4 De camino a Newarre

Cronista caminaba. El día anterior había cojeado, pero ahora le dolían los pies pisara como pisase, así que no tenía sentido cojear. Había buscado caballos en el vado de Abbott y en Rannish, y había ofrecido sumas exorbitantes por los animales más lamentables. Pero en los pueblos pequeños como esos, a la gente no le sobraban caballos, sobre todo estando próximo el tiempo de la cosecha.

Pese a llevar todo el día andando, seguía en el camino cuando cayó la noche; la calzada de tierra, con profundas rodadas, se convirtió en un terreno traicionero, lleno de siluetas apenas vistas. Tras dos horas avanzando a tientas en la oscuridad, Cronista vio unas luces que parpadeaban entre los árboles y abandonó su propósito de llegar a Newarre esa noche, pues no pudo renunciar a la hospitalidad de una granja.

Dejó el camino y fue hacia la luz dando tumbos entre los árboles. Pero el fuego estaba más lejos y era mayor de lo que le había parecido. No se trataba de la lámpara de una vivienda, ni de las chispas de una fogata. Era una hoguera que ardía con fiereza entre las ruinas de una casa de la que solo quedaban dos muros de piedra desmoronadizos. Acurrucado en la esquina que formaban esas dos paredes había un hombre. Llevaba una capa con capucha, y se abrigaba con ella como si fuera un día de pleno invierno y no una templada noche de otoño.

Las esperanzas de Cronista aumentaron cuando vio un pequeño fuego de cocinar con un cazo colgando encima. Pero al acercarse, percibió un olor desagradable que se mezclaba con el del humo de leña. Apestaba a pelo quemado y a flores podridas. Rápidamente, Cronista decidió que fuera lo que fuese lo que ese hombre estuviera cocinando en el cazo de hierro, él no quería probarlo. Sin embargo, la perspectiva de sentarse junto al fuego era mejor que la de acurrucarse en la cuneta.

Cronista entró en el círculo de luz que proyectaba la hoguera.

– He visto el fu… -Se interrumpió, porque la figura se puso en pie de un brinco, blandiendo una espada con ambas manos. No, no era una espada, sino una especie de garrote, largo y oscuro, con una forma demasiado regular para ser un tronco.

Cronista se paró en seco.

– Solo buscaba un sitio donde dormir -se apresuró a decir, e inconscientemente agarró el aro de hierro que llevaba colgado del cuello-. No quiero causar problemas. Te dejaré cenar en paz. -Dio un paso atrás.

La figura se relajó; bajó el garrote, que rozó una piedra y produjo un sonido metálico.

– Por el carbonizado cuerpo de Dios, ¿qué haces aquí a estas horas de la noche?

– Iba hacia Newarre y he visto el fuego.

– ¿Y te has dirigido en plena noche hacia un fuego desconocido? -El hombre encapuchado sacudió la cabeza-. Será mejor que te acerques. -Le hizo señas para que se aproximara, y el escribano se fijó en que el individuo llevaba puestos unos gruesos guantes de cuero-. Que Tehlu nos asista, ¿has tenido mala suerte toda la vida, o la reservabas toda para esta noche?

– No sé a quién esperas -dijo Cronista, y todavía retrocedió un paso más-, pero estoy seguro de que prefieres hacerlo solo.

– Cállate y escucha -replicó el individuo con aspereza-. No sé cuánto tiempo nos queda. -Miró hacia abajo y se frotó la cara-. Dios, nunca sé cuánto tengo que decir. Si no me crees, pensarás que estoy loco. Y si me crees, te asustarás y será peor. -Volvió a mirar hacia arriba y vio que Cronista no se había movido-. Ven aquí, maldita sea. Si te vas ahora, eres hombre muerto.

Cronista miró por encima del hombro hacia el oscuro bosque.

– ¿Por qué? ¿Qué hay ahí fuera?

El hombre lanzó una breve y amarga risotada y sacudió la cabeza, exasperado.

