20

Qué alivio estar por fin solo. Estaba harto de gente preparada para saltar a la menor orden suya. Aunque había tratado de que los soldados se sintieran cómodos a su lado, le tenían miedo, como si lo creyeran capaz de fulminarlos con un rayo mágico si no daban con el rastro de Brogan. Después de cuatro días se relajaron un poco, aunque seguían sin apartar la vista de él por si se le ocurría murmurar una orden. A Richard lo irritaba estar rodeado de personas que le tenían pavor.

La cabeza no dejaba de darle vueltas mientras daba buena cuenta del estofado. Aunque no estuviera hambriento, lo hubiera encontrado delicioso; no estaba recién hecho pero se había cocido a fuego lento, lo cual le había conferido la rica combinación de sabores que ningún ingrediente, excepto el tiempo, podía aportar.

Al alzar la vista de la taza de té, vio a Berdine en el umbral. Inmediatamente sus músculos se tensaron. Antes de ordenarle que se marchara, la mujer tomó la palabra:

— La duquesa Lumholtz de Kelton está aquí para ver a lord Rahl.

Richard se tragó un trozo de estofado que se le había quedado entre dos dientes, con la mirada clavada en los ojos de la mord-sith.

— No me interesa recibir a peticionarios.

Berdine avanzó resueltamente hasta la mesa y se echó la trenza de ondulados cabellos castaños sobre un hombro.

— A ella la veréis.

Con la punta de los dedos Richard palpó las muescas y los arañazos del mango de madera de nogal del cuchillo que llevaba al cinto. Los conocía al dedillo.

— Los términos de la rendición no son discutibles.

Berdine apoyó los nudillos en la mesa y se inclinó hacia él. El agiel sujeto con una cadena a la muñeca de la mord-sith rodó alrededor de sus manos. Los azules ojos de Berdine despedían heladas llamas.

— A ella la veréis.

Richard notó que se acaloraba.

— Ya he dado una respuesta. No pienso cambiar de opinión.

Pero la mujer no dio su brazo a torcer.

— Y yo he dado mi palabra de que la recibiríais. Y la recibiréis.

— Lo único que pienso oír de los representantes de Kelton es su declaración de rendición incondicional.

— Y eso es lo que oiréis —dijo una melodiosa voz desde la entrada—. Os agradecería que me escucharais. No he venido a proferir amenazas, lord Rahl.

En aquel suave y humilde tono de voz Richard percibió vacilación y miedo, lo cual despertó su simpatía.

— Haz pasar a la dama… —ordenó a Berdine, mirándola con dureza—… y luego cierra la puerta y vete a la cama. —Su voz decía claramente que era una orden y que no toleraría desobediencias.

Sin demostrar ninguna emoción, Berdine fue hasta la puerta y extendió un brazo en gesto de invitación. Cuando el cálido resplandor del fuego iluminó a la duquesa, Richard se levantó. Berdine le dirigió una mirada vacía y cerró dando un portazo, pero él apenas lo notó.

— Duquesa Lumholtz, por favor, pasad.

— Gracias por recibirme, lord Rahl.

El joven se quedó un momento mudo contemplando los dulces ojos castaños de la mujer, sus sensuales labios rojos y aquella rizada melena de pelo negro que enmarcaba un rostro perfecto y resplandeciente. Richard sabía que en la Tierra Central la longitud del pelo en una mujer denotaba su posición social. La larga y abundante melena de la duquesa indicaba una posición preeminente. Solamente había visto a una reina con un pelo tan largo y, por encima de ella, la Madre Confesora.

Se sentía aturdido pero inspiró y de pronto recordó las buenas maneras.

— Venid, dejad que os ofrezca una silla.

No recordaba que la duquesa tuviese ese aspecto ni que poseyera una elegancia tan pura y cautivadora, aunque, desde luego, no la había visto tan de cerca. La recordaba como una mujer ostentosa, demasiado enjoyada y maquillada. No iba vestida como ahora con un sencillo y delicado vestido de seda rosa que moldeaba suavemente su figura, realzando sus voluptuosas formas, y cogido justo debajo de los senos.

Al pensar en su último encuentro se le escapó un gruñido.

— Duquesa, lamento mucho las crueles palabras que os dirigí en la cámara del consejo. ¿Podréis llegar a perdonarme? Debería haberos escuchado; vos fuisteis la única que trató de advertirme sobre el general Brogan.

