— Los brazos me pican como si tuviera hormigas —se quejó Lunetta—. Aquí es muy poderoso.
Tobias Brogan miró de reojo. A la tenue luz los retales y pedazos de ropa descolorida y hecha jirones revolotearon cuando Lunetta se rascó. Entre las hileras de hombres engalanados con relucientes armaduras y malla, cubiertos con capas de color carmesí, la achaparrada forma femenina inclinada sobre el caballo parecía salida de un montón de trapos sucios. Al reír para sí misma y rascarse de nuevo, en las mofletudas mejillas se le formaron hoyuelos y dejó al descubierto una sonrisa en la que faltaban varios dientes.
Asqueado, Brogan hizo una mueca y desvió la mirada. Mientras examinaba el Alcázar del Hechicero que se alzaba en la ladera de la montaña, jugueteaba con su áspero bigote. Los muros de color gris oscuro captaban los primeros rayos del débil sol invernal que teñía la nieve de las laderas más altas. El hombre tensó los labios con más fuerza.
— Magia, lord general —insistió Lunetta—. Aquí hay magia. Magia muy poderosa. —La mujer siguió parloteando y refunfuñando que se le ponía la carne de gallina.
— Cierra el pico, vieja bruja. Habría que ser idiota para no darse cuenta de que Aydindril hierve de magia perversa.
Bajo las espesas cejas de la mujer brillaron unos ojos de mirada salvaje.
— Esto es distinto de cualquier cosa que hayas visto antes —dijo en voz baja para que nadie más pudiera oírlos—. Nunca había sentido nada así. Y también la noto hacia el sudoeste, no sólo aquí. —Lunetta se rascó los antebrazos con renovado vigor mientras se reía para sí.
Brogan fulminó con la mirada a la multitud de personas que caminaban apresuradamente por la calle y examinó con ojo crítico los exquisitos palacios que flanqueaban la ancha avenida que, como le habían informado, se llamaba Bulevar de los Reyes. Los palacios se habían construido para impresionar a los espectadores por la riqueza, poder y naturaleza de quienes representaban. Los edificios competían entre sí con imponentes columnas, intrincadas ornamentaciones, vistosos ventanales, tejados y decorados entablamientos. A Tobias Brogan se le antojaron pavos reales de piedra y el mayor desperdicio de ostentación que jamás hubiera visto.
Sobre un lejano montículo se alzaba el monumental Palacio de las Confesoras. Con sus columnas de piedra y espiras no tenía parangón entre ninguno de los palacios del Bulevar de los Reyes. Parecía más blanco incluso que la nieve que lo rodeaba, como si tratara de enmascarar su blasfema existencia creando una ilusión de pureza. Mientras con los dedos acariciaba sin darse cuenta el estuche de piel de trofeos que llevaba al cinto, Brogan escrutó con la mirada todos los recovecos de aquel santuario de perversión, de aquel lugar consagrado al poder mágico sobre las personas piadosas.
— Milord general —insistió Lunetta, inclinándose hacia adelante—, ¿habéis oído lo que os he dicho sobre…?
Brogan giró sobre sí mismo y sus brillantes botas crujieron contra el estribo de piel debido al frío.
— ¡Galtero!
Ojos semejantes a hielo negro brillaban bajo el borde de un yelmo bruñido adornado con un penacho de pelo de caballo teñido de color carmesí, a juego con las capas de los soldados. El hombre sostuvo fácilmente las riendas con un guantelete, al tiempo que se volvía sobre la silla con la misma gracia fluida de un puma.
— ¿Sí, lord general?
— Si mi Hermana es incapaz de permanecer callada cuando se le ordena —aquí el general lanzó una furibunda mirada a la mujer—, amordázala.
Lunetta echó un inquieto vistazo al fornido personaje que cabalgaba a su lado, fijándose en su reluciente armadura y cota de malla así como en sus afiladas armas. Entonces abrió la boca para protestar pero al posar la mirada en aquellos ojos fríos como el hielo, volvió a cerrarla y, en lugar de hablar, se rascó los brazos.
— Perdonadme, general Brogan —murmuró, dirigiendo una respetuosa inclinación de cabeza a su hermano.
