26 La otra cara de Lanre

Ya llevaba varios años en Tarbean. Había cumplido años tres veces sin enterarme, y tenía poco más de quince. Sabía sobrevivir en la Ribera. Me había convertido en un mendigo y un ladrón consumado. Los cierres y los bolsillos se abrían con solo rozarlos mis dedos. Sabía en qué casas de empeños te compraban artículos «de un tío mío» sin hacer preguntas.

Todavía iba vestido con harapos y seguía pasando hambre, pero ya no corría peligro de morir de inanición. Poco a poco había ido ahorrando dinero. Incluso tras un duro invierno durante el que a menudo me vi obligado a pagar para dormir en un sitio caliente, tenía ahorrados más de veinte peniques de hierro. Para mí era como el tesoro de un dragón.

Había acabado por sentirme cómodo allí. Pero aparte del deseo de ahorrar más dinero, mi vida no tenía sentido. No había nada que me motivara. No tenía ningún objetivo. Pasaba los días buscando cosas que robar y formas de distraerme.

Pero eso había cambiado unos días atrás en el sótano de Trapis. Había oído hablar a una niña, con admiración, de un narrador que estaba siempre en una taberna del Puerto llamada el Medio Mástil. Por lo visto, contaba una historia todos los días, al sonar la sexta campanada. Se jactaba de poder contar cualquier historia que le pidieras. Es más, la niña explicó que aquel tipo aceptaba apuestas. Si no conocía tu historia, te daba un talento.

Pasé el resto del día cavilando sobre lo que había dicho esa niña. Dudaba que fuera cierto, pero no podía evitar pensar en lo que podría hacer con un talento de plata. Podría comprarme unos zapatos, y quizá un cuchillo; podría darle dinero a Trapis, y aun así doblaría mis ahorros.

Aunque lo de las apuestas fuera mentira, sentía curiosidad. En la calle no era fácil encontrar entretenimiento. De vez en cuando, una troupe de pilludos representaba una obra en una esquina; a veces oía tocar a un violinista en alguna taberna. Ahora bien, los espectáculos de verdad costaban dinero, y los peniques que tanto me había costado ganar eran demasiado valiosos para despilfarrarlos.

Pero había un problema. El Puerto no era un barrio seguro para mí.

Me explicaré. Más de un año atrás, había visto a Pike caminando por la calle. Era la primera vez que lo veía desde mi primer día en Tarbean, cuando sus amigos y él me asaltaron en aquel callejón y destrozaron el laúd de mi padre.

Lo seguí con cautela durante casi un día entero, guardando la distancia y sin apartarme de las sombras. Al final, Pike se metió en un pequeño callejón del Puerto donde tenía su propia versión de mi escondrijo. El suyo era un nido de cajas rotas con las que había improvisado un refugio para protegerse de las inclemencias del tiempo.

Pasé toda la noche encaramado en el tejado, esperando a que Pike saliera de su refugio por la mañana. Entonces bajé a su nido de cajas y lo registré. Era acogedor, y en él se acumulaban las pequeñas posesiones recogidas durante varios años. Encontré una botella de cerveza y me la bebí. También encontré medio queso que me comí, y una camisa que robé, porque no estaba tan harapienta como la mía.

Seguí buscando y encontré otras bagatelas, entre ellas una vela, un ovillo de cuerda y unas canicas. Lo más sorprendente fueron unos trozos de lona con una cara de mujer dibujada al carbón. Tuve que revolver casi durante diez minutos hasta que encontré lo que en realidad estaba buscando. Escondido detrás de todo lo demás había una cajita de madera muy manoseada. Dentro había un ramillete de violetas secas atadas con una cinta blanca, un caballo de juguete que había perdido casi toda su crin de cuerda, y un mechón de pelo rubio y rizado.

Tardé varios minutos en encender el fuego, utilizando pedernal y eslabón. Las violetas eran una buena yesca y, al poco rato, empezaron a ascender unas densas nubes de humo. Me quedé allí de pie viendo cómo las llamas devoraban todo lo que Pike amaba.

Pero me quedé demasiado rato saboreando aquel momento. Pike llegó corriendo con un amigo por el callejón, atraído por el humo, y yo me vi atrapado. Furioso, Pike se abalanzó sobre mí. Medía casi un palmo más que yo, y pesaba veinte kilos más. Peor aún: tenía un trozo de cristal con un extremo envuelto con cordel, y lo usaba como puñal.

Me clavó el cristal en el muslo, por encima de la rodilla, antes de que yo le agarrara la mano y se la aplastara contra los adoquines, obligándole a soltarlo. Después Pike todavía se las ingenió para dejarme un ojo morado y romperme varias costillas, antes de que yo consiguiera pegarle una patada en la entrepierna y largarme. Pike me persiguió cojeando y gritando que me mataría por lo que había hecho.

