Richard se despertó sobresaltado. Kahlan estaba acurrucada junto a el, dándole la espalda. La herida que la reina mriswith le había causado en un hombro aún le dolía. Apenas capaz de tenerse en pie, había dejado que un cirujano del ejército le pusiera una cataplasma y luego se había desplomado en el lecho de la habitación de invitados que ocupaba. Ni siquiera se había quitado las botas, y por la desagradable sensación que notaba en una cadera supo que aún llevaba la Espada de la Verdad y se había quedado dormido encima.
Se sintió invadido por el júbilo cuando Kahlan se desperezó entre sus brazos, pero entonces recordó a los miles de muertos, a las miles de personas que habían perdido la vida por su culpa, y la sensación de júbilo se evaporó.
— Buenos días, lord Rahl —dijo una animada voz.
Miró ceñudo a Cara y replicó con un gruñido. Kahlan parpadeó a la luz del sol que entraba a raudales por la ventana.
— Resulta más gratificante si os quitáis la ropa —comentó con aire burlón Cara.
— ¿Qué? —la voz de Richard sonaba ronca como un graznido.
La mord-sith pareció desconcertada con la pregunta.
— Bueno, ciertas actividades se realizan mejor sin ropa. Creí que al menos eso lo sabríais —añadió, poniéndose en jarras.
— ¿Cara, qué quieres?
— Ulic quiere veros pero no se atreve a asomar la cabeza, por lo que le he dicho que lo haría yo. Pese a su tamaño, puede ser muy cobarde a veces.
— Podría darte lecciones de buena educación. —Richard se incorporó en la cama con una mueca de dolor—. ¿Qué quiere?
— Ha encontrado un cuerpo.
Kahlan se frotó los ojos y se incorporó a su vez.
— Bueno, no me extraña nada —comentó.
Cara sonrió, pero borró la sonrisa de su rostro al darse cuenta de que Richard la miraba.
— Ha encontrado un cuerpo en el fondo del barranco, bajo el Alcázar.
— ¿Por qué no lo decías antes? —exclamó Richard, sentándose en el borde del lecho.
El joven salió al pasillo a todo correr, seguido por Kahlan. Ulic esperaba fuera.
— ¿Lo habéis encontrado? ¿Habéis encontrado el cuerpo de un anciano?
— No, lord Rahl. Es el cuerpo de una mujer.
— ¡Una mujer! ¿Qué mujer?
— Ha pasado tanto tiempo que el cuerpo está bastante estropeado, pero he reconocido la dentadura con piezas que faltan y la harapienta manta. Se trata de aquella anciana, Valdora. La que vendía tortas de miel.
Richard se frotó el dolorido hombro.
— Valdora. Qué extraño. ¿Y la niña? ¿Cómo se llamaba…?
— Holly. No hay ni rastro de ella. No hemos encontrado ningún otro cuerpo, aunque la zona de busca es muy amplia y las bestias salvajes pueden… bueno, es posible que nunca la encontremos.
Richard se limitó a asentir, pues las palabras le fallaron. Se sentía envuelto en un sudario.
— Las piras funerarias se encenderán dentro de un rato. ¿Deseáis estar presente? —preguntó Cara con voz compasiva.
— ¡Pues claro! —Richard suavizó el tono al notar una mano de Kahlan en la espalda que lo instaba a la calma—. Debo estar presente. Después de todo, murieron por mi culpa.
— Murieron por culpa de la Sangre de la Virtud y de la Orden Imperial —le corrigió Cara.
— Lo sabemos, Cara —intervino Kahlan—. Estaremos allí tan pronto como le cambie la cataplasma del hombro y nos aseemos un poco.
Las piras funerarias ardieron durante días. En total, los muertos ascendían a veintisiete mil. Richard sentía que las llamas no sólo consumían el espíritu de las personas muertas sino también el suyo. Durante el día asistía a los funerales y recitaba las oraciones al lado de los demás, y por la noche velaba las llamas junto con otros, hasta que se extinguían por completo.
«Del fuego hasta la luz. Que tengas buen viaje hasta el mundo de los espíritus.»
Día a día el hombro empeoraba; cada vez estaba más hinchado, rojo y rígido. Y su estado de ánimo también empeoraba.
