Verna caminaba furiosamente de un lado a otro del pequeño santuario. ¿Cómo había osado la prelada Annalina hacerle eso? Verna le había exigido que le repitiera ciertas palabras para demostrar que realmente era ella; quería que volviera a decir que consideraba a Verna una Hermana «anodina», «que no destacaba en nada especial». Verna quería que la Prelada repitiera esas crueles palabras para que supiera que ella era consciente de que la estaba utilizando y que, a los ojos de la Prelada, era de poco valor para palacio.
Si iba a ser utilizada y debía obedecer las órdenes de la Prelada, como era la obligación de una Hermana de la Luz, al menos sería a sabiendas.
Ya no le quedaban más lágrimas. Tampoco pensaba dar saltos cada vez que aquella mujer movía un dedo con displicencia. Verna no había dedicado toda su vida a ser una Hermana de la Luz, no había trabajado con tanto ahínco durante tantos años para que ahora la trataran con tan poco respeto.
Lo que verdaderamente la indignaba era que Annalina lo hubiera hecho de nuevo. Así pues, la había amenazado con arrojar el libro de viaje al fuego si la Prelada no repetía exactamente esas palabras y demostraba que verdaderamente era ella. Esta vez Verna dictaba las normas, y la primera era que demostrara ser quien decía ser. Pero en vez de seguir esa norma, la Prelada había movido un dedo y Verna había vuelto a saltar.
Debería lanzar el libro de viaje al fuego y destruirlo. A ver si entonces la Prelada conseguía utilizarla. Que se diera cuenta de que Verna se había cansado de que la tomara por una estúpida. Que supiera qué se siente cuando tus deseos no son seguidos. Se lo tendría bien merecido.
Eso es lo que debería haber hecho, pero no lo había hecho. Verna conservaba el libro de viaje oculto tras el cinturón. Por herida que se sintiera ella seguía siendo una Hermana. Tenía que asegurarse. La Prelada aún no le había demostrado que seguía viva y que el otro libro obraba en su poder. Una vez estuviera segura, arrojaría el libro al fuego.
Verna dejó de caminar y miró por una de las ventanas practicadas en los extremos de los aguilones. La luna ya había salido. En esa ocasión no habría perdón si sus instrucciones no se seguían. Verna se juró que si la Prelada no cumplía las indicaciones y probaba quién era, quemaría el libro. Era la última oportunidad que daba a Annalina.
Apartó el candelabro de varios brazos del pequeño altar cubierto con un paño blanco con ribetes dorados y lo colocó junto a la mesilla. El cuenco perforado en el que había hallado el libro de viaje, colocado sobre el altar, ahora contenía una débil llama. Si la Prelada no seguía las instrucciones, el libro de viaje regresaría al cuenco y alimentaría la llama.
Finalmente se sacó el librito negro de su escondite y lo dejó sobre la mesa, tras lo cual arrimó el taburete de tres patas. Besó el anillo de Prelada que llevaba en el dedo anular, inspiró hondo, recitó una plegaria suplicando la ayuda del Creador y abrió el libro.
Había un mensaje muy largo que ocupaba varias páginas. Decía así:
Queridísima Verna. Verna frunció los labios. ¡Encima la llamaba «queridísima Verna»!
Queridísima Verna. Primero la parte fácil. Te pedí que fueras al santuario por el peligro que corres. No podemos arriesgarnos a que otras lean mis mensajes, y mucho menos que descubran que Nathan y yo seguimos con vida. El santuario es el único lugar en el que puedo estar segura de que nadie más que tú leerá mis palabras. Ésa es la única razón por la que hasta ahora no he seguido tus instrucciones, que juzgo muy prudentes. Es lógico que quieras que demuestre mi identidad, y ahora que estoy segura de que estás sola y no corres peligro de ser descubierta, te daré la prueba que pides.
Por la misma razón que solamente debemos comunicarnos en el santuario, te pido que borres todos los mensajes antes de abandonar ese lugar seguro.
Antes de proseguir, aquí tienes la prueba. Como me pediste, esto es lo que te dije en mi oficina en nuestra primera entrevista después de que regresaras del viaje en busca de Richard:
«Te elegí porque estabas casi al final de la lista. Porque no destacas en nada en especial. Dudaba que fueras una de ellas. Eres una persona bastante anodina. Grace y Elizabeth ocupaban los primeros puestos de la lista porque quienquiera que dirige a las Hermanas de las Tinieblas las consideraba prescindibles. Yo dirijo a las Hermanas de la Luz, y te elegí por esa misma razón.
»Algunas Hermanas son valiosas para nuestra causa y no podía ponerlas en peligro. Tal vez el muchacho demuestre su valía, pero hay asuntos más importantes que él en palacio. Richard no es más que una oportunidad, alguien que en el futuro podría ser de ayuda.