Con un agresivo movimiento, Galtero acercó más su montura a la de Lunetta y con una poderosa manaza dio un empellón a la yegua zaina que montaba la mujer.
— Silencio, streganicha.
Lunetta se ruborizó ante tal ofensa y por un instante sus ojos brillaron amenazadores, pero enseguida se controló y pareció que se encogía dentro de sus andrajosos harapos al tiempo que bajaba los ojos, sumisa.
— No soy ninguna bruja —musitó para sí.
Galtero enarcó una ceja, ante lo cual Lunetta se encorvó y no osó abrir la boca de nuevo.
Galtero era un hombre bueno y, si se le daba la orden, la cumpliría por mucho que Lunetta fuese la Hermana del general Brogan. Lunetta era una streganicha, una mujer marcada con el estigma del mal. Si se le ordenaba, tanto Galtero como cualquiera de los soldados derramaría su sangre sin dudarlo ni por un momento ni lamentarlo después.
De hecho, el que por sus venas corriese la misma sangre que Brogan le haría ser más inflexible en el cumplimiento del deber. Lunetta era un recordatorio constante de que el Custodio se cebaba en los justos y que su maldición podía caer incluso sobre las mejores familias.
Siete años tras el nacimiento de Lunetta el Creador reparó la injusticia con el nacimiento de Tobias, nacido para contrarrestar aquello que el Custodio había corrompido. No obstante, ya era demasiado tarde para su madre, la cual había iniciado el descenso a los abismos de la locura. Cuando Tobias cumplió ocho años, la ignominia había precipitado al padre a una temprana muerte y la madre había perdido definitivamente el juicio, por lo que en él recayó la responsabilidad de dominar el don de su Hermana para impedir que el don la dominara a ella. A esa edad Lunetta adoraba a su hermano, y Tobias utilizó ese amor para convencerla de que solamente escuchara los deseos del Creador y guiarla hacia la moral que el círculo del rey le había inculcado a él. Lunetta siempre había necesitado un guía y jamás se rebeló contra él. No era más que un alma desamparada atrapada por una maldición que era incapaz de eliminar ni controlar.
Con implacable tesón Tobias limpió la ignominia que suponía que en el seno de su familia hubiese nacido alguien con el don. Le había costado la mayor parte de su vida pero había logrado devolver el honor al apellido Brogan. Se lo había demostrado a todos; había hallado el modo de usar el estigma para realizar la obra del Creador, lo cual lo había convertido en el más ensalzado entre los ensalzados.
Tobias Brogan amaba a su Hermana. La amaba hasta el punto de ser capaz de rebanarle el pescuezo con su propio cuchillo en caso necesario a fin de liberarla de los tentáculos del Custodio, del tormento de su lacra, si es que algún día ésta se le iba de las manos. Lunetta viviría únicamente mientras fuese útil, mientras ayudara a arrancar el mal de raíz y destruir a poseídos. Por el momento luchaba contra el flagelo que hostigaba su alma y era útil.
Desde luego, por su aspecto nadie lo diría. Lunetta solamente se sentía contenta cuando se cubría con retales de telas de diferentes colores, a los que ella llamaba sus «galas». Pero el Creador le había conferido una fuerza y un talento fuera de lo común y Tobias, a través de un tenaz esfuerzo, se lo había expropiado.
Ése era el fallo en la creación del Custodio; el fallo en cualquier cosa que el Custodio creaba: que, con astucia, los piadosos podían convertirlo en una herramienta. El Creador siempre proporcionaba armas para luchar contra la blasfemia pero uno tenía que encontrarlas y después tener la sabiduría o, mejor dicho, la audacia necesaria para atreverse a usarlas. Justamente eso era lo que más le impresionaba de la Orden Imperial: su sagacidad para comprenderlo y su habilidad para usar la magia como herramienta para descubrir la herejía y destruirla.
Al igual que él, la Orden usaba streganicha y, al parecer, las valoraba y confiaba en ellas. Le gustaba menos que se les diera la libertad para deambular a su aire, sin vigilancia, para llevar información y hacer sugerencias, pero por si acaso algún día daban la espalda a la causa él siempre tenía cerca a Lunetta.
