8

Los dos colosales d’haranianos dejaron suavemente a Richard en el suelo. Tan pronto como sus pies se posaron en tierra, la mano encontró la empuñadura de la espada. Los dos d’haranianos separaron los pies, adoptaron una pose relajada y unieron las manos a la espalda. Las cuatro figuras embozadas situadas en el oscuro fondo de la calleja echaron a andar hacia él.

Rápidamente Richard decidió que huir era mejor que luchar, por lo que no llegó a desenvainar la espada sino que echó a correr a un lado. Dio una voltereta sobre la nieve y se puso de pie de un salto. Su espalda chocó contra el frío muro de ladrillos. Jadeando, se cubrió con la capa de mriswith. Un instante después la capa adoptó el mismo color que el muro y Richard se desvaneció.

Ahora que ya no podían verlo sería fácil escapar. Mejor huir que luchar. Sólo tenía que recuperar el aliento.

Las cuatro figuras entraron en la zona iluminada. Las capas que llevaban se abrieron dejando al descubierto prendas de cuero del mismo marrón oscuro que los uniformes de los d’haranianos. Richard vio cuatro cuerpos torneados cubiertos de los pies a la cabeza, con una estrella amarilla entre los vértices de una media luna estampada a la altura del estómago.

Al reconocer esa estrella amarilla y la media luna, Richard se quedó como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza. Demasiadas veces su rostro, cubierto con su propia sangre, había descansado sobre ese emblema. Instintivamente se quedó paralizado sin desenvainar la espada ni siquiera respirar. Por un instante el pánico se apoderó de él y únicamente podía ver ese símbolo que tan bien conocía.

Mord-sith.

La que iba en cabeza se retiró la capucha dejando al descubierto una larga melena rubia recogida en una gruesa trenza. Sus ojos azules recorrieron el muro delante del cual se encontraba Richard.

— ¿Lord Rahl? ¿Lord Rahl, dónde…?

Richard parpadeó.

— ¿Cara?

Justo cuando relajó la concentración permitiendo así que la capa se tornara de nuevo negra y los ojos de la mujer se posaran en él, el cielo se desplomó sobre ellos.

Con un rugido, un poderoso aleteo y un destello de colmillos, Gratch se lanzó en picado. Casi al instante los hombres empuñaron sus espadas, pero no fueron tan rápidos como las mord-sith. Antes de que los hombres llegaran a desenvainar ellas ya asían los agiels. Pese a que en apariencia no eran más que delgadas varas de cuero rojo, Richard sabía que en realidad eran armas de estremecedor poder; no en vano lo habían «entrenado» con uno.

El joven se lanzó contra el gar y lo derribó contra el muro más alejado antes de que los dos hombres y las cuatro mujeres pudieran alcanzarlo. Gratch lo empujó bruscamente a un lado, deseoso de enfrentarse a la amenaza.

— ¡Deteneos! ¡Deteneos todos! —El grito de Richard paralizó a los seis humanos y al gar. El joven no sabía quién llevaba las de ganar en un combate y tampoco le interesaba averiguarlo. Entró en acción plantándose frente a Gratch antes de que se decidieran de nuevo a atacar. Dando la espalda al gar extendió los brazos a ambos lados.

— Gratch es amigo mío. Sólo quiere protegerme. Si no os movéis, no os hará ningún daño.

Gratch abrazó a Richard por la cintura con uno de sus peludos brazos y lo estrechó contra la tensa y rosada piel de su estómago y pecho. En el estrecho callejón resonó un gruñido de afecto hacia Richard y de amenaza hacia los demás.

— Lord Rahl —dijo Cara en voz baja, mientras que los dos hombres envainaban de nuevo las espadas—, estamos aquí para protegeros.

Richard se liberó del brazo del gar y lo tranquilizó.

— No pasa nada Gratch. Los conozco. Has hecho bien, como te pedí, pero ahora ya está. Cálmate.

Gratch emitió un ronroneo que retumbó contra los muros que convertían el callejón en una especie de estrecho y oscuro cañón. Richard sabía que era un sonido de satisfacción. Había ordenado a Gratch que lo siguiera volando o saltando de un tejado a otro, pero sin dejarse ver a menos que algo ocurriera. Y eso había hecho. Richard no había visto ni rastro de él hasta que se dejó caer sobre ellos.

— Cara, ¿qué estáis haciendo aquí?

La mord-sith le tocó un brazo con reverencia y pareció sorprenderse de notarlo sólido. A continuación hundió un dedo en la espalda del joven y sonrió de oreja a oreja.

— Ni siquiera Rahl el Oscuro podía volverse invisible. Mandaba sobre las bestias, pero no podía hacerse invisible.

— Gratch es un amigo; yo no mando sobre él. Y tampoco es que me vuelva invisible exactamente… Cara, ¿qué estáis haciendo aquí?

— Protegeros —respondió la mujer con aire perplejo.