Le creí. Me curé la herida de la pierna, cogí todo el dinero que había ahorrado y compré cinco pintas de dreg, un licor barato y asqueroso lo bastante fuerte para hacerte ampollas en la boca. Entonces me fui cojeando al Puerto y esperé a que me vieran Pike y sus amigos.

No tardaron mucho. Dejé que Pike y dos de sus amigos me siguieran durante medio kilómetro; pasamos por Sastrerías y llegamos a Cererías. Yo no me apartaba de las calles principales, porque sabía que no se atreverían a atacarme en plena luz del día y con gente alrededor.

Pero cuando me metí corriendo en un callejón, ellos aceleraron el paso para alcanzarme, creyendo que yo intentaba huir. Sin embargo, cuando doblaron la esquina no encontraron a nadie.

A Pike se le ocurrió mirar hacia arriba en el preciso instante en que yo le vaciaba encima el cubo de dreg desde el borde de un tejado. Quedó empapado, y el licor le salpicó la cara y el pecho. Pike gritó y se tapó los ojos con las manos al mismo tiempo que se arrodiliaba. Entonces saqué la cerilla de fósforo que había robado y se la tiré, y vi cómo la cerilla chisporroteaba al caer.

Invadido por un intenso y feroz odio infantil, creía que Pike quedaría envuelto en llamas. No fue así, aunque algo sí se quemó. Volvió a gritar y empezó a girar sobre sí mismo mientras sus amigos intentaban apagar las llamas dándole manotazos. Me escabullí aprovechando la confusión.

Había transcurrido más de un año y no había vuelto a ver a Pike. Él no había intentado encontrarme, y yo me había mantenido lejos del Puerto; a veces daba un rodeo de varios kilómetros para no pasar cerca de aquel barrio. Era una especie de tregua. Sin embargo, no tenía ninguna duda de que Pike y sus amigos recordaban mi aspecto, ni de que si me veían querrían ajusfarme las cuentas.

Después de pensarlo bien, decidí que era demasiado peligroso. Ni siquiera la promesa de oír historias gratis y de la oportunidad de ganar un talento de plata compensaba el riesgo de provocar otra vez a Pike. Además, ¿qué historia iba a pedir?

Esa pregunta danzó en mi pensamiento durante varios días. ¿Qué historia podía pedir? Empujé a un estibador y me llevé un coscorrón antes de poder meterle la mano en el bolsillo. ¿Qué historia? Me puse a mendigar en la esquina opuesta a la iglesia de los tehlinos. ¿Qué historia? Robé tres hogazas de pan y le llevé dos de regalo a Trapis. ¿Qué historia?

Más tarde, tumbado en mi escondite donde confluían los tres tejados, encontré la respuesta cuando estaba a punto de quedarme dormido. Lanre. Claro. Podía pedirle la verdadera historia de Lanre. La historia que mi padre estaba…

Mi corazón empezó a dar trompicones cuando de pronto recordé cosas en las que llevaba años evitando pensar: mi padre rasgueando distraídamente el laúd; mi madre a su lado en el carromato, cantando. Automáticamente, empecé a apartarme de esos recuerdos, como cuando retiras la mano de un fuego.

Pero me sorprendió comprobar que esos recuerdos solo me producían un dolor leve, y no el intenso que había esperado. En cambio, la perspectiva de oír una historia que a mi padre tanto le interesaba me produjo cierta emoción. Una historia que él mismo habría contado.

Con todo, sabía que era una locura correr hasta el Puerto por una historia. Todo el pragmatismo que había aprendido en Tar-bean esos años me instaba a quedarme en mi rincón conocido del mundo, donde estaba a salvo…


Lo primero que vi al entrar en el Medio Mástil fue a Skarpi. Estaba sentado en un taburete alto, en la barra; era un anciano con unos ojos como diamantes y un cuerpo como de espantapájaros. Era delgado y curtido, con pelo blanco en los brazos, en la cara y en la cabeza. La blancura del pelo contrastaba con su intenso bronceado; parecía que estuviera salpicado de espuma de mar.

A sus pies había una veintena de niños; algunos tenían mi edad, pero la mayoría eran más pequeños. Formaban un grupo variopinto: pilludos mugrientos y descalzos como yo, pero también niños bien vestidos y aseados que seguramente tenían padres y hogares decentes.

No reconocí a ninguno, pero nunca se sabía quién podía ser amigo de Pike. Encontré un sitio cerca de la puerta, y me quedé allí en cuclillas, con la espalda pegada a la pared.

