16

Bajo la atenta mirada de Gratch, situado a su espalda, Richard vertió la cera roja a lo largo de la carta doblada. Enseguida dejó a un lado vela y cera, cogió la espada e hincó el mango en la cera para grabar la palabra «VERDAD» trenzada en la empuñadura del arma con hilo de oro. El resultado lo satisfizo; de ese modo Kahlan y Zedd sabrían que la carta era realmente suya.

Egan y Ulic, sentados a los extremos del lago y curvado escritorio, vigilaban la sala vacía como si un ejército fuese a asaltar de un momento a otro el estrado. Los dos descomunales guardias se resistieron a sentarse. Según ellos, estando de pie podrían reaccionar con mayor celeridad a un posible ataque. Richard arguyó que, de producirse un ataque, el millar de soldados que custodiaban la sala fuera armarían bastante jaleo y los alertarían, lo cual les daría tiempo a reaccionar incluso estando sentados para levantarse y desenvainar la espada. Con ese argumento finalmente se sentaron.

Cara y Raina permanecían junto a la puerta. Cuando Richard las invitó también a ellas a tomar asiento, las mord-sith rechazaron la oferta con altaneros resoplidos, diciendo que ellas eran más fuertes que Egan y Ulic y, por tanto, se quedarían de pie. Richard se encontraba justo a mitad de la carta y no quería discutir con ellas, por lo que replicó que, puesto que parecían cansadas y lentas de reflejos, prefería que se quedaran de pie para tener suficiente tiempo de reaccionar si se producía un ataque. Después de eso se sentaron, ceñudas, aunque Richard las sorprendió sonriéndose una a la otra; al parecer, las complacía haber sido capaces de arrastrarlo a su juego.

Con Rahl el Oscuro los límites estaban claramente delimitados: él era el amo y las mord-sith eran sus esclavas. Richard se preguntó si acaso las mord-sith lo estaban probando para determinar los límites y hallar su punto débil. O tal vez era que, sencillamente, se alegraban de seguir los dictados de su propia voluntad y actuar incluso por capricho.

Otra posibilidad era que el juego de las mord-sith fuese una prueba para saber si Richard estaba loco. Las mord-sith eran expertas en probar a la gente, y a Richard lo inquietaba que pudieran considerar que no estaba en sus cabales. Él simplemente hacía lo que debía; no había otro modo.

Ojalá que Gratch no estuviera tan cansado como los demás. Dado que se había reunido con él esa misma mañana, no tenía modo de saber si había dormido lo suficiente, aunque sus ojos verdes relucían con expresión alerta y animada. Los gars solían cazar de noche; tal vez por eso se veía tan despierto. Fuera por lo que fuese, Richard deseó que Gratch estuviera tan descansado como parecía.

— Gratch —le dijo, palmeándole una peluda garra—, ven conmigo.

El gar se puso en pie, desplegó ambas alas y una pata, y cruzó la sala en pos de Richard hasta una de las escaleras cubiertas que conducían a las galerías. Instantáneamente sus cuatro guardaespaldas se pusieron alerta pero Richard les ordenó con gestos que permanecieran en sus sitios. Egan y Ulic obedecieron; las dos mord-sith, no.

Solamente estaban encendidas dos lámparas situadas al pie de la escalera, mientras que el resto era un tenebroso túnel. La escalera desembocaba en una ancha galería, uno de cuyos lados estaba delimitado por una sinuosa baranda de madera de caoba y desde el cual se dominaba la sala, y el otro por el borde inferior de la cúpula. Por encima de una baja vigueta de mármol blanco se abrían ventanas redondas, la mitad de altas que él, dispuestas uniformemente alrededor de la enorme sala. Richard miró por una de las ventanas y comprobó que esa noche nevaba. Podría ser un problema.

La ventana estaba sujeta por la parte inferior mediante una palanca de latón, mientras grandes clavijas la aseguraban en el centro de cada hoja. Probó la palanca y comprobó que giraba suavemente.

— Gratch, quiero que me escuches con mucha atención. Esto es muy importante.

Gratch asintió con expresión seria y concentrada. Las mord-sith contemplaban la escena desde las sombras, casi en lo más alto de la escalera.