— ¿Y ellos? —Richard señaló hacia los dos hombres—. Dijeron que iban a matarme.

Los aludidos permanecieron quietos como estatuas gemelas.

— Lord Rahl —dijo uno de ellos—, moriríamos antes de permitir que os ocurriera algo malo.

— Casi os habíamos alcanzado cuando os topasteis con esos elegantes jinetes —explicó Cara—. Dije a Egan y Ulic que trataran de rescataros sin lucha, pues podríais salir herido. De saber que tratábamos de salvaros, esos jinetes habrían intentado mataros. No podíamos arriesgarnos.

Richard echó un vistazo a los dos hombretones rubios. Las correas de cuero negro, las planchas metálicas y los cinturones de su uniforme les quedaban como un guante sobre sus musculosos cuerpos. En el centro del pecho, grabado sobre el cuero, se veía una ornamentada «R» y bajo ella dos espadas cruzadas. Uno de los dos, Richard no sabía si Egan o Ulic, confirmó las palabras de Cara. Puesto que tanto Cara como las demás mord-sith lo habían ayudado en D’Hara dos semanas atrás, gracias a lo cual logró vencer a Rahl el Oscuro, se sentía inclinado a creerlas.

Poco podía imaginar él qué sucedería cuando liberó a las mord-sith del yugo a Rahl; una vez libres, decidieron convertirse en sus guardianas y protegerlo hasta la muerte. No parecía haber modo de hacerlas cambiar de opinión.

Otra de las mujeres llamó a Cara en tono de advertencia y señaló con la cabeza la entrada del callejón. Los viandantes aminoraban la marcha al pasar, echaban un vistazo y los observaban. Pero con una fulminante mirada, los soldados los obligaron a apartar la vista y seguir adelante.

— Aquí no estamos seguros… —dijo Cara a Richard, agarrándolo por el antebrazo— aún. Venid con nosotros, lord Rahl.

Sin esperar respuesta ni cooperación la mujer lo empujó hacia las sombras del fondo del callejón. Con un mudo gesto Richard tranquilizó a Gratch. Cara levantó la parte inferior de una contraventana suelta y lo hizo entrar delante de ella. La ventana por la que entraron era la única en una habitación solamente amueblada con una polvorienta mesa, tres velas, varios bancos y una solitaria silla. En un lado habían apilado su impedimenta.

Gratch plegó las alas y logró colarse en el interior. Se quedó cerca de Richard, en silencio, observando a los demás. Pero ellos, una vez sabían que era amigo de Richard, no parecían en absoluto inquietos por la presencia de un enorme gar que no les perdía de vista.

— ¿Cara, qué es lo que estáis haciendo aquí? —preguntó Richard por tercera vez.

— Ya os lo he dicho: protegeros —respondió ella con el ceño fruncido, como si lo considerara algo obtuso. Esbozando una maliciosa sonrisa añadió—: Y parece que hemos llegado justo a tiempo. El amo Rahl debe consagrarse a lo suyo, a ser la magia contra la magia, y dejarnos a nosotras que seamos el acero contra el acero. —La mord-sith extendió una mano hacia sus compañeras—. En palacio no hubo tiempo para presentaciones. Éstas son mis Hermanas del agiel: Hally, Berdine y Raina.

Richard escrutó los tres rostros a la titilante luz de las velas. En el palacio de D’Hara tenía tanta prisa que solamente recordaba a Cara, la mord-sith que había hablado en nombre de las demás y a la que había amenazado con un cuchillo hasta convencerse de que decía la verdad. Al igual que Cara, Hally era rubia, de ojos azules y alta. Berdine y Raina eran algo más bajas; Berdine tenía los ojos azules y pelo castaño ondulado que se recogía en una trenza. Raina era morena y tenía una mirada que lo taladraba; escrutaba su alma en busca de fuerza, debilidad y carácter, como sólo una mord-sith era capaz de hacer. Pero, debido a los ojos oscuros, el examen de Raina parecía más incisivo y penetrante. Richard les sostuvo la mirada.

— ¿Vosotras estabais entre las mord-sith que me guiaron en el palacio? —Las mujeres asintieron—. En ese caso os debo gratitud eterna. ¿Y las demás?

— Las otras se han quedado en palacio, por si regresabais antes de que nosotras os encontrásemos —respondió Cara—. El comandante general Trimack insistió en que Ulic y Egan nos acompañaran, pues forman parte de la guardia personal del amo Rahl. Partimos una hora después de vos y tratamos de alcanzaros. —La mujer sacudió la cabeza en gesto de admiración—. Pero, aunque no perdimos tiempo, nos sacasteis casi un día de ventaja.

Richard se ajustó el tahalí del que colgaba la espada.

— Es que tenía mucha prisa.

Cara se encogió de hombros.

— Sois el amo Rahl. Nada de lo que hagáis puede sorprendernos.

