Kvothe le hizo señas a Cronista para que dejara la pluma y se desperezó, entrelazando los dedos y estirando los brazos por encima de la cabeza.
– Hacía mucho tiempo que no recordaba todo eso -dijo-. Si te interesa saber por qué me convertí en el Kvothe del que hablan las historias, supongo que tendrías que buscar ahí.
Cronista arrugó la frente.
– ¿Qué quieres decir exactamente?
Kvothe hizo una larga pausa y se miró las manos.
– ¿Sabes cuántas palizas me han dado en el curso de mi vida?
Cronista negó con la cabeza.
Kvothe levantó la mirada, sonrió y se encogió de hombros con indiferencia.
– Yo tampoco. Parece que esas cosas tengan que grabarse en la memoria. Parece que tuviera que recordar cuántos huesos me han roto. Parece que tuviera que acordarme de todos los puntos y los vendajes. -Sacudió la cabeza-. Pues no. Recuerdo a aquel niño sollozando en la oscuridad. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer.
Cronista frunció el ceño.
– Tú mismo has dicho que no podías hacer nada.
– Sí podía -dijo Kvothe con seriedad-. Y no lo hice. Tomé una decisión, y todavía me arrepiento de ella. Los huesos se sueldan. El arrepentimiento perdura para siempre.
Kvothe se apartó de la mesa.
– Bueno, ya he hablado bastante del lado oscuro de Tarbean. -Se levantó y se estiró cuan largo era, con los brazos en alto.
– ¿Por qué, Reshi? -Las palabras salieron a borbotones por la boca de Bast-. ¿Por qué te quedaste allí, si tan terrible era?
Kvothe asintió con la cabeza, como si estuviera esperando esa pregunta.
– ¿Adonde querías que fuera, Bast? Todos mis conocidos habían muerto.
– Todos no -insistió Bast-. Estaba Abenthy. Podrías haber acudido a él.
– Hallowfell estaba a cientos de kilómetros, Bast -dijo Kvothe con voz cansina mientras iba hacia el otro lado de la estancia y pasaba detrás de la barra-. Cientos de kilómetros sin los mapas de mi padre para guiarme con ellos. Cientos de kilómetros sin un carromato en el que viajar o en el que dormir. Sin ayuda de ninguna clase, ni dinero, ni zapatos. Supongo que no era un viaje imposible. Pero para un niño como yo, traumatizado todavía por la muerte de sus padres…
Kvothe sacudió la cabeza.
– No. En Tarbean, al menos, podía mendigar o robar. Había logrado sobrevivir un verano en el bosque, a duras penas. Pero el invierno… -Negó con la cabeza-. Habría muerto de hambre o de frío.
De pie detrás de la barra, Kvothe llenó su copa de madera y empezó a añadirle pellizcos de especias que cogía de diversos recipientes; luego fue hasta la gran chimenea de piedra con gesto pensativo.
– Tienes razón, claro. Cualquier sitio habría sido mejor que Tarbean.
Se paró delante del fuego y se encogió de hombros.
– Pero los humanos somos animales de costumbres. Tendemos a caminar por los surcos que nos vamos labrando. Quizá hasta lo considerara justo. Mi castigo por no haber estado allí para ayudar cuando llegaron los Chandrian. Mi castigo por no morir cuando debería haber muerto, con el resto de mi familia.
Bast abrió la boca; luego la cerró y agachó la cabeza, frunciendo el ceño.
Kvothe miró por encima del hombro y esbozó una amable sonrisa.
– No digo que sea razonable, Bast. Las emociones, por definición, no son razonables. Ahora no me siento así, pero entonces sí. Lo recuerdo. -Se volvió hacia el fuego-. Las enseñanzas de Ben me han proporcionado una memoria tan clara y afilada que a ve-ces he de tener cuidado para no cortarme.
Kvothe cogió una piedra caliente de la chimenea y la metió en su copa de madera. La piedra se hundió produciendo un intenso silbido. La estancia se impregnó de olor a clavo y a nuez moscada. Kvothe removió la sidra con una cuchara larga mientras se dirigía de nuevo hacia la mesa.
– También debes recordar que no estaba en mi sano juicio. Todavía seguía conmocionado; adormilado, si lo prefieres. Necesitaba que algo o alguien me despertara.
Le hizo una seña a Cronista, que agitó la mano con que escribía para desentumecerla y destapó su tintero. Kvothe se recostó en el asiento.
– Necesitaba que me recordaran cosas que había olvidado. Necesitaba una razón para marcharme de allí. Pasaron años hasta que conocí a alguien que podía hacerlo. -Miró a Cronista con una sonrisa en los labios-. Hasta que conocí a Skarpi.