Richard extendió una mano y acarició el largo rizo de cabello que Gratch llevaba al cuello sujeto con una correa de cuero, junto con el colmillo de dragón.

— Éste es un mechón de pelo de Kahlan. —Gratch asintió con la cabeza para demostrar que entendía—. Gratch, Kahlan corre peligro. —El gar frunció el entrecejo—. Sólo tú y yo vemos a los mriswith.

Gratch gruñó, se tapó los ojos con las garras y lo miró entre ellas; era su signo para referirse a los mriswith.

— Sí, eso es. Gratch, Kahlan no se da cuenta de su presencia, como podemos hacer tú y yo. Si los mriswith van tras ella, no los verá y la matarán.

Gratch dejó ir un gutural gemido de angustia. Entonces su rostro se iluminó, con una mano asió el mechón de cabello y con la otra se golpeó su poderoso pecho.

Richard no pudo por menos de reír, asombrado ante la capacidad de Gratch para comprender qué quería de él.

— Has adivinado lo que estaba pensando, Gratch. Iría yo mismo a protegerla pero tardaría demasiado tiempo, y es posible que ahora mismo corra peligro. Tú eres grande, pero no lo suficiente para llevarme. Sólo hay una cosa que podemos hacer. Tienes que ir tú para protegerla.

Gratch expresó su conformidad con una amplia sonrisa de impresionantes colmillos. De pronto, se dio cuenta de lo que eso implicaba, porque abrazó a Richard.

— Grrratch quierrrg Raaaach aaarg.

— Yo también te quiero, Gratch —dijo Richard, dándole palmaditas en la espalda. Otra vez ya había enviado lejos a Gratch para salvarle la vida, pero el gar no lo había entendido. Richard le prometió que nunca más volvería a hacerlo. El joven abrazó al gar con fuerza y luego lo apartó.

»Gratch, escúchame. —Los relucientes ojos verdes se anegaban de lágrimas—. Gratch, Kahlan te quiere tanto como yo. Ella quiere que estés con nosotros, del mismo modo que tú quieres estar conmigo. Yo deseo que todos estemos juntos. Me quedaré aquí, esperando, mientras tú vas a protegerla y la traes de vuelta. Entonces todos estaremos juntos —concluyó con una sonrisa y le acarició la espalda.

El gar enarcó sus prominentes cejas en gesto de duda.

— Entonces todos estaremos juntos y tú no tendrás sólo un amigo sino a los dos. Y también a Zedd, mi abuelo. A Zedd le encantará tenerte cerca. —Gratch ya parecía más animado—. Tendrás un montón de amigos con los que luchar.

El gar ya se disponía a abalanzarse sobre él, pero Richard lo mantuvo a distancia. Pocas cosas le gustaban más a Gratch que luchar.

— Gratch, ahora no podemos jugar. Estoy muy preocupado por personas a las que quiero. ¿Lo entiendes? ¿Tendrías tú ganas de divertirte si yo estuviera en peligro y te necesitara?

Gratch se quedó un momento pensativo y negó con la cabeza. Richard volvió a abrazarlo. Cuando se separaron, el gar desplegó las alas con brioso aleteo.

— Gratch, ¿puedes volar con nieve? —El gar asintió—. ¿Y de noche? —Nuevo asentimiento del gar, esta vez acompañado de una dentuda sonrisa.

»Perfecto. Ahora escúchame bien para poder encontrarla. Ya te enseñé los puntos cardinales: norte, sur, etc. Son las direcciones. Bien. Pues Kahlan está en dirección sudoeste. —Richard iba a señalarle la dirección, pero Gratch se le adelantó. Richard se rió—. Muy bien. Está hacia el sudoeste. Se está alejando de nosotros y se dirige a una ciudad. Ella cree que voy a reunirme con ella para ir juntos a esa ciudad, pero no puedo. Debo quedarme aquí. Kahlan tiene que regresar.

»Viaja con otras personas. Hay un anciano de pelo blanco con ella; es Zedd: mi amigo y también mi abuelo. Y muchas otras personas, casi todas soldados. Mucha gente. ¿Entiendes?

Gratch lo miró con una triste expresión ceñuda.

Richard se frotó la frente tratando de olvidar el cansancio y hallar el modo de hacérselo comprender.