Richard recordó que se había quedado pasmada al verlo desaparecer pero, decidido a aprender a morderse la lengua, no dijo nada. En vez de eso observó la habitación polvorienta y apenas iluminada.

— ¿Que estáis haciendo aquí?

Cara se quitó los guantes y los arrojó encima de la mesa.

— Tenía que ser la base desde la que buscaros. Hace poco que llegamos. Elegimos este lugar porque está cerca del cuartel general de los d’haranianos.

— Me han dicho que ocupan un gran edificio detrás del mercado.

— Así es —dijo Hally—. Lo hemos comprobado.

Richard buscó sus penetrantes ojos azules.

— Iba hacia allí cuando me encontrasteis. Supongo que no me irá mal que me acompañéis. —El joven se aflojó la capa de mriswith al cuello y se rascó la parte posterior del cuello—. ¿Cómo lograsteis dar conmigo en una ciudad tan grande?

Los dos hombres no revelaron emoción alguna, pero las mujeres enarcaron las cejas.

— Sois el amo Rahl —se limitó a decir Cara, como si fuese suficiente explicación.

Richard puso las manos en las caderas.

— ¿Y…?

— El vínculo —dijo Berdine. Perpleja, contempló la expresión de desconcierto del joven—. El vínculo nos une al amo Rahl.

— No lo entiendo. ¿Qué tiene eso que ver con encontrarme?

Las mujeres intercambiaron miradas. Cara ladeó la cabeza y luego repuso:

— Vos sois el amo Rahl de D’Hara, y nosotros somos d’haranianos. ¿Cómo es posible que no lo entendáis?

Richard se apartó un mechón de pelo de la frente y entonces suspiró exasperado.

— Yo me crié en La Tierra Occidental, muy lejos de D’Hara. No supe nada de la existencia de D’Hara y mucho menos de Rahl el Oscuro hasta que los Límites cayeron. Ni siquiera supe que Rahl el Oscuro era mi padre hasta hace unos meses. Rahl violó a mi madre —contó a las desconcertadas mord-sith, aunque evitando su mirada— y ella huyó a la Tierra Occidental antes de nacer yo, antes de que se alzaran los Límites. Rahl el Oscuro nunca supo de mi existencia ni que yo fuese su hijo hasta que murió. Así pues, no tengo ni idea de qué significa ser el amo Rahl.

Los dos hombres continuaban impasibles. Las cuatro mord-sith lo observaron fijamente unos momentos como si nuevamente exploraran su alma. La luz de las velas añadía un destello a los ángulos de sus ojos. Richard se preguntó si acaso lamentaban haberle jurado fidelidad.

Era muy embarazoso contar a personas a las que realmente no conocía el modo en que fue concebido.

— Aún no me habéis explicado cómo me habéis encontrado.

Mientras Berdine se despojaba de su capa y la arrojaba a la pila de la impedimenta, Cara le instó a que tomara asiento colocándole una mano sobre el hombro. Por el modo en que la silla se balanceó bajo su peso Richard no estaba seguro de que lo aguantara.

— Puesto que vosotros sentís el vínculo con más fuerza —dijo Cara dirigiéndose a los dos soldados—, tal vez sea mejor que se lo expliquéis vosotros. ¿Ulic?

Ulic se removió, inquieto.

— No sé ni por dónde empezar.

Cara iba a decir algo pero Richard la interrumpió.

— Tengo cosas importantes que hacer y no puedo perder mucho tiempo. Tú dime lo más importante. ¿Qué es el vínculo?

— De acuerdo. Os diré lo que nos enseñan a nosotros.

Con un ademán Richard invitó a Ulic a sentarse en un banco. Lo ponía nervioso tenerlo enfrente como una alta montaña provista de brazos. Mirando de reojo comprobó que Gratch se lamía sosegadamente el pelaje, aunque sin apartar sus relucientes ojos de los d’haranianos. El joven sonrió, tranquilo. Gratch nunca había estado rodeado de tanta gente y, en vista de lo que planeaba, quería que se sintiera cómodo. En la arrugada faz del gar se dibujó una sonrisa pero sus orejas seguían levantadas y no se perdía ni media palabra. Richard deseó estar seguro de hasta qué punto entendía Gratch.

Ulic se acercó el banco y se sentó.

— Hace mucho tiempo…

— ¿Cuánto? —lo atajó Richard.

Ulic pensó la respuesta mientras acariciaba con un pulgar el mango de hueso del cuchillo que llevaba al cinto. Tenía una voz tan grave que parecía capaz de apagar la llama de las velas.

— Hace mucho tiempo… en los albores de D’Hara. Creo que de eso hace varios miles de años.

— ¿Sí? ¿Qué ocurrió en tiempos tan remotos?

— Bueno, entonces fue cuando se creó el vínculo. En el principio de los tiempos el primer amo Rahl desplegó su poder, su magia, sobre la gente de D’Hara para protegerla.

Richard enarcó una ceja.

