Una vez pasado el examen de admisiones, no tenía ninguna otra responsabilidad hasta que empezara el bimestre de otoño. En el ínterin, me dediqué a recuperar horas de sueño, a trabajar en el taller de Kilvin y a disfrutar de mis nuevos y lujosos aposentos en La Calesa.
También pasé muchas horas en el camino de Imre, generalmente con la excusa de visitar a Threpe o de reunirme con otros músicos en el Eolio. Pero la verdad es que iba con la esperanza de ver a Denna.
Sin embargo, no conseguí nada con mi diligencia. Era como si Denna se hubiera esfumado de la ciudad. Pregunté por ella a varias personas en las que podía confiar, pero nadie sabía mucho más que Deoch. Estuve tentado de preguntarle a SoVoy, pero no me pareció buena idea.
Después de mi sexto viaje infructuoso, decidí abandonar mi búsqueda. Después del noveno, me convencí de que era una pérdida de tiempo. Después del decimocuarto, llegué a la conclusión de que nunca la encontraría. Denna había desaparecido. Otra vez.
Durante uno de esos viajes al Eolio, el conde Threpe me dio una inquietante noticia. Por lo visto, Ambrose, el primogénito del acaudalado e influyente barón Anso, había estado muy entretenido en los círculos sociales de Imre. Había extendido rumores, había proferido amenazas y, en resumen, había puesto a la nobleza contra mí. Aunque Ambrose no podía evitar que yo me ganara el respeto de mis colegas músicos, por lo visto sí podía evitar que consiguiese un mecenas. Fue la primera vez que entrevi los problemas que Ambrose podía causarle a una persona como yo.
Threpe estaba contrito y taciturno, y yo hervía de rabia. Nos bebimos una cantidad exagerada de vino y despotricamos contra Ambrose Anso. Al final pidieron a Threpe que subiera al escenario, y cantó una cancioncilla mordaz compuesta por él mismo en la que satirizaba a uno de los concejales de Tarbean. El público la recibió con grandes risas y aplausos.
De ahí solo había un paso a que empezáramos a componer una canción sobre Ambrose. Threpe era un chismoso empedernido con un don para las indirectas de mal gusto, y yo siempre he tenido una habilidad especial para las melodías pegadizas. Tardamos menos de una hora en componer nuestra obra maestra, que titulamos «El asno erudito».
En teoría era una cancioncilla procaz sobre un asno que quería ser arcanista. Nuestro juego de palabras, extraordinariamente sutil, con el apellido de Ambrose era la única referencia que hacíamos al personaje. Pero cualquiera con un poco de ingenio podría saber a quién nos referíamos.
Ya era tarde cuando Threpe y yo subimos al escenario, y no éramos los únicos que estábamos borrachos. La mayor parte del público se rió a carcajadas y, después de dedicarnos un aplauso atronador, nos pidió un bis. Volvimos a cantar la canción, y todos corearon el estribillo con nosotros.
La clave del éxito de nuestra canción era su sencillez. Podías silbarla o tararearla. Cualquiera que tuviera tres dedos podía tocarla, y si tenías una oreja y un cubo podías seguir la melodía. Era pegadiza, y vulgar, y malvada. Se extendió por la Universidad como el fuego por un campo reseco.
Abrí la puerta exterior del Archivo y entré en el vestíbulo. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse al tono rojizo de la luz de las lámparas simpáticas. Había una atmósfera seca y fría, y olía a polvo, a cuero y a tinta vieja. Respiré hondo, como haría una persona hambrienta frente a la puerta de una panadería.
Wilem estaba encargado del mostrador. Yo ya sabía que ese día le tocaba trabajar allí. Ambrose no estaba en el edificio.
– He venido a hablar con el maestro Lorren -dije.
Wil se relajó.
– Ahora está con alguien. Quizá tarde un poco en…
Un tipo alto y delgado, ceáldico, abrió la puerta que había detrás del mostrador del vestíbulo. A diferencia de la mayoría de los ceáldicos, no llevaba barba ni bigote, y tenía el cabello largo y recogido en una cola de caballo. Llevaba unos pantalones de cuero bien remendados, una gastada capa de viaje y botas altas, e iba cubierto de polvo de los caminos. Cuando cerró la puerta tras él, llevó inconscientemente una mano al puño de su espada para que no golpeara la pared ni el mostrador.