— Como hoy —dijo Cara desde el otro lado de la galería—. Como cuando hablabais a toda la gente esta noche.

— ¡Sí! Eso es, Gratch. —Richard señaló hacia el suelo y dibujó un círculo con el dedo—. ¿Recuerdas toda la gente que había allí esta noche, cuando hablaba? Pues más o menos toda esa gente acompaña a Kahlan.

Por fin Gratch indicó con un gruñido que lo había entendido. Aliviado, Richard le palmeó el pecho. Entonces le tendió la carta.

— Tienes que entregarle esta carta para que sepa que tiene que regresar aquí. En ella se lo explico todo. Es muy importante que lea la carta. ¿Entiendes? —Gratch le arrebató la carta con una garra.

»No, no, así no. No puedes llevarla de ese modo. Es posible que necesites usar las garras o que se te caiga y se pierda. Además, se puede mojar con la nieve y Kahlan no podría leerla. —Su voz se fue apagando mientras pensaba en un modo de que Gratch transportara la carta.

— Lord Rahl.

Al volverse Raina le lanzó algo a la mortecina luz. Al atraparlo se dio cuenta de que era la bolsa de piel en la que la carta del general Trimack había viajado desde el Palacio del Pueblo, en D’Hara.

— Gracias, Raina.

La mord-sith sonrió con suficiencia y sacudió la cabeza. Richard metió en la bolsa la carta y con ella sus esperanzas —y las esperanzas de todos—, y luego se la colgó a Gratch de la correa que llevaba al cuello. Gratch gorgoteó de placer al ver aumentar sus tesoros, antes de volver a examinar una vez más el mechón de pelo de Kahlan.

— Gratch, es posible que, por alguna razón, Kahlan no esté con toda esa gente. Pueden pasar muchas cosas antes de que la encuentres, y tal vez te cueste mucho dar con ella.

Contempló a Gratch, que acariciaba el mechón. Lo había visto cazar un murciélago en pleno aire en una noche sin luna. El gar era perfectamente capaz de encontrar a gente en el suelo, pero tenía que reconocer a la gente que buscaba.

— Gratch, tú nunca la has visto pero tiene el pelo muy largo, más largo que la mayoría de las mujeres, y lo sabe todo sobre ti. No se asustará cuando te vea y te llamará por tu nombre. De ese modo sabrás que realmente es ella; porque sabrá cómo te llamas.

Dándose por satisfecho con todas esas instrucciones, Gratch batió las alas y brincó sobre las almohadillas de los pies, impaciente por ponerse en camino y conducir a Kahlan junto a Richard. Éste abrió la ventana. El viento arrastró la nieve al interior. Por última vez los amigos se abrazaron.

— Kahlan lleva dos semanas huyendo de Aydindril y seguirá huyendo hasta que la encuentres. Es posible que te cueste muchos días alcanzarla, pero no te desanimes. Y ve con mucho cuidado; no quiero que te pase nada malo. Quiero que regreses sano y salvo para luchar contigo, querida bestia peluda.

Gratch soltó una risita alegre que, para quien no lo conociera resultaría aterradora, y se subió al alféizar.

— Grrratch quierrrg Raaaach aaarg

— Yo también te quiero, Gratch. Ve con cuidado. Buen viaje. —Richard lo despidió agitando la mano.

Gratch se despidió a su vez y saltó hacia la noche. Aunque el gar desapareció casi al instante, Richard se quedó mirando la fría negrura. De pronto sintió un hondo vacío. Aunque estaba rodeado de gente, no era lo mismo. Esa gente sólo estaba allí porque estaban unidos a él por un vínculo, no porque realmente creyeran en él o en lo que estaba haciendo.

Kahlan llevaba dos semanas huyendo y probablemente el gar tardaría al menos otra semana, quizá dos, en alcanzarla. Seguramente pasaría más de un mes entre que Gratch encontraba a Kahlan y a Zedd, y regresaban a Aydindril. Lo más probable es que en total transcurrieran casi dos meses.

El joven deseaba con tal ansia que sus amigos estuvieran ya con él que sentía un nudo en el estómago. Hacía demasiado tiempo que no se veían. Deseaba que ese sentimiento de soledad desapareciera, y solamente ellos podrían lograrlo.