No obstante, no le agradaba estar tan cerca del mal. Por muy Hermana suya que fuese, le repugnaba.
Apenas había amanecido y las calles ya eran un hervidero de gente. También se veían muchos soldados de diferentes países, cada uno vigilando sus propios palacios, aunque la mayor parte de ellos eran d’haranianos que patrullaban la ciudad. Las tropas parecían inquietas, como si esperaran que las atacasen en cualquier momento, aunque a Brogan le habían asegurado que lo tenían todo bajo control. Como él no era de los que se creen todo lo que les dicen, la noche anterior había enviado sus propias patrullas, que le habían confirmado que en las proximidades de Aydindril no existían insurgentes de la Tierra Central.
A Brogan le gustaba llegar cuando menos se lo esperaba y acompañado de una fuerza mayor de la prevista, por si acaso tenía que hacerse cargo él de la situación. Así pues, había llegado a Aydindril con una compañía completa integrada por quinientos hombres, aunque en caso de necesidad podía llamar al grueso de sus fuerzas, que ya habían demostrado ser capaces de aplastar cualquier tipo de insurrección.
De no tratarse de aliados, el número de soldados d’haranianos hubiese sido alarmante. Aunque Brogan tenía una confianza justificada en las habilidades de sus hombres, sólo los necios libran una batalla en la que las fuerzas están igualadas, sobre todo si se prevé que la batalla será larga. Y el Creador no tiene en alta estima a los necios.
Brogan alzó una mano para indicar que aflojaran la marcha y no pisotear a un pelotón de soldados d’haranianos de infantería que cruzaban ante la columna. Al general le pareció indigno de ellos que avanzaran por la principal avenida de la ciudad desplegados en formación de batalla, similar a su cuña relámpago, pero tal vez los d’haranianos encargados de patrullar una ciudad vencida habían quedado reducidos a bandidos y ladrones que alardeaban de su poder para inspirar terror en los vencidos.
Los d’haranianos, que empuñaban sus armas y parecían de un pésimo humor, recorrieron con la mirada la columna de caballería que se les echaba encima como si buscaran cualquier signo de amenaza. A Brogan se le antojó extraño que llevaran las armas desenvainadas. Realmente se pasaban de cautos.
Indiferentes a su presencia, los d’haranianos no apretaron el paso. Brogan sonrió; de haberse tratado de soldados bisoños, seguro que hubiesen acelerado el paso. Las armas, en su mayor parte espadas y hachas de guerra, eran muy sencillas y sin adornos, por lo cual resultaban mucho más impresionantes. Se notaba que eran armas que habían demostrado su brutal eficacia en batallas y no eran sólo para aparentar.
Aunque los hombres a caballo los superaban en una proporción de veinte a uno, los soldados ataviados con uniforme de cuero oscuro y cota de mallas contemplaron todo aquel metal bruñido con indiferencia. Frecuentemente un aspecto ostentoso e impecable no indicaba nada más que presunción, y aunque en ese caso en concreto reflejaba el sentido de la disciplina de Brogan así como una manifestación de su infalible atención por los detalles, los d’haranianos no tenían por qué saberlo. Allí donde eran conocidos incluso los hombres más curtidos palidecían al entrever las típicas capas de color carmesí de la Sangre de la Virtud, y el reflejo de sus relucientes armaduras bastaba para que el enemigo rompiera filas y huyera.
Tras dejar atrás Nicobarese y mientras cruzaban las montañas Rang’Shada, Brogan se había topado con uno de los ejércitos de la Orden compuesto por soldados de muchas naciones distintas, aunque predominaban los d’haranianos. El general de D’Hara, un tal Riggs que había escuchado sus consejos con interés y atención, le causó tan favorable impresión, que le había cedido parte de sus tropas para ayudar en la conquista de la Tierra Central. Su primer objetivo era la impía ciudad de Ebinissia, capital de Galea. Brogan rezaba al Creador para que hubiesen tenido éxito.