— Querrás decir para dominarla…

— No. —Ulic negó con la cabeza—. Fue un pacto. La Casa de Rahl —explicó, dándose golpecitos sobre la «R» grabada en el pecho— sería la magia y el pueblo de D’Hara sería el acero. Nosotros lo protegemos a él y él, a su vez, nos protege a nosotros. Estamos unidos.

— ¿Para qué necesita un mago la protección del acero? Los magos son poderosos.

El uniforme de cuero de Ulic crujió al apoyar un codo sobre la rodilla e inclinarse hacia adelante con actitud aleccionadora.

— Vos poseéis magia. ¿Acaso siempre os ha protegido? No podéis estar siempre despierto, ni ver quién hay detrás de vos, ni conjurar magia con la suficiente rapidez si el enemigo es muy numeroso. También los magos mueren a punta de espada. Nos necesitáis.

Richard no lo rebatió.

— Bueno, ¿y qué tiene que ver el vínculo conmigo?

— El pacto, la magia, vincula a la gente de D’Hara con el amo Rahl. Cuando el amo Rahl muere, el vínculo pasa a su heredero, si es que tiene el don. —Ulic se encogió de hombros—. El vínculo es la magia que une. Todos los d’haranianos la sienten; aprendemos a hacerlo desde que nacemos. Cuando el amo Rahl está cerca notamos su presencia. Así es como os encontramos; cuando estáis cerca, nosotros lo presentimos.

Richard se agarró a los brazos de la silla al tiempo que se inclinaba hacia adelante.

— ¿Me estás diciendo que todos los d’haranianos sienten mi presencia y saben dónde estoy?

— No. La cosa no es tan simple. —Ulic introdujo un dedo bajo el uniforme de cuero para rascarse el hombro, tratando de hallar el modo de explicarse.

Berdine acudió a su rescate; plantó un pie en el banco, junto a Ulic, y se inclinó sobre un codo. Al hacerlo su pesada trenza castaña le cayó por encima del hombro.

— Veréis, para empezar todos tenemos que reconocer al nuevo amo Rahl. Es decir, tenemos que reconocerlo y aceptar su autoridad formalmente. No se trata de una ceremonia, sino de reconocerlo y aceptarlo en nuestros corazones. Tampoco tiene que ser una aceptación deseada voluntariamente y, en el pasado, al menos para nosotras, no lo era, pero de todos modos, esa aceptación debe existir.

— Quieres decir que tenéis que creer.

Todas las caras, vueltas hacia él, se iluminaron.

— Sí. Es un buen modo de expresarlo —intervino Egan—. Una vez que consentimos someternos a la autoridad del amo Rahl, mientras viva estamos unidos a él. Cuando muere, el nuevo amo Rahl ocupa su lugar y el vínculo pasa a él. Al menos así debería ser. Pero esta vez algo salió mal y Rahl el Oscuro, o su espíritu, de algún modo logró mantener una parte de sí en este mundo.

Richard se enderezó en la silla.

— La puerta. Las cajas en el Jardín de la Vida son una puerta hacia el inframundo y una de ellas permaneció abierta. Cuando regresé, hace dos semanas, la cerré y envié a Rahl el Oscuro al inframundo, y esta vez para siempre.

Los músculos de Ulic se marcaron cuando se frotó las palmas de las manos.

— Cuando Rahl el Oscuro murió, a principios de invierno, y vos hablasteis delante de palacio, muchos d’haranianos creyeron que erais el nuevo amo Rahl. Sin embargo otros no. Algunos todavía mantenían su lealtad, su vínculo a Rahl el Oscuro. Debió de ser por esa puerta que decís que seguía abierta. Nunca había ocurrido antes, al menos que yo sepa.

»Luego, al regresar a palacio y vencer al espíritu de Rahl el Oscuro gracias al don, también vencisteis a los oficiales rebeldes que se oponían a vos. Al desterrar el espíritu de Rahl el Oscuro rompisteis el vínculo que aún mantenía con algunos de ellos y convencisteis al resto de los habitantes de palacio de que, efectivamente, erais el nuevo amo Rahl. Ahora todos son leales. Todo el palacio está vinculado a vos.

— Tal como debe ser —sentenció Raina—. Sois el poseedor del don; sois un mago. Sois la magia contra la magia; y los d’haranianos, vuestro pueblo, son el acero contra el acero.

Richard alzó la vista hacia los oscuros ojos de la mujer.

— Sé menos de ese vínculo, eso del acero contra el acero y de la magia contra la magia, de lo que sé sobre magia, y te advierto que apenas sé nada sobre magia. No tengo ni idea de cómo se usa.

Las mord-sith se quedaron mirándolo un momento y luego se echaron a reír como si Richard acabara de gastarles una broma y pretendieran quedar bien con él.

— No bromeo. No sé cómo usar mi don.

Hally le propinó una palmada en el hombro y señaló a Gratch.

— Mandáis sobre las bestias, como Rahl el Oscuro. Nosotras no podemos. E incluso habláis con él. ¡Habláis con un gar!