Recorría los pasillos y contemplaba las calles desde las ventanas, pero casi no hablaba con nadie. Kahlan caminaba junto a él, ofreciéndole el consuelo de su presencia, pero no hablaba a menos que él quisiera hacerlo. Richard no podía borrar de su mente la imagen de todos aquellos muertos y lo atormentaba el nombre que le daban las profecías: el portador de la muerte.
Un día, cuando por fin su hombro empezó a sanar, estaba sentado a la mesa que usaba como escritorio, con la mirada perdida, cuando un súbito resplandor lo sobresaltó. Kahlan había entrado sin que él se percatara de su presencia y había abierto las cortinas para dejar pasar la luz de sol.
— Richard, me tienes muy preocupada.
— Lo sé, pero no consigo olvidar.
— El manto del poder es muy pesado a veces, Richard, pero no puedes dejar que te aplaste.
— Eso es fácil de decir, pero todas esas personas murieron por culpa mía.
Kahlan se sentó encima de la mesa, frente a él, y con un dedo le alzó el mentón.
— ¿Richard, de veras crees eso o sólo lo dices porque lamentas que hubiera tantos muertos?
— Kahlan, he sido un estúpido. Actué sin pensar. Si hubiera usado la cabeza, tal vez toda esa gente no habría muerto.
— Actuaste movido por el instinto. Tú mismo has dicho que así es como funciona el don en ti, al menos a veces.
— Pero…
— Deja de pensar en lo que podría haber sido. ¿Qué habría sucedido si hubieras actuado como ahora crees que debiste hacerlo?
— Bueno, toda esa gente no habría muerto.
— ¿De veras? No estás siendo realista. Piénsalo bien, Richard. ¿Qué habría pasado si no hubieras actuado por instinto y no hubieras despertado a la sliph? ¿Cuál habría sido el resultado?
— Bueno, déjame pensar. No lo sé, pero las cosas habrían salido de otro modo.
— Claro que sí. Habrías estado en Aydindril cuando empezó el ataque. Habrías luchado contra los mriswith desde el amanecer, en lugar de unirte a la lucha al final del día. Te habrías agotado y hubieras caído mucho antes de que llegaran los gars, al atardecer. Ahora estarías muerto, y el pueblo no tendría a lord Rahl.
— Tiene sentido. —Se quedó un momento pensativo y añadió—: Y si no hubiera ido al Viejo Mundo, el Palacio de los Profetas habría caído en manos de Jagang y ahora tendría las profecías. —Se levantó, fue hasta la ventana y contempló el soleado día de primavera—. Y nadie estaría protegido frente al Caminante de los Sueños, porque yo estaría muerto.
— Has dejado que tus pasiones pudieran más que la razón.
Richard volvió hasta ella, la tomó de las manos y por vez primera se dio cuenta de que se veía radiante.
— La Tercera Norma de un mago: la razón. Kolo advertía en su diario que era insidiosa. Yo la he estado violando precisamente por creer que la había violado antes.
— ¿Te sientes un poco mejor ahora? —preguntó Kahlan, deslizando los brazos alrededor de su cuerpo.
Richard posó las manos sobre la cintura femenina y sonrió por primera vez en días.
— Me has ayudado a ver claro, igual que Zedd solía hacer en el pasado. Supongo que tendré que contar con tu ayuda.
Kahlan lo rodeó con las piernas y lo atrajo hacia sí.
— Más te vale.
Richard le dio un casto beso y se disponía a darle otro, más apasionado, cuando las tres mord-sith entraron tranquilamente en la habitación. Kahlan apoyó su mejilla contra la de Richard e inquirió:
— ¿No se molestan nunca en llamar?
— Casi nunca —susurró Richard—. Les encanta ponerme a prueba. Es su afición preferida. Nunca se cansan.
Cara, que iba en cabeza, se detuvo junto a ellos y los miró de la cabeza a los pies.
— ¿Aún no habéis captado lo de la ropa, lord Rahl?
— Tenéis un aspecto fantástico esta mañana —fue la respuesta de Richard.
— Sí, sí. Y tenemos negocios que atender.
— ¿Qué tipo de negocios?
— Cuando tengáis tiempo, han llegado a Aydindril algunos representantes que solicitan audiencia.