Skarpi carraspeó un par de veces, y ese sonido me produjo sed. Entonces, como si realizara un ritual, miró tristemente en la copa de barro cocido que tenía delante y, con mucho cuidado, la puso del revés sobre la barra.

Los niños se acercaron y dejaron unas monedas encima de la barra. Hice un recuento rápido: dos medios peniques de hierro, nueve ardites y un drabín. En total, poco más de tres peniques de hierro en la moneda de la Mancomunidad. Quizá Skarpi ya no ofreciera el talento de plata. Lo más probable era que el rumor que yo había oído fuera falso.

El anciano le hizo una seña al camarero.

– Tinto de Fallows. -Su voz era áspera y grave, casi hipnótica.

El camarero, un tipo calvo, cogió las monedas y le sirvió vino a Skarpi en la copa de barro cocido.

– Y bien, ¿qué queréis que os cuente hoy? -dijo Skarpi con su sonora voz, que se extendió como un trueno lejano.

Hubo un momento de silencio que también me pareció ritualista, casi reverente. Entonces todos los niños se pusieron a hablar a la vez:

– ¡Una historia de los Fata!

– … Oren y la pelea en Mnat…

– ¡Sí, la historia de Oren Velciter! La del barón…

– Lartam…

– ¡Myr Tariniel!

– ¡Illien y el oso!

– Lanre -dije yo, casi sin proponérmelo.

La taberna volvió a sumirse en el silencio mientras Skarpi tomaba un sorbo de vino. Los niños lo miraban con una intensidad y una familiaridad que no supe identificar.

Skarpi permanecía sereno en medio del silencio.

– Me ha parecido oír -dijo una voz que fluía lentamente, como la miel- que alguien mencionaba a Lanre. -Me miró con sus ojos azules, claros y de mirada intensa.

Asentí. No sabía qué podía pasar.

– Yo quiero que nos hables de los desiertos de más allá de Stormwal -protestó una de las niñas más pequeñas-. De las serpientes que salen de la arena como tiburones. Y de los hombres del desierto, que se esconden bajo las dunas y beben sangre en lugar de agua. Y de… -Los niños que la rodeaban empezaron a darle coscorrones para hacerla callar.

Volvió a producirse un silencio, y Skarpi tomó otro sorbo de vino. Observé a los niños, que clavaban sus ojos en Skarpi, y comprendí a qué me recordaban: a una persona mirando nerviosa un reloj. Supuse que cuando el anciano se hubiera terminado la bebida, la historia se habría terminado también.

Skarpi volvió a beber; esa vez solo dio un sorbito, y luego dejó la copa en la barra y se volvió hacia nosotros.

– ¿Quién quiere oír la historia de un hombre que perdió un ojo y que así ganó visión?

Por su tono de voz, o por la reacción de los otros niños, deduje que aquella era una pregunta puramente retórica.

– Muy bien, Lanre y la Guerra de la Creación. Una historia muy antigua. -Paseó la mirada por el grupo de niños-. Sentaos y prestad atención, pues voy a hablaros de cómo era la ciudad reluciente hace muchos años, a muchos kilómetros de aquí…


Hace muchos años, a muchos kilómetros de aquí, existía Myr Ta-riniel. La ciudad reluciente. Se erguía entre las altas montañas del mundo como una piedra preciosa en la corona de un rey.

Imaginaos una ciudad tan grande como Tarbean. Pero en cada esquina de cada calle había una fuente, o un árbol, o una estatua tan hermosa que incluso un hombre orgulloso lloraba al verla. Los edificios eran altos y elegantes, excavados en la montaña, excavados en una piedra blanca y reluciente que conservaba la luz del sol hasta más allá del anochecer.

Selitos gobernaba en Myr Tariniel. Con solo mirar una cosa, Selitos veía su nombre oculto y lo entendía. En aquellos tiempos, había mucha gente que podía hacer eso, pero Selitos era el nomi-nador más poderoso de cuantos vivían en aquella época.

Selitos era amado por la gente a la que protegía. Sus juicios eran estrictos y justos, y no había nadie que pudiera influir en él con falsedades o engaños. El poder de su visión era tal que podía leer los corazones de los hombres como si fueran libros de gruesas letras.

En aquellos tiempos se libraba una guerra terrible en un vasto imperio. La guerra se llamaba Guerra de la Creación, y el imperio se llamaba Ergen. Y pese a que el mundo jamás ha visto un imperio tan magnífico ni una guerra tan terrible, ambos ya solo viven en las historias. Hasta los libros de historia que los mencionaban como rumores inciertos se han convertido en polvo.