Richard cerró la ventana, se volvió y se encontró cara a cara con las dos mord-sith.

— Gratch realmente es amigo vuestro —dijo Cara.

Richard se limitó a asentir por temor a prorrumpir en llanto. Antes de dirigirle de nuevo la palabra, Cara lanzó un vistazo a Raina.

— Lord Rahl, lo hemos hablado y hemos decidido que estaríais más seguro en D’Hara. Podemos dejar un ejército aquí para proteger a vuestra reina cuando llegue y escoltarla a D’Hara a reunirse con vos.

— Ya os lo he dicho. Tengo que quedarme aquí. La Orden Imperial pretende conquistar el mundo. Yo soy mago y debo impedirlo.

— Pero si ni siquiera sabéis cómo usar el don. Vos mismo admitisteis que no sabéis nada sobre magia.

— Yo no, pero mi abuelo Zedd sí. Tengo que quedarme aquí hasta que él llegue y me enseñe lo que debo saber para luchar contra la Orden e impedir que conquisten todo el mundo.

Cara desechó tal posibilidad con un gesto de la mano.

— Siempre hay alguien deseoso de mandar sobre quienes aún no mandan. Desde la seguridad de D’Hara podréis dirigir vuestra guerra contra la Orden. Cuando los representantes de los diferentes palacios regresen de sus países para ofreceros la rendición, la Tierra Central será vuestra. Entonces gobernaréis el mundo, sin necesidad de estar en el ojo del huracán. Una vez que todos los países se hayan rendido, la Orden Imperial tendrá los días contados.

— No lo entendéis —replicó Richard, dirigiéndose hacia la escalera seguido de las mord-sith—. No se trata sólo de eso. La Orden Imperial se ha infiltrado en el Nuevo Mundo y ha conseguido aliados.

— ¿El Nuevo Mundo? —inquirió Cara—. ¿Qué es el Nuevo Mundo?

— La Tierra Occidental, de donde yo provengo, la Tierra Central y D’Hara conforman el Nuevo Mundo.

— Conforman el mundo entero —lo corrigió la mord-sith con determinación.

— Hablas como lo haría un pez en un estanque. —Richard descendía la escalera deslizando una mano por la barandilla lisa como la seda—. ¿Crees realmente que el mundo se acaba en lo que ven tus ojos? ¿No ves más allá del estanque? ¿Crees que todo acaba en un océano, una cordillera, un desierto o algo así?

— Sólo los espíritus lo saben. —Cara se detuvo al pie de la escalera y ladeó la cabeza—. ¿Qué creéis vos? ¿Hay otras tierras más allá de las que conocemos? ¿Otros estanques, por ahí, en alguna parte? —La mord-sith trazaba círculos en el aire con su agiel.

Richard alzó los brazos.

— No lo sé. Pero sí sé que hacia el sur comienza el Viejo Mundo.

— En el sur no hay más que tierras yermas —afirmó Raina, cruzándose de brazos.

Richard se dispuso a cruzar la sala.

— En medio de la tierra yerma existía un lugar llamado el valle de los Perdidos dividido en dos, de uno a otro océano, por una barrera denominada las Torres de Perdición. Esas torres fueron erigidas hace tres mil años por magos que poseían un poder inimaginable. Los hechizos de las torres impidieron que en los últimos tres mil años casi nadie pudiera cruzar, por lo que con el tiempo el Viejo Mundo cayó en el olvido.

Cara lo miró con escepticismo, ceñuda. En la bóveda resonaba el ruido de los tres pares de botas.

— Si es así, ¿cómo lo sabéis?

— Porque yo estuve allí, en el Palacio de los Profetas, en una gran ciudad llamada Tanimura.

— ¿De veras? —preguntó Raina. Richard asintió, en vista de lo cual Raina adoptó la misma expresión ceñuda que Cara—. Pero si nadie puede cruzar, ¿cómo lo conseguisteis vos?

— Es una larga historia que básicamente se resume en que esas mujeres, las Hermanas de la Luz me llevaron allí. Nosotros cruzamos porque poseíamos el don, aunque no era lo suficientemente fuerte para atraer el poder destructivo de los hechizos. Nadie más podría haber cruzado, por lo que el Viejo y el Nuevo Mundo permanecieron separados por la magia de las torres.

