Desperté en una cama. En una habitación. En una posada. Al principio, eso era lo único de lo que estaba seguro. Me sentía como si me hubieran tirado una iglesia por la cabeza.
Me habían lavado y vendado. Me habían vendado con mucho esmero. Alguien se había dignado curarme todas las heridas recientes, por pequeñas que fueran. Tenía vendas blancas alrededor de la cabeza, el pecho, una rodilla y un pie. Hasta me habían limpiado y vendado las leves escoriaciones de las manos y la herida que me habían hecho los matones de Ambrose con el puñal tres días atrás.
Por lo visto, lo peor era el golpe en la cabeza. Me dolía, y cuando la levantaba me mareaba. Cada leve movimiento era una punitiva lección de anatomía. Bajé los pies de la cama e hice una mueca de dolor: «Traumatismo grave del polonio medial de la pierna derecha». Me incorporé: «Esguince oblicuo del cartílago entre las costillas inferiores». Me puse en pie: «Distensión leve del sub… trans… Maldita sea, ¿cómo se llamaba eso?». Imaginé la cara de Arwyl, ceñudo detrás de sus gafas redondas.
Me habían lavado y cosido la ropa. Me la puse, moviéndome despacio para saborear cada uno de los emocionantes mensajes que me enviaba mi cuerpo. Me alegré de que no hubiera ningún espejo en la habitación, porque sabía que debía de ofrecer un aspecto lamentable. El vendaje de la cabeza me molestaba mucho, pero decidí no quitármelo. Tenía la impresión de que era lo único que impedía que se me cayera la cabeza a trozos.
Me acerqué a la ventana. Estaba nublado, y bajo la luz grisácea el pueblo tenía un aspecto espantoso: había hollín y cenizas por todas partes. La tienda de la acera de enfrente estaba destrozada, como una casa de muñecas que un soldado hubiera pisado con su bota. La gente iba de un lado para otro, despacio, pasando entre los destrozos. Las nubes eran lo bastante densas para que no pudiera calcular qué hora era.
Oí una débil ráfaga de aire al abrirse la puerta; me volví y vi a una joven plantada en el umbral. Joven, hermosa, sencilla; la típica chica que trabajaba en pequeñas posadas como aquella: una Nellie. Nell. La clase de chica que se pasaba la vida estremecida porque el posadero tenía mal genio y una lengua viperina y porque no tenía reparos en darle una bofetada cuando lo creía oportuno. Me miró con la boca abierta; era evidente que le había sorprendido verme levantado.
– ¿Hubo muertos? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– El hijo de los Liram se rompió un brazo. Y varias personas sufrieron quemaduras… -Noté que todo mi cuerpo se relajaba-. No debería levantarse, señor. El médico dijo que seguramente no despertaría. Necesita descansar.
– ¿Ha regresado… mi prima al pueblo? -pregunté-. La chica que estuvo en la granja de los Mauthen. ¿Está aquí?
La joven negó con la cabeza.
– Solo usted, señor.
– ¿Qué hora es?
– La cena todavía no está lista, señor. Pero si quiere puedo subirle algo.
Habían dejado mi macuto al lado de la cama. Me lo colgué del hombro; dentro solo quedaban la escama y la piedra imán. Miré alrededor buscando mis botas, hasta que recordé que la noche pasada me las había quitado para caminar mejor por los tejados.
Salí de la habitación -la chica me siguió- y bajé a la taberna. Detrás de la barra estaba el mismo tipo, y seguía frunciendo el ceño.
Fui hacia él.
– Mi pariente… mi prima -dije-. ¿Está en el pueblo?
El tabernero dirigió el ceño hacia el umbral por el que yo acababa de aparecer y por el que en ese momento salía la chica.
– ¿Cómo demonios lo dejas levantarse, Nell? Tienes menos cerebro que un perro.
Había acertado: se llamaba Nell. En otras circunstancias, lo habría encontrado divertido.
El tabernero se volvió hacia mí y compuso una sonrisa que, en realidad, solo fue otro tipo de ceño.
