48 Interludio: otra clase de silencio

Sentado en la Roca de Guía, Bast intentaba tener las manos quietas sobre el regazo. Había respirado quince veces desde que Kvothe dejara de hablar, y el inocente silencio que se había formado como una laguna transparente alrededor de los tres empezaba a oscurecerse y convertirse en otra clase de silencio. Bast respiró otra vez, dieciséis, y se preparó para el momento cuya llegada temía.

No sería justo decir que Bast no le tenía miedo a nada, porque solo los locos y los sacerdotes no tienen nunca miedo. Pero es cierto que había muy pocas cosas que lo turbaban. Las alturas, por ejemplo, no le gustaban mucho. Y las torrenciales tormentas de verano que había en esa región, que teñían el cielo de negro y destrozaban los robles de profundas raíces, le hacían sentirse incómodamente pequeño e impotente.

Pero en el fondo nada lo asustaba: ni las tormentas, ni las escaleras altas, ni siquiera los escrales. Bast era valiente a fuerza de no tener miedo. No había nada que lo hiciera palidecer, y si palidecía, no era por mucho tiempo.

Bueno, no le agradaba la idea de que le hicieran daño, por supuesto. De que le clavaran una herramienta de hierro o lo quemasen con brasas de carbón, por ejemplo. Pero el que no le gustara imaginar su sangre derramada no significaba que temiera esas cosas. Sencillamente, prefería evitarlas. Para temer de verdad algo tienes que detenerte a pensar en ello. Y como no había nada que hiciera presa en la mente de Bast de esa manera, no había nada que su corazón temiera de verdad.

Pero los corazones pueden cambiar. Diez años atrás, Bast había resbalado cuando trepaba a un alto renelo para coger fruta para una muchacha que le gustaba. Después de resbalar, se quedó colgado durante un minuto, cabeza abajo, antes de caer. En ese largo minuto, un pequeño temor arraigó en él, y no lo había abandonado desde entonces.

De la misma manera, Bast había adquirido otro miedo últimamente. Hacía un año, era todo lo temerario que puede llegar a ser un hombre sensato, pero ahora Bast le tenía miedo al silencio. No al silencio normal debido, sencillamente, a la ausencia de cosas que se mueven alrededor y que producen ruido. Bast le tenía miedo al hondo y cansado silencio que se producía a veces alrededor de su maestro y que lo envolvía como una invisible mortaja.

Bast volvió a respirar: diecisiete. Se controló para no retorcerse las manos mientras esperaba a que aquel hondo silencio invadiera la habitación. Esperó a que cristalizara y enseñara los dientes junto al borde de la fría quietud que se había acumulado en la Roca de Guía. Sabía de qué manera aparecía, como la helada en una madrugada de invierno, endureciendo el agua acumulada en las rodadas de los carromatos.

Pero antes de que Bast pudiera volver a respirar, Kvothe se enderezó en el asiento y le hizo una seña a Cronista para que dejara la pluma. Bast estuvo a punto de llorar al notar que el silencio se dispersaba, como un oscuro pájaro que, asustado, emprende el vuelo.

Kvothe dio un suspiro, entre molesto y resignado.

– Tengo que admitir -dijo- que no estoy seguro de cómo abordar la siguiente parte de la historia.

Bast, temiendo que el silencio se prolongara demasiado, dijo con voz chirriante:

– ¿Por qué no te limitas a hablar primero de lo más importante? Luego puedes retroceder y mencionar otras cosas, si lo crees necesario.

– Como si fuera sencillo -dijo Kvothe con aspereza-. ¿Qué es lo más importante? ¿Mi magia o mi música? ¿Mis triunfos o mis delirios?

Bast se ruborizó y se mordió los labios.

Kvothe soltó el aire de golpe.

– Perdóname, Bast. Es un buen consejo, como suelen serlo todos tus consejos aparentemente estúpidos. -Apartó la mesa de la silla-. Pero antes de continuar, el mundo real me impone ciertas obligaciones que no puedo seguir eludiendo. ¿Queréis disculparme un momento?

Cronista y Bast se levantaron también, estiraron las piernas y atendieron también sus necesidades. Bast encendió las lámparas. Kvothe sacó más queso, pan y unas salchichas muy especiadas. Comieron e hicieron algún débil intento de entablar una conversación superficial, pero estaban distraídos, pensando en la historia.

Bast se comió la mitad de todo. Cronista también comió, pero no tanto. Kvothe dio un par de bocados antes de decir:

– Adelante, pues. Música y magia. Triunfo y delirio. Pensad. ¿Qué necesita nuestra historia? ¿Qué elemento vital le falta?

– Mujeres, Reshi -saltó Bast-. Hay una escasez tremenda de mujeres.

Kvothe sonrió.

– «Mujeres» no, Bast. Una mujer. La mujer. -Kvothe miró a Cronista-. Has oído cosas sueltas, no lo dudo. Yo te contaré la verdad sobre ella. Aunque temo no estar a la altura del reto.

Cronista cogió la pluma, pero antes de que la mojara en el tintero, Kvothe levantó una mano.

– Antes de empezar, dejadme decir una cosa. He relatado historias en el pasado, he pintado imágenes con palabras, he contado grandes mentiras y verdades aún más duras. Una vez le canté los colores a un ciego. Toqué durante siete horas, pero al final me dijo que los veía: verde, rojo y dorado. Creo que eso fue más fácil que lo que intento hacer ahora. Tratar de que la entendáis describiéndola solo con palabras. Vosotros nunca la habéis visto ni habéis oído su voz. No podéis entenderlo.

Kvothe le hizo una seña a Cronista para que cogiera la pluma.

– Aun así, lo intentaré. Ella está ahora en los bastidores, a punto de salir a escena. Preparemos el escenario para su entrada…

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