Berdine agitó el diario de Kolo.
— Y yo quisiera que me ayudarais con esto. Lo que hemos averiguado nos ha sido de gran ayuda, y aún queda mucho por traducir. Tenemos trabajo.
— ¿Traducir? Yo conozco muchos idiomas —intervino Kahlan—. ¿De cuál se trata?
— D’haraniano culto —contestó Berdine, e inmediatamente hincó el diente a una pera que sostenía en la otra mano—. Lord Rahl se está convirtiendo en un experto en d’haraniano culto.
— ¿De veras? Estoy impresionada. Poca gente conoce el d’haraniano culto. Por lo que tengo entendido se trata de una lengua extremadamente difícil.
— Hemos trabajado juntos en la traducción. Sobre todo de noche —le explicó Berdine con una sonrisa.
Richard carraspeó.
— Bueno, veamos qué desean esos representantes. —Cogió a Kahlan por la cintura, la alzó y la dejó en el suelo.
— Hay que ver qué manos tan grandes tiene lord Rahl —insistió Berdine—. Tienen el tamaño exacto de mis senos.
Kahlan enarcó una ceja y comentó:
— No me digas…
— Pues sí. Un día nos obligó a todas a mostrarle los pechos.
— ¿Es eso cierto? ¿A las tres?
Cara y Raina se quedaron inexpresivas. Berdine asintió. Por su parte Richard se tapó el rostro con una mano.
Berdine dio otro mordisco a la pera.
— Aunque, desde luego, los míos fueron los que mejor se adaptaban a sus grandes manos.
Kahlan se dirigió tranquilamente hacia la puerta.
— Bueno, yo no tengo unos senos tan grandes como los tuyos, Berdine, aunque me parece que en las manos de Raina encajarían perfectamente.
Berdine se atragantó con la pera y Raina sonrió mientras Kahlan abandonaba la habitación.
Cara prorrumpió en carcajadas y cuando Richard pasó a su lado, le dio una palmada en la espalda.
— Me gusta, lord Rahl. Podéis quedaros con ella.
— Vaya, muchas gracias, Cara. Me alegro de contar con tu aprobación.
Cara asintió con rostro muy serio.
— ¿Cómo sabías los de Berdine y Raina? —preguntó Richard a Kahlan cuando la alcanzó.
La mujer lo miró con aire de asombro.
— Es evidente, Richard. ¿No te has fijado en cómo se miran? Supongo que lo notarías enseguida.
— Bueno… —Richard echó un vistazo a su espalda para asegurarse de que las mord-sith aún no los habían alcanzado—. Te alegrará saber que a Cara le caes bien y que me ha permitido conservarte a mi lado.
— A mí también me gustan ellas. Dudo que pudieras encontrar guardaespaldas mejores.
— ¿Lo dices para consolarme?
Kahlan sonrió y recostó la cabeza en su hombro.
— Para mí es un consuelo.
— Bueno —dijo Richard, cambiando de tema—, veamos qué tienen que decir esos representantes. Nuestro futuro y el de todos depende de ello.
Kahlan, ataviada con su blanco vestido de Madre Confesora, se sentó en silencio en su silla, la silla de la Madre Confesora, junto a Richard. Ambos se situaron bajo las figuras pintadas de Magda Searus, la primera Madre Confesora, y su mago Merritt.
Garthram, embajador de Lifany, Theriault, embajador de Herjborgue y Bezancort, embajador de Sanderia cruzaron la enorme sala de pulido suelo de mármol escoltados por un sonriente general Baldwin. Todos parecieron gratamente sorprendidos al ver a la Madre Confesora sentada junto a lord Rahl.
— Majestad. —El general Baldwin hizo una reverencia.
— Buenos días, general Baldwin —respondió Kahlan con una cálida sonrisa.
— Caballeros, espero que me traigáis buenas noticias de vuestros países. ¿Qué habéis decidido? —dijo Richard.
El embajador Garthram se atusó la barba gris y respondió:
— Después de amplias consultas, y teniendo en cuenta que tanto Galea como Kelton se han sumado ya a D’Hara, hemos decidido que el futuro sois vos, lord Rahl. Hemos traído los documentos de rendición incondicional, tal como deseabais. Deseamos unirnos a D’Hara y vivir bajo una misma ley.