Al mencionar ese nombre le pareció percibir un destello de terror en los ojos femeninos, pero desapareció tan rápidamente que no podía estar seguro.

— Soy yo quien debería pediros perdón, lord Rahl. Fue imperdonable interrumpiros delante de todos los representantes allí congregados.

Richard negó con la cabeza.

— No, no, vos sólo tratabais de advertirme sobre ese hombre, y ha resultado que teníais toda la razón. Ojalá os hubiera escuchado.

— Me equivoqué al hablaros como lo hice. —Una recatada sonrisa embelleció aún más su rostro—. Pero sois tan galante que queréis disculparme.

Richard se ruborizó al oírse llamar «galante». El corazón le latía con tanta fuerza que temía que ella reparase en que las venas del cuello le palpitaban. Por alguna razón se imaginó que con los labios le apartaba suavemente ese mechón de sedoso pelo que le colgaba delante de su encantadora oreja. Le dolía apartar su mirada de ella.

En lo más profundo de su mente sonó una vocecilla de alarma, pero quedó sepultada bajo la avalancha de cálidas sensaciones. Con una mano agarró la silla gemela a la que él ocupaba, la colocó delante de la mesa y con un gesto la invitó a sentarse.

— Sois muy amable —balbució la duquesa—. Os ruego que me perdonéis si me falla la voz. Estos últimos días han sido muy duros. —Avanzó hasta colocarse frente a la silla, alzó la vista, y sus miradas quedaron de nuevo prendidas—. Y también estoy un poco nerviosa. Nunca había estado en presencia de un hombre tan importante como vos, lord Rahl.

Richard parpadeó, incapaz de apartar la mirada de los ojos de la mujer, aunque él creía que lo estaba intentando.

— No soy más que un guía de bosque que se encuentra muy lejos de su hogar.

La duquesa lanzó una suave y acariciante risa que convirtió el estudio en un lugar acogedor y confortable.

— Vos sois el Buscador de la Verdad, el Señor de D’Hara. —La expresión de la mujer pasó de diversión a reverencia—. Tal vez, un día, lleguéis a gobernar el mundo.

Richard se encogió de hombros.

— Yo no quiero gobernar nada; es sólo que… —Seguramente parecía un necio—. Os ruego que toméis asiento, milady.

La duquesa esbozó de nuevo una sonrisa radiante y cálida, tan llena de ternura y encanto que Richard se descubrió incapaz de apartar los ojos de ella. Incluso sentía en su cara la dulce calidez de su aliento.

La duquesa le devolvió la mirada.

— Perdonad mi descaro, lord Rahl, pero debo deciros que vuestra mirada vuelve a las mujeres locas de deseo. Apuesto a que rompisteis el corazón de todas las presentes en la sala del consejo. La reina de Galea es una mujer muy afortunada.

— ¿Quién decís?

— La reina de Galea. Vuestra futura esposa. La envidio.

Mientras la mujer se sentaba delicadamente en el borde de la silla Richard le dio momentáneamente la espalda, inspiró hondo para tratar de aclararse la mente y luego fue a sentarse en su silla, al otro lado de la mesa.

— Duquesa, siento mucho la muerte de vuestro esposo.

Ella desvió la mirada.

— Gracias, lord Rahl, pero no debéis preocuparos por mí; yo no lamento su muerte. No me mal interpretéis, no le deseaba ningún mal, pero…

Richard notó cómo le ardía la sangre.

— ¿Os hizo daño?

Cuando la duquesa se encogió significativamente de hombros y le hurtó la mirada, Richard tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no cogerla entre sus brazos y consolarla.

— El duque tenía muy mal carácter. —Con sus gráciles dedos se acariciaba el borde de suave y brillante piel de armiño del vestido—. Pero no era tan malo como parece. Apenas lo veía, pues tenía múltiples amantes.

— ¿Os abandonaba para irse con otras mujeres? —inquirió Richard, absolutamente atónito. Ella se lo confirmó con un renuente asentimiento.

— Fue un matrimonio de conveniencia. Aunque él era de sangre noble, se casó conmigo para mejorar su posición y convertirse en duque.

— ¿Y qué ganasteis vos?

Los rizos que le enmarcaban el rostro oscilaron por delante de sus mejillas cuando alzó la mirada hacia él.

— Mi padre ganó un despiadado yerno que administrara las propiedades familiares y, al mismo tiempo, se libró de una hija inútil.