– Tetalia tu Kiaure edan A'siath -dijo en siaru, y le dio una palmada en el hombro a Wilem cuando este salió de detrás del mostrador-. Vorelan tua tetatn.
Wil sonrió y se encogió de hombros.
– Lhinsatva. Tua kverein -repuso.
El hombre rió, y cuando bordeó el mostrador vi que llevaba un largo puñal además de la espada. Allí, en el Archivo, aquel individuo desentonaba más que una oveja en la corte del rey. Pero su actitud era relajada, segura, como si se sintiera como en su casa.
Al verme allí plantado, se detuvo. Ladeó un poco la cabeza y preguntó:
– ¿Cyae tsien?
No reconocí el idioma que hablaba.
– ¿Cómo dice?
– Ah, perdona -dijo él en un atur impecable-. Me ha parecido que eras de Yll. Ese pelo rojo me ha engañado. -Me miró con más detenimiento-. Pero no lo eres, ¿verdad? Tú eres de los Ruh. -Dio un paso adelante y me tendió la mano-. Una sola familia.
Le estreché la mano sin pensar. Era una mano sólida como la roca, y su oscura piel ceáldica estaba más bronceada de lo normal, haciendo destacar unas cuantas cicatrices pálidas que discurrían por sus nudillos y ascendían por sus brazos.
– Una sola familia -repliqué, demasiado sorprendido para decir nada más.
– Aquí no abunda la gente de la familia -dijo él con desenvoltura; pasó a mi lado y se dirigió hacia la puerta exterior-. Me quedaría a charlar contigo, pero tengo que llegar a Evesdown antes del ocaso si no quiero perder mi barco. -Abrió la puerta, y la luz del sol inundó el vestíbulo-. Ya pasaré a verte cuando vuelva por aquí -añadió. Dijo adiós con la mano y se marchó.
Me volví hacia Wilem.
– ¿Quién era ese?
– Es uno de los guilers de Lorren -contestó Wil-. Viari.
– ¿Es un secretario? -dije, incrédulo, pensando en los pálidos y silenciosos estudiantes que trabajaban en el Archivo clasificando, anotando y recogiendo libros.
Wil negó con la cabeza.
– Trabaja en Adquisiciones. Traen libros de todo el mundo. Son una raza aparte.
– En eso ya me he fijado -dije mirando hacia la puerta.
– Es con él con quien Lorren estaba hablando, así que ya puedes entrar. -Wil se puso en pie y abrió la puerta que había detrás del enorme mostrador de madera-. Es al final del pasillo. Hay una placa de latón en su puerta. Te acompañaría, pero andamos cortos de personal y no puedo dejar el mostrador desatendido.
Asentí y eché a andar hacia el pasillo. Sonreí al oír a Wil tarareando la melodía de «El asno erudito». Entonces la puerta se cerró con un ruido sordo detrás de mí, y el pasillo quedó tan silencioso que solo se oía mi respiración. Cuando llegué a la puerta que buscaba, tenía las manos sudadas. Llamé con los nudillos.
– Adelante -dijo Lorren desde dentro. Su voz era como una placa de pizarra, lisa y gris, sin el menor deje de inflexión ni de emoción.
Abrí la puerta. Lorren estaba sentado detrás de una enorme mesa semicircular. Los estantes de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. La habitación estaba tan llena de libros que no había más que un palmo de pared visible en toda la habitación.
Lorren me miró con frialdad. Incluso estando sentado, era casi más alto que yo.
– Buenos días -me saludó.
– Ya sé que tengo prohibido entrar en el Archivo, maestro -me apresuré a decir-. Espero no estar infringiendo mi castigo al venir a verlo.
– No si lo que te trae es un buen motivo.
– He ganado un poco de dinero -dije sacando mi bolsa-. Y me gustaría recuperar mi ejemplar de Retórica y lógica.
Lorren asintió y se levantó. Alto, sin barba ni bigote y con su túnica negra de maestro, me recordó al enigmático personaje del doctor Silencio presente en muchas obras de teatro modeganas. Reprimí un estremecimiento y procuré no pensar en que la aparición del doctor siempre presagiaba una catástrofe en el siguiente acto.