La guerra duraba tanto que la gente apenas recordaba los tiempos en que el humo de las ciudades incendiadas no ennegrecía el cielo. Antaño había habido cientos de hermosas ciudades esparcidas por todo el imperio. Ahora eran solo ruinas cubiertas de cadáveres. Había peste y hambre por todas partes, y en algunos sitios era tal la desesperación que las madres ya no lograban reunir suficiente esperanza para ponerles nombres a sus hijos. Pero quedaban ocho ciudades: Belén, Antus, Vaeret, Tinusa, Emlen y las ciudades gemelas de Murilla y Murella. Por último estaba Myr Tariniel, la más grande de todas y la única que no estaba marcada por largos siglos de guerra. La protegían las montañas y unos valientes soldados. Pero la verdadera causa de la paz de Myr Tariniel era Selitos. Utilizando el poder de su visión, Selitos vigilaba los puertos de montaña que conducían a su amada ciudad. Sus estancias estaban en las torres más altas de la ciudad, para que pudiera divisar cualquier ataque mucho antes de que llegara a convertirse en una amenaza.

Las otras siete ciudades, que no contaban con los poderes de Selitos, se protegían de otras maneras. Depositaron su esperanza en gruesos muros, en la piedra y en el acero. Depositaron su esperanza en la fuerza de los brazos, en el valor y en la sangre. Depositaron su esperanza en Lanre.

Lanre había luchado desde que podía levantar una espada, y para cuando empezó a cambiarle la voz, peleaba como una docena de hombres hechos y derechos. Se desposó con una mujer llamada Lyra, por la que sentía un profundo amor, una intensa pasión.

Lyra era terrible y sabia, y tenía tanto poder como Lanre. Pues mientras que Lanre tenía la fuerza de su brazo y el apoyo de hombres leales, Lyra sabía los nombres de las cosas, y el poder de su voz podía matar a un hombre o aplacar una tormenta.

Pasaban los años, y Lanre y Lyra combatían hombro con hombro. Defendieron Belén de un ataque por sorpresa, salvando la ciudad de un enemigo que la habría destruido. Reunían ejércitos y hacían comprender a las ciudades la importancia de la lealtad. Durante largos años rechazaron a los enemigos del imperio. La gente, que se había dejado vencer por la desesperación, empezó a sentir que la esperanza volvía a arder en su interior. La gente confiaba en alcanzar la paz, y depositó esas débiles esperanzas en Lanre.

Entonces llegó la Nagra de Vessten Tor. Nagra significaba «batalla» en el idioma de la época, y en Vessten Tor tuvo lugar la mayor y más terrible batalla de esa terrible guerra. Los ejércitos lucharon sin cesar durante tres días bajo el sol, y sin cesar durante tres noches a la luz de la luna. Ningún bando consiguió derrotar al otro, y ambos se resistían a retirarse.

Sobre la batalla en sí solo tengo una cosa que decir. En Vessten Tor murieron más personas de las que viven hoy en día en el mundo.

Lanre siempre estaba donde la batalla era más cruenta, donde más lo necesitaban. Nunca soltó la espada ni la enfundó en su vaina. Al final, cubierto de sangre en medio de un campo sembrado de cadáveres, Lanre se enfrentó, solo, a un terrible enemigo. Una bestia enorme con escamas de hierro negro, cuyo aliento era una oscuridad que sofocaba a los hombres. Lanre peleó con la bestia y la mató. Lanre consiguió la victoria, pero la pagó con la vida.

Una vez terminada la batalla, y cuando el enemigo ya se había retirado detrás de las puertas de piedra, los supervivientes encontraron el cadáver de Lanre, frío e inerte, cerca de la bestia que había matado. La noticia de la muerte de Lanre se extendió rápidamente, cubriendo el campo de batalla con un manto de desesperación. Habían ganado la batalla y habían cambiado el curso de la guerra, pero todos sentían un frío intenso en su interior. La pequeña llama de esperanza que todos habían cultivado empezó a parpadear y a apagarse. Habían depositado todas sus esperanzas en Lanre, y Lanre estaba muerto.

En medio del silencio, Lyra se quedó de pie junto al cadáver de Lanre y pronunció su nombre. Su voz era un precepto. Su voz era de acero y de piedra. Su voz le ordenaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía inmóvil y muerto.

Con temor, Lyra se arrodilló junto al cadáver de Lanre y susurró su nombre. Su voz era una llamada. Su voz era de amor y de deseo. Su voz le pedía que volviera a vivir. Pero Lanre yacía frío y muerto.