»Si surgían dificultades y ninguna de las tres regresabais, bueno… Estoy segura de que comprendes que un general no quiere perder a sus mejores tropas en una misión de baja prioridad.»
Verna dejó el libro boca abajo sobre la mesa y hundió el rostro entre las manos. No había duda; la prelada Annalina tenía el otro libro de viaje. Estaba viva, y con casi toda seguridad Nathan también.
Echó un vistazo a la llama que ardía en el cuenco. Las palabras que acababa de leer se clavaban como dagas en su corazón. De mala gana, dio la vuelta al librito con dedos temblorosos y siguió leyendo.
Verna, sé que esas palabras que pronuncié debieron de romperte el corazón. A mí se me rompió el corazón al decirlas, porque no eran ciertas. Debes de pensar que te estoy utilizando como si fueras una marioneta. Mentir no está bien pero todavía es peor permitir que la maldad triunfe sólo porque una se aferra a la verdad pese a lo que dicta la razón. Si las Hermanas de las Tinieblas me preguntaran cuáles son mis planes, mentiría. Si dijera la verdad estaría permitiendo que la maldad triunfara.
Ahora voy a ser sincera, a sabiendas de que no hay ninguna razón por la que debas creerme. No obstante, confío en tu inteligencia y sé que, cuando sopeses mis palabras, te darás cuenta de que son verdad.
La verdadera razón por la que te envié en busca de Richard era porque de entre todas las Hermanas solamente a ti podía confiarte el destino del mundo. Ahora ya sabes la batalla que Richard ganó al Custodio. Sin él, todos habríamos sido arrastrados al mundo de los muertos. No era una misión de baja prioridad, ni mucho menos. Era el viaje más importante que jamás una Hermana hubiera emprendido. Y solamente podía confiártelo a ti.
Más de trescientos años antes de que tú nacieras Nathan me advirtió de la amenaza que se cernía sobre el mundo de los vivos. Quinientos años antes de que Richard viera la luz, Nathan y yo ya sabíamos que iba a nacer un mago guerrero. Las profecías nos dijeron algunas de las condiciones que debían cumplirse. Nunca nos habíamos enfrentado a tal desafío.
Cuando Richard nació, Nathan y yo navegamos alrededor de la gran barrera hasta el Nuevo Mundo. En Aydindril recuperamos un libro de magia del Alcázar del Hechicero para mantenerlo lejos de las manos de Rahl el Oscuro y se lo entregamos al padrastro de Richard, que nos prometió que Richard se lo aprendería de memoria. Era preciso que pasara por duras pruebas y viviera determinados acontecimientos en sus primeros años de vida para forjar a una persona capaz de neutralizar la primera amenaza —la de Rahl el Oscuro, su verdadero padre— y más adelante restablecer el equilibrio en el mundo de los vivos. Richard es quizá la persona más importante que haya nacido en los últimos tres mil años.
Él es el mago guerrero que nos guiará en la batalla final. Las profecías lo anuncian, pero no dicen si vencerá. Se trata de una batalla en la que está en juego la humanidad. Nuestra única oportunidad era asegurarnos de que mientras se convertía en hombre nada lo contaminara. En esta batalla se necesita magia, pero dicha magia debe estar gobernada por el corazón.
Si te envié a ti para que lo trajeras a palacio fue porque sólo confiaba en que tú estarías a la altura. Conocía tu corazón y tu alma, y sabía que no eras una Hermana de las Tinieblas.
Seguro que te estás preguntando cómo pude permitir que pasaras más de veinte años buscándolo, aunque en todo ese tiempo siempre supe dónde se hallaba. Sí, podría haber esperado y haberte enviado cuando Richard ya fuese adulto y por fin su don se activara, revelando así su paradero. Me avergüenza confesar que te utilicé, del mismo modo que utilicé a Richard.
Debido a los retos que nos aguardan era preciso que te enseñara cosas que no podías aprender en el Palacio de los Profetas mientras Richard crecía y aprendía algunas de las cosas esenciales que necesitaba. Quería que fueses capaz de pensar por ti misma en lugar de aferrarte al montón de reglas que rigen las vidas de las Hermanas de la Luz en palacio. Quería que desarrollaras tus capacidades innatas en el mundo real. La batalla que nos aguarda se librará en el mundo real; en el enclaustrado mundo de palacio no se aprende sobre la vida.
No espero que me perdones. Ésa es otra de las cargas que una Prelada debe llevar: el odio de aquellos a los que una ama como si fuesen sus propios hijos.
Cuando te dije esas cosas horribles, también tenía un propósito: quería que dejaras de creer que debías comportarte siempre según las normas de palacio y cumplir las órdenes ciegamente. Tenía que enfurecerte lo suficiente para que actuaras como tú creyeses justo. Desde que eras pequeña siempre pude contar con tu carácter.