Lorren se acercó a un estante y cogió un pequeño libro. Lo reconocí al instante: era el mío. Tenía una mancha oscura en la cubierta, de cuando se me había mojado durante una tormenta en Tarbean.
Intenté desabrochar los cordones de mi bolsa, y me sorprendió comprobar que me temblaban un poco las manos.
– Creo que eran dos peniques de plata -dije.
Lorren asintió.
– ¿Puedo ofrecerle algo además de eso? Si usted no hubiera ido a comprármelo, lo habría perdido para siempre. Por no mencionar el hecho de que su ofrecimiento ayudó a que me admitieran en la Universidad.
– Será suficiente con los dos peniques de plata.
Puse las monedas encima de la mesa; tintinearon un poco cuando las solté, dando testimonio del temblor de mis manos. Lorren me tendió el libro, y me sequé las manos sudorosas en la camisa antes de cogerlo. Lo abrí por la página con la inscripción de Ben y sonreí.
– Gracias por guardármelo, maestro Lorren. Tiene un gran valor para mí.
– El cuidado de un libro más no supone ningún problema para mí -dijo Lorren volviendo a su asiento. Esperé por si añadía algo, pero no lo hizo.
– Yo… -La voz se me atascaba en la garganta. Tragué saliva-. También quería decirle que lamento mucho… -no me atrevía a mencionar el incidente de la vela- lo que pasó aquel día -terminé sin convicción.
– Acepto tus disculpas, Kvothe. -Lorren agachó la cabeza y siguió leyendo el libro que tenía abierto encima de la mesa-. Buenos días.
Volví a tragar saliva, porque tenía la boca seca.
– También me gustaría saber cuándo volverán a admitirme en el Archivo.
Lorren levantó la cabeza y me miró.
– Te encontraron con una vela encendida entre mis libros. -Esa vez, la emoción rozó los bordes de su voz, como cuando el rojo del ocaso tiñe los contornos de las nubes grises.
Toda mi maniobra de persuasión, cuidadosamente planeada, se descompuso de golpe.
– Maestro Lorren -supliqué-, ese día me habían azotado, y no estaba muy lúcido. Ambrose…
Lorren levantó una mano de largos dedos, con la palma hacia fuera, hacia mí. Ese comedido ademán me hizo callar más deprisa que una bofetada. El rostro de Lorren permanecía inexpresivo.
– ¿A quién tengo que creer? ¿A un Re'lar de tres años, o a un E'lir de dos meses? ¿A un secretario que trabaja para mí, o a un alumno desconocido culpable de uso imprudente de la simpatía?
Conseguí serenarme un poco.
– Comprendo su decisión, maestro Lorren. Pero ¿puedo hacer algo para que vuelvan a admitirme? -pregunté, incapaz de borrar por completo la desesperación de mi voz-. Sinceramente, preferiría que volvieran a azotarme a pasar otro bimestre castigado. Le daría todo el dinero que llevo en el bolsillo, pero no es mucho. Estaría dispuesto a trabajar las horas que fuera necesario como secretario, sin remuneración alguna, solo por el privilegio de demostrarle mi valía. Me consta que durante los exámenes andan cortos de personal…
Lorren me miró; sus plácidos ojos casi denotaban curiosidad. No pude evitar pensar que mi súplica lo había afectado.
– ¿Todo eso harías?
– Todo eso -confirmé. La esperanza se inflaba en mi pecho-. Todo eso y cualquier otra sanción que usted tenga a bien imponerme.
– Solo exijo una cosa para levantar mi castigo -dijo Lorren.
Me esforcé para no sonreír.
– Lo que usted quiera.
– Que demuestres tener la paciencia y la prudencia de que hasta ahora has carecido -dijo Lorren sin inmutarse. Luego agachó la cabeza y reanudó la lectura-. Buenos días.
Al día siguiente, uno de los recaderos de Jamison me despertó de un profundo sueño en mi inmensa cama de La Calesa. Me comunicó que debía presentarme ante las astas del toro un cuarto de hora antes de mediodía. Me habían acusado de conducta impropia de un miembro del Arcano. Por fin Ambrose había oído mi canción.