Desesperada, Lyra se echó sobre el cadáver de Lanre y lloró su nombre. Su voz era un susurro. Su voz era de eco y de vacío. Su voz le suplicaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía sin aliento y muerto.

Lanre estaba muerto. Lyra lloraba y le tocaba la cara con manos temblorosas. Alrededor, los hombres giraron la cabeza, porque era menos doloroso contemplar el campo ensangrentado que el dolor de Lyra.

Pero Lanre oyó la llamada de Lyra. Lanre se volvió hacia el sonido de su voz y fue hacia ella. Lanre regresó de detrás de las puertas de la muerte. Pronunció el nombre de su esposa y abrazó a Lyra para consolarla. Abrió los ojos e hizo cuanto pudo para enjugarle las lágrimas con sus temblorosas manos. Y entonces respiró hondo y volvió a la vida.

Los supervivientes de la batalla vieron moverse a Lanre y se maravillaron. La débil esperanza de paz que cada uno de ellos había alimentado durante tanto tiempo ardió con intensidad en su interior.

– ¡Lanre y Lyra! -gritaban con voz atronadora-. ¡El amor de nuestro señor es más fuerte que la muerte! ¡La voz de nuestra señora lo ha devuelvo a la vida! ¡Juntos han derrotado a la muerte! Juntos, ¿cómo no van a conseguir la victoria?

La guerra continuó, pero ahora que Lanre y Lyra luchaban hombro con hombro, el futuro parecía menos desalentador. Pronto todos supieron la historia de cómo Lanre había muerto, y de cómo su amor y el poder de Lyra lo habían devuelto a la vida. Por primera vez la gente podía hablar abiertamente de paz sin que la consideraran necia o loca.

Pasaron los años. Los enemigos del imperio estaban cada vez más debilitados y más desesperados, y hasta los más cínicos se percataban de que el fin de la guerra estaba próximo.

Entonces empezaron a circular rumores: Lyra estaba enferma. Habían secuestrado a Lyra. Lyra había muerto. Lanre había huido del imperio. Lanre había enloquecido. Algunos incluso decían que Lanre se había suicidado y había ido a reunirse con su esposa en la tierra de los muertos. Había historias en abundancia, pero nadie sabía la verdad.

En medio de todos esos rumores, Lanre llegó a Myr Tariniel. Llegó solo, con su espada de plata y su cota de malla negra de hierro. La cota de malla se le adhería al cuerpo como una segunda piel de sombra. La había forjado con el armazón de la bestia que había matado en Vessten Tor.

Lanre pidió a Selitos que lo acompañara fuera de la ciudad. Selitos accedió, con la esperanza de que Lanre le revelara qué problema tenía y dispuesto a ofrecerle todo el consuelo que puede ofrecer un amigo. Solían darse consejos mutuamente, porque ambos eran señores entre sus gentes.

Selitos había oído los rumores, y estaba preocupado. Temía por la salud de Lyra, pero sobre todo temía por Lanre. Selitos era un hombre sabio. Sabía que el sufrimiento puede afectar gravemente al corazón, y que las pasiones conducen a hombres buenos al delirio.

Juntos recorrieron los senderos de las montañas; Lanre iba delante. Llegaron a una cima desde donde se contemplaba una vasta extensión de tierras. Las orgullosas torres de Myr Tariniel brillaban a la luz del ocaso.

Tras un largo silencio, Selitos dijo:

– He oído terribles rumores sobre tu esposa.

Lanre no dijo nada, y Selitos dedujo que Lyra había muerto.

Tras otra larga pausa, Selitos volvió a intentarlo:

– Aunque no sé qué ha pasado, Myr Tariniel está contigo, y te prestaré toda la ayuda que se puede prestar a un amigo.

– Ya me has dado suficiente, viejo amigo -replicó Lanre, y le puso una mano en el hombro a Selitos-. Silanxi, te vinculo; por el nombre de la piedra, que permanezcas inmóvil. Aeruh, le ordeno al aire que pese sobre tu lengua. Selitos, te nombro; que te abandonen todos tus poderes salvo el de la visión.

En todo el mundo solo había tres personas que supieran de nombres tanto como Selitos: Aleph, Iax y Lyra. Lanre no tenía don para los nombres; su poder residía en la fuerza de su brazo. Su intento de vincular a Selitos mediante su nombre era tan inútil como el de un niño de atacar a un soldado con una vara de sauce.

Sin embargo, el poder de Lanre descendió sobre él como una pesada carga, como un torno de hierro, y Selitos comprobó que no podía moverse ni hablar. Se quedó allí de pie, quieto como una estatua, sin poder hacer otra cosa que maravillarse: ¿cómo había conseguido Lanre ese poder?