— No lo entendéis. Le salvé cuando era sólo un cachorro y lo crié, eso es todo. Luego nos hicimos amigos. No es magia.

Hally volvió a palmearle el hombro.

— Es posible que a vos no os parezca magia, lord Rahl, pero ninguno de nosotros podría hacerlo.

— Pero…

— Hemos visto cómo os volvíais invisible —arguyó Cara, que ya no reía—. ¿Vais a decirnos que no era magia?

— Bueno, sí. Supongo que eso sí que era magia, pero no del modo que os imagináis. Es que…

— Lord Rahl, a vos os parece de lo más normal porque poseéis el don. Pero para nosotros es magia. No nos diréis ahora que cualquiera puede hacerlo.

— No, no podríais —repuso Richard, en un aprieto—. Pero insisto en que no es lo que creéis.

Los oscuros ojos de Raina se clavaron en él con esa mirada con las que las mord-sith exigían obediencia ciega; una mirada acerada que pareció paralizarle la lengua. Aunque ya no estaba cautivo de una mord-sith y esas mujeres trataban de ayudarlo, la mirada lo impresionó.

— Lord Rahl —dijo Raina con voz queda que llenó el silencio de la habitación—, en el Palacio del Pueblo luchasteis contra el espíritu de Rahl el Oscuro. Vos, simplemente un hombre, os enfrentasteis al espíritu de un poderoso hechicero que había regresado del inframundo, del mundo de los muertos, para destruirnos a todos. Rahl el Oscuro ya no tenía una existencia corpórea; no era más que un espíritu animado gracias a la magia. A un demonio así sólo se lo vence con magia.

»Durante el combate lanzasteis rayos que, impulsados por la magia recorrieron el palacio para destruir a los líderes rebeldes, a los que deseaban el triunfo de Rahl el Oscuro. Todos aquellos que aún no estaban unidos a vos, ese día se unieron. Ninguno de nosotros había visto nunca nada semejante a la magia que crepitó en palacio ese día.

La mord-sith se inclinó hacia él, manteniéndolo preso de su oscura mirada. Su apasionada voz cortaba el silencio.

— Eso fue magia, lord Rahl. Estábamos a punto de ser destruidos, de ser engullidos por el mundo de los muertos. Vos nos salvasteis. Cumplisteis vuestra parte del pacto: ser la magia contra la magia. Sois el amo Rahl, y estamos dispuestos a dar nuestra vida por vos.

Richard se dio cuenta de que su mano derecha aferraba con tanta fuerza la empuñadura de su espada que notaba cómo las letras doradas en relieve de la palabra «VERDAD» se le hundían en la carne. De algún modo logró sustraerse de la mirada de Raina y posar los ojos en el resto.

— Todo lo que decís es cierto, pero no es tan simple como creéis. Hay más. Me niego a pensar que fui capaz de hacer lo que hice porque sabía cómo. Simplemente sucedió. Rahl el Oscuro estudió toda su vida para convertirse en mago, para usar la magia. Pero yo apenas sé nada de eso. Depositáis demasiada confianza en mí.

Cara se encogió de hombros.

— Lo comprendemos —dijo—. Aún os queda mucho que aprender sobre la magia. Eso es bueno. Siempre está bien aprender más. Cuanto más sepáis, mejor nos serviréis.

— No, no lo comprendéis en absoluto…

— No importa cuánto sepáis —lo tranquilizó Cara, poniéndole una mano sobre el hombro—, siempre habrá más. Nadie lo sabe todo. Pero eso no cambia nada. Vos sois el amo Rahl, y estamos unidos a vos. —La mujer le estrujó el hombro antes de añadir—: No podríamos cambiar eso ni aunque quisiéramos.

Richard tuvo una súbita sensación de calma. De hecho, no le interesaba cambiar las cosas; podía servirse de su ayuda y su lealtad.

— Antes, en la calle, me ayudasteis, y es posible incluso que me salvaseis el cuello, pero no quiero que tengáis una desproporcionada fe en mí. No quisiera decepcionaros. Deseo que me sigáis porque estáis convencidos de que lo que hacemos está bien y no debido a un vínculo forjado con magia. No quiero esclavos.

— Lord Rahl —intervino Raina, y por primera vez titubeó—, en el pasado estábamos unidas a Rahl el Oscuro y nada podíamos contra eso, como tampoco podemos ahora. Él nos arrebató de nuestros hogares cuando éramos niñas, nos entrenó y nos utilizó para…

— Lo sé. —Richard se levantó y la silenció poniéndole un dedo sobre sus labios—. Ya pasó. Ahora sois libres.

Cara le agarró por la camisa y acercó mucho su rostro al de ella.

— ¿Es que no lo veis? Aunque muchas de nosotras odiábamos a Rahl el Oscuro, no podíamos evitar servirlo debido al vínculo. Eso sí era esclavitud.