— ¡No digáis tal cosa de vos! —exclamó Richard, poniéndose casi en pie—. De haberlo sabido, habría dado una lección al duque que… Perdonad mi osadía, duquesa —se disculpó, y se sentó de nuevo.

Lentamente ella se humedeció la comisura de los labios con la lengua.

— Si os hubiese conocido cuando me golpeaba, tal vez me habría atrevido a suplicaros protección.

¿Golpearla? Ojalá hubiese estado allí para impedirlo.

— ¿Por qué no lo abandonasteis? ¿Por qué lo soportasteis?

— Era mi deber. —Los ojos de la duquesa se fijaron en las débiles llamas que ardían en el hogar—. Soy la hija del hermano de la reina. El divorcio no está permitido entre la realeza. —De repente se sonrojó—. Os estoy incomodando con mis insignificantes problemas. Perdonadme, lord Rahl. Hay personas con problemas mucho más graves que un esposo infiel que pierde fácilmente los estribos. No soy una mujer desgraciada. Las responsabilidades hacia mi pueblo me mantienen ocupada.

»¿Podría tomar un sorbo de té? Se me ha quedado la garganta seca por miedo a pensar que vos… —Nuevamente se ruborizó—… que me cortaríais la cabeza por presentarme contraviniendo vuestras órdenes.

Richard se levantó al punto.

— Ahora mismo ordeno que os traigan té caliente.

— No, por favor, no quiero causaros molestias. Me basta con un sorbo, de verdad.

Inmediatamente el joven le ofreció su taza y contempló cómo los labios femeninos se ceñían al borde de la taza. Posó la mirada en la bandeja para tratar de pensar en asuntos de estado.

— ¿Para qué queríais verme, duquesa?

Tras beber un sorbo, dejó la taza sobre la mesa y le dio la vuelta para que el asa quedara apuntando a Richard, tal como estaba antes. En el borde se apreciaba una tenue marca de carmín.

— Se trata de esas responsabilidades de las que os hablaba. Veréis, la reina se hallaba en su lecho de muerte cuando el príncipe Fyren fue asesinado, y poco después murió. Aunque el príncipe tenía incontables bastardos, no estaba casado, por lo que murió sin dejar un heredero legítimo.

Richard jamás había visto unos ojos de un castaño tan suave.

— No soy un experto en temas de la realeza, duquesa. Me temo que no os sigo.

— Bueno, lo que trato de decir es que ahora que la reina y que su único descendiente han muerto, Kelton no tiene monarca. Puesto que soy hija del hermano de la reina, ya fallecido, yo soy la siguiente en la línea de sucesión al trono. No es preciso enviar ningún mensaje a Kelton para exigir la rendición.

Richard debía hacer verdaderos esfuerzos para escucharla y no quedarse embobado contemplando sus labios.

— ¿Me estáis diciendo que el poder de rendir Kelton está en vuestras manos?

— Exactamente, Vuestra Eminencia.

Las orejas se le pudieron coloradas al oírse llamar de ese modo. Para tratar de ocultar su rubor, cogió la taza. Sin darse cuenta posó los labios exactamente donde la duquesa había dejado la marca y notó un delicioso sabor. Mantuvo los labios en el borde de la taza mientras notaba la agradable y dulce calidez del líquido que se deslizaba por la lengua. Finalmente, con trémula mano dejó de nuevo la taza sobre la bandeja de plata y se frotó las sudorosas manos contra las rodillas.

— Duquesa, ya oísteis lo que tenía que decir. Luchamos por la libertad. Si os rendís a nosotros, no perderéis nada, sino que ganaréis. Por ejemplo, según nuestra ley sería un crimen que un hombre maltrate a su esposa, tal como lo sería que atacara a un desconocido en la calle.

— Lord Rahl —replicó ella con una sonrisa que contenía un suave reproche—, no estoy convencida de que lleguéis a tener el poder suficiente para proclamar tal ley. En algunos lugares de la Tierra Central se acepta incluso que el hombre mate a su mujer si ella lo provoca. La libertad simplemente otorgaría la misma licencia a hombres de otros lugares.

— Hacer daño a un inocente, sea quien sea, está mal. La libertad no da carta blanca para cometer acciones injustas. No es justo que los habitantes de un país deban sufrir actos que en un país vecino se consideran un crimen. Cuando estemos todos unidos no se darán tales injusticias. Todos tendrán las mismas libertades y los mismos deberes, todos vivirán bajo una ley justa.