El alto embajador Bezancort tomó la palabra.
— Aunque estamos aquí para rendirnos y unirnos a D’Hara, esperamos contar con la aprobación de la Madre Confesora.
Kahlan se quedó mirando un momento a los embajadores.
— Tanto nosotros como nuestros hijos debemos vivir en el futuro. No se puede vivir en el pasado. La primera Madre Confesora y su mago hicieron lo que era mejor para su gente en ese momento. Yo, como Madre Confesora actual, y mi mago, Richard, debemos hacer también lo mejor para el pueblo ahora. Debemos forjar la nueva alianza que necesita el mundo hoy, aunque nuestro objetivo de paz es el mismo.
»Con lord Rahl tenemos la mejor oportunidad de alcanzar la fuerza que nos asegure la paz duradera. Ha empezado una nueva era. Mi corazón y mi gente apoyan a lord Rahl. Como Madre Confesora soy parte de esta unión, y os doy la bienvenida a ella.
Richard le devolvió el apretón de mano.
— Seguiremos teniendo a nuestra Madre Confesora —declaró—. Necesitamos más que nunca su sabiduría y consejo.
Unos días después, Richard y Kahlan aprovecharon la espléndida tarde de primavera para pasearse por las calles cogidos de la mano, supervisando la limpieza tras la batalla así como las tareas de reconstrucción de lo destruido. De pronto Richard tuvo una idea y se volvió, sintiendo en el rostro la fresca brisa y los cálidos rayos de sol.
— Me acabo de dar cuenta de que exigí la rendición de todos los países de la Tierra Central y que apenas sé nada sobre ellos, ni siquiera todos los nombres.
— Bueno, en ese caso tendré que enseñártelos. Me temo que no podrás perderme de vista durante una buena temporada.
Esa perspectiva llenó a Richard de júbilo.
— Te necesito, Kahlan. Ahora y siempre. No puedo creer que por fin estemos juntos —dijo con un cariñoso gesto—. Si al menos pudiéramos estar solos —añadió, mirando a las tres mujeres y los dos hombres que los seguían a apenas tres pasos.
— ¿Es eso una indirecta, lord Rahl? —preguntó Cara.
— No, es una orden.
La mord-sith se encogió de hombros.
— Lo siento, pero aquí fuera no podemos cumplir esa orden. Debemos protegeros. No sé si sabéis, Madre Confesora, que a veces necesita que le digamos qué mano debe usar para comer. A veces nos necesita para hacer las cosas más sencillas.
Kahlan soltó un suspiro de resignación. Finalmente su mirada se posó en los dos hombretones que caminaban detrás de las mord-sith.
— ¿Ulic, te has encargado de instalar cerrojos en la puerta de nuestro dormitorio?
— Sí, Madre Confesora.
— Perfecto. ¿Vamos a casa? —sugirió a Richard—. Empiezo a estar un poco cansada.
— Primero tendréis que desposaros con él —declaró Cara—. Órdenes de lord Rahl: ninguna mujer puede entrar en su dormitorio excepto su esposa.
Richard la miró, ceñudo.
— Dije que excepto Kahlan, no excepto mi esposa.
Cara echó una fugaz mirada al agiel que colgaba de una fina cadena que Kahlan llevaba al cuello. Era el agiel que había pertenecido a Denna. Richard se lo entregó a Kahlan en ese lugar entre dos mundos al que Denna les había llevado para que pudieran estar juntos. Desde entonces se había convertido en una especie de amuleto. Aunque ninguna de las mord-sith había hecho ninguna alusión, desde el instante que vieron a Kahlan, se fijaron en él. Richard sospechaba que para las mord-sith significaba tanto como para él y Kahlan.
La displicente mirada de Cara retornó a Richard.
— Nos encomendasteis la protección de la Madre Confesora, lord Rahl. No hacemos otra cosa que no sea proteger el honor de nuestra hermana.
Kahlan sonrió al ver que esa vez Cara había logrado irritar a Richard, algo insólito. Richard inspiró hondo y replicó:
— Y debo decir que estáis haciendo un magnífico trabajo. Pero no os preocupéis. Os doy mi palabra de que muy pronto será mi esposa.
