Salí de la taberna con una sonrisa en los labios, sin pensar en que todavía estaba en el Puerto y que corría peligro. Me animaba mucho saber que pronto tendría ocasión de oír otra historia. Hacía mucho tiempo que no anhelaba algo. Volví a mi esquina y malgasté tres horas mendigando; todos mis esfuerzos solo me valieron un fino ardite. Pero ni siquiera eso me desanimó. Al día siguiente era Duelo, pero después habría más historias.
Sin embargo, mientras estaba allí sentado sentí que una vaga inquietud se apoderaba de mí. La sensación de que se me olvidaba algo incidía en mi insólita felicidad. Intenté ignorarla, pero me acompañó todo el día y el siguiente también, como un mosquito que no podía ver y al que no podía aplastar. Al final del día, estaba convencido de que había pasado algo por alto. Algo relacionado con la historia que había contado Skarpi.
Sin duda para vosotros será fácil, porque habéis oído la historia convenientemente ordenada y narrada. Tened en cuenta que yo llevaba casi tres años en Tarbean, viviendo como un animalillo. Había partes de mi mente que todavía dormían, y mis dolorosos recuerdos acumulaban polvo detrás de la puerta del olvido. Me había acostumbrado a evitarlos, igual que un tullido procura no cargar el peso sobre la pierna que tiene lesionada.
La suerte me sonrió al día siguiente, y me las ingenié para robar un fardo de harapos de la parte de atrás de un carromato y vendérselos a un trapero por cuatro peniques de hierro. Estaba demasiado hambriento para pensar en el día de mañana, así que me compré un gran trozo de queso y una salchicha, y luego una hogaza entera de pan y una tarta de manzana caliente. Por último me concedí un capricho: fui a la puerta trasera de una posada cercana y me gasté mi último penique en una jarra de cerveza fuerte.
Me senté en los escalones de una panadería que había enfrente de la posada y me quedé viendo pasar a la gente mientras disfrutaba de la mejor comida que me regalaba desde hacía meses. Pronto el crepúsculo dio paso al anochecer, y empezó a darme vueltas la cabeza por efecto de la cerveza. Era una sensación agradable, pero cuando la comida se asentó en mi estómago, volví a notar esa sensación acuciante, y con más intensidad que antes. Fruncí el ceño; me fastidiaba que eso me estropeara un día que, por lo demás, podía considerar perfecto.
La oscuridad se acentuó, hasta que la posada del otro lado de la calle quedó bañada por un charco de luz. Unas mujeres merodeaban cerca de la puerta. Murmuraban en voz baja y les lanzaban elocuentes miradas a los hombres que pasaban.
Me terminé la cerveza, y cuando me disponía a cruzar la calle y devolver la jarra, vi el parpadeo de una antorcha que se acercaba. Miré hacia el final de la calle y vi el inconfundible color gris de la túnica de un sacerdote tehlino, y decidí esperar hasta que hubiera pasado de largo. Borracho el día de Duelo y recién convertido en ladrón, cuanto menos contacto tuviera con el clero, mejor.
El sacerdote llevaba puesta la capucha, y la antorcha que sostenía se interponía entre nosotros dos, así que no pude verle la cara. Se acercó al grupo de mujeres y hubo una breve discusión. Oí el distintivo tintineo de unas monedas y me agazapé aún más en el oscuro portal.
El tehlino dio media vuelta y se marchó por donde había llegado. Me quedé quieto para que no se fijara en mí, porque no quería tener que echar a correr con la cabeza dándome vueltas. Esa vez, sin embargo, la antorcha no se interponía entre nosotros dos. Cuando el sacerdote se volvió hacia donde estaba yo, no le vi la cara, sino solo oscuridad bajo la capucha, solo sombras.
El tehlino siguió su camino sin percatarse de mi presencia, o sin que le importara. Pero me quedé donde estaba, sin poder moverme. La imagen del hombre encapuchado, con la cara oculta en sombras, había abierto de golpe una puerta en mi pensamiento, y los recuerdos se estaban derramando. Recordé a un hombre con los ojos vacíos y con una sonrisa de pesadilla, recordé la sangre de su espada. Ceniza, se llamaba, y su voz era como un viento helado: «¿Es este el fuego de tus padres?».
Pero no era él, sino el hombre que tenía detrás. El que estaba callado, sentado junto al fuego. El hombre cuya cara estaba oculta en sombras. Haliax. Ese era el recuerdo que se cernía sobre mi conciencia desde que oyera la historia de Skarpi.
Corrí a los tejados y me envolví en mi manta raída. Poco a poco, los fragmentos de la historia y los fragmentos de mi memoria iban encajando. Empecé a admitir imposibles verdades. Los Chandrian existían. Haliax existía. Si la historia que había contado Skarpi era cierta, Lanre y Haliax eran la misma persona. Los Chandrian habían matado a mis padres, a toda mi troupe. ¿Por qué?
Otros recuerdos ascendieron burbujeando hasta la superficie de mi memoria. Vi al hombre de los ojos negros, Ceniza, arrodillado ante mí. Su rostro inexpresivo, su voz fría y afilada. «Sé de unos padres -había dicho- que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar.»
Habían matado a mis padres por recopilar historias sobre los Chandrian. Habían matado a toda mi troupe por una canción. Me quedé toda la noche despierto dando vueltas a esos pensamientos. Poco a poco comprendí que esos pensamientos eran la verdad.
¿Qué hice entonces? ¿Juré que los encontraría, que los mataría a todos por lo que habían hecho? Quizá. Pero aunque lo hiciera, en el fondo sabía que eso era imposible. Tarbean me había inculcado mucho pragmatismo. ¿Matar a los Chandrian? ¿Matar a Lanre? ¿Por dónde iba a empezar? Era más probable que consiguiera robar la luna. Al menos sabía dónde buscar la luna por la noche.
Pero había una cosa que sí podía hacer. Al día siguiente interrogaría a Skarpi sobre la verdad que había detrás de sus historias.
No era gran cosa, pero era lo único que podía hacer. Quizá la venganza estuviera fuera de mi alcance, al menos de momento. Pero todavía abrigaba esperanzas de descubrir la verdad.
Me aferré con fuerza a esa esperanza durante toda la noche, hasta que salió el sol y me quedé dormido.