85 Manos contra mí

Simmon y Wilem me llevaron a mi habitación de Anker's, donde me desplomé en la cama y pasé dieciocho horas tras las puertas del sueño. Al día siguiente, al despertar, me sentía sorprendentemente bien, teniendo en cuenta que había dormido con la ropa puesta y que tenía la vejiga del tamaño de un melón.

La suerte me sonrió y me dio tiempo suficiente para comer y darme un baño antes de que uno de los recaderos de Jamison diera conmigo. Debía presentarme en la sala de profesores al cabo de media hora para ponerme ante las astas del toro.


Ambrose y yo estábamos de pie ante la mesa de los maestros. Él me había acusado de felonía. Yo, a mi vez, lo había acusado de robo, destrucción de propiedad y conducta impropia de un miembro del Arcano. Tras mi anterior experiencia en las astas del toro me había familiarizado con el Rerum Codex, el reglamento oficial de la Universidad. Me lo había leído dos veces para estar seguro de cómo se hacían las cosas allí. Me lo sabía de memoria.

Por desgracia, eso significaba que era plenamente consciente de la gravedad de la situación. La acusación de felonía era grave. Si me declaraban culpable de lastimar intencionadamente a Ambrose, me azotarían y me expulsarían de la Universidad.

No podía negar que había lastimado a Ambrose. Estaba herido y cojeaba. Tenía un gran rasguño rojo en la frente. También llevaba un brazo en cabestrillo, pero estaba convencido de que eso no era más que un elemento teatral que él había añadido por su cuenta.

El problema era que, en realidad, yo no tenía ni la más remota idea de qué había pasado. No había tenido ocasión de hablar con nadie. Ni siquiera de darle las gracias a Elodin por ayudarme el día anterior en el taller de Kilvin.

Los maestros dejaron que cada uno de nosotros presentara su causa. Ambrose hizo gala de un comportamiento ejemplar: cuando habló lo hizo con mucha educación. Al cabo de un rato, empecé a sospechar que su aletargamiento pudiera deberse a una dosis demasiado generosa de analgésicos. Por lo vidriosos que tenía los ojos, deduje que podía tratarse de láudano.

– Abordemos las quejas por orden de gravedad -propuso el rector cuando hubimos relatado nuestra versión de la historia.

El maestro Hemme hizo una seña, y el rector le cedió la palabra con un gesto de la cabeza.

– Deberíamos recortar las acusaciones antes de votar -dijo Hemme-. Las quejas del E'lir Kvothe son redundantes. No se puede acusar a un estudiante de robo y destrucción de la misma propiedad. O una cosa, o la otra.

– ¿Por qué dice eso, maestro? -pregunté educadamente.

– El robo implica la posesión de una propiedad ajena -dijo Hemme con un tono de voz razonable-. ¿Cómo puedes poseer algo que has destruido? Deberíamos descartar una de las dos acusaciones.

El rector me miró.

– E'lir Kvothe, ¿quieres retirar una de tus quejas?

– No, señor.

– Entonces propongo que votemos si debemos retirar la acusación de robo -insistió Hemme.

El rector fulminó con la mirada a Hemme, castigándolo en silencio por hablar cuando no era su turno, y luego se volvió hacia mí.

– La testarudez ante un argumento razonable no es elogiable, E'lir, y el maestro Hemme ha presentado un argumento convincente.

– El argumento del maestro Hemme es imperfecto -repliqué con serenidad-. El robo implica la adquisición de una propiedad ajena. Es ridículo insinuar que no puedes destruir lo que has robado.

Vi que algunos maestros asentían con la cabeza, pero Hemme insistió:

– Maestro Lorren, ¿cuál es el castigo por robo?

– El estudiante recibe un máximo de dos latigazos en la espalda -recitó Lorren-. Y debe devolver la propiedad o el precio correspondiente a la propiedad, más una multa de un talento de plata.

– ¿Y el castigo por destrucción de propiedad?

– El estudiante debe pagar la sustitución o la reparación de la propiedad.

– ¿Lo ven? -dijo Hemme-. Cabe la posibilidad de que tuviera que pagar dos veces por el mismo laúd. Eso no es justo. Sería como castigarlo dos veces por la misma falta.

– No, maestro Hemme -intervine-. Sería castigarlo por robo y por destrucción de propiedad. -El rector me lanzó la misma mirada que le había lanzado antes de Hemme por hablar fuera de turno, pero yo no me amilané-. Si yo le hubiera prestado mi laúd y él lo hubiera roto, sería otra cuestión. Si él me lo hubiera robado y lo hubiera dejado intacto, sería otra. No es una cosa o la otra. Es ambas cosas.

El rector golpeó la mesa con los nudillos para hacernos callar.

– Así pues, ¿no quieres retirar ninguno de los cargos?

– No.

Hemme levantó una mano, y el rector le cedió la palabra.

– Propongo que votemos para suprimir la acusación de robo.

– ¿Todos a favor? -preguntó el rector con voz cansina. Hemme levantó la mano, y Brandeur, Mandrag y Lorren hicieron otro tanto-. Cinco y medio contra cuatro: se mantiene la acusación.

El rector prosiguió antes de que alguien pudiera interrumpirlo:

– ¿Quién considera que el Re'lar Ambrose es culpable de destrucción de propiedad? -Todos levantaron la mano excepto Hemme y Brandeur. El rector me miró-: ¿Cuánto te costó ese laúd?

– Nueve talentos con seis -mentí; sabía que era un precio razonable.