»Pero ahora la barrera entre ambos mundos ha caído y nadie está a salvo. La Orden Imperial proviene del Viejo Mundo. Están muy lejos, pero vendrán y debemos estar preparados.

— Si esa barrera ha estado ahí desde hace tres mil años, ¿cómo es que ha caído justo ahora? —inquirió Cara con recelo.

Ya habían llegado al estrado. Richard carraspeó y se subió seguido de las mord-sith.

— Bueno, supongo que es culpa mía. Yo destruí la magia de las torres; ya no forman ninguna barrera. Lo que antes era tierra yerma ahora vuelve a ser una tierra de verdes pastos, igual que como lo fue en el pasado.

Las dos mujeres lo evaluaron silenciosamente. Cara inclinó el cuerpo para decir a Raina, como si Richard no estuviera allí:

— Y eso que dice que no sabe cómo usar la magia…

— Así pues, ¿afirmáis que sois vos el culpable de esta guerra? —le preguntó Raina—. ¿Que vos la habéis hecho posible?

— No. Oíd, es una larga historia. —Richard se pasó los dedos por el pelo—. Incluso antes de que la barrera cayera la Orden ya buscaba aliados y había iniciado su guerra. La diferencia es que ahora ya nada los puede detener ni frenar su avance. No los subestiméis. Tienen magos y hechiceras a su servicio. Desean destruir la magia.

— ¿Desean destruir la magia pero emplean a magos y hechiceras? Lord Rahl, eso es absurdo —se mofó Cara.

— Vosotros deseáis que yo sea la magia contra la magia. ¿Por qué? —Richard señaló con el dedo a los dos guardias—. Porque ellos solamente pueden ser el acero contra el acero. A menudo se necesita la magia para destruir la magia.

»Vosotras también tenéis magia. ¿Para qué? ¿Para contrarrestar la magia, acaso? Las mord-sith os apropiáis de la magia de otros y la volvéis contra ellos. Pues lo mismo hace la Orden Imperial; usa la magia para destruir la magia, del mismo modo que Rahl el Oscuro os usaba a vosotras para torturar y matar a los poseedores de magia que se le oponían.

»Repito, tenéis magia y la Orden tratará de eliminaros. Yo tengo magia y también querrán destruirme. También, debido al vínculo, todos los d’haranianos tienen magia. Cuando la Orden se dé cuenta decidirá exterminarlos a todos. Más pronto o más tarde decidirán aplastar a D’Hara del mismo modo que quieren aplastar la Tierra Central.

— Si eso sucede, las tropas de D’Hara los aplastarán a ellos —dijo Ulic a su espalda con la misma confianza de quien afirma que el sol se pondrá también ese día.

— Hasta que yo aparecí, los d’haranianos se unían a ellos y en su nombre aniquilaron Ebinissia. Los d’haranianos de Aydindril obedecían a la Orden Imperial.

Sus cuatro guardaespaldas se quedaron en silencio. Cara tenía la mirada clavada en el suelo. Raina lanzó un descorazonador suspiro. Al fin Cara tomó la palabra, como si pensara en voz alta.

— Es posible que, en plena confusión de la guerra, algunas de nuestras tropas que luchaban lejos de D’Hara notaran que el vínculo se rompía; como lo que sintieron algunos en palacio cuando matasteis a Rahl el Oscuro. En ese caso serían como almas perdidas sin un nuevo amo Rahl que renovara el vínculo. Tal vez se unieron a la Orden Imperial para tener un líder que reemplazara el vínculo perdido. Pero ahora el vínculo vuelve a existir. Tenemos un nuevo amo Rahl.

Richard se dejó caer en la silla de la Madre Confesora.

— Ojalá sea así.

— Razón de más para regresar a D’Hara —insistió Raina—. Debemos protegeros para que podáis seguir siendo el amo Rahl y que nuestro pueblo no se una a la Orden Imperial. Si morís y el vínculo se rompe, el ejército se volverá otra vez en masa hacia la Orden en busca de guía. Dejemos que la Tierra Central libre sus propias batallas. ¿Por qué tenemos nosotros que salvarlos de ellos mismos?