– Caramba, chico. ¿Te duele la cara? Me hace daño hasta a mí. -Rió de su propio chiste.
Lo fulminé con la mirada.
– Le he preguntado por mi prima.
Negó con la cabeza.
– No ha vuelto. Y espero no volver a verla nunca.
– Tráigame pan, fruta y algo de carne -dije-. Y una botella de vino de frutas de Aven. De fresa, a ser posible.
El tabernero se inclinó hacia delante y arqueó una ceja. Su ceño se transformó en una pequeña y condescendiente sonrisa.
– No corras tanto, hijo. El alguacil querrá hablar contigo ahora que te has levantado.
Apreté los dientes para contener las primeras palabras que acudieron a mis labios y respiré hondo.
– Mire, he pasado un par de días muy malos, no se puede usted ni imaginar cómo me duele la cabeza, y tengo una amiga que podría estar en apuros. -Lo miré fijamente, con fría serenidad-. No tengo ninguna intención de que las cosas se pongan desagradables. Así que le pido por favor que vaya a buscar lo que le he pedido. -Saqué mi bolsa.
El tabernero me miró; la ira iba reflejándose poco a poco en su cara.
– Maldito fanfarrón. Si no me muestras un poco de respeto, te ato a una silla hasta que llegue el alguacil.
Puse un drabín de hierro encima de la barra, y me guardé otro en el puño.
El tabernero miró la moneda.
– ¿Qué es eso?
Me concentré y noté que el frío iba extendiéndose por mi brazo.
– Es su propina -contesté, y una fina voluta de humo empezó a ascender del drabín-. Por su rápido y cortés servicio.
El barniz alrededor de la moneda empezó a burbujear y a chamuscarse formando un anillo negro alrededor de la moneda de hierro. El hombre se quedó mirándolo, mudo y horrorizado.
– Vaya a buscar lo que le he pedido -dije mirándolo a los ojos-. Y también un odre de agua. O quemaré esta posada con usted dentro y bailaré entre las cenizas y entre sus chamuscados y pegajosos huesos.
Llegué a la cima de la colina de los itinolitos con el macuto lleno. Iba descalzo; jadeaba y me dolía la cabeza. No encontré a Denna por ninguna parte.
Rastreé rápidamente la zona y encontré todas mis cosas esparcidas donde las había dejado. Las dos mantas. El odre estaba casi vacío, pero aparte de eso, estaba todo allí. Denna debía de haberse alejado un poco para hacer sus necesidades.
Esperé. Esperé mucho más de lo estrictamente razonable. Entonces la llamé, al principio en voz baja, y luego a gritos, aunque cuando gritaba me dolía la cabeza. Al final me senté. Solo podía pensar en Denna despertando sola, dolorida, sedienta y desorientada. ¿Qué habría pensado?
Comí un poco y me puse a pensar qué podía hacer. Me planteé abrir la botella de vino, pero sabía que no era buena idea, porque todo indicaba que tenía una conmoción cerebral. Combatí la irracional preocupación de que Denna se hubiera adentrado en el bosque delirando todavía, y el impulso de salir en su busca. Me planteé encender fuego para que ella lo viera y volviera a la colina…
Pero no. Sabía que Denna se había marchado, sencillamente. Despertó, vio que yo no estaba y se marchó. Ella misma lo había dicho cuando salimos de la posada de Trebon: «No me gusta quedarme donde no soy bien recibida. Todo lo demás lo resuelvo por el camino». ¿Pensaría que la había abandonado?
A pesar de todo, en el fondo sabía que Denna se había marchado hacía mucho de allí. Guardé mis cosas en el macuto. Y entonces, por si me equivocaba, escribí una nota explicando lo que había pasado y diciendo que la esperaría en Trebon hasta el día siguiente. Con un trozo de carbón, escribí su nombre en uno de los itinolitos, y tracé una flecha indicando el sitio donde había dejado toda la comida que había llevado, una botella de agua y una de las mantas.