»No nos importa que no lo sepáis todo. Estamos unidas a vos porque sois el amo Rahl. Pero por primera vez en nuestras vidas no es una carga. Si el vínculo no existiera, de todos modos decidiríamos serviros; no somos esclavas.

— Nosotras no sabemos nada sobre magia —dijo Hally— pero os podemos enseñar qué significa ser el amo Rahl. Después de todo la misión de una mord-sith es enseñar. —Su irónica sonrisa suavizó sus ojos azules y dejó entrever la mujer que había más allá de la mord-sith. Pero enseguida la sonrisa desapareció para adoptar una expresión seria—. No nos importa que os queden más etapas en el camino; nosotras no os abandonaremos.

Richard se pasó los dedos por el pelo. Estaba conmovido por sus palabras, pero lo inquietaba la devoción ciega que le demostraban.

— Quiero que comprendáis que no soy el mago que creíais. Sé algo de magia, por ejemplo de la magia de mi espada, pero no sé cómo usar mi don. Es algo que sale de dentro de mí sin que lo entienda ni pueda controlarlo, y hasta ahora los buenos espíritus me han ayudado. —El joven hizo una pausa y se sumergió en lo más profundo de sus expectantes miradas—. Denna está con ellos.

Las cuatro mujeres sonrieron; cada una a su manera. Todas habían conocido a Denna, sabían que ella lo había entrenado y que la había matado para poder escapar. Al hacerlo, la había liberado del vínculo con Rahl el Oscuro y también la había liberado de aquello en lo que se había convertido. Pero por mucho que supiera que ahora el espíritu de Denna estaba en paz, esa muerte lo seguía atormentando. Había vuelto blanca la Espada de la Verdad y había puesto fin a la vida de Denna con ese lado de la magia, con su amor y su perdón.

— No puede haber nada mejor que tener a los buenos espíritus de nuestro lado —sentenció Cara con voz serena, hablando en nombre de todas—. Me alegra saber que Denna está con ellos.

Richard desvió la mirada e hizo un esfuerzo por librarse también de esos angustiosos recuerdos. Se sacudió el polvo de los pantalones y cambió de tema.

— Bueno, como Buscador de la Verdad que soy me disponía a averiguar quién está al mando de los d’haranianos aquí en Aydindril. Debo hacer algo importante y no hay tiempo que perder. No sé nada acerca de ese vínculo, pero sí sé qué significa ser el Buscador. Supongo que no me irá mal un poco de ayuda.

— Menos mal que os hemos encontrado a tiempo —dijo Berdine, mientras sacudía su mata de pelo castaño. Las otras tres murmuraron palabras de aquiescencia.

— ¿Por qué? —inquirió Richard, mirándolas una a una.

— Porque aún no saben que sois el amo Rahl —explicó Cara.

— Ya os lo he dicho: soy el Buscador. Eso es más importante que ser el amo Rahl. No olvidéis que como Buscador maté al último amo Rahl. Pero ahora que sé lo del vínculo pienso decir al comandante en jefe d’haraniano que soy el nuevo lord Rahl y le pediré lealtad. Sin duda eso facilitará mis planes.

Berdine se echó a reír.

— Lo repito: menos mal que os hemos encontrado a tiempo.

— Tiemblo al pensar lo cerca que hemos estado de perderlo —comentó Cara a su hermana de agiel, al tiempo que se apartaba el oscuro flequillo.

— ¿De qué estáis hablando? Son d’haranianos. Creía que se darían cuenta de quién soy, por todo eso del vínculo.

— Ya os lo hemos dicho —repuso Ulic—, primero deben reconocer y aceptar de manera formal la autoridad del amo Rahl. A ellos aún no les habéis convencido. Además, el vínculo no es igual para todos.

Richard alzó los brazos al cielo.

— Primero me decís que me seguirán y ahora me decís que no. ¿En qué quedamos?

— Debéis vincularlos a vos, lord Rahl —le explicó Cara pacientemente—. Si es que podéis, claro. El general Reibisch no es de sangre pura.

— ¿Qué significa eso?

Egan intervino.

— Lord Rahl, en el inicio de los tiempos cuando el primer amo Rahl conjuró el hechizo que nos vinculó a él, D’Hara no era lo que es hoy. Era un país dentro de otro país mucho mayor, más o menos como los diversos países que integran la Tierra Central.

De pronto Richard recordó la historia que Kahlan le contó la noche que se conocieron. Sentados en el interior del tronco hueco de un pino, junto al fuego, temblando todavía por el aterrador encuentro con un gar, le relató parte de la historia del mundo que se extendía más allá de su Tierra Occidental natal.

Con la mirada perdida en un oscuro rincón, recordó la historia:

— El abuelo de Rahl el Oscuro, Panis, Señor de D’Hara, decidió unir todos los países bajo su mandato. Se anexionó todos los países y todos los reinos para formar uno solo: D’Hara.