Kahlan le acariciaba la espalda despreocupadamente.
— Prometimos a la gente barro que regresaríamos a su aldea para que el Hombre Pájaro nos casara, y que yo llevaría el vestido que me cosió Weselan. La gente barro son amigos, y esa promesa significa mucho para mí. ¿No te gustaría que la gente barro nos casara?
Antes de que Richard pudiera contestar que también para él significaba mucho y que ése era su deseo, los rodeó una multitud de chiquillos. Los niños tiraban a Richard de las manos y le pedían que fuese a mirar, como había prometido.
— ¿De qué hablan? —quiso saber Kahlan, divertida.
— De ja’la. Bueno, dejadme ver vuestra pelota de ja’la —dijo a los niños.
Cuando se la entregaron, la lanzó con una mano y se la mostró a Kahlan. Kahlan la cogió y la examinó, fijándose en la «R» dorada estampada.
— ¿Qué es esto?
— Bueno, antes jugaban con una pelota llamada broc, tan pesada que los niños se hacían constantemente daño. Así pues, pedí a las costureras que hicieran pelotas nuevas, tan ligeras que todos los niños pueden jugar al ja’la, no sólo los más fuertes. Ahora la habilidad en el juego cuenta más que la fuerza bruta.
— ¿Y por qué lleva una «R»?
— Les dije que todos aquellos que usaran este nuevo tipo de pelota, recibirían un broc oficial de palacio. La «R» es el símbolo de Rahl, lo cual demuestra que es un balón oficial. Antes el juego se llamaba ja’la, pero cambié las reglas y ahora se llama ja’la Rahl.
— Bueno —dijo Kahlan, lanzando la pelota a los niños—, puesto que lord Rahl se lo prometió, y lord Rahl siempre cumple su palabra…
— ¡Sí! —exclamó uno de los niños—. Nos prometió que si usábamos su pelota, vendría a vernos jugar.
— Creo que se avecina una tormenta —comentó Richard, mirando el cielo cada vez más encapotado—, pero supongo que tendremos tiempo para un partido.
Cogidos del brazo siguieron a los jubilosos niños.
— Ojalá Zedd estuviera aquí con nosotros —comentó Richard.
— ¿Crees que murió en el Alcázar?
Richard alzó la vista hacia la montaña.
— Zedd solía decir que si aceptas la posibilidad, la haces realidad. Así pues, hasta que alguien me demuestre lo contrario, no pienso aceptar que esté muerto. Yo creo en él. Creo que está vivo, armando líos esté donde esté.
La posada parecía acogedora; nada que ver con otras en las que habían estado, llenas de borrachos y alborotadores. No lograba comprender la manía que tenía la gente de ponerse a bailar cuando oscurecía. Era como si ambas cosas fueran unidas: abejas y flores, moscas y estiércol, y noche y baile.
Las pocas mesas estaban ocupadas por gente que cenaba tranquilamente, y en una mesa del fondo se sentaba un grupito de ancianos que fumaban en pipa, bebían cerveza y jugaban a un juego de mesa, enzarzados en animada conversación. Hasta él llegaban algunas frases sobre el nuevo lord Rahl.
— Tú no digas nada —le advirtió Ann—. Ya hablo yo.
Detrás del mostrador aguardaba una pareja de agradable aspecto. A la mujer se le formaron hoyuelos al sonreír.
— Buenas tardes, señores.
— Buenas tardes. Deseamos una habitación. El mozo de los establos nos ha dicho que tenéis buenas habitaciones.
— Claro que sí, señora. Para vos y vuestro…
Ann iba a contestar, pero Zedd se le adelantó.
— Hermano. Me llamo Ruben. Ésta es mi hermana, Elsie. Ruben Rybnik, a vuestro servicio —se presentó con un florido gesto—. Soy un lector de nubes de cierto renombre. Tal vez hayáis oído hablar de mí: Ruben Rybnik, el famoso lector de nubes.
La posadera trató de responder pero se había quedado sin palabras.
— Bueno, esto… sí, creo que sí.