– ¿Quieres que te diga la verdad? -Se pasó las manos por el pelo, y al hacerlo se bajó la capucha. La luz de la hoguera iluminó un cabello de un rojo increíble, y unos ojos de un verde asombroso e intenso. Miró a Cronista como si se midiera con él-. Demonios -dijo-. Demonios con forma de arañas enormes y negras.

Cronista se relajó.

– Los demonios no existen. -Por su tono de voz, era evidente que había pronunciado esas palabras muchas, muchas veces.

El pelirrojo soltó una risotada de incredulidad.

– ¡Bueno, en ese caso supongo que podemos marcharnos todos a casa! -Y le lanzó una sonrisa de loco a Cronista-. Mira, supongo que eres un hombre instruido. Eso lo respeto, y en gran parte tienes razón. -Adoptó una expresión más seria-. Pero aquí y ahora, esta noche, te equivocas. Te equivocas de plano. Cuando lo comprendas no querrás estar al otro lado de la hoguera.

La rotunda certeza en la voz de aquel hombre le produjo a Cronista un escalofrío. Con la impresión de que estaba cometiendo una estupidez, bordeó la hoguera poco a poco hasta situarse al otro lado.

El desconocido enseguida lo caló.

– Supongo que no llevarás armas, ¿verdad? -preguntó, y Cronista negó con la cabeza-. En realidad no importa. Una espada no te serviría de mucho. -Le puso en las manos un grueso leño-. Dudo que consigas darle a alguno, pero vale la pena intentarlo. Son rápidos. Si se te sube uno encima, tírate al suelo. Intenta caer sobre él y aplastarlo con el cuerpo. Rueda por el suelo. Si logras sujetar a uno, lánzalo al fuego.

Volvió a ponerse la capucha y siguió hablando, muy deprisa:

– Si llevas alguna prenda de repuesto, póntela. Si tienes una manta, podrías envolver…

De pronto se interrumpió y miró más allá del círculo de luz.

– Quédate con la espalda pegada a la pared -dijo de pronto, y levantó el garrote de hierro con ambas manos.

Cronista miró más allá de la hoguera. Una silueta oscura se movía entre los árboles.

Llegaron a la zona iluminada, avanzando pegadas al suelo: eran unas siluetas negras, con muchas patas y del tamaño de ruedas de carreta. Una, más rápida que las demás, se dirigió hacia la luz sin vacilar, moviéndose con la inquietante y sinuosa velocidad de un insecto que se escabulle.

Antes de que Cronista pudiera levantar el leño, la cosa avanzó de lado bordeando la hoguera y saltó sobre él con la agilidad de un grillo. Cronista levantó las manos al mismo tiempo que la cosa negra le golpeaba en la cara y en el pecho. Sus frías y duras patas buscaron un sitio donde sujetarse, y Cronista sintió unas fuertes punzadas de dolor en la parte de atrás de uno de sus brazos. El escribano se tambaleó; se le torció un tobillo y empezó a caer hacia atrás agitando los brazos.

Al caer, Cronista vio el círculo de luz por última vez. Había más cosas negras saliendo de la oscuridad; sus patas marcaban un rápido staccato contra las raíces, las piedras y las hojas. Al otro lado de la hoguera, el hombre de la capa sostenía su garrote de hierro en alto con ambas manos. Estaba completamente inmóvil, completamente callado, esperando.

Cronista todavía estaba cayendo hacia atrás, con esa cosa negra encima, cuando notó una sorda y oscura explosión: se había golpeado la cabeza contra la pared de piedra. Todo se ralentizó alrededor, se volvió borroso y, finalmente, negro.


Cronista abrió los ojos y vio una confusa mezcla de luminosidad y siluetas oscuras. Le dolía la cabeza. Notaba diversas líneas de intenso dolor en la parte de atrás de los brazos y, al respirar, un dolor más sordo en el costado izquierdo.