— Exacto —confirmó Egan—. No todos los que se consideran d’haranianos descienden de los primeros habitantes de D’Hara, de los que se vincularon a Panis. Algunos sólo tienen una pequeña parte de verdadera sangre d’haraniana, mientras que otros, como Ulic y yo, somos de sangre pura. Los que no tienen ni una gota de verdadera sangre d’haraniana no sienten el vínculo.

»Rahl el Oscuro, y su padre antes que él, reunieron a su alrededor a personas que pensaban como ellos, que ansiaban el poder. Por las venas de muchos de ellos no corría verdadera sangre de D’Hara, sino sólo ambición.

— El comandante general Trimack de palacio y los hombres de la Primera Fila —con un gesto Richard señaló a Ulic y Egan— y la guardia personal del amo Rahl, ¿deben ser de sangre pura?

— Así es —respondió Ulic—. Rahl el Oscuro, como su padre, solamente confiaba en los de sangre pura para que lo protegieran, mientras que a los de sangre mezclada o los que no sentían en absoluto el vínculo los enviaba a luchar lejos de D’Hara y a conquistar nuevas tierras.

Richard se acarició pensativo el labio inferior.

— ¿Y qué me decís del hombre que está al mando de las tropas de D’Hara en Aydindril? ¿Cómo habéis dicho que se llama?

— General Reibisch —replicó Berdine—. Es de sangre mezclada, por lo que no será fácil. Pero si conseguís que os reconozca como amo Rahl tiene la suficiente sangre pura para establecer el vínculo. La vinculación de un oficial conlleva la vinculación inmediata de muchos de sus hombres, porque confían en él y creen lo que él cree. Si lográis unir al general Reibisch tendréis el control de las fuerzas en Aydindril, pues aunque algunos de sus hombres no tienen ni una gota de sangre pura son leales a su líder y, en cierto modo, también estarán unidos a vos.

— En ese caso tendré que hacer algo para convencer a ese general Reibisch de que soy el nuevo amo Rahl.

— Para eso nos necesitáis —declaró Cara con una maliciosa sonrisa—. Os hemos traído algo de parte del comandante general Trimack. Enséñaselo Hally.

La aludida se desabrochó la parte superior de su atuendo de cuero y se sacó una bolsa larga que colgaba entre sus senos. Con una orgullosa sonrisa se la tendió a Richard. Éste sacó del interior un rollo y examinó el símbolo de una calavera con dos espadas cruzadas debajo grabado en la cera de color dorado.

— ¿Qué es?

— El comandante general Trimack quería ayudaros —respondió Hally. Con un destello de sonrisa aún en sus ojos señaló el sello de cera—. Éste es el sello personal del comandante general de la Primera Fila. Está escrito de propia mano. Yo misma vi cómo lo escribía. En él declara que vos sois el nuevo amo Rahl y que tanto la Primera Fila como todas las tropas y generales de campo de D’Hara ya os han reconocido, se han vinculado y están dispuestos a defender vuestro ascenso al poder con sus propias vidas. Amenaza con eterna venganza a todos aquellos que se opongan a vos.

Richard alzó la mirada hacia los azules ojos de la mord-sith.

— Te comería a besos, Hally.

La sonrisa de la mujer se esfumó al instante.

— Lord Rahl, nos habéis declarado libres. Ya no tenemos que someternos a… —Hally se interrumpió y se sonrojó, como sus compañeras. Entonces humilló la cabeza y clavó la vista en el suelo. Al hablar su voz fue un dócil susurro—. Perdonadme, lord Rahl. Si es eso lo que deseáis, naturalmente nos ofrecemos voluntariamente.

Richard le levantó el mentón con los dedos.

— Hally, no era más que una forma de hablar. Vosotras mismas me habéis dicho que, pese al vínculo, esta vez no sois esclavas. No soy sólo el amo Rahl sino también el Buscador de la Verdad y espero que llegue el día en que todos vosotros queráis seguirme porque nuestra causa es justa. Vuestro vínculo debe ser con la causa, no conmigo. No temáis nunca que revoque vuestra libertad.

— Gracias, lord Rahl.

— Bueno —prosiguió Richard, agitando el rollo—, ya es hora de que el general Reibisch conozca al nuevo amo Rahl, para así seguir adelante con los planes.

Berdine frenó su entusiasmo.

— Lord Rahl, las palabras del comandante general sólo son una ayuda. Pero ellas mismas no bastan para vincular a vos las tropas.

— Lo de siempre: primero me dais esperanzas y luego las destrozáis de un plumazo. ¿Qué más debo hacer? ¿Algún truco de magia?

Las cuatro asintieron, satisfechas de que al fin Richard hubiera entendido el plan.

— ¡Qué! —exclamó el joven—. ¿Decís en serio que ese general espera que le haga un truco de magia para demostrar quién soy?

Cara se encogió de hombros, incómoda.

