21 Sótano, pan y cubo

Si hubiera comido algo podría decir que era pasada la hora de comer. Estaba mendigando en la Rambla del Comercio; hasta ese momento había conseguido dos patadas (de un guardia y de un mercenario), tres empujones (de dos carromateros y de un marinero), una original maldición relativa a una inverosímil configuración anatómica (también del marinero) y una rociada de babas de un repugnante anciano de ocupación indeterminada. Y un ardite de hierro. Aunque eso lo atribuí más a las leyes de la probabilidad que a la bondad humana. Hasta un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando.

Llevaba casi un mes viviendo en Tarbean, y el día anterior había probado por primera vez qué tal se me daba robar. Fue una experiencia muy desalentadora. Me habían pillado con la mano en el bolsillo de un carnicero, y me había llevado un porrazo tan tremendo en la cabeza que todavía me mareaba cuando intentaba ponerme en pie o girar la cabeza demasiado deprisa. Desanimado por mi primera incursión en el robo, había decidido que ese día me dedicaría a pedir limosna. Y de momento, el día estaba resultando mediocre. El hambre me comprimía el estómago, y un solo ardite de pan rancio no iba a ayudarme mucho. Me estaba planteando trasladarme a otra calle cuando vi a un niño que corría hacia un mendigo más joven que yo. Le dijo algo al oído, con prisas, y ambos se marcharon pitando. Los seguí, por supuesto; todavía me quedaba algo de curiosi dad. Además, cualquier cosa que los alejara de la esquina de una calle bulliciosa en pleno día merecía que le dedicase atención. Quizá los tehlinos estuvieran repartiendo pan otra vez. O quizá hubiera volcado un carro de fruta. O quizá los guardias estuvieran ahorcando a alguien. Cualquiera de esas cosas bien valía media hora de mi tiempo.

Seguí a los niños por las sinuosas calles hasta que los vi doblar una esquina y bajar unos escalones que conducían al sótano de un edificio ruinoso. Me detuve; el sentido común sofocó la débil chispa de mi curiosidad.

Los niños reaparecieron al poco rato; cada uno llevaba un pedazo de pan moreno. Los vi pasar, riendo y dándose empujones. El pequeño, que no debía de tener más de seis años, me vio mirar¬lo y me hizo señas con la mano.

– Todavía queda un poco -dijo con la boca llena-. Pero será mejor que te des prisa.

Mi sentido común hizo una rápida corrección, y me dirigí con cautela hacia los escalones. Al final de los escalones había unas tablas podridas, lo único que quedaba de una puerta rota. Detrás de las tablas atisbé un corto pasillo que conducía a una habitación escasamente iluminada. Una joven de mirada pétrea me dio un empujón y pasó a mi lado sin mirarme. También llevaba un trozo de pan.

Pasé por encima de los trozos de puerta rota y entré en la húmeda y fría habitación. Di unos pasos, y entonces oí un débil gemido que me hizo parar en seco. Era un sonido casi animal, pero mi oído me decía que provenía de una garganta humana.

No sé qué esperaba encontrar, pero desde luego nada parecido a lo que encontré. Había dos lámparas viejas alimentadas con aceite de pescado que arrojaban débiles sombras contra las pare¬des de piedra oscura. Había seis catres en la habitación, todos ocupados. Dos niños que eran poco más que bebés compartían una manta en el suelo de piedra, y otro estaba acurrucado en un montón de harapos. Un chico de mi edad estaba sentado en un oscuro rincón, con la cabeza apoyada en la pared.

Uno de los niños se movió un poco en su catre, como si se agitara en sueños. Pero había algo en su forma de moverse que resul¬taba extraño. Era un movimiento forzado, demasiado tenso. Me acerqué y vi que el crío estaba atado al catre. Todos lo estaban.

El niño tiró de las cuerdas e hizo ese ruido que yo había oído desde el pasillo. Entonces sonó mucho más claro, un largo y lastimero grito: «Aaaaabaaaah».

Al principio pensé en todas las historias que había oído sobre el duque de Gibea. El duque y sus secuaces secuestraron y tortu¬raron a gente durante veinte años, hasta que la iglesia intervino y puso fin a sus atrocidades.

– Qué, qué -dijo una voz desde la otra habitación. Era una voz con una inflexión extraña, como si en realidad no estuviera formulando una pregunta.

El niño del catre tiró de las cuerdas.

– Aaahbeeeh.

Un hombre entró por el umbral limpiándose las manos en la parte delantera de una túnica andrajosa.

– Qué, qué -repitió en el mismo tono monocorde.

Era una voz vieja y cansada, pero también paciente. Paciente como una roca o como una gata con gatitos. No era la clase de voz que yo le habría atribuido al duque de Gibea.

– Qué, qué. Ya va, ya va, Tanee. No me he ido, estaba aquí mismo. Ya he vuelto. -Dio unos golpecitos con un pie en el desnudo suelo de piedra. Iba descalzo. Noté cómo la tensión se vaciaba lentamente de mi cuerpo. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando allí, no parecía tan siniestro como había pensado al principio.