Confundido y desesperado, Selitos vio que la noche descendía sobre las montañas. Horrorizado, vio que parte de esa oscuridad que lo invadía todo era, de hecho, un gran ejército que se acercaba a Myr Tariniel. Y lo peor era que no sonaban las campanas de alerta. Selitos solo podía contemplar cómo el ejército se acercaba más y más sin que nadie lo advirtiera.

El enemigo masacró e incendió Myr Tariniel; cuanto menos hablemos de lo que sucedió, mejor. Las blancas murallas quedaron calcinadas y de las fuentes brotaba sangre. Durante una noche y un día, Selitos permaneció allí de pie, impotente, junto a Lanre, sin poder hacer otra cosa que mirar y escuchar los gritos de los moribundos, el resonar del hierro, los crujidos de la piedra al romperse.

A la mañana siguiente, cuando la luz del amanecer iluminó las torres ennegrecidas de la ciudad, Selitos comprobó que ya podía moverse. Se volvió hacia Lanre, y esa vez la visión no le falló. Vio en Lanre una gran oscuridad y un espíritu atormentado. Pero Selitos todavía notaba las cadenas del sortilegio que lo inmovilizaba. Lidiando con la rabia y el desconcierto, dijo:

– ¿Qué has hecho, Lanre?

Lanre siguió contemplando las ruinas de Myr Tariniel. Estaba encorvado, como si llevara un gran peso sobre los hombros. Con voz cansina, dijo:

– ¿Se me consideraba un buen hombre, Selitos?

– Eras de los mejores. Te considerábamos impecable.

– Y sin embargo, mira lo que he hecho.

Selitos no podía mirar su ciudad en ruinas.

– Sí, mira lo que has hecho -concedió-. ¿Por qué?

Lanre hizo una pausa.

– Mi esposa ha muerto -dijo-. He sido víctima del engaño y de la traición, pero soy el único responsable de su muerte. -Tragó saliva y giró la cabeza para contemplar el paisaje.

Selitos lo imitó. Desde el mirador donde se encontraban, divisó unas columnas de humo negro. Selitos comprendió, con certeza y horror, que Myr Tariniel no era la única ciudad que había quedado destruida. Los aliados de Lanre habían devastado los últimos bastiones del imperio.

Lanre se volvió.

– Y eso que era de los mejores. -Era terrible contemplar el rostro de Lanre; el dolor y la desesperación habían hecho estragos en él-. ¡Yo, un hombre al que todos consideraban sabio y bueno, soy el responsable de todo esto! -Agitó los brazos-. Imagínate las infamias que un hombre de menos valía que yo puede ocultar en su corazón. -Lanre contempló Myr Tariniel, y lo invadió una especie de paz-. Para ellos, al menos, todo ha terminado. Ahora ya están a salvo. A salvo de las innumerables desgracias de la vida diaria. A salvo de los dolores de un destino injusto.

Selitos dijo en voz baja:

– A salvo del goce y de la maravilla…

– ¡No existe el goce! -gritó Lanre con una voz espantosa. El sonido de su voz rompió las piedras y rebotó hacia ellos con un eco cortante-. Cualquier goce que surja aquí lo asfixian rápidamente las malas hierbas. Yo no soy un monstruo que destruye por puro placer. Si siembro sal es porque tengo que elegir entre las malas hierbas o nada. -Selitos solo veía vacío detrás de sus ojos.

Selitos se agachó para coger del suelo una piedra con un canto puntiagudo.

– ¿Pretendes matarme con una piedra? -Lanre soltó una risotada-. Quería que lo entendieras, que supieras que no era la locura lo que me obligaba a hacer estas cosas.

– Tú no estás loco -admitió Selitos-. No veo locura en ti.

– Confiaba en que quizá quisieras unirte a mí en lo que me propongo hacer. -Lanre habló con un desesperado anhelo en la voz-. Este mundo es como un amigo con una herida mortal. Una pócima amarga administrada con prisas solo consigue aliviar el dolor.

– ¿Destruir el mundo? -murmuró Selitos-. Tú no estás loco, Lanre. Lo que se ha apoderado de ti es algo peor que la locura. Yo no puedo curarte. -Tocó la afilada punta de la piedra que tenía en la mano.

– ¿Quieres matarme para curarme, viejo amigo? -Lanre volvió a reír; era una risa terrible y salvaje. Entonces miró a Selitos, y una repentina esperanza se reflejó en sus vacíos ojos-. ¿Puedes hacerlo? -preguntó-. ¿Puedes matarme, viejo amigo?