Me marché. No estaba de buen humor. Mis pensamientos no eran amables ni tiernos.
Llegué a Trebon al anochecer. Subí a los tejados con un poco más de cuidado del habitual. No podría confiar en mi equilibrio hasta que mi cabeza se hubiera recuperado un poco.
Sin embargo, no me costó mucho llegar al tejado de la posada donde había dejado las botas. Desde allí, bajo la débil luz del ocaso, el pueblo ofrecía un aspecto lúgubre. La fachada de la iglesia se había derrumbado por completo, y en casi una tercera parte del pueblo se apreciaban huellas del incendio. Algunos edificios solo estaban chamuscados, pero otros habían quedado reducidos a cenizas. Pese a todos mis esfuerzos, el fuego debía de haberse descontrolado después de que yo perdiera el conocimiento.
Miré hacia el norte y vi la cima de la colina de los itinolitos. Confiaba en atisbar el resplandor de un fuego, pero no vi nada.
Me dirigí al tejado plano del ayuntamiento y subí por la escalerilla de la cisterna. Estaba casi vacía. Había unos pocos palmos de agua ondeando en el fondo, muy por debajo de donde yo había clavado la teja a la pared con mi navaja. Eso explicaba el estado en que se encontraba el pueblo. Cuando el nivel del agua había descendido por debajo de mi improvisada obra de sigaldría, el incendio se había avivado. Con todo, había conseguido reducir un poco su avance. De no haber sido por eso, quizá ya no quedara ni rastro de Trebon.
Volví a la posada, que estaba muy concurrida. La gente, tiznada de hollín y con aire sombrío, bebía y charlaba. No vi a mi ceñudo amigo por ninguna parte, pero había un grupo de gente reunida en la barra, discutiendo acaloradamente sobre una marca que había aparecido en la madera.
El alcalde y el alguacil también se encontraban en la posada. Nada más verme, me llevaron a una habitación privada para hablar conmigo.
No tenía muchas ganas de hablar, y, después de lo ocurrido los últimos días, no me sentía muy intimidado por la autoridad de dos ancianos barrigones. Ellos podrían haberse dado cuenta, y eso me fastidiaba. Tenía dolor de cabeza y no me apetecía dar explicaciones, y no tenía inconveniente en tolerar un incómodo silencio. Así pues, hablaron ellos, y bastante, y al hacerme sus preguntas me revelaron casi todo lo que yo quería saber.
Afortunadamente, en el pueblo no había habido heridos graves. Como el incendio se produjo en pleno festival de la cosecha, no pilló a nadie durmiendo. Había muchos cardenales, muchas cabelleras chamuscadas, y gente que había inhalado más humo del conveniente; pero aparte de unas pocas quemaduras y del tipo que se había roto un brazo al caerle encima una viga, resultó que yo era el que había salido peor parado.
Estaban completamente convencidos de que el draccus era un demonio. Un enorme demonio negro que escupía fuego y veneno. Y si alguien tenía la más leve duda respecto a eso, esta se había esfumado al ser derribada la bestia por el mismísimo hierro de Tehlu.
También estaban todos de acuerdo en que aquel demonio era el responsable de la destrucción de la granja Mauthen. Una conclusión razonable, pese a ser completamente errónea. Intentar convencerlos de otra cosa habría resultado una inútil pérdida de tiempo.
Me habían encontrado inconsciente en lo alto de la rueda de hierro que había matado al demonio. El matasanos del pueblo me había recompuesto lo mejor que había podido, y, poco familiarizado con la asombrosa resistencia de mi cráneo, había expresado serias dudas acerca de si me despertaría o no.
Al principio, la opinión más generalizada era que yo no era más que un desgraciado que pasaba por allí, o que había conseguido arrancar la rueda de la iglesia. Sin embargo, mi milagrosa recuperación, combinada con el hecho de que había hecho un agujero en la barra de la taberna, animaron a la gente a fijarse en lo que un niño y una viuda llevaban todo el día repitiendo: que cuando el viejo roble se había encendido como una antorcha, habían visto a alguien de pie en el tejado de la iglesia. Lo iluminaba el fuego desde abajo. Tenía los brazos levantados, como si rezara…
Al final, el alcalde y el alguacil se quedaron sin saber qué decir para llenar el silencio, y se limitaron a permanecer allí sentados, mirándose con nerviosismo entre ellos y a mí.
