Era pasada la medianoche cuando Kote llegó a Newarre cargando el cuerpo inerte de Cronista sobre los hombros lacerados. Las casas y las tiendas del pueblo estaban a oscuras y en silencio, pero la posada Roca de Guía estaba iluminada.
Bast, de pie en el umbral, casi danzaba de irritación. Al ver acercarse a Kote, echó a correr calle abajo agitando, furioso, un pedazo de papel.
– ¿Una nota? ¿Te escapas y me dejas una nota? -dijo en voz baja, pero furioso-. ¿Por quién me has tomado, por una ramera de puerto?
Kote se dio la vuelta y sacudió los hombros hasta depositar el cuerpo inerte de Cronista en los brazos de Bast.
– Sabía que lo único que harías sería discutir conmigo, Bast.
Bast sujetó a Cronista ante él sin esfuerzo.
– Si al menos hubiera sido una nota decente. «Si estás leyendo esto, seguramente estoy muerto.» ¿Qué clase de nota es esa?
– Se suponía que no la encontrarías hasta mañana -respondió Kote cansado, y echaron a andar por la calle hacia la posada.
Bast miró al hombre que llevaba en brazos como si lo viera por primera vez.
– ¿Quién es este? -Lo zarandeó un poco, mirándolo con curiosidad antes de cargárselo sobre un hombro con facilidad, como si fuera un saco de arpillera.
– Un pobre desgraciado que pasaba por el camino en el momento menos adecuado -contestó Kote con desdén-. No lo sacudas demasiado. Todavía debe de tener la cabeza un poco suelta.
– Pero ¿qué demonios has ido a hacer? -preguntó Bast cuando entraron en la posada-. Si me dejas una nota, al menos deberías decirme qué… -Bast abrió mucho los ojos al ver a Kote a la luz del interior de la posada, pálido y cubierto de barro y de sangre.
– Si quieres puedes preocuparte -dijo Kote con brusquedad-. Es tan grave como parece.
– Has salido a buscarlos, ¿verdad? -dijo Bast en voz baja, y entonces abrió mucho los ojos-. No. Te quedaste un trozo del que mató Cárter. No puedo creerlo. Me mentiste. ¡A mí!
Kote suspiró y subió pesadamente la escalera.
– ¿Estás enfadado porque te he mentido, o porque no me has pillado mintiéndote? -preguntó.
– Me ofende que pensaras que no podías confiar en mí -contestó Bast farfullando de rabia.
Interrumpieron su conversación mientras abrían una de las numerosas habitaciones vacías del segundo piso, desvestían a Cronista, lo acostaban y lo arropaban. Kote dejó la cartera y el macuto del escribano en el suelo, cerca de la cama.
Tras salir y cerrar la puerta de la habitación, Kote dijo:
– Confío en ti, Bast, pero no quería ponerte en peligro. Sabía que podía hacerlo yo solo.
– Podría haberte ayudado, Reshi -replicó Bast, dolido-. Lo sabes muy bien.
– Todavía puedes ayudarme, Bast -dijo Kote. Se dirigió a su habitación y se dejó caer en el borde de la estrecha cama-. Necesito que me cosas las heridas. -Empezó a desabrocharse la camisa-. Lo haría yo mismo, pero a los hombros y a la espalda no llego.
– No digas tonterías, Reshi. Ya lo haré yo.
Kote señaló la puerta.
– Mis cosas están en el sótano.
– Usaré mis propias agujas, muchas gracias -dijo Bast con desdén-. Son de un hueso de excelente calidad. No como esas repugnantes agujas de hierro mellado tuyas, que te perforan como pequeñas astillas de odio. -Se estremeció-. ¡Piedra y arroyo! Es espeluznante lo primitivos que podéis llegar a ser. -Bast salió de la habitación y dejó la puerta abierta.
Kote se quitó lentamente la camisa, haciendo muecas de dolor y aspirando entre los dientes, pues la sangre seca se pegaba y tiraba de las heridas. Volvió a adoptar una expresión estoica cuando Bast regresó con un cuenco de agua y empezó a lavarle.
Cuando Bast hubo limpiado toda la sangre seca, aparecieron numerosos cortes largos y rectos. Se destacaban rojizos sobre la blanca piel del posadero, como si lo hubieran acuchillado con una navaja de barbero o con un trozo de cristal roto. En total había cerca de una docena de cortes, la mayoría en los hombros, y unos cuantos en la espalda y en los brazos. Uno empezaba en su coronilla y discurría por el cuero cabelludo hasta detrás de una oreja.
– Creía que no sangrabas, Reshi -comentó Bast-. ¿No te llamaban el Sin Sangre?
– No te creas todas las historias que te cuenten, Bast. Las historias mienten.
– Bueno, no estás tan mal como creía -dijo Bast limpiándose las manos-. Aunque merecías haber perdido un trozo de oreja. ¿Estaban heridos, como el que atacó a Cárter?
– No, no me lo ha parecido -respondió Kote.
– ¿Cuántos eran?
– Cinco.
– ¿Cinco? -dijo Bast, asombrado-. ¿Cuántos ha matado el otro?
– Distrajo a uno un rato -contestó Kote con generosidad.
– Anpauen, Reshi -dijo Bast sacudiendo la cabeza mientras enhebraba una aguja de hueso con un hilo más delgado y más fino que el de tripa-. Deberías estar muerto. Dos veces muerto.
Kote se encogió de hombros.
– No es la primera vez que debería estar muerto, Bast. Se me da bastante bien evitarlo.
Bast se puso a trabajar.
– Te dolerá un poco -avisó mientras movía las manos con una extraña suavidad-. La verdad, Reshi, no entiendo cómo has conseguido vivir tanto tiempo.
Kote volvió a encogerse de hombros y cerró los ojos.
– Yo tampoco, Bast -admitió. Tenía la voz triste y cansada.
Horas más tarde se abrió un poco la puerta de la habitación de Kote y Bast asomó la cabeza. Al no oír sino una lenta y acompasada respiración, el joven entró de puntillas, fue hasta la cama y se inclinó sobre el hombre dormido. Bast observó el color de sus mejillas, le olió el aliento y le tocó suavemente la frente, la muñeca y el hueco entre las clavículas.
Bast acercó una butaca a la cama, se sentó y se quedó contemplando a su maestro y escuchándolo respirar. Luego estiró un brazo y le apartó el rebelde y rojo cabello de la cara, como haría una madre con su hijo dormido. Entonces, en voz baja, entonó una melodía cadenciosa y extraña, casi una nana:
Qué extraño ver la luz que alumbra
a los mortales apagarse día a día,
saber que sus brillantes almas son yesca
y que el viento encontrará su propio guía.
Ojalá pudiera prestarles mi fuego.
¿Qué presagia tu parpadeo?
La voz de Bast se fue extinguiendo, y el joven se quedó allí sentado, inmóvil, observando el silencioso subir y bajar del pecho de su maestro durante las largas horas de la temprana oscuridad de la mañana.