Selitos miró a su amigo a los ojos. Vio que Lanre, casi loco de dolor, había buscado el poder para devolver a Lyra a la vida. Por amor a Lyra, Lanre había buscado el conocimiento donde es mejor dejar el conocimiento en paz, y lo había obtenido pagando un precio terrible.

Sin embargo, incluso con ese poder que tanto le había costado obtener, no había podido devolverle la vida a Lyra. Sin ella, para Lanre la vida no era más que una carga, y el poder que había adquirido era como un puñal caliente en su pensamiento. Para huir de la desesperación y de la agonía, Lanre se había suicidado. Había recurrido al último refugio de los hombres: había intentado escapar por las puertas de la muerte.

Pero así como el amor de Lyra lo había rescatado a él de detrás de la última puerta, esa vez el poder de Lanre lo había obligado a regresar del dulce estado de inconsciencia. Su recién adquirido poder lo hizo volver a su cuerpo, obligándolo a vivir.

Selitos miró a Lanre y lo comprendió todo. Ante el poder de su visión, esas revelaciones colgaban en el aire, como oscuros tapices, alrededor de la temblorosa figura de Lanre.

– Puedo matarte -dijo Selitos, y apartó la vista del rostro de Lanre, que reflejaba una repentina esperanza-. Estarías muerto una hora, o un día. Pero regresarías, atraído como el hierro a una piedra imán. Tu nombre arde con el poder que tienes dentro. No puedo extinguir ese fuego, como tampoco podría lanzar una piedra que alcanzara la luna.

Lanre encorvó los hombros.

– Abrigaba esperanzas -se limitó a decir-. Pero sabía la verdad. Ya no soy el Lanre que tú conocías. Mi nombre es nuevo y terrible. Soy Haliax, y ninguna puerta puede cerrarme el paso. Lo he perdido todo: no tengo a Lyra, no tengo el dulce consuelo del sueño, no puedo olvidar, y hasta la locura está fuera de mi alcance. La muerte es una puerta abierta a mi poder. No tengo forma de huir. Solo tengo la esperanza del olvido después de que todo haya desaparecido y de que el Aleu se desprenda, innombrable, del cielo. -Y después de decir eso, Lanre se tapó la cara con ambas manos, y unos silenciosos y bruscos sollozos sacudieron su cuerpo.

Selitos contempló las tierras que se extendían a sus pies y sintió una débil chispa de esperanza. Seis columnas de humo se alzaban en la lejanía. Myr Tariniel había sido borrada y seis ciudades, arrasadas. Pero eso significaba que no todo estaba perdido. Aún quedaba una ciudad…

A pesar de todo lo que había ocurrido, Selitos miró a Lanre con compasión, y cuando habló, su voz denotaba tristeza.

– Entonces, ¿no queda nada? ¿Ni una pizca de esperanza? -Le puso una mano en el brazo a Lanre-. En la vida hay cosas buenas. Incluso después de todo esto, yo te ayudaré a buscarlas. Si quieres intentarlo.

– No -dijo Lanre. Se irguió cuan largo era, y detrás de las arrugas de sufrimiento, su gesto era majestuoso-. No hay nada bueno. Sembraré sal, para que no crezcan las malas hierbas.

– Lo siento -dijo Selitos, y se irguió también.

Entonces Selitos habló con una voz potente:

– Mi visión nunca se había nublado como ahora. No supe ver la verdad que había dentro de tu corazón.

Selitos respiró hondo y continuó:

– Mis ojos me engañaron. Que nunca vuelva… -Levantó la piedra y se clavó el canto puntiagudo en un ojo. Su grito resonó entre las rocas, y Selitos cayó de rodillas, jadeando-. Que nunca vuelva a estar tan ciego.

Se produjo un terrible silencio, y las cadenas del sortilegio soltaron a Selitos. Lanzó la piedra a los pies de Lanre y dijo:

– Por el poder de mi propia sangre te vinculo. Que tu propio nombre te maldiga.

Selitos pronunció el largo nombre que había visto en el corazón de Lanre, y el sol se oscureció y el viento arrancó las piedras de la montaña.

Entonces Selitos dijo:

– Caiga sobre ti mi maldición. Que tu rostro siempre esté en sombras, negro como las torres caídas de mi amada Myr Tariniel.

»Caiga sobre ti mi maldición. Que tu propio nombre se vuelva en tu contra, y que nunca encuentres la paz.

»Caiga sobre ti y sobre todos los que te sigan mi maldición. Que dure hasta el fin del mundo y hasta que el Aleu se desprenda, innombrable, del cielo.