Ambrose se indignó al oírme:

– ¡Anda ya! Tú nunca has tenido diez talentos en la mano.

Molesto, el rector golpeó otra vez la mesa con los nudillos. Pero Brandeur levantó una mano para pedir la palabra:

– El Re'lar Ambrose nos ha planteado una cuestión interesante. ¿Cómo es posible que un estudiante que llegó aquí en la indigencia se haya hecho con tanto dinero?

Algunos maestros me miraron con curiosidad. Agaché la cabeza, como si estuviera avergonzado.

– Gané ese dinero jugando a esquinas, señores.

Hubo un murmullo de sorpresa. Elodin rió sin disimulo. El rector volvió a golpear la mesa.

– Se impone al Re'lar Ambrose una multa de nueve talentos con seis. ¿Se opone algún maestro a esta sanción?

Hemme levantó una mano, pero nadie lo imitó.

– Acusación de robo. ¿Número de latigazos?

– Ninguno -dije, y unos cuantos maestros arquearon las cejas.

– ¿Quién considera que el Re'lar Ambrose es culpable de robo? -preguntó el rector. Ni Hemme, ni Brandeur ni Lorren levantaron la mano-. Re'lar Ambrose, multa de diez talentos con seis. ¿Se opone algún maestro a esta medida?

Esa vez, Hemme, enfurruñado, no levantó la mano.

El rector inspiró hondo y soltó el aire ruidosamente.

– Maestro archivero, ¿cuál es el castigo correspondiente a conducta impropia de un miembro del Arcano?

– El alumno puede ser multado, azotado, suspendido del Arcano o expulsado de la Universidad, según la gravedad de la afrenta -respondió Lorren sin alterarse.

– ¿Castigo propuesto?

– Suspensión del Arcano -dije, como si fuera lo más sensato del mundo.

Ambrose perdió la compostura.

– ¿Qué? -exclamó, incrédulo, y se volvió hacia mí

– Esto es absurdo, Herma -intervino Hemme.

El rector me miró con reproche.

– Me temo que estoy de acuerdo con el maestro Hemme, E'lir Kvothe. No creo que esto sea motivo para una suspensión.

– Discrepo -dije tratando de emplear toda mi persuasión-. Piense en todo lo que ha oído hasta ahora. Sin ninguna otra razón que la antipatía que siente por mí, Ambrose se burló de mí en público, y luego me robó y destrozó el único objeto de valor que tengo.

»¿Es esta la clase de comportamiento propia de un miembro del Arcano? ¿Es esta la actitud que quiere usted fomentar en el resto de Re'lar? ¿Son la maldad y el resentimiento características que usted aprueba en los alumnos que aspiran a convertirse en arca-nistas? Hace doscientos años que no se quema a ningún arcanista. Si les entregan los florines a niños mimados como ese -señalé a Ambrose-, esa duradera paz y esa seguridad desaparecerán en pocos años.

Los había impresionado. Lo vi en sus caras. Ambrose se movió, nervioso, a mi lado; su mirada iba de un maestro a otro.

Pasados unos momentos de silencio, el rector pidió los votos.

– Los que estén a favor de la suspensión del Re'lar Ambrose…

Arwyl levantó la mano, y también lo hicieron Lorren, Elodin, Elxa Dal… Hubo un momento de tensión. Miré a Kilvin y al rector, con la esperanza de que también ellos votaran a favor.

El momento pasó.

– Acusación desestimada.

Ambrose soltó el aire de golpe. Yo solo estaba un poco desilusionado. De hecho, me sorprendía haber tenido tanto éxito.

– Y ahora -prosiguió el rector como si se preparara para realizar un tremendo esfuerzo-, abordemos la acusación de felonía contra el E'lir Kvothe.

– De cuatro a quince latigazos y expulsión de la Universidad -recitó Lorren.

– ¿Cuántos latigazos?

Ambrose me miró. Vi cómo giraban las ruedas de su cerebro, tratando de calcular el máximo número de latigazos que podía solicitar sin arriesgarse a que los maestros dejaran de secundarlo.

– Seis -dijo.

Noté que un miedo plomizo se instalaba en mi estómago. Los latigazos me tenían sin cuidado. Estaba dispuesto a recibir dos docenas con tal de que no me expulsaran. Pero si me echaban de la Universidad, mi vida ya no tendría sentido.

– ¿Rector? -dije.

Me dirigió una mirada cansada y amable. Sus ojos me decían que lo entendía, pero que no tenía otra alternativa que dejar que las cosas siguieran su curso. La compasión de su mirada me asustó. Él sabía qué iba a pasar.

– ¿Sí,E'lirKvothe?

– ¿Puedo decir algo?

– Ya has tenido ocasión de defenderte -repuso él con firmeza.

– ¡Pero es que ni siquiera sé qué hice! -protesté; el pánico había vencido a mi templanza.

– Seis latigazos y expulsión -dijo el rector con formalidad, ignorando mi arrebato-. ¿Quién está a favor?

Hemme levantó la mano. A continuación lo hicieron Brandeur y Arwyl. Se me cayó el alma a los pies cuando vi que el rector levantaba la mano. Lorren, Kilvin, Mandrag y Elxa Dal hicieron otro tanto. Por último lo hizo Elodin; sonrió perezosamente y agitó los dedos de la mano alzada, como si me saludara. Nueve manos contra mí. Me habían expulsado de la Universidad. Mi vida ya no tenía sentido.

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