— Lord Rahl, lo que tenéis en las manos no son más que palabras. Por mucho que os ayuden no pueden hacer el trabajo por vos. En el palacio de D’Hara la palabra del comandante general es la ley, sólo vos estáis por encima de él, pero aquí no es así. Aquí, el general Reibisch es la ley, y debéis convencerlo de que estáis por encima de él.

»No os será fácil ganaros a esos hombres. El amo Rahl debe ser una figura fuerte y poderosa que les inspire un respeto reverencial. Para invocar el vínculo debéis sobrecogerlos, como hicisteis con las tropas de palacio al encender los muros con vuestros rayos. Como vos mismo habéis dicho: deben creer. Y para creer necesitarán más que unas palabras escritas en papel. La carta del general Trimack ayudará, pero no es suficiente.

— Magia —masculló Richard, dejándose caer sobre la desvencijada silla. Estaba tan cansado que apenas podía pensar. Él era el Buscador, designado por un mago, lo cual conllevaba poder y responsabilidad; el Buscador era una ley por sí mismo. Su plan había sido actuar como Buscador. De hecho, aún podía hacerlo. Sabía cómo ser el Buscador.

Sin embargo, si pudiera ganarse la lealtad de los d’haranianos en Aydindril…

Una cosa estaba clara: tenía que asegurarse de que Kahlan se encontraba a salvo. Tenía que pensar con la cabeza y no sólo con el corazón. No podía simplemente correr a su encuentro, haciendo caso omiso de lo que sucedía; no, si quería realmente asegurarse de que nada le pasara. Era preciso que se ganara a los d’haranianos.

De un salto se puso en pie y preguntó:

— ¿Habéis traído los trajes rojos? —Las mord-sith se ponían trajes de cuero rojo cuando se disponían a impartir disciplina. Eran rojos para que la sangre no se viera. Cuando una mord-sith llevaba su traje rojo era señal de que esperaba que hubiera mucha sangre, y desde luego no suya.

Hally sonrió con astucia y cruzó los brazos sobre los pechos.

— Una mord-sith no va a ninguna parte sin su traje rojo.

— ¿Se os ha ocurrido alguna cosa, lord Rahl? —preguntó Cara, esperanzada.

— Sí. ¿No habéis dicho que necesitan ver una exhibición de poder y fuerza? ¿Que deben quedar sobrecogidos por la magia? Pues les daremos una magia que los dejará anonadados. No obstante —añadió, alzando un dedo en gesto admonitorio— no quiero que nadie salga herido. Tenéis que hacer lo que yo diga. No os di la libertad para que os maten a las primeras de cambio.

Hally lo taladró con su férrea mirada.

— Una mord-sith no debe morir en la cama, vieja y desdentada.

En aquellos ojos azules Richard captó una sombra de la locura que había convertido a aquellas mujeres en armas sin sentimientos. Él había sufrido en sus propias carnes una pequeña parte de lo que ellas habían sufrido; sabía qué era vivir con esa locura. Así pues, sostuvo la mirada a Hally y replicó en tono suave, para aplacarla:

— Si os matan, ¿quién me protegerá?

— Si debemos dar nuestras vidas, lo haremos. De otro modo no habrá lord Rahl que proteger. —Una inesperada sonrisa suavizó la mirada de Hally y alumbró una pequeña luz en las sombras—. Queremos que lord Rahl muera en la cama, viejo y desdentado. ¿Qué queréis que hagamos?

Por la cabeza del joven pasó la sombra de una duda. ¿Acaso esa misma locura estaba alimentando su ambición? No. No tenía elección. Era el modo de salvar vidas.

— Quiero que las cuatro os pongáis vuestro traje rojo. Nosotros esperaremos fuera mientras os cambiáis. Cuando estéis listas os lo explicaré.

Ya daba media vuelta para irse cuando Hally lo detuvo agarrándolo por la camisa.

— Ahora que os hemos encontrado no os vamos a perder de vista. Quedaos aquí mientras nos cambiamos. Si lo deseáis, volveos de espaldas.

Con un suspiro Richard se dio media vuelta y se cruzó de brazos. Los dos soldados miraron. Richard frunció el entrecejo y con un gesto les ordenó que se dieran la vuelta. Gratch ladeó la cabeza con expresión desconcertada, pero los imitó.

— Nos alegramos de que hayáis decidido unir a esos hombres a vos, lord Rahl —dijo Cara. Richard las oía sacar sus cosas de las mochilas—. Estaréis mucho más seguro con todo un ejército para protegeros. Después de vincularlos partiremos hacia D’Hara, donde estaréis seguro.

— No iremos a D’Hara —dijo Richard por encima del hombro—. Tengo asuntos importantes que resolver. Tengo planes.

— ¿Planes, lord Rahl? —Richard casi pudo sentir el aliento de Raina en la nuca mientras se despojaba de sus prendas de cuero marrones—. ¿Qué planes?

— ¿Qué planes podría tener el amo Rahl? Conquistar el mundo, por supuesto.

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