Selitos vio cómo una masa oscura rodeaba a Lanre. Al poco rato, dejaron de distinguirse sus hermosas facciones; solo se percibía una vaga impresión de la nariz, la boca y los ojos. Todo lo demás era una negra sombra.

Entonces Selitos se levantó y dijo:

– Me has vencido una vez mediante la astucia, pero eso no volverá a suceder. Ahora veo con más claridad que antes, y soy dueño de mi poder. No puedo matarte, pero puedo echarte de aquí. ¡Vete! Tu imagen es aún más repugnante porque sé que antes eras justo.

Ya mientras las pronunciaba, esas palabras tenían un sabor amargo. Lanre, con la cara en sombras, más oscura que una noche sin estrellas, salió despedido como el humo impulsado por el viento.

Entonces Selitos agachó la cabeza y derramó ardientes lágrimas de sangre sobre la tierra.


Hasta que Skarpi no dejó de hablar, no reparé en lo inmerso que estaba en la historia. Inclinó la cabeza hacia atrás y vació el resto del vino de su copa de barro cocido. La puso boca abajo en la barra con un sordo y tajante golpazo.

Hubo un breve clamor de preguntas, comentarios, súplicas y agradecimientos por parte de los niños, que habían permanecido quietos como estatuas durante el relato. Skarpi le hizo una seña al camarero, que le sirvió una jarra de cerveza mientras los niños empezaban a desfilar hacia la calle.

Esperé hasta que se hubo marchado el último, y entonces me acerqué al anciano. Me miró con sus ojos azules como diamantes, y me hizo balbucear.

– Gracias. Quería darle las gracias. A mi padre le habría encantado esa historia. Es lo… -Me interrumpí-. Quería darle esto. -Le tendí medio penique de hierro-. No sabía qué tenía que hacer, cómo tenía que pagar. -Mi voz parecía oxidada. En todo un mes no había pronunciado tantas frases seguidas.

Skarpi me miró a los ojos.

– Las reglas son estas -dijo enfatizándolas con sus dedos nudosos-. Uno: no hables mientras yo hablo. Dos: da una moneda pequeña, si puedes permitírtelo.

Miró el medio penique que yo había dejado encima de la barra.

Como no quería reconocer cuánto necesitaba esa moneda, busqué algo más que decir.

– ¿Sabe muchas historias?

Skarpi sonrió, y el entramado de arrugas que le surcaba la cara se movió hasta componer una sonrisa.

– Solo sé una historia. Pero muchas veces, los pequeños fragmentos parecen historias independientes. -Tomó un sorbo de cerveza-. Crece alrededor de nosotros. En las mansiones de los ceáldimos y en los talleres de los ceáldaros, más allá del Stormwal, en el gran mar de arena. En las casitas de piedra de los Adem, llenas de silenciosas conversaciones. Y a veces… -sonrió- a veces la historia crece en sórdidas tabernas, en el barrio del Puerto de Tarbean. -Sus chispeantes ojos me traspasaron, como si yo fuera un libro en el que él pudiera leer.

– No hay ninguna buena historia que no contenga nada de verdad -dije repitiendo algo que solía decir mi padre, sobre todo para llenar el silencio. Resultaba extraño volver a hablar con alguien; extraño pero agradable-. Supongo que aquí hay tanta verdad como en cualquier otro sitio. Es una lástima, al mundo le vendría bien un poco menos de verdad y un poco más de… -No terminé la frase, porque no sabía de qué quería más. Me miré las manos y lamenté que no estuvieran más limpias.

Skarpi deslizó el medio penique hacia mí. Lo cogí y él sonrió. Su áspera mano se posó, suave como un pájaro, en mi hombro.

– Todos los días salvo el Duelo. Al sonar la sexta campanada, más o menos.

Hice ademán de marcharme, pero me detuve.

– ¿Es verdad? La historia. -Hice un gesto impreciso-. Esa parte que usted ha contado hoy.

– Todas las historias son ciertas -respondió Skarpí-. Pero esta pasó de verdad, si es a eso a lo que te refieres. -Bebió otro lento sorbo de cerveza; luego volvió a sonreír y se le iluminaron los ojos-. Más o menos. Hay que ser un poco mentiroso para contar bien una historia. Demasiada verdad tergiversa los hechos. Demasiada sinceridad te hace parecer falso.

– Mi padre también lo decía. -Nada más mencionarlo, un fárrago de emociones surgió dentro de mí. Hasta que no vi los ojos de Skarpi siguiéndome no me percaté de que estaba retrocediendo, nervioso, hacia la puerta. Me paré, me obligué a darme la vuelta y caminé hasta la puerta-. Volveré, si puedo.

Oí la sonrisa en su voz detrás de mí:

– Ya lo sé.

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