— No podéis creer que simplemente por prohibir determinadas costumbres éstas se abandonarán.

— La ética viene de arriba, como entre padres e hijos. El primer paso debe ser proclamar leyes justas y demostrar que todos debemos respetarlas. Es imposible acabar con una injusticia si no se castiga, pues de otro modo prolifera hasta que la anarquía se impone bajo el disfraz de la tolerancia y la comprensión.

Los dedos de la duquesa se acariciaban la suave depresión en la base del cuello.

— Lord Rahl, vuestras palabras me llenan de esperanza por el futuro. Rezo a los buenos espíritus para que tengáis éxito.

— ¿Entonces os uniréis a nosotros? ¿Rendiréis Kelton?

La mujer alzó hacia él sus tiernos y suplicantes ojos castaños.

— Hay una condición.

Richard tragó saliva.

— He jurado que no habría condiciones. Todos serán tratados del mismo modo; ya lo dije. ¿Cómo puedo prometer ser equitativo si rompo mi palabra y violo mis principios?

— Comprendo —replicó la duquesa en un susurro apenas audible. Sus ojos se revistieron de temor—. Perdonadme por tratar egoístamente de ganar algo para mí. Un hombre tan honrado como vos no puede comprender que una pobre mujer como yo pueda caer tan bajo.

Richard sintió el impulso de clavarse su propio puñal por haber sido capaz de asustarla.

— ¿Qué condición es ésa?

La mujer clavó la mirada en las manos que reposaban en su regazo.

— Después de escuchar vuestro discurso, mi marido y yo casi habíamos llegado a nuestro palacio cuando… —Hizo una mueca y tragó saliva—. Casi habíamos llegado sanos y salvos cuando ese monstruo nos atacó. Ni siquiera lo vi llegar. Caminaba cogida del brazo de mi esposo, vi el relampagueo del acero y… —se le escapó un gemido. Richard se contuvo para no levantarse de su asiento—. Vi cómo las entrañas de mi marido se derramaban al suelo ante mis ojos. El cuchillo de triple hoja que lo mató me rozó la manga.

— Duquesa, lo sé. No hay necesidad de…

La mujer alzó una trémula mano implorando silencio para acabar. Se levantó la manga de seda del vestido para mostrarle tres cortes en el antebrazo. Era la marca del cuchillo de un mriswith. Nunca había deseado con tanta ansia saber cómo usar su don para curar. Hubiera hecho cualquier cosa para borrar de su brazo esos feos cortes enrojecidos.

Como si leyera la preocupación en sus ojos, la duquesa se bajó la manga.

— No es nada. En pocos días curarán. Pero lo que me hizo aquí —dijo, dándose golpecitos en el pecho entre los senos— no curará. Mi marido era un avezado espadachín, pero ante ese monstruo estaba tan indefenso como yo. Nunca olvidaré el tacto de su cálida sangre en mi vestido. Me avergüenza confesar que no pude dejar de gritar hasta que me arranqué el vestido y me limpié la sangre del cuerpo. Por miedo a despertarme y creer que sigo llevándolo desde entonces tengo que dormir desnuda.

Richard deseó que hubiese usado palabras que no crearan en su mente una imagen tan explícita. En un intento por apartar los ojos del vestido de seda de la mujer, que subía y bajaba, quiso dar un sorbo del té pero se encontró con la marca de sus labios. Se secó una gota de sudor de detrás de la oreja.

— ¿Y esa condición?

— Perdonadme, lord Rahl. Sólo quería que comprendierais mi miedo, y así juzgar mi condición. Estaba tan asustada… —Se abrazó ella misma, con lo que el vestido formó pliegues entre sus comprimidos senos.

Richard posó la mirada en la bandeja de la cena mientras se frotaba la frente con la yema de los dedos.

— Comprendo. ¿Cuál es la condición?

— Rendiré Kelton si me ofrecéis vuestra protección personal —declaró al fin, armándose de valor.

— ¿Cómo?

— Vos matasteis a esos monstruos. Se comenta que sólo vos sois capaz de acabar con ellos. Tengo un miedo atroz. Si me pongo de vuestro lado, es posible que la Orden envíe a esos monstruos contra mí. Si me permitís quedarme aquí, bajo vuestra protección, hasta que el peligro haya pasado Kelton es vuestro.

Richard se inclinó hacia adelante.

— ¿Sólo queréis sentiros segura?

