucho, yo sabía que era muy difícil incluso para él. Mi madre cantó la segunda voz con una voz débil y cadenciosa. Hasta el fuego parecía más tenue cada vez que hacían una pausa para respirar. Sentí que mi corazón se elevaba y descendía. Lloré tanto por la belleza de aquellas dos voces, tan perfectamente armonizadas, como por la tragedia que narraba la canción.
Sí, al final lloré. Lloré aquel día, y he llorado siempre desde entonces. Hasta una lectura en voz alta de la historia me arranca las lágrimas. En mi opinión, cualquiera que no se emocione con ella no es del todo humano.
Cuando mis padres terminaron de cantar hubo unos momentos de silencio que todos aprovecharon para enjugarse las lágrimas y sonarse la nariz. Entonces, tras un conveniente periodo de recuperación, alguien gritó:
– ¡Lanre! ¡Lanre!
Otras voces se hicieron eco de aquel grito:
– ¡Sí, Lanre!
Mi padre esbozó una sonrisa sardónica y negó con la cabeza. Nunca cantaba un fragmento de una canción si no estaba acabada.
– ¡Vamos, Arl! -gritó Shandi-. Ya le has dado muchas vueltas al guiso. ¡Saca un poco del cazo!
Mi padre volvió a negar con la cabeza, sin dejar de sonreír.
– Todavía no está lista. -Se agachó y, con cuidado, guardó el laúd en su estuche.
– Solo unos versos, Arliden -insistió Teren.
– Sí, hazlo por Ben. No es justo que haya tenido que oírte hablar de ella todo este tiempo y que…
– … a saber qué hacías en el carromato con tu esposa si no…
– ¡Cántala!
– ¡Lanre!
Trip organizó rápidamente a toda la troupe y la convirtió en un gran coro que no paraba de bramar; mi padre consiguió soportar aquella situación durante casi un minuto, antes de agacharse y sacar su laúd del estuche. Todos aplaudieron.
El público se calló en cuanto mi padre volvió a sentarse. Afinó un par de cuerdas, a pesar de que acababa de guardar el instrumento. Dobló los dedos, tanteó unas cuantas notas y se puso a tocar la canción con tanta suavidad que no me di cuenta de que había empezado. Entonces la voz de mi padre sonó por encima del subir y bajar de la música:
Sentaos y prestad atención, pues voy a cantar
una historia en tiempos remotos forjada
y ya olvidada. La historia de un hombre.
El orgulloso Lanre, fuerte como la primavera,
como el acero de la espada que empuñaba.
Os contaré cómo luchó, cayó y se levantó,
para caer de nuevo. Esta vez en las sombras.
Lo abatió el amor: el amor a su tierra natal
y a su esposa Lyra, cuya llamada dicen algunos que atendió,
traspasando las puertas de la muerte
para pronunciar su nombre con renacido aliento.
Mi padre aspiró e hizo una pausa, con la boca abierta como si fuera a continuar. Entonces una amplia y picara sonrisa iluminó su cara; se agachó y guardó su laúd. Hubo protestas y muestras de indignación, pero todos sabían que podían considerarse afortunados por haber oído los pocos versos que mi padre había cantado. Entonces alguien se puso a tocar una canción para bailar, y las protestas se apagaron.
Mis padres bailaron juntos; mi madre con la cabeza apoyada en el pecho de mi padre. Ambos tenían los ojos cerrados y parecían perfectamente satisfechos. Si encuentras a una persona así, alguien a quien puedas abrazar y con la que puedas cerrar los ojos a todo lo demás, puedes considerarte muy afortunado. Aunque solo dure un minuto, o un día. Después de tantos años, esa imagen de mis padres meciéndose suavemente al son de la música es, para mí, la imagen del amor.
Después, Ben bailó con mi madre; sus pasos eran seguros y majestuosos. Me impresionó lo guapos que estaban juntos. Ben, viejo, canoso y corpulento, con la cara surcada de arrugas y las cejas chamuscadas. Mi madre, delgada, fresca y radiante, pálida y con el cutis liso a la luz del fuego. Se complementaban estupendamente. Me dolió pensar que quizá jamás volviera a verlos juntos.
Empezaba a clarear por el este. Nos congregamos todos para despedirnos.
No recuerdo qué le dije antes de separarnos. Sé que me pareció deplorable e inadecuado, pero supe que él lo entendería. Ben me hizo prometer que no me metería en líos tonteando con las cosas que él me había enseñado.
Se agachó y me dio un abrazo; luego me alborotó el cabello. Ni siquiera me importó. Como represalia, intenté alisarle las cejas, algo que siempre había querido hacer.
La expresión de sorpresa de Ben fue maravillosa. Volvió a abrazarme, y entonces se apartó de mí.
Mis padres prometieron pasar por el pueblo siempre que la troupe se encontrara por la zona. Todos los miembros de la troupe dijeron que no necesitarían que les insistieran mucho. Pero, pese a ser muy joven, yo sabía la verdad. Pasaría mucho tiempo antes que volviera a ver a Ben. Años.
No recuerdo habernos puesto en marcha esa mañana, pero sí recuerdo que intenté dormir y que me sentía muy solo. Mi única compañía era un dolor sordo y agridulce.
Cuando desperté, a última hora de la tarde, encontré un paquete a mi lado. Estaba envuelto con arpillera y atado con un cordel, y había un pedazo de papel con mi nombre enganchado, agitándose al viento como una banderita.
Desenvolví el paquete y reconocí la cubierta del libro. Era Retórica y lógica, el libro que Ben había utilizado para enseñarme a polemizar. Era el único libro de su pequeña biblioteca, compuesta por una docena de volúmenes, que yo no había leído de cabo a rabo. Y yo lo odiaba.
Lo abrí y vi que había algo escrito en la guarda. Rezaba:
Kvothe:
Defiéndete bien en la Universidad. Haz que esté orgulloso de ti. Recuerda la canción de tu padre. Ten cuidado con el delirio. Tu amigo,
Abenthy
Ben y yo nunca habíamos hablado de la posibilidad de que yo fuera a la Universidad. Yo soñaba con estudiar allí algún día, por supuesto. Pero eran sueños que no me atrevía a compartir con mis padres. Estudiar en la Universidad significaría dejarles a ellos, a la troupe, a todos y todo lo que constituía mi mundo.
La verdad es que era una idea aterradora. ¿Cómo sería instalarme en un sitio, no para pasar una noche ni un ciclo, sino meses, quizá años? No volver a actuar. No hacer acrobacias con Trip, ni interpretar al joven y engreído hijo del noble en Tres peniques por un deseo. No volver a viajar en carromato. No tener a nadie con quien cantar.
Yo nunca había dicho nada en voz alta, pero Ben debía de saber todo eso. Releí sus palabras, lloré un poco y le prometí que lo haría lo mejor que pudiera.