Entonces se me ocurrió pensar que lo que veían no era a un chico andrajoso y sin un penique. Veían a un personaje misterioso y herido que había matado a un demonio. No encontré ninguna razón para disuadirlos. Es más, ya iba siendo hora de que la suerte me sonriera un poco. Si aquellos tipos me consideraban una especie de héroe o de santo, quizá pudiera utilizarlo como influencia.
– ¿Qué han hecho con el cuerpo del demonio? -pregunté, y vi que se relajaban un tanto. Hasta ese momento, yo apenas había pronunciado una docena de palabras, reaccionando a sus interrogaciones con un perseverante silencio.
– No se preocupe por eso, señor -dijo el alguacil-. Sabíamos qué teníamos que hacer con él.
Se me hizo un nudo en el estómago, y lo supe antes de que ellos me lo dijeran: lo habían quemado y lo habían enterrado. Aquella criatura era una maravilla para la ciencia, y ellos la habían quemado y enterrado como si fuera basura. Conocía a secretarios naturalistas del Archivo que se habrían cortado las manos a cambio de la posibilidad de examinar a una criatura tan rara. Hasta había abrigado esperanzas, en lo más hondo de mí, de que brindándoles esa oportunidad conseguiría que me dejaran volver a entrar en el Archivo.
Y las escamas. Y los huesos. Cientos de libras de hierro orgánico por las que se habrían peleado los alquimistas…
El alcalde asintió con la cabeza y canturreó:
– «Esta vez cavarás un hoyo abismal, cogerás fresno, olmo y serbal…» -Carraspeó-. Aunque tuvimos que cavar un hoyo más profundo, por supuesto. Todos nos turnamos para acabarlo lo antes posible. -Levantó una mano, mostrando con orgullo unas ampollas recientes.
Cerré los ojos y combatí el impulso de arrojar cosas por la habitación y de maldecir a aquellos hombres en ocho idiomas. Eso explicaba por qué el pueblo todavía se hallaba en un estado tan lamentable. Habían estado ocupados quemando y enterrando una criatura que valía una fortuna.
Pero eso ya no tenía remedio. Dudaba mucho que mi nueva reputación bastara para protegerme si me sorprendían tratando de desenterrar el draccus.
– ¿Y la chica que sobrevivió en la boda de los Mauthen? -pregunté-. ¿Alguien la ha visto?
El alcalde miró al alguacil con gesto inquisitivo.
– Que yo sepa, no. ¿Crees que tenía alguna relación con esa bestia?
– ¿Qué? -La pregunta era tan absurda que al principio no la entendí-. ¡No! No diga tonterías. -Los miré con el ceño fruncido. Solo faltaba que implicaran a Denna en lo ocurrido-. Ella me estaba ayudando a hacer mi trabajo -dije procurando dar una respuesta ambigua.
El alcalde fulminó al alguacil con la mirada, y luego volvió a mirarme a mí.
– ¿Y ya has… acabado el trabajo que viniste a hacer? -Me lo preguntó escogiendo muy bien las palabras, como si temiera ofenderme-. No quiero entrometerme en tus asuntos, pero… -Se pasó la lengua por los labios, nervioso-. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Estamos a salvo?
– No sé si están a salvo, pero yo no puedo protegerlos más -dije, manteniendo la ambigüedad. Mi respuesta tenía un tono heroico. Si lo único que iba a conseguir con aquello era un poco de reputación, más valía que fuera buena.
Entonces tuve una idea.
– Para garantizar su seguridad, necesito una cosa. -Me incliné hacia delante en la silla y entrelacé los dedos-. Necesito saber qué desenterró Mauthen en el monte del Túmulo.