— Ahí lo tienes —dijo Zedd, dando un palmetazo a Ann en la espalda—. Casi todo el mundo me conoce, Elsie. —El mago se acodó sobre el mostrador y se inclinó hacia la pareja situada detrás—. Elsie piensa que me lo invento, claro que estuvo encerrada en esa granja con esos pobres diablos que oyen voces y hablan con las paredes.
Las dos cabezas se volvieron al unísono hacia Ann.
— Trabajaba allí —murmuró entre dientes—. Trabajaba allí ayudando a esos «pobres diablos» que se alojaban en la granja.
— Sí, sí —dijo Zedd—. Hiciste un espléndido trabajo. Aunque nunca he entendido cómo te dejaron ir. —El mago volvió a dirigirse a los posaderos, que escuchaban el diálogo mudo—. Puesto que no tiene trabajo, creí que sería una buena idea llevarla conmigo para que conociera el mundo y la vida del exterior, ¿no les parece?
— Sí, sí —contestaron los posaderos simultáneamente.
— De hecho, preferimos dos cuartos. Uno para mi hermana y otro para mí. Es que ronca —explicó ante la mirada interrogadora de los posaderos—. Y yo tengo que dormir si quiero leer correctamente las nubes. Es un trabajo muy exigente.
— Bueno, bueno, tenemos unos cuartos preciosos —dijo la mujer, y nuevamente se le formaron hoyuelos en las mejillas—. Estoy segura de que descansaréis como es debido.
— Dénos las mejores que tengan —le advirtió Zedd—. Elsie se lo puede permitir. Su tío, al fallecer, le dejó todo lo que poseía, y era un hombre acaudalado.
El posadero puso ceño.
— ¿No era también vuestro tío? —inquirió.
— ¿Mío? Pues sí, claro que sí. Pero a mí no podía ni verme. Tuvimos nuestros problemillas, ya sabéis. Era algo excéntrico. Llevaba calcetines a modo de mitones en pleno verano. Elsie era su favorita.
— Las habitaciones —gruñó Ann, lanzando al mago una mirada asesina—. Ruben tiene que dormir. Hay muchas nubes que leer y debe empezar a primera hora de la mañana. Si no duerme las horas suficientes, le sale un sarpullido de lo más curioso alrededor del cuello.
— Ahora mismo se las muestro —dijo la posadera.
— No será pato asado eso que huelo, ¿verdad?
— Oh sí. Es lo que tenemos hoy de cena. Pato asado con chirivías, zanahorias y salsa. ¿Os gustaría probarlo?
Zedd inspiró profundamente.
— Vaya, el aroma es realmente delicioso. No es nada sencillo dar el punto exacto al pato asado, pero por el olor es evidente que sois una cocinera de primera. No hay duda.
La posadera se sonrojó y soltó una risita.
— Bueno, soy conocida por mi pato asado.
— Suena maravilloso —intervino Ann—. ¿Seríais tan amables de subirnos dos platos a las habitaciones?
— Naturalmente. Será un placer.
— Espera —dijo Zedd, deteniendo a la posadera—. Pensándolo mejor, ve tú delante, Elsie. Ya sé que te pone nerviosa que otros te miren cuando comes. Yo tomaré mi cena aquí, señora. Con una taza de té, por favor.
Ann se volvió y lo miró iracunda. Zedd notaba cómo el rada’han ardía.
— No tardes, Ruben. Mañana debemos partir temprano.
— Tú tranquila. Cenaré, jugaré una partidita con esos caballeros y me iré directamente a la cama. Hasta mañana. Recupera fuerzas para poder seguir enseñándote el mundo.
Ann le lanzó una mirada tan ardiente que hubiese podido fundir una piedra.
— Buenas noches, Ruben.
— No te olvides de pagar a esta buena mujer, y añadir una propina por la generosa ración de pato asado que piensa servirme —dijo el mago con indulgente sonrisa—. Y no te olvides de escribir en tu diario antes de acostarte —añadió con una significativa mirada y voz más baja.
— Sí —balbuceó la supuesta Elsie—. Lo haré, Ruben.
Una vez Ann se hubo ido, sin dejar de lanzarle admonitorias miradas, los caballeros sentados a la mesa, que lo habían oído todo, lo invitaron a unirse a ellos. Zedd extendió su túnica granate y tomó asiento entre ellos.