La duquesa asintió con un leve estremecimiento, como si temiera que le cortara la cabeza por lo que iba a decir a continuación:

— Deseo un dormitorio junto al vuestro para que, si grito, podáis acudir en mi ayuda enseguida.

— Y…

— Y… —finalmente reunió suficiente coraje para mirarlo a los ojos— nada más. Ésa es la condición.

Richard se echó a reír. El peso de la ansiedad que le ahogaba en el pecho desapareció como por ensalmo.

— ¿Sólo deseáis estar protegida del mismo modo que mis guardaespaldas me protegen a mí? Duquesa, eso no es una condición; es un simple favor. Es perfectamente razonable que deseéis protección frente a nuestros despiadados enemigos. Deseo concedido. Yo me alojo en las habitaciones de los invitados, en esa ala de ahí. —Señaló con un dedo—. Todas están vacías. Como aliada, sois una honorable huésped y podéis elegir la que deseéis, por ejemplo la contigua a la mía, si eso os hace sentir más segura.

La mujer esbozó tan radiante sonrisa que, en comparación, sus anteriores sonrisas ni siquiera merecían tal nombre. Con las manos cruzadas sobre el pecho, lanzó un hondo suspiro como si acabara de liberarse de la peor de sus pesadillas.

— Oh, lord Rahl, muchas gracias.

— Mañana temprano una delegación escoltada por tropas nuestras partirá hacia Kelton. Vuestras fuerzas se pondrán a nuestras órdenes.

— A vuestras… sí, naturalmente. Mañana. Escribiré una carta y los nombres de todos los oficiales que deben ser informados. A partir de ahora Kelton es parte de D’Hara. —Al humillar la cabeza, sus oscuros rizos le acariciaron las sonrosadas mejillas—. Es un honor ser los primeros. Kelton. Luchará por la libertad.

Richard suspiró a su vez.

— Gracias, duquesa… ¿o debería llamaros reina Lumholtz?

Ella se recostó en la silla con las muñecas sobre los reposabrazos y las manos colgando.

— Ni una cosa ni la otra. —Una pierna se deslizó hacia arriba al cruzarla sobre la otra—. Llamadme Cathryn, lord Rahl.

— Cathryn pues, y por favor, llámame Richard. Para ser sincero empiezo a estar cansado de que todo el mundo me llame… —Tan embebido estada en sus ojos que olvidó lo que iba a decir.

Con una coqueta sonrisa la duquesa echó el cuerpo hacia adelante, colocando uno de sus senos sobre la mesa. Richard se dio cuenta de que volvía a estar sentado en el borde de la silla, mientras contemplaba cómo Cathryn jugueteaba con un oscuro rizo. Tratando de controlarse, clavó los ojos en la bandeja de comida.

— Muy bien, Richard —dijo con una risita. Fue un sonido en absoluto infantil sino ronco y femenino al mismo tiempo, en absoluto propio de una dama. Richard contuvo la respiración para no lanzar un sonoro suspiro—. No sé si podré acostumbrarme a tratar con tanta familiaridad al mismísimo amo de D’Hara.

— Sólo es cuestión de práctica, Cathryn —respondió él, risueño.

— Sí, práctica —dijo ella entrecortadamente, y se sonrojó—. Ya me vuelve a pasar. Ante esos preciosos ojos grises que tienes una mujer se olvida de todo. Será mejor que te deje terminar la cena antes de que se enfríe. Hummm —los ojos de la mujer se fijaron en la bandeja que había entre ellos—, parece delicioso.

Richard se puso de pie de un salto.

— Enseguida te pido algo.

La duquesa se alejó del borde de la mesa y apoyó de nuevo los hombros contra el respaldo de la silla.

— No, no —protestó—. Eres un hombre muy ocupado y ya te he molestado bastante.

— No me molestas. Simplemente estaba comiendo algo antes de acostarme. Al menos acompáñame mientras como y comparte parte de la cena. No me lo podré acabar todo; sería un desperdicio tirarlo.

Nuevamente el cuerpo de la duquesa se ciñó a la mesa.

— Bueno, realmente es muy abundante y… si no te lo vas a acabar todo… picaré un poco.

— Perfecto —sonrió Richard—. ¿Qué prefieres: estofado, huevos picantes, arroz, cordero?

