Kvothe levantó una mano para indicar a Cronista que iba a hacer una pausa; luego se volvió hacia su pupilo y, frunciendo el ceño, dijo:
– Deja de mirarme así, Bast.
Bast estaba a punto de llorar.
– No sabía nada, Reshi -dijo con voz estrangulada.
Kvothe hizo un ademán, como si cortara el aire con el filo de la mano.
– No tenías por qué saber nada, Bast, y tampoco hay motivo para exagerar.
– Pero Reshi…
Kvothe miró a su pupilo con severidad.
– ¿Qué, Bast? ¿Tengo que llorar y mesarme el pelo? ¿Maldecir a Tehlu y a sus ángeles? ¿Darme golpes en el pecho? No. Eso es drama barato. -Su expresión se suavizó un tanto-. Agradezco tu preocupación, pero esto no es más que una parte de la historia, ni siquiera la peor parte, y no os la estoy contando para cosechar vuestra simpatía.
Kvothe apartó la silla de la mesa y se levantó.
– Además, todo eso pasó hace mucho tiempo -dijo quitándole importancia con un, ademán-. Ya sabes lo que dicen: el tiempo todo lo cura.
Se frotó las manos y prosiguió:
– Bueno, voy a buscar suficiente leña para calentarnos el resto de la noche. Todo parece indicar que va a hacer frío. Mientras estoy fuera, podríais hornear un par de hogazas e intentar serenaros. Me niego a contar el resto de esta historia si seguís mirándome con esos ojos de vaca.
Dicho eso, Kvothe fue detrás de la barra y atravesó la cocina hasta llegar a la puerta trasera de la posada.
Bast se frotó los ojos.
– Mientras esté ocupado estará bien -dijo en voz baja.
– ¿Cómo dices? -preguntó Cronista. Se revolvió en el asiento, como si quisiera ponerse en pie y no encontrase una forma educada de disculparse.
Bast compuso una amable sonrisa; sus ojos volvían a ser de un azul humano.
– Me emocioné mucho cuando me enteré de quién eras, y de que él iba a contar su historia. Últimamente ha estado de un humor muy sombrío, y no había forma de animarlo; no tenía otra cosa que hacer que sentarse y cavilar. Estoy seguro de que recordar los buenos tiempos le hará… -Bast hizo una mueca-. Creo que no estoy diciendo lo que quería decir. Te pido disculpas por lo que ha pasado antes. Estaba ofuscado.
– N-no -balbuceó Cronista-. Soy yo quien… Fue culpa mía. Lo siento.
Bast sacudió la cabeza.
– Es lógico que te sorprendieras, y solo intentaste vincularme. -Compuso un gesto de dolor-. No es que me guste, a ver si me explico. Es como si te dieran una patada en la entrepierna, solo que notas el dolor en todo el cuerpo. Te sientes débil y mareado, pero es solo dolor. No me has hecho ninguna herida. -Bast parecía turbado-. Yo estaba dispuesto a llegar más lejos. Podría haberte matado antes de pararme a pensarlo.
Antes de que se produjera un tenso silencio, Cronista dijo:
– ¿Por qué no aceptamos lo que ha dicho Kvothe, que ambos hemos sido víctimas de una idiotez cegadora, y lo dejamos así? -Cronista esbozó una tímida sonrisa, sincera a pesar de las circunstancias-. ¿En paces? -Extendió una mano.
– En paces. -Se estrecharon las manos, con mucho más afecto que la primera vez. Cuando Bast estiró el brazo sobre la mesa, se le subió la manga y esta reveló un cardenal alrededor de la muñeca.
Bast tiró del puño de la camisa hacia abajo para taparse la muñeca.
– Es de cuando me ha agarrado -se apresuró a decir-. Es más fuerte de lo que parece. No se lo digas. Eso solo le haría sentirse mal.
Kvothe salió de la cocina y cerró la puerta. Miró alrededor y pareció sorprenderle encontrar una templada tarde de otoño y no el bosque primaveral de su historia. Levantó las varas de una carretilla y la llevó hacia el bosque que había detrás de la posada. Sus pies hacían crujir las hojas caídas.
No muy lejos, entre los árboles, estaba la reserva de leña para el invierno. Los leños de roble y de fresno se amontonaban formando altas y torcidas paredes entre los troncos de los árboles. Kvothe puso en la carretilla dos leños que al golpear el fondo produjeron un sonido parecido al de un tambor amortiguado. Luego tiró otros dos. Sus movimientos eran precisos; su gesto, inexpresivo; y tenía la mirada ausente.
Siguió cargando la carretilla. Cada vez se movía más despacio, como una máquina que va quedándose sin cuerda. Al final paró del todo y se quedó un largo minuto de pie, inmóvil como una estatua. Entonces se derrumbó. Y aunque no había allí nadie que pudiera verlo, se tapó la cara con las manos y lloró en silencio, y una oleada tras otra de profundos y silenciosos sollozos sacudieron su cuerpo.