— ¿Lector de nubes, habéis dicho? —preguntó uno.
— El mejor de todos —afirmó Zedd—. Sirvo a la realeza, nada más y nada menos.
Los hombres intercambiaron susurros de asombro. Uno de ellos, situado a un lado, se sacó la pipa de la boca e inquirió:
— ¿Os gustaría leer algunas nubes para nosotros, maese Ruben? Todos contribuiríamos para pagaros con largueza.
Zedd alzó una flaca mano, como si quisiera prevenirlos.
— Me temo que no podrá ser. —El mago esperó a que los hombres mostraran su decepción para añadir—: No podría aceptar vuestro dinero. Será un honor deciros lo que puedo leer en las nubes, pero no aceptaré ni un penique por ello.
Todos sonrieron.
— Sois muy generoso, Ruben.
— ¿Y qué dicen las nubes? —preguntó un corpulento parroquiano.
La posadera lo distrajo al dejar ante él una humeante fuente de pato asado.
— Enseguida os traigo el té —dijo, y se marchó apresuradamente hacia la cocina.
— Las nubes dicen muchas cosas acerca de los vientos de cambio que soplan, caballeros. Hablan de peligros y oportunidades. Hablan de la gloria del nuevo lord Rahl y de… bueno, dejadme que antes pruebe el pato. Parece estar delicioso. Luego os diré todo lo que deseéis saber.
— Ataca ya, Ruben.
Zedd saboreó un mordisco e hizo una dramática pausa para suspirar de placer. Había atraído la atención de todos.
— Vaya collar tan extraño que lleváis.
— Pues sí —comentó Zedd, dando golpecitos al collar sin dejar de masticar—. Ya no los fabrican como éste.
El hombre de la pipa entrecerró los ojos y señaló el collar con la boquilla.
— No veo ningún cierre. ¿Cómo habéis logrado que pasara por la cabeza?
Zedd se quitó el collar y se lo mostró. Ambas mitades estaban unidas por una bisagra.
— Éste es el cierre, ¿veis? Es un magnífico trabajo de artesanía. Está forjado con tanta delicadeza que ni siquiera se ve. Una obra maestra. Ya no se ven de éstos.
— Eso es lo que yo siempre digo —comentó el fumador de pipa—. Los artesanos ya no son lo que eran.
Zedd volvió a colocarse el collar.
— Eso es muy cierto.
— Hoy he visto una nube muy extraña —dijo un hombre de mejillas hundidas sentado al otro lado—. Parecía una serpiente, sí señor. A veces parecía reptar por el cielo.
Zedd se inclinó hacia el hombre y bajó la voz para preguntar:
— ¿Es eso cierto?
— ¿Qué significa, Ruben? —preguntó otro de los parroquianos, susurrando. Todos se inclinaron hacia Zedd para oír mejor la respuesta.
El mago los fue mirando uno a uno.
— Algunos dicen que es una nube rastreadora conjurada por un mago para localizar a alguien. —Zedd se había metido al público en el bolsillo.
— ¿Para qué? —preguntó el hombre corpulento, sobrecogido.
Zedd fingió cerciorarse de que nadie de las otras mesas escuchaba antes de replicar:
— Para saber dónde está.
— ¿Pero no se daría él cuenta de que lo persigue una nube con una forma tan rara?
— Según me han dicho, tiene truco —susurró Zedd, que cogió el tenedor y lo puso vertical para hacer una demostración—. Señala desde muy arriba a la persona que sigue, por lo que ésta solamente ve un punto en el cielo semejante al extremo de un bastón. Pero quienes observan la nube desde un lado ven todo el bastón.
Los hombres lanzaron exclamaciones de asombro y se recostaron en sus sillas para asimilar esa información. Zedd aprovechó para atacar de nuevo el asado.
— ¿Sabéis algo de los vientos de cambio y del nuevo lord Rahl? —preguntó por fin uno de ellos.
— No sería el lector de nubes de la realeza si no lo supiera. Es una buena historia y, si tenéis tiempo, os la contaré.
Todos asintieron.
— Todo comenzó hace mucho, mucho tiempo, en la antigua guerra, cuando fueron creados los llamados Caminantes de los Sueños.