Brogan había averiguado que los d’haranianos recelaban de la magia, lo cual lo complacía. Pero le disgustaba que tuvieran tanto miedo a la magia. La magia era el conducto del que se servía el Custodio para penetrar en el mundo del hombre. Era al Creador al que se debía temer, mientras que la magia, la brujería del Custodio, debía ser erradicada. Hasta la caída del Límite en la primavera pasada, D’Hara había vivido aislada de la Tierra Central durante generaciones, por lo que en su mayor parte tanto el país como sus gentes eran unos grandes desconocidos para Brogan. Era un vasto territorio virgen al que llevar la luz del Creador y que, posiblemente, debía ser purificado.
Rahl el Oscuro, el líder de D’Hara, había derribado el Límite para que sus tropas arrasaran la Tierra Central y conquistaran Aydindril y otras ciudades. Si su único interés hubiesen sido los asuntos mundanos, Rahl podría haber conquistado toda la Tierra Central antes de que sus enemigos lograran reunir ejércitos suficientes para oponérsele. Pero a Rahl le interesaba más la magia, y eso había sido su perdición. Según los rumores una vez muerto, asesinado por otro pretendiente al trono, las tropas de D’Hara se habían unido a la causa de la Orden Imperial.
Ya no había lugar en el mundo para la antigua y moribunda religión llamada magia. Había llegado el momento de la Orden Imperial, y la gloria del Creador sería la que guiaría al hombre. Sus plegarias habían sido escuchadas y cada día Tobias Brogan daba gracias al Creador por vivir en el mundo en ese momento, por poder estar en el centro de todo y ser testigo de la derrota de aquella herejía llamada magia, por poder conducir a los justos a la batalla final. Se estaba escribiendo la Historia y él era uno de sus artífices.
De hecho, recientemente el Creador se le había aparecido en sueños para decirle que estaba muy complacido con sus esfuerzos. Brogan no había revelado el sueño a ninguno de sus hombres, pues podría considerarse presuntuoso. Le bastaba el honor de haber sido elegido por el Creador. Desde luego a Lunetta sí se lo había dicho, y la mujer se había quedado sobrecogida; no ocurre muy a menudo que el Creador decida hablar directamente con uno de sus hijos.
Apretando las piernas, Brogan incitó a su caballo a que prosiguiera la marcha mientras observaba cómo los d’haranianos se introducían en una calle lateral. Ningún soldado volvió la cabeza para comprobar si alguien los seguía o los desafiaba, pero sólo un necio se habría alegrado por ello. Brogan no era ningún necio. La multitud se abrió y dejó un amplio pasillo para permitir el paso a la columna por el Bulevar de los Reyes. Aquí y allí Brogan reconoció algunos uniformes: de Sanderia, Jaria y Kelton. No vio ningún uniforme de Galea, lo cual indicaba que la Orden Imperial había conquistado la capital de aquel reino.
Al fin distinguió a tropas de su país. Con impaciente ademán ordenó a un pelotón que se adelantara. Sus capas, con el carmesí que anunciaba quienes eran, ondearon al viento al adelantar a toda velocidad a soldados armados con espadas, a lanceros, abanderados y, finalmente, a Brogan. Envueltos en el estrépito que causaban las herraduras de hierro sobre la piedra, los jinetes subieron al galope los vastos escalones del Palacio de Nicobarese. Era un edificio tan suntuoso como los otros, con estrechas columnas acanaladas de un raro mármol marrón con vetas blancas, muy difícil de obtener, procedente de las montañas del este de Nicobarese. Tanto despilfarro irritó al general.
Los soldados regulares que vigilaban el palacio retrocedieron, asustados, al ver a aquellos hombres a caballo, a los que saludaron temblorosos. La cuadrilla de jinetes los obligó a retroceder, abriendo un amplio pasillo para su lord general.
Brogan desmontó en lo alto de la escalera entre estatuas de hombres montados sobre encabritados corceles. El general tiró las riendas a uno de los soldados de palacio, pálido como la cera, mientras contemplaba la ciudad con una sonrisa. Sus ojos fueron a posarse en el Palacio de las Confesoras. Tobias Brogan estaba de buen humor, cosa que últimamente no sucedía a menudo. Inspiró hondo el aire del amanecer; el amanecer de un nuevo día.