— Porque, en ese caso, toda la Tierra Central caería bajo la espada de la Orden Imperial —respondió Richard con voz calma—. Todo el mundo sería tratado como Rahl el Oscuro os trató a vosotras. Nadie volvería nunca a ser libre. Mientras quede una posibilidad de detenerlos no podemos permitir que eso suceda. Y debe ser ahora, antes de que se hagan más fuertes en la Tierra Central.

Cara miró al techo.

— Que los espíritus nos libren de un hombre con una causa justa. No sois vos quien debe guiarlos.

— Si no lo hago yo, al final todo el mundo quedará sometido a una sola ley: la ley de la Orden Imperial. Todo el mundo será su esclavo para siempre jamás, pues los tiranos jamás se cansan de ejercer su tiranía.

Se produjo un sonoro silencio. Richard apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Estaba tan cansado que no se veía capaz de mantener los ojos abiertos mucho tiempo más. No entendía por qué se molestaba en tratar de convencerlas cuando, al parecer, ni entendían ni les importaba lo que él trataba de hacer.

Cara se apoyó en la mesa y se pasó una mano por la cara antes de decir:

— No queremos perderos, Lord Rahl. No queremos vivir de nuevo como antes— La voz de la mord-sith sonaba como si estuviera al borde de las lágrimas—. Nos gusta poder hacer cosas simples, como por ejemplo bromear y reír. Antes nunca se nos permitía. Vivíamos con el constante temor de que si decíamos algo equivocado nos ganaríamos una paliza o algo peor. Ahora que hemos conocido otra cosa no queremos perderlo. Si sacrificáis vuestra vida por la Tierra Central, lo perderemos.

— Cara… todos vosotros, escuchadme bien. Si no hago esto, al final ocurrirá lo que dices. ¿Es que no lo veis? Si no unimos todas las tierras bajo un mando fuerte, bajo una ley justa y un único líder, la Orden Imperial lo conquistará todo, trozo a trozo. Una vez que la Tierra Central haya caído bajo su sombra, esa sombra se irá arrastrando sigilosamente hasta D’Hara y, al final, el mundo entero quedará sumido en las tinieblas. No hago esto porque quiera, sino porque me doy cuenta de que tengo una oportunidad de éxito. Pero si no lo intento, no tendré adónde huir; al final me encontrarán y me matarán.

»Mi objetivo no es conquistar y gobernar; yo solamente deseo llevar una vida tranquila. Quiero una familia y vivir en paz.

»Por eso debo demostrar a los países que forman la Tierra Central que somos fuertes y que no consentiremos ni favoritismos ni rencillas, que no seremos una alianza de diferentes tierras que se unen solamente cuando es conveniente, sino que realmente estamos siempre unidos. Deben confiar en que defenderemos lo que es justo, para que no teman unirse a nosotros, para que sepan que también hay lugar para ellos y se alegren de saber que si desean luchar por la libertad, no estarán solos. Debemos ser una fuerza sólida y que merezca confianza, para que no teman rendirse a nosotros.

Sobrevino un gélido silencio. Richard cerró los ojos y recostó de nuevo la cabeza en el respaldo. Creían que estaba loco. Era inútil. Tendría que empezar a darles órdenes sin preocuparse de si les gustaban o no, y mucho menos si les importaba.

— Lord Rahl —dijo al fin Cara. Richard abrió los ojos y la vio de pie, de brazos cruzados y una adusta expresión en la cara—. No pienso cambiar los pañales de vuestro hijo, ni bañarlo, ni hacerlo eructar, ni mucho menos entretenerlo con estúpidos sonidos.

Richard volvió a cerrar los ojos y a apoyar la cabeza, riendo para sí. Se vio a sí mismo en la Tierra Occidental antes de que todo eso empezara. Un día, la comadrona había reclamado a Zedd con urgencia. Elayne Seaton, una joven no mucho mayor que Richard, se había puesto de parto de su primer hijo pero la cosa iba mal. La fornida comadrona había hablado en susurros con Zedd, dándole la espalda a Richard.

