49 La naturaleza de las criaturas salvajes

Para aproximarse a una criatura salvaje es necesario tener cuidado. El sigilo no sirve de nada. Las criaturas salvajes reconocen el sigilo y saben que es una mentira y una trampa. Si bien a veces las criaturas salvajes juegan a juegos de sigilo y, al hacerlo, en ocasiones son presa del sigilo, en realidad el sigilo nunca las atrapa.

Pues bien. Con lento cuidado, más que con sigilo, es como debemos aproximarnos a determinada mujer. Una mujer salvaje hasta tal punto que temo abordarla demasiado deprisa incluso en una historia. Si me moviera de modo imprudente, podría asustar a la idea de esa mujer y hacerla salir volando precipitadamente.

Así que, con lento cuidado, hablaré de cómo la conocí. Y para eso debo hablar de los sucesos que me llevaron, a regañadientes, al otro lado del río y a Imre.


Terminé mi primer bimestre con tres talentos de plata y una sola iota. Hacía poco tiempo, eso me habría parecido una fortuna. Ahora solo esperaba que fuera suficiente para pagar la matrícula de otro bimestre y una cama en las Dependencias.

En la Universidad, el último ciclo de cada bimestre estaba reservado a los exámenes de admisión. Se cancelaban las clases y los maestros pasaban varias horas todos los días examinando a los alumnos. Tu matrícula del bimestre siguiente dependía del resultado de ese examen. Un sorteo determinaba qué día y a qué hora te presentarías en Admisiones.

De esa breve entrevista dependían muchas cosas. Si fallabas unas cuantas preguntas, el precio de tu matrícula podía duplicarse. Todos los alumnos querían examinarse lo más tarde que fuera posible, porque así tenían más tiempo para estudiar y prepararse. Una vez celebrado el sorteo, se iniciaba un intenso trueque de horas de examen. Se intercambiaban dinero y favores, puesto que todos pugnaban por conseguir una hora que les fuera bien.

Yo tuve la suerte de que me tocara una hora a media mañana en Prendido, el último día de admisiones. Si hubiera querido, habría podido vender mi hora, pero preferí aprovechar ese tiempo extra para estudiar. Sabía que mi examen tenía que ser brillante, porque a varios de los maestros ya no los impresionaba tanto. El truco de espiar a los otros alumnos estaba descartado esta vez: sabía que era motivo de expulsión, y no podía correr ese riesgo.

Había estudiado mucho con Wil y con Sim, pero los exámenes de admisión eran difíciles. La mayoría de las preguntas me resultaron un paseo, aunque Hemme adoptó una actitud abiertamente hostil y me hizo preguntas con más de una respuesta, de modo que nada de lo que yo decía era correcto. Brandeur también me lo puso difícil; era evidente que estaba ayudando a Hemme a vengarse de mí. Las preguntas de Lorren eran indescifrables, pero más que ver la desaprobación en su cara, la sentía.

Después esperé, nervioso, a que los maestros estipularan mi matrícula. Al principio hablaban en voz baja y con calma, pero al poco rato subieron el tono de voz. Al final, Kilvin se levantó y apuntó a Hemme con un dedo, gritando y golpeando la mesa con la otra mano. Hemme guardó la compostura mejor de lo que habría hecho yo si me hubiera enfrentado a ciento veinte kilos de enfurecido y rugiente artífice.

Cuando el rector consiguió recuperar las riendas de la situación, me llamaron y me entregaron mi recibo. «E'lir Kvothe. Bimestre de otoño. Matrícula: 3 Tin. 9 It. 7 Fe.»

Ocho iotas más de lo que tenía. Salí de la sala de profesores, aparqué el vacío que sentía en las entrañas e intenté pensar en cómo podía hacerme con más dinero antes del mediodía del día siguiente.

Pasé por los dos cambistas ceáldicos de ese lado del río. Tal como sospechaba, no quisieron prestarme ni un solo ardite. Aunque no me sorprendió, la experiencia fue aleccionadora, y volvió a recordarme lo diferente que era yo de los otros estudiantes. Ellos tenían familias que les pagaban la matrícula y que les daban asignaciones para cubrir sus gastos. Tenían nombres honrosos a los que podían recurrir en caso de apuro. Tenían objetos que podían empeñar o vender. Y si la cosa se ponía muy fea, tenían casas a las que volver.

Yo no tenía nada de todo eso. Si no conseguía ocho iotas más para pagar mi matrícula, no tendría a donde ir.

La opción más sencilla parecía pedirle prestado dinero a algún amigo, pero valoraba demasiado a mi puñado de amigos como para arriesgarme a perderlos por dinero. Como decía mi padre: «Hay dos formas infalibles de perder a un amigo: una es pedirle dinero prestado, y la otra, prestárselo».

Además, yo hacía todo lo posible para disimular mi pobreza. El orgullo es absurdo, pero es una fuerza poderosa. Solo les habría pedido dinero a mis amigos como último recurso.

Me planteé brevemente robar ese dinero, pero sabía que no era una buena idea. Si me sorprendían con la mano en algún bolsillo, me llevaría algo más que un bofetón. Con suerte, me meterían en la cárcel y me obligarían a someterme a la ley del hierro. Y sin suerte, acabaría ante las astas del toro y me expulsarían por conducta impropia de un miembro del Arcano. No podía correr ese riesgo.

Necesitaba un renovero, uno de esos peligrosos personajes que prestaban dinero a la gente desesperada. Quizá los hayáis oído llamar de otra forma más romántica, «halcones de cobre», pero generalmente se los llama buitres o urracas. Están en todas partes, se los llame como se los llame. Lo difícil es encontrarlos. Suelen ser muy reservados, porque su negocio es semilegal, como mucho.

Pero vivir en Tarbean me había enseñado una o dos cosas. Pasé un par de horas visitando las tabernas más sórdidas de los alrededores de la Universidad, entablando conversaciones superficiales y haciendo preguntas tontas. Luego visité una casa de empeño llamada El Penique Doblado, e hice algunas preguntas más intencionadas. Por fin me enteré de dónde tenía que ir. Al otro lado del río, a Imre.

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