Al ver aparecer a aquel hombre, el niño dejó de tirar de las cuerdas.

– Eeeeeaah -dijo, y tiró de las cuerdas que lo sujetaban.

– ¿Qué? -Esa vez sí era una pregunta.

– Eeeeeaah.

– ¿Hmmm? -El anciano miró alrededor y me vio-. Ah, hola. -Volvió a mirar al niño que estaba en el catre-. ¡Qué despabilado estás hoy! ¡Tanee me ha llamado para que vea que tenemos visita! -Tanee compuso una macabra sonrisa y dio un sonoro graznido. El sonido que emitió no se parecía en nada a aquel lastimero gemido; era evidente que estaba riendo.

El anciano se volvió hacia mí y dijo:

– No te reconozco. ¿Habías estado aquí antes?

Negué con la cabeza.

– Bueno, tengo un poco de pan de hace solo dos días. Si me llenas un cubo de agua, puedes llevarte todo el pan que puedas comerte. -Me miró-. ¿Te parece bien?

Asentí. Aparte de los catres, los únicos muebles que había en la habitación eran una silla, una mesa y un barril abierto junto a una de las puertas. Encima de la mesa había amontonadas cuatro grandes hogazas de pan.

El anciano asintió también, y luego empezó a avanzar con cuidado hacia la silla. Andaba con cautela, como si le dolieran los pies al pisar.

Llegó a la silla, se sentó y señaló el barril que estaba junto a la puerta.

– Detrás de la puerta hay una bomba y un cubo. No hace falta que corras, no es ninguna carrera. -Mientras hablaba, cruzó distraídamente las piernas y empezó a frotarse un pie.

«Mala circulación -pensó una parte de mi mente que llevaba tiempo sin utilizar-. Riesgo de infección y molestias considerables. Debería tener los pies y las piernas en alto, darse masajes y bañarlos en una infusión caliente de corteza de sauce, alcanfor y arrurruz.»

– No llenes demasiado el cubo. No quiero que te lastimes ni que te mojes. Aquí abajo ya hay bastante humedad. -Puso el pie en el suelo y se agachó para coger en brazos a uno de los bebés que empezaba a moverse, inquieto, en la manta.

Mientras llenaba el barril, yo miraba de reojo al anciano. Tenía el pelo gris, pero a pesar de eso, y de sus andares lentos y comedidos, vi que no era muy viejo. Tendría unos cuarenta años, quizá menos. Llevaba una larga túnica, remendada hasta tal punto que no se distinguían la forma ni el color originales. Aunque iba casi tan harapiento como yo, iba más limpio. Lo cual no quiere decir que fuera precisamente limpio, sino más limpio que yo. No era difícil.

Se llamaba Trapis. La túnica remendada era la única prenda que tenía. Pasaba casi todas las horas del día en aquel húmedo sótano cuidando a los desesperados que no le importaban a nadie más. La mayoría eran niños. Algunos, como Tanee, tenían que estar atados para que no se lastimaran ni se cayeran de la cama. Otros, como Jaspin, que había enloquecido dos años atrás, tenían que estar atados para que no lastimaran a los demás.

Paralíticos, tullidos, catatónicos, espásticos… Trapis los cuidaba a todos con la misma paciencia infinita. Jamás le oí quejarse de nada, ni siquiera de sus pies descalzos, que estaban siempre hinchados y que debían de producirle un dolor constante.

Nos ofrecía a los niños toda la ayuda que podía, un poco de comida cuando la tenía. A cambio, nosotros le llevábamos agua, le fregábamos el suelo, le hacíamos encargos y cogíamos a los bebés en brazos para que no lloraran. Hacíamos todo lo que nos pedía, y cuando no había comida, al menos siempre había un poco de agua, una sonrisa cansada y alguien que nos miraba como si fuéramos humanos y no animales vestidos con harapos.

A veces daba la impresión de que Trapis se encargaba él solo de todas las criaturas desesperadas de aquella zona de Tarbean. Nosotros, a cambio, lo queríamos con una ferocidad de que solo son capaces los animales. Si alguien le hubiera levantado una mano a Trapis, un centenar de niños enfurecidos lo habrían hecho trizas en medio de la calle.

Esos primeros meses fui con frecuencia a su sótano, y luego cada vez menos. Trapis y Tanee eran buenos compañeros. Ninguno de nosotros sentía la necesidad de hablar demasiado, y eso me gustaba. Pero los otros niños de la calle me ponían muy nervioso, así que solo iba por allí cuando estaba desesperado y necesitaba ayuda, o cuando tenía algo que compartir.

Pese a que casi nunca estaba allí, era agradable saber que había un sitio en la ciudad donde no me darían patadas, no me perseguirían ni me escupirían. Saber que existían Trapis y su sótano me ayudaba cuando estaba solo en los tejados. Era casi como un hogar al que siempre podías regresar. Casi.

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