Los dos hombres se miraron como preguntándose: «¿Cómo sabe eso?».
Me recosté en el respaldo y reprimí una sonrisa, como un gato en un palomar.
– Si averiguo qué fue lo que encontró Mauthen, podré tomar medidas para asegurarme de que no vuelva a pasar una desgracia como la de ayer. Ya sé que era un secreto, pero seguro que hay alguien en el pueblo que sabe algo más. Corran la voz, y que cualquiera que sepa algo venga a hablar conmigo.
Me puse en pie con soltura. Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir las muecas de dolor, porque notaba pinchazos y tirones por todo el cuerpo.
– Pero que se den prisa. Me marcho mañana por la noche. Tengo asuntos urgentes que atender en el sur.
Y salí por la puerta haciendo ondear la capa detrás de mí. Soy Ruh hasta la médula, y cuando ha terminado la escena, sé salir del escenario.
El día siguiente lo pasé comiendo bien y durmiendo en mi blanda cama. Me di un baño, me curé las heridas y disfruté de un merecido descanso. Unas cuantas personas pasaron a verme y me dijeron lo que yo ya sabía. Mauthen había desenterrado piedras de un túmulo y había encontrado algo. ¿Qué? Algo. Nadie sabía nada más.
Estaba sentado junto a la cama tonteando con la idea de escribir una canción sobre el draccus cuando oí unos tímidos golpes en la puerta; eran tan débiles que casi me pasaron desapercibidos.
– Pase.
La puerta se abrió solo un poco, y luego un poco más. Una niña de unos trece años miró alrededor nerviosa y entró en mi habitación apresuradamente, cerrando la puerta sin hacer ruido. Tenía el cabello castaño claro y rizado; un rostro pálido con dos manchas de rubor en las mejillas, y los ojos hundidos y oscuros, como si hubiera llorado, o dormido poco, o ambas cosas.
– ¿Quieres saber qué fue lo que desenterró Mauthen? -Me miró, y luego desvió la mirada.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté con gentileza.
– Verinia Greyflock -me contestó. Hizo una pequeña reverencia mirando hacia el suelo.
– Qué nombre tan bonito. La verinia es una flor roja, muy pequeña. -Sonreí tratando de que la chica se relajase-. ¿La has visto alguna vez? -Negó con la cabeza, sin dejar de mirar hacia el suelo-. Apuesto algo a que nadie te llama Verinia. ¿Te llaman Nina?
La chica levantó la cabeza. Una tímida sonrisa asomó a su afligido rostro.
– Así es como me llama mi abuela.
– Ven y siéntate, Nina. -Señalé la cama, pues era el único sitio donde sentarse.
Nina obedeció y empezó a retorcerse las manos sobre el regazo.
– Yo la vi. Esa cosa que desenterraron del túmulo. -Me miró, y luego volvió a mirarse las manos-. Me la enseñó Jimmy, el hijo menor de los Mauthen.
Se me aceleró el corazón.
– ¿Qué era?
– Era un tarro muy grande y muy bonito -contestó en voz baja-. Así de alto. -Puso una mano a un metro del suelo. Le temblaba-. Tenía muchas inscripciones y dibujos. Era muy bonito. Jamás había visto unos colores tan preciosos. Y algunos de los dibujos brillaban como el oro y la plata.
– ¿Qué clase de dibujos? -pregunté tratando de mantener la calma.
– Gente -respondió Nina-. Sobre todo gente. Había una mujer sujetando una espada rota, y un hombre junto a un árbol muerto, y otro hombre con un perro mordiéndole la pierna…
– ¿Había uno con el pelo blanco y los ojos negros?
Nina me miró de hito en hito.
– Me dio escalofríos. -Se estremeció.
Los Chandrian. Era una vasija donde estaban representados los Chandrian y sus señales.
– ¿Recuerdas algo más de esos dibujos? -pregunté-. Piénsalo bien. Tómate tu tiempo.
Nina reflexionó.