No podía correr el riesgo de que, si te exponía las razones, no las comprendieras o no hicieras lo necesario. A veces, el único modo de que una persona influya como es debido en los acontecimientos es aplicar sus propios principios morales y no obedecer órdenes. Así lo afirma una profecía. Confiaba en que si tú misma llegabas a una conclusión, elegirías la justicia antes que las normas.
La otra razón por la cual te dije esas cosas fue que sospechaba que una de mis administradoras era una Hermana de las Tinieblas. Sabía que mi escudo no impediría que mis palabras llegasen a sus oídos. Asimismo me traicioné a mí misma para que me atacara y abandonara su disfraz. Sabía que podía morir, pero elegí jugármela antes que permitir que el mundo cayera en las garras del Custodio. Hay ocasiones en que una Prelada debe utilizarse incluso a sí misma.
Hasta ahora, Verna, has cumplido todas mis expectativas. Has desempeñado un papel esencial al salvar el mundo del Custodio. Con tu ayuda, hasta el momento hemos tenido éxito.
La primera vez que te vi te sonreí, porque fruncías el ceño, enfadada. ¿Recuerdas por qué? Por si no lo recuerdas te lo diré. Todas las novicias que llegaban a palacio eran sometidas a una prueba: más pronto o más tarde se las acusaba falsamente de cometer una pequeña falta de la que eran inocentes. La mayoría de ellas se echaba a llorar, otras hacían un mohín y otras soportaban la vergüenza con estoica resignación. Pero sólo tú te enfadaste por esa injusticia, lo cual me demostró que tenías carácter.
Nathan encontró una profecía que decía que descubriríamos a la persona adecuada no por una sonrisa, ni por un mohín, ni por una cara valerosa, sino por un ceño furioso. Cuando vi esa expresión en tu cara y cómo cruzabas los brazos, enojada, estuve a punto de echarme a reír. Desde ese día te he estado utilizando para que llevaras a cabo la más importante tarea del Creador.
Te elegí para que fueras Prelada tras fingir mi muerte, porque sigues siendo la Hermana en la que más confío. Es probable que muera en el curso de mi viaje con Nathan y, si es así, tú serás la verdadera Prelada. Ése es mi deseo.
Tienes razones para odiarme, y eso pesa en mi corazón. Pero lo importante es el perdón del Creador y sé que, al menos, eso lo tengo. Soportaré tu desprecio, del mismo modo que sufro otras cargas para las que no puedo encontrar alivio en esta vida. Es el precio de ser la Prelada del Palacio de los Profetas.
Incapaz de seguir leyendo, Verna alejó el libro de sí. Apoyó la cabeza sobre sus brazos cruzados y se echó a llorar. No recordaba esa injusticia que la Prelada había mencionado, pero recordaba lo que le dolió y también su enfado. Pero sobre todo recordaba la sonrisa de la Prelada, y cómo esa sonrisa la había reconciliado con todo.
— Oh, querido Creador —sollozó Verna en voz alta—, realmente tienes una servidora muy necia.
Si antes, cuando pensaba que la Prelada la había utilizado, sentía una profunda pena, el dolor de saber lo que la Prelada debía soportar le causaba un auténtico tormento. Cuando finalmente pudo secar sus lágrimas, volvió a acercarse el libro de viaje y siguió leyendo.
Pero el pasado es pasado, y ahora debemos mirar hacia el futuro. Las profecías anuncian que el mayor peligro aún está por llegar. Las pruebas del pasado podrían haber supuesto el final del mundo en un terrible instante final. En un solo instante todo se habría perdido para siempre jamás. Richard superó esas pruebas y nos salvó de tal destino.
Pero una amenaza mayor se cierne sobre nosotros. No proviene de otros mundos, sino del nuestro propio. Es ésta una batalla por el futuro de nuestro mundo, por el futuro de la humanidad y el futuro de la magia. Están en juego las mentes y los corazones de todos los hombres y las mujeres. El final no llegaría en un instante, sino en una inexorable y agotadora guerra, a medida que la sombra de la esclavitud iría cayendo lentamente sobre todo el mundo y oscurecería la chispa de la magia a través de la cual nos llega la luz del Creador.
La antigua guerra, que empezó hace miles de años, se ha vuelto a reavivar. Nosotros lo hemos hecho posible al proteger este mundo de otros. Esta vez no hay esperanzas de que cese gracias al esfuerzo conjunto de cientos de magos, pues esta vez sólo contamos con un mago guerrero que nos guíe: Richard.
Ahora no puedo decírtelo todo. Hay algunas cosas que sencillamente ignoro y otras, aunque las sé, debo callármelas, pues para que los acontecimientos sigan correctamente las bifurcaciones en las profecías es necesario que algunas personas implicadas actúen por instinto y no siguiendo indicaciones. De otro modo, esas bifurcaciones serían infranqueables. Parte de nuestra tarea consiste en enseñar a nuestros pupilos a que actúen