Ante la palabra «cordero», la mujer emitió un gutural murmullo de placer. Inmediatamente Richard le ofreció el plato blanco con el borde dorado. Él no tenía ninguna intención de comerse el cordero; desde que se le había despertado el don le repelía la carne. Estaba relacionado con la magia o, tal como las Hermanas le habían dicho, «toda magia debe estar en equilibrio». Puesto que él era un mago guerrero tal vez no podía comer carne para compensar por las muertes que en ocasiones provocaba.

Asimismo le ofreció tenedor y cuchillo. Pero ella, sonriendo, cogió la chuleta con los dedos.

— Según un dicho kelta, si algo es bueno, nada debe interponerse entre tú y la experiencia.

— En ese caso, espero que sea bueno —se oyó decir a sí mismo Richard. Por primera vez en días no se sentía solo.

Con sus ojos castaños prendidos en el joven lord, la duquesa se apoyó sobre los codos y dio un mordisquito a la carne. Embelesado, Richard esperó.

— Y bien… ¿está bueno?

Por repuesta ella miró al techo y luego cerró los ojos mientras encorvaba los hombros y lanzaba un gemido de éxtasis. Entonces abrió los ojos y restableció la tórrida comunicación. Su boca rodeó la carne y con sus perfectos dientes blancos dio un buen mordisco. Tenía los labios brillantes. Richard pensó que jamás había visto a nadie masticar tan lentamente.

El joven partió el tierno pan en dos y le ofreció la parte untada con más mantequilla. Usando la corteza como cuchara, cogió arroz sin salsa marrón y se lo llevó a la boca. Antes de comerlo se detuvo para contemplar cómo la mujer lamía la mantequilla del pan y ronroneaba de gusto.

— Me encanta notarla tan suave y resbaladiza en la lengua —le explicó en apenas un susurro. Sus refulgentes dedos dejaron caer sobre la bandeja el trozo de pan.

Mientras recorría el hueso con los dientes, apurando los restos de carne, no apartó ni por un momento los ojos de él. Dejó el hueso pelado. Richard seguía con el pedazo de pan frente a la boca.

— Es lo mejor que he comido nunca —declaró la duquesa, y se relamió.

Richard se percató de que sus dedos estaban vacíos. Creyó que se había comido el arroz hasta que vio el pegote blanco en la bandeja; se le había caído.

Cathryn cogió un huevo, lo rodeó con sus rojos labios y se comió la mitad.

— Hummm. Exquisito. Toma, pruébalo —le ofreció, acercándole a los labios la otra mitad por el extremo redondeado.

En la lengua sintió un fuerte sabor picante así como la superficie sedosa, flexible y elástica del huevo. Ella lo empujó con un solo dedo. O masticaba o se ahogaba. Richard decidió masticar.

— ¿Qué tenemos aquí? —preguntó la duquesa, fijando su atención en la bandeja—. Oh, Richard, no me digas que es… —Pasó los dedos índice y anular por el cuenco con los guisantes y se lamió la espesa salsa blanca del índice. Parte de la salsa que había recogido con el otro dedo se le deslizaba por la mano hasta la muñeca—. Oh sí. Oh, Richard es fabuloso. Prueba.

Le acercó el dedo anular a los labios. Antes de que él pudiera reaccionar, ya le había introducido la mitad en la boca.

— Lámelo —le animó ella—. ¿No es lo mejor que has probado en tu vida? —Richard asintió, tratando de recuperar el aliento cuando ella retiró el dedo—. Oh, por favor, chúpalo antes de que me manche el vestido —le imploró, tendiéndole la muñeca. Richard le cogió la mano y se la llevó a la boca. El sabor era electrizante. El corazón se le desbocó al rozar su piel con los labios.

La duquesa lanzó una risa gutural.

— Me haces cosquillas. Tienes la lengua áspera.

— Lo siento —susurró y le soltó la mano, interrumpiendo la íntima conexión.

— No seas tonto. No he dicho que no me gustara. —Sus ojos se perdieron en los del joven. La luz de la lámpara le iluminaba suavemente un lado del rostro, y las llamas el otro. Richard se imaginó que le acariciaba el cabello. Ambos respiraban al unísono—. Me ha gustado mucho, Richard.

A él también. Notaba cómo la habitación daba vueltas. Cuando oía su nombre de labios de la mujer, lo invadían oleadas de euforia. Haciendo un supremo esfuerzo se levantó.

— Cathryn, es tarde y estoy muy cansado.