– Había uno que no tenía cara, solo una capucha sin nada dentro. Tenía un espejo junto a los pies, y había varias lunas sobre su cabeza. Ya sabes: luna llena, cuarto creciente, cuarto menguante… -Miró hacia abajo, pensativa-. Y había una mujer. -Se ruborizó-. Iba medio desnuda.
– ¿Recuerdas algo más? -pregunté. Nina negó con la cabeza-. ¿Y las inscripciones?
– Era un idioma extranjero. No decían nada.
– ¿Crees que sabrías dibujarme algunas de esas letras que viste?
Nina volvió a negar con la cabeza.
– Solo la vi un momento -dijo-. Jimmy y yo sabíamos que si su padre nos pillaba nos daría unos azotes. -De pronto sus ojos se llenaron de lágrimas-. ¿Vendrán los demonios a buscarme a mí también porque la vi?
Negué con la cabeza para tranquilizarla, pero ella rompió a llorar.
– Estoy muy asustada desde que pasó eso en la granja de los Mauthen -dijo entre sollozos-. Tengo pesadillas. Sé que vendrán a buscarme.
Me senté a su lado en el borde de la cama y le puse un brazo sobre los hombros. Poco a poco, sus sollozos se fueron reduciendo.
– Nadie va a venir a buscarte.
Ella me miró. Ya no lloraba, pero vi la verdad en sus ojos. Estaba aterrada. Por muchas palabras tranquilizadoras que le dijera, no conseguiría serenarla.
Me levanté y fui a buscar mi capa.
– Te voy a regalar una cosa -dije metiendo la mano en uno de los bolsillos. Saqué una pieza de la lámpara simpática que estaba fabricando en la Factoría; era un disco de metal brillante con una de las caras cubierta de complicadas inscripciones de sigaldría.
Se lo llevé a Nina.
– Me dieron este amuleto cuando estuve en Veloran. Muy lejos, al otro lado de las montañas Stormwal. Es un amuleto excelente contra los demonios. -Le cogí una mano y se lo puse en la palma.
Nina lo miró, y luego me miró a mí.
– ¿Tú no lo necesitas?
Negué con la cabeza.
– Yo tengo otras formas de protegerme.
Nina cerró la mano; las lágrimas volvían a resbalar por sus mejillas.
– Muchas gracias. Lo llevaré siempre encima. -Tenía los nudillos blancos de tanto como apretaba el disco metálico.
Yo sabía que lo perdería. No enseguida, pero quizá pasado un año, o dos, o diez. Era inevitable; y cuando eso pasara, Nina estaría peor que antes.
– No hace falta -me apresuré a decir-. Te explicaré cómo funciona. -Le cogí la mano en la que tenía el trozo de metal y la envolví con la mía-. Cierra los ojos.
Nina cerró los ojos, y recité lentamente los diez primeros versos de Ve Valora Sartane. En realidad no era un texto muy apropiado, pero fue lo único que se me ocurrió. El teman es un idioma con un sonido imponente, sobre todo si tienes una buena voz de barítono, y yo la tenía.
Terminé, y Nina abrió los ojos. Ya no lloraba.
– Ahora estás conectada con él -dije-. Pase lo que pase, esté donde esté el amuleto, siempre te protegerá. Aunque lo rompieras o lo fundieras, el amuleto seguiría funcionando.
Nina me abrazó y me besó en la mejilla. Entonces se levantó de un brinco, ruborizada. Ya no estaba pálida ni afligida, y le brillaban los ojos. Hasta entonces no me había fijado en que era muy guapa.
Nina salió de mi habitación, y yo me quedé un rato sentado en la cama, pensando.
En el último mes había librado a una mujer de un feroz incendio. Había invocado al fuego y al rayo para librarme de unos asesinos. Había matado a una bestia que podía ser un dragón o un demonio, dependiendo de tu punto de vista.
Pero allí, en esa habitación, fue la primera vez que me sentí de verdad como una especie de héroe. Si buscáis una razón que explique por qué me convertí en lo que me convertí, si buscáis un principio, ahí es donde debéis mirar.