Por aquel entonces él aún no sabía que Zedd era su abuelo, aunque ya era su mejor amigo. Tampoco tenía ni idea —ni él ni nadie— de que Zedd fuese mago. Para todo el mundo Zedd era simplemente el viejo Zedd, alguien capaz de leer las nubes y que poseía considerables conocimientos acerca de las cosas más sencillas y más extraordinarias: hierbas raras y enfermedades, cómo curar, la procedencia de las nubes de lluvia, dónde cavar un pozo y cuándo empezar a cavar una tumba, y también sabía de partos.

Richard conocía a Elayne. La joven le había enseñado a bailar para poder invitar a una muchacha en el festival de verano. Richard deseaba aprender pero lo asustaba la perspectiva de sostener a una mujer en sus brazos por miedo a hacerle daño. Todo el mundo le decía siempre que era muy fuerte y que debía ir con mucho cuidado para no hacer daño a nadie. Cuando cambió de idea y dio una excusa a Elayne, ella se rió, lo tomó en sus brazos y empezó a dar vueltas con él por la habitación mientras tarareaba una alegre tonada.

Aunque apenas sabía nada del asunto de dar a luz, por lo poco que sabía no deseaba acercarse a casa de Elayne hasta que no acabara. Así pues, se dirigió a la puerta para dar un paseo en dirección contraria.

Pero Zedd cogió su bolsa de hierbas y pociones, agarró a Richard por el brazo y le dijo:

— Ven conmigo, muchacho. Es posible que te necesite. —Por mucho que Richard insistió en que él en nada podría ayudar, cuando a Zedd se le ponía algo en la cabeza era más terco que una mula—. Nunca se sabe, Richard. Es posible incluso que aprendas algo —le dijo mientras lo empujaba por la puerta.

El marido de Elayne, Henry, estaba fuera con otros hombres cortando hielo para las posadas y, debido al mal tiempo, no había regresado aún de realizar sus entregas a las ciudades vecinas. Había varias mujeres en la casa; todas junto a Elayne. Zedd le pidió que alimentara el fuego y calentara agua, y que se lo tomara con calma, pues la cosa iba para largo.

Richard se sentó en la fría cocina, con el sudor que le goteaba del cabello, mientras oía los gritos más horripilantes que había oído en toda su vida. También se oían palabras ahogadas de aliento de la comadrona y de las otras mujeres, aunque lo que predominaban eran los gritos. El joven echó leña al fuego y fundió nieve en una gran tetera para tener una excusa para salir afuera. Entonces se dijo que Elayne y Henry, con el nuevo bebé y todo lo demás seguramente necesitarían más leña, por lo que cortó una gran pila. Pero de nada sirvió. Seguía oyendo los gritos de Elayne. Lo que realmente le impresionaba no era que fuesen gritos de dolor, sino que eran gritos de auténtico pánico.

Richard sabía que Elayne iba a morir. La comadrona no habría ido en busca de Zedd si la cosa no fuese muy grave. Él nunca había visto a una persona muerta y no quería que la primera fuese Elayne. Recordaba sus risas cuando lo enseñó a bailar. Él se pasó todo el tiempo ruborizado pero ella fingió no darse cuenta.

Entonces, mientras estaba sentado a la mesa mirando al vacío y pensando que el mundo era un lugar terrible, sonó un último grito, el más terrible de todos y que le produjo un escalofrío que le recorrió la columna. Le siguió un silencio de desamparo. Richard cerró los ojos con fuerza en el pesado silencio, conteniendo las lágrimas.

Sería casi imposible cavar una tumba en el suelo helado, pero se prometió a sí mismo que lo haría por Elayne. No quería que su cuerpo congelado permaneciera en el cobertizo del sepulturero hasta la primavera. Él era fuerte y lo conseguiría aunque eso le costara un mes. Elayne le había enseñado a bailar.

La puerta se abrió con un crujido y por ella salió Zedd con algo en brazos.

— Richard, ven aquí. Toma —le entregó un bebé cubierto de sangre, con diminutos brazos—. Lávalo con cuidado.

— ¿Qué? Pero ¿cómo lo hago? —balbució Richard.

— ¡Con agua caliente! —bramó Zedd—. Cáspita, muchacho, has calentado agua, ¿verdad? —Richard señaló algo con el mentón—. No, no, está demasiado caliente. Tiene que estar tibia. Luego envuélvelo en esas mantas y llévalo al dormitorio.