Pasé las horas siguientes con el estómago un poco revuelto. Eso era precisamente lo que yo esperaba poder evitar: una oportunidad para Ambrose y para Hemme de ajustar cuentas conmigo. Peor aún: eso iba a empeorar todavía más la opinión que Lorren tenía de mí, fuera cual fuese el resultado final.
Llegué puntual a la sala de profesores y sentí alivio al ver que la atmósfera era mucho más relajada que la vez que me habían puesto ante las astas del toro por felonía contra Hemme. Arwyl y Elxa Dal me sonrieron. Kilvin me saludó con un gesto de la cabeza. Me alegraba de tener amigos entre los maestros para contrarrestar a los enemigos que me había ganado.
– Muy bien -dijo el rector con tono de eficiencia-. Disponemos de diez minutos antes de que empiecen los exámenes de admisión. No quiero retrasarme, así que no me andaré por las ramas. -Miró al resto de los maestros y únicamente vio asentimientos de aprobación-. Re'lar Ambrose, presente su acusación. Solo tiene un minuto.
– Ya tiene una copia de la canción -dijo Ambrose acaloradamente-. Es calumniosa. Pretende difamar mi buen nombre. Es una actitud vergonzosa por parte de un miembro del Arcano. -Tragó saliva y apretó la mandíbula-. Nada más.
El rector me miró a mí.
– ¿Tienes algo que alegar en tu defensa?
– Reconozco que es de mal gusto, señor rector, pero no esperaba que corriera por ahí. De hecho solo la he cantado una vez.
– De acuerdo. -El rector miró la hoja de papel que tenía delante. Carraspeó-. ¿Eres un asno, Re'lar Ambrose?
Ambrose se puso en tensión.
– No, señor -respondió.
– ¿Tienes…? -Carraspeó y leyó-: ¿Una chorra que silba cuando mea? -Algunos maestros disimularon una sonrisa. Elo-din sonrió abiertamente.
Ambrose se ruborizó.
– No, señor.
– Entonces me temo que no veo dónde está el problema -dijo el rector con aspereza dejando la hoja sobre la mesa-. Propongo que la acusación de conducta impropia sea sustituida por la de broma indecorosa.
– Secundo la propuesta -se pronunció Kilvin.
– ¿Todos a favor? -Todos levantaron la mano, excepto Hem-me y Brandeur-. Moción aprobada. El castigo consistirá en una carta formal de disculpa presentada a…
– Por el amor de Dios, Arthur -intervino Hemme-. Como mínimo que sea una carta pública.
El rector fulminó con la mirada a Hemme, y luego se encogió de hombros.
– … una carta formal de disculpa que se hará pública antes del bimestre de otoño. ¿Todos a favor? -Todos levantaron la mano-. Moción aprobada.
El rector se inclinó hacia delante apoyándose en los codos y miró a Ambrose.
– Re'lar Ambrose, de ahora en adelante te abstendrás de perder el tiempo con acusaciones falaces.
Veía cómo la rabia irradiaba de Ambrose. Era como estar de pie delante del fuego.
– Sí, señor -dijo Ambrose.
Antes de que yo pudiera sentirme satisfecho, el rector se volvió hacia mí.
– Y tú, E'lir Kvothe, te comportarás con más decoro en el futuro. -Sus severas palabras quedaron un tanto suavizadas por el hecho de que Elodin, que estaba sentado a su lado, había empezado a tararear alegremente la melodía de «El asno erudito».
Bajé la mirada e hice cuanto pude para reprimir la sonrisa.
– Sí, señor.
– Podéis marcharos.
Ambrose dio media vuelta y salió muy indignado, pero antes de que hubiera llegado a la puerta, Elodin se puso a cantar:
¡Es un asno muy culto, se le nota el porte!
¡Y por un penique de cobre te dejará que lo montes!
La idea de escribir una disculpa pública me mortificaba. Pero, como dicen, la mejor venganza es vivir bien. Así que decidí ignorar a Ambrose y disfrutar de mi nuevo y lujoso estilo de vida en La Calesa.
Pero solo conseguí dos días de venganza. Al tercero, La Calesa había cambiado de dueño. Al bajito y alegre Caverin lo sustituyó un individuo alto y delgado que me informó de que ya no precisaba mis servicios. Me ordenó que abandonara mis habitaciones antes del anochecer.