Tras un largo momento de concentración, el mundo volvió a aparecer ante él, aunque desenfocado. El desconocido estaba sentado cerca de él. Ya no llevaba puestos los guantes, y su pesada capa colgaba de su cuerpo hecha jirones; pero por lo demás parecía ileso. La capucha de la capa le tapaba la cara.

– ¿Estás despierto? -preguntó el hombre con curiosidad-. Me alegro. Con las heridas en la cabeza nunca se sabe. -Ladeó un poco la cabeza-. ¿Puedes hablar? ¿Sabes dónde estás?

– Sí -contestó Cronista con voz pastosa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para pronunciar esa única palabra.

– Mejor aún. Veamos, la tercera es la definitiva. ¿Crees que podrás levantarte y echarme una mano? Tenemos que quemar y enterrar los restos.

Cronista movió un poco la cabeza y de pronto sintió náuseas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Quizá te haya roto un par de costillas -respondió el hombre-. Se te había subido uno encima. No tuve muchas opciones. -Se encogió de hombros-. Lo siento, si te sirve de algo. Ya te he cosido los cortes de los brazos. Creo que se te curarán bien.

– ¿Se han ido?

El hombre de la capucha meneó la cabeza.

– Los escrales no se retiran. Son como las avispas cuando salen del avispero. Siguen atacando hasta morir.

Una expresión de horror se extendió por el rostro de Cronista.

– ¿Hay un nido de esas cosas?

– No, por Dios. Solo eran cinco. Sin embargo, tenemos que quemarlos y enterrarlos, para asegurarnos. Ya he cortado la leña que vamos a necesitar, de fresno y de serbal.

Cronista soltó una risotada que sonó un tanto histérica.

– Como en la canción infantil:


Atiende, si no escuchas no da igual:

esta vez cavarás un hoyo abismal,

cogerás fresno, olmo y serbal…


– Sí, exacto -dijo el hombre de la capucha con aspereza-. Te sorprendería la cantidad de verdades que se esconden en las canciones infantiles. No creo que haga falta cavar tan hondo, pero… no me vendría mal un poco de ayuda.

Cronista levantó una mano y se palpó la parte de atrás de la cabeza; luego se miró los dedos y le sorprendió que no estuvieran manchados de sangre.

– Creo que estoy bien -dijo al mismo tiempo que lentamente se apoyaba en un codo y a continuación se sentaba-. ¿Hay algún…? -Parpadeó un momento y todo él se desmadejó; cayó hacia atrás sin fuerzas. Su cabeza golpeó el suelo, rebotó una vez y se quedó quieta, ligeramente ladeada.


Kote esperó largo rato pacientemente sentado, observando al hombre inconsciente. Cuando no vio más movimiento que el lento subir y bajar del pecho, se puso en pie con dificultad y se arrodilló al lado de Cronista. Le levantó un párpado y luego el otro, y dio un gruñido. Al parecer, lo que acababa de ver no lo había sorprendido mucho.

– Supongo que no vas a volver a despertarte, ¿verdad? -preguntó sin muchas esperanzas. Le dio unos golpecitos en la pálida mejilla-. No, no lo creo. -Una gota de sangre cayó en la frente de Cronista, seguida rápidamente de otra.

Kote se enderezó y le limpió la sangre a Cronista lo mejor que pudo. No fue fácil, porque también tenía las manos ensangrentadas.

– Lo siento -dijo distraídamente.

Exhaló un hondo suspiro y se quitó la capucha. Tenía el rojo cabello apelmazado y adherido al cráneo, y media cara cubierta de sangre seca. Poco a poco empezó a quitarse los restos de la capa. Debajo llevaba un delantal de herrero, cubierto de grandes tajaduras. Se lo quitó también, revelando una sencilla camisa gris de tejido artesanal. Tenía el brazo izquierdo y los hombros oscuros y mojados de sangre.

Kote hizo ademán de empezar a desabrocharse la camisa, pero entonces decidió no quitársela. Se puso trabajosamente en pie, cogió la pala y poco a poco, con mucho dolor, empezó a cavar.

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