— Pero Zedd… las mujeres. Deberían hacerlo ellas, no yo. Por todos los espíritus, ¿no puede hacerlo una mujer?

Zedd, su blanca cabellera desgreñada, lo miró con un solo ojo.

— Si quisiera que lo hicieran las mujeres, muchacho, ya se lo habría pedido, ¿no crees?

Luego, con un revoloteo de su túnica, desapareció cerrando de un portazo la puerta del dormitorio. Richard no se atrevía ni a moverse por miedo a aplastar al bebé. Era tan pequeño, que le costaba creer que fuese real. Entonces algo ocurrió, Richard empezó a sonreír. Era una persona, un espíritu nuevo en el mundo. Sostenía magia.

Cuando llevó a aquella pequeña maravilla al dormitorio después de haberla bañado y envuelto en mantas, a punto estuvo de romper a llorar al ver a Elayne viva. Las piernas le temblaban tanto que apenas le sostenían.

— Elayne, desde luego sabes bailar —fue todo lo que se le ocurrió en esos momentos—. ¿Cómo has podido hacer algo tan maravilloso? —Las mujeres que rodeaban el lecho lo miraron como si fuera tonto.

Pese a estar exhausta Elayne le sonrió.

— Un día tendrás que enseñar a Bradley a bailar, ojos brillantes. —La joven le tendió los brazos y su sonrisa se hizo más amplia cuando Richard depositó suavemente en ellos al niño.

— Bueno, muchacho, parece que al final lo conseguiste —comentó Zedd—. ¿Has aprendido algo?

Ahora Bradley debía de tener ya diez años y lo llamaba tío Richard.

Tras rememorar ese episodio, Richard escuchó el silencio de la sala y reflexionó sobre las palabras de Cara.

— Sí, lo harás —dijo al fin dulcemente—. Aunque tenga que ordenártelo, lo harás. Quiero que sientas la maravilla de sostener en tus brazos una nueva vida, un nuevo espíritu, una magia muy distinta del agiel que llevas a la muñeca. Lo bañarás, lo vestirás y le harás eructar para que te des cuenta de que el mundo también necesita de tu ternura, para que sepas que yo te confío el cuidado de mi propio hijo. Y le dirigirás absurdos sonidos para que rías con la esperanza del futuro y tal vez olvides que en el pasado mataste a otras personas.

»Aunque no comprendas nada más, espero que al menos entiendas esta razón para hacer lo que hago.

Dicho esto se relajó en la silla y aflojó los músculos por primera vez en horas. El silencio zumbaba en sus oídos. Pensó en Kahlan y dejó que su mente vagara.

— Si os matan en vuestro empeño por gobernar el mundo, yo misma os romperé todos los huesos del cuerpo —susurró Cara entre lágrimas. Su quedo susurro apenas fue audible en la enorme sala y en el sepulcral silencio.

Richard notó cómo sus labios esbozaban una sonrisa. En la oscuridad de sus párpados cerrados revoloteaban oscuros trazos de color.

Era plenamente consciente de la silla en la que estaba sentado: la silla de la Madre Confesora, la silla de Kahlan. Desde ella Kahlan había gobernado la Tierra Central. Richard notaba los ojos de la primera Madre Confesora y de su mago clavados en él, sentado en aquel sitial de honor después de haber exigido la rendición de la Tierra Central y haber sellado el final de una alianza que ellos forjaron con la esperanza de lograr una paz eterna.

Él se había metido en esa guerra para ayudar a la causa de la Tierra Central. Pero ahora estaba al mando de su antiguo enemigo y había colocado la espada en la garganta de sus aliados.

En un solo día había puesto el mundo del revés.

Aunque sabía que estaba rompiendo la alianza por razones justas, le angustiaba imaginarse qué pensaría Kahlan. Ella lo amaba y lo entendería. Tenía que entenderlo.

Queridos espíritus, ¿qué pensaría Zedd?

Sus brazos reposaban justo donde habían descansado los de Kahlan. Richard se imaginó que lo abrazaba como la noche anterior en aquel lugar situado entre los mundos. Nunca se había sentido tan feliz como esa noche, ni tan amado.

Le pareció oír que alguien le recomendaba que se buscara una cama, pero él ya estaba dormido.

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