Me fastidió, pero conocía al menos cuatro o cinco posadas de calidad similar a ese lado del río que se alegrarían mucho de contratar a un músico con el caramillo de plata.
Pero el posadero de El Acebo se negó a hablar conmigo. En El Venado Blanco y en La Corona de la Reina estaban contentos con los músicos que ya tenían. En el Pony de Oro esperé más de una hora hasta darme cuenta de que me estaban ignorando educadamente. Para cuando me rechazó El Roble Real estaba que bufaba.
Había sido Ambrose. No sabía cómo lo había hecho, pero sabía que había sido él. Con sobornos, quizá, o extendiendo el rumor de que cualquier posada que contratara a cierto músico pelirrojo perdería a gran cantidad de clientes nobles y adinerados.
Así que empecé a recorrer las otras posadas de ese lado del río. Ya me habían rechazado las de clase alta, pero quedaban muchos establecimientos respetables. En las horas siguientes probé en el Descanso del Pastor, en La Cabeza de Jabalí, en El Perro en la Pared, en Las Duelas y en El Tabardo. Ambrose se había esmerado: a ninguna le interesé.
Llegué aAnker's a última hora de la tarde; a esas alturas, lo único que me animaba a continuar era el malhumor. Estaba decidido a probar en todas las posadas de ese lado del río antes de recurrir de nuevo a comprar un vale por cama y comida.
Cuando llegué a la posada, Anker estaba subido a una escalerilla, clavando una plancha de madera de cedro que se había desprendido del revestimiento. Me paré al pie de la escalerilla y Anker me miró.
– Así que eres tú -dijo.
– ¿Cómo dice? -pregunté sin comprender.
– Ha pasado un tipo y me ha dicho que si contrataba a un músico pelirrojo me vería en una situación muy desagradable. -Señaló mi laúd-. Debes de ser tú.
– Bueno -dije colocándome bien la cinta del estuche del laúd-. En ese caso, no le haré perder el tiempo.
– No vayas tan deprisa -replicó él, y bajó de la escalerilla limpiándose las manos en la camisa-. Nos vendría bien un poco de música.
Le lancé una mirada inquisitiva.
– ¿No teme las consecuencias?
Anker escupió en el suelo.
– Esos malditos lechuguinos se creen que pueden comprar el sol, ¿verdad?
– Este en concreto tiene dinero suficiente, de hecho -dije con pesar-. Y la luna, si quisiera el juego completo para usarlo de su-jetalibros.
Anker dio un resoplido de desdén.
– A mí no puede hacerme nada. Yo no trabajo para la gente como él, así que no puede ahuyentarme a la clientela. Y este local es mío, así que no puede comprarlo y despedirme, como le ha pasado al pobre Caverin…
– ¿Han comprado La Calesa?
Anker me miró con recelo.
– ¿No lo sabías?
Negué lentamente con la cabeza; tardé un poco en digerir esa noticia. Ambrose había comprado La Calesa solo para quitarme el empleo. No, era demasiado listo para hacer eso. Seguramente le había pedido prestado el dinero a un amigo y lo había hecho pasar por una operación empresarial.
¿Cuánto le habría costado? ¿Mil talentos? ¿Cinco mil? Yo ni siquiera sabía cuánto podía valer una posada como La Calesa. Lo más inquietante era lo rápido que Ambrose había liquidado el asunto.
Eso me hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Sabía que Ambrose era rico, pero la verdad es que todo el mundo era rico comparado conmigo. Nunca me había molestado en pensar en cuánto dinero debía de tener, ni en cómo podría utilizar ese dinero contra mí. Me estaban dando una lección sobre el tipo de influencia que podía ejercer el primogénito de un barón adinerado.
Por primera vez me alegré del estricto código de conducta de la Universidad. Si Ambrose estaba dispuesto a llegar a tales extremos, solo me quedaba imaginar las medidas radicales que habría tomado de no haber tenido que guardar las apariencias.
Salí de mi ensimismamiento al ver a una joven apoyada en la puerta de la posada.
– ¡Maldita sea, Anker! -gritó-. ¿Te crees que voy a hacer yo todo el trabajo mientras tú estás aquí fuera rascándote el trasero? ¡Entra ahora mismo!
Anker murmuró algo por lo bajo, recogió la escalerilla y la guardó en el callejón.