El soldado que había cogido las riendas le dirigió una inclinación de cabeza y un saludo.
— Larga vida al rey.
Brogan, ya de espaldas, se alisó la capa y replicó:
— Un poco tarde para eso.
El guardia carraspeó y reunió el coraje necesario para un tímido:
— ¿Señor?
— El rey resultó no ser quien todos sus fieles súbditos creíamos que era —dijo Brogan, mesándose el bigote—. Purgó sus pecados en la hoguera. Vamos, ocúpate de mi caballo. Y tú —dijo, dirigiéndose a otro de los soldados—, ve a decir a los cocineros que tengo hambre y no me gusta que me hagan esperar.
El guardián retrocedió haciendo reverencias, mientras Brogan alzaba la vista hacia su segundo, aún montado.
— Galtero. —El aludido aproximó el caballo. Su capa carmesí colgaba lacia en el aire quieto—. Coge a la mitad de los hombres y tráemela. Ahora voy a desayunar y luego la juzgaré.
Con gesto ausente acarició con sus enjutos dedos el estuche que llevaba al cinto. Muy pronto conseguiría el trofeo más preciado. Al pensarlo esbozó una cruel sonrisa que tensó una vieja cicatriz en la comisura de la boca. Pero sus oscuros ojos no sonreían. Suya sería la gloria del resarcimiento moral.
— Lunetta. —La mujer, ceñido el cuerpo por un variopinto conjunto de andrajos, miraba fijamente el Palacio de las Confesoras mientras se rascaba los antebrazos—. ¡Lunetta!
Lunetta se estremeció.
— ¿Sí, lord general?
Brogan se echó la capa carmesí sobre la espalda y se ajustó la banda de general.
— Ven a desayunar conmigo. Hablaremos. Te contaré el sueño que tuve anoche.
— ¿Otro sueño, lord general? —Lunetta abrió mucho los ojos, emocionada—. Me encantará oírlo. Será un honor.
— Ciertamente. —Lunetta siguió a su hermano, que atravesaba las altas puertas dobles del Palacio de Nicobarese recubiertas de bronce—. Tenemos asuntos que discutir. Me escucharás con atención, ¿verdad, Lunetta?
La mujer lo seguía arrastrando los pies.
— Sí, milord general. Siempre lo hago.
Brogan se detuvo frente a una ventana adornada con pesadas cortinas azules. Entonces desenvainó su cuchillo y cortó un buen trozo de la tela de un lado, que incluía el borde con borlas doradas. Lunetta se humedeció los labios y se balanceó, desplazando el peso del cuerpo alternativamente sobre ambos pies mientras aguardaba.
Brogan sonrió.
— Toma, Lunetta. Otra gala para ti.
Con ojos brillantes, Lunetta lo apretó con fuerza antes de empezar a probarlo aquí y allí, buscando su sitio justo. Reía entre dientes, dichosa.
— Gracias, lord general. Es preciosa.
Brogan continuó caminando, con Lunetta correteando tras él para mantener el paso. De los cálidos paneles de madera colgaban retratos de la realeza, y el suelo estaba cubierto de lujosas alfombras interminables. Marcos de pan de oro rodeaban las puertas redondeadas que se abrían a ambos lados, y espejos de bordes dorados reflejaban la capa carmesí a su fugaz paso.
Un criado ataviado con librea marrón y blanca apareció en el pasillo con una reverencia y con el brazo indicó la dirección del comedor. Luego se escabulló a toda prisa, deshaciéndose en reverencias y mirando de reojo para asegurarse de que nadie lo atacaba.
Tobias Brogan nunca había asustado a nadie por su tamaño, pero los criados, el personal, la guardia de palacio y los oficiales a medio vestir que se precipitaban al corredor para averiguar la causa de tanto revuelo palidecían al verlo a él: el lord general en persona, el general supremo de la Sangre de la Virtud.
Una palabra suya bastaba para que los poseídos, ya fuesen mendigos o soldados, nobles o incluso reyes, acabaran en la hoguera por sus pecados.