Inmediatamente ella se levantó con gráciles movimientos que desvelaban los contornos de su cuerpo bajo el vestido de seda. Richard a punto estuvo de perder por completo el control cuando Cathryn lo enlazó por el brazo y se apretó contra él.

— Muéstrame tu dormitorio.

Mientras la conducía al pasillo, notaba el firme seno de la mujer contra su brazo. Ulic y Egan se mantenían cerca, de pie y con los brazos cruzados. Un poco más lejos, a ambos extremos del corredor, Cara y Raina se pusieron en pie. Ninguno de los cuatro demostró qué sentían al verlo cogido del brazo de la duquesa.

Con la mano que le quedaba libre, Cathryn le acariciaba el hombro con insistencia. El calor de la carne femenina contra la suya le llegaba hasta los huesos. No estaba seguro de si las piernas le aguantarían.

Al dar con el ala de invitados, indicó con una seña a Ulic y Egan que se acercaran.

— Haced turnos. Quiero que uno de vosotros vigile todo el tiempo. Nadie ni nada debe acercarse al pasillo esta noche. Y eso las incluye a ellas —añadió, echando un rápido vistazo a las dos mord-sith que esperaban en el extremo más alejado. Sin hacer preguntas, los dos guardaespaldas juraron cumplir las órdenes y adoptaron una actitud de firmes.

Richard acompañó a Cathryn un trecho del pasillo. Ella le seguía acariciando un brazo y apretaba un seno contra él.

— Espero que este dormitorio te guste.

La mujer separó los labios, respirando entrecortadamente. Sus delicados dedos se aferraron a su camisa.

— Sí —susurró— este dormitorio.

Una vez más Richard hizo acopio de toda su fortaleza.

— Yo ocuparé la contigua. Aquí estás a salvo.

— ¿Qué? —Cathryn había palidecido—. Oh, por favor, Richard…

— Que duermas bien, Cathryn.

Ella le apretó el brazo con más fuerza.

— Espera. Entra conmigo. Por favor, Richard. Tengo miedo.

— La habitación es segura, Cathryn —repuso él, apretándole una mano que retiró del brazo—. Estate tranquila.

— Podría haber algo dentro acechando. Te lo suplico, Richard, entra conmigo.

El joven le sonrió para tranquilizarla.

— No hay nada dentro. Yo lo sentiría. Soy mago, ¿recuerdas? Estás totalmente a salvo. Yo estaré aquí mismo. Nada perturbará tu sueño, te lo prometo.

Richard abrió la puerta y le tendió la lámpara que colgaba del soporte situado al lado de la puerta, tras lo cual la empujó suavemente adentro colocando una mano en la parte baja de su espalda.

Ella se dio media vuelta y le pasó un dedo por el centro del pecho.

— ¿Nos vemos mañana?

Richard le apartó la mano y se la besó del modo más cortesano que pudo.

— Cuenta con ello. Tenemos mucho trabajo que hacer temprano.

Cerró la puerta y se dirigió a su propio dormitorio. Los ojos de las dos mord-sith no se habían apartado de él ni un solo momento. Las dos mujeres deslizaron la espalda por la pared hasta sentarse en el suelo. Luego cruzaron las piernas, como si le dijeran que pensaban quedarse allí toda la noche, y asieron el agiel con ambas manos.

La mirada de Richard se posó en la puerta del dormitorio que ocupaba Cathryn y allí se quedó un largo momento. La vocecita en su interior le gritaba frenéticamente. El joven abrió bruscamente la puerta de su propia habitación y, tras cerrarla, apoyó la cabeza contra la puerta, tratando de recuperar la respiración. Con un esfuerzo, se obligó a correr el cerrojo.

Luego se desplomó en el borde del lecho y hundió el rostro entre las manos. ¿Qué le ocurría? Tenía la camisa empapada de sudor. ¿Por qué lo invadían tales pensamientos acerca de esa mujer? Queridos espíritus, no podía evitarlo. Entonces recordó que las Hermanas de la Luz decían que los hombres sienten impulsos incontrolables.

Aturdido, desenvainó la Espada de la Verdad. Un transparente sonido metálico llenó la oscura estancia. Richard apoyó la punta en el suelo y con ambas manos elevó la empuñadura hasta la frente, dejando que su furia lo inundara. En su alma se desató una terrible tormenta que esperaba que bastara.

Pero en el fondo sabía que se había enzarzado en una danza con la muerte en la que la espada no podría salvarlo. Y también sabía que no tenía elección.

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