– ¿Qué le has hecho a ese tipo, si no es indiscreción? ¿Te has tirado a su madre?
– Escribí una canción sobre él.
Anker abrió la puerta de la posada, y un débil murmullo de conversaciones salió a la calle.
– Me gustaría oírla -dijo, sonriente-. ¿Por qué no entras y la tocas?
– Si está seguro… -dije sin poder creer que tuviera tanta suerte-. Podría acarrearle problemas.
– ¡Problemas! -dijo Anker riendo entre dientes-. ¿Qué sabrá un crío como tú de problemas? Yo ya tenía problemas antes de que tú nacieras. He tenido problemas para los que tú ni siquiera tienes palabras. -Se dio la vuelta y me miró, todavía en el umbral-. Hace tiempo que no tenemos a nadie que toque regularmente. Es algo que echo de menos, la verdad. En las tabernas como Dios manda tiene que haber música.
Sonreí.
– En eso estoy de acuerdo con usted.
– Confieso que te contrataría solo para fastidiar a ese engreído -dijo Anker-. Pero si además sabes tocar… -Empujó un poco más la puerta, invitándome a entrar. Me llegó el olor a serrín, a sudor y a pan recién hecho.
Esa misma noche quedó todo acordado. A cambio de tocar cuatro noches todos los ciclos, podría dormir en una diminuta habitación del tercer piso, y si estaba por allí a la hora de las comidas, podría comer lo que hubiera en el cazo. Hay que reconocer que Anker estaba obteniendo los servicios de un músico de gran talento a precio de ganga, pero hice el trato de buen grado. Cualquier cosa era mejor que volver a las Dependencias y al silencioso desdén de mis compañeros de dormitorio.
El techo de mi habitacioncita estaba inclinado en dos rincones, y eso hacía que pareciera más pequeña de lo que era en realidad. Habría estado abarrotada si hubiera tenido más muebles, pero solo había una mesita con una silla de madera y un estante. La cama era dura y estrecha como mi camastro de las Dependencias.
Puse mi ejemplar de Retórica y lógica, un poco estropeado, en el estante, y dejé el estuche de mi laúd en un rincón. Por la ventana veía las luces de la Universidad, inmóviles en el frío aire otoñal. Me sentía como en casa.
Mirándolo ahora, me considero afortunado por haber acabado en Anker's. La clientela no era tan rica como la de La Calesa, pero me valoraba como los nobles nunca me habían valorado.
Y si mis habitaciones de La Calesa eran lujosas, mi habitacionci-ta de Anker's era cómoda. Pasaba como con los zapatos: no te compras los más grandes que encuentras, sino los que se ajustan bien a tu pie. Con el tiempo, aquella diminuta habitación de Anker's se convirtió en lo más parecido a un hogar que jamás había tenido.
Sin embargo, en ese momento estaba furioso por lo que me había hecho Ambrose. Y cuando me senté a escribir la carta de disculpa pública, esta rezumaba venenosa sinceridad. Era una obra de arte. Me mostraba profundamente arrepentido. Pedía disculpas por haber perjudicado a otro estudiante. También incluía la letra completa de la canción, con dos estrofas nuevas y la partitura musical. Y me disculpaba con todo detalle por cada vulgar y mezquina insinuación incluida en la canción.
Entonces me gasté cuatro preciosas iotas de mi propio dinero en tinta y papel, y reclamé a Jaxim el favor que me debía por haberle cambiado mi plaza del examen de admisión. Jaxim tenía un amigo que trabajaba en una imprenta, y con su ayuda imprimimos más de un centenar de copias de la carta.
La noche antes del inicio del bimestre de otoño, Wil, Sim y yo pegamos las cartas en todas las superficies lisas que encontramos a ambos lados del río. Utilizamos un maravilloso adhesivo alquí-mico que Simmon había preparado para la ocasión. El adhesivo se aplicaba como una pintura, y al secarse quedaba transparente como el cristal y duro como el acero. Si alguien quería retirar los letreros, iba a necesitar un martillo y un cincel.
En retrospectiva, lo que hice fue tan absurdo como provocar a un toro enojado. Y yo diría que esa insolencia fue la causa principal de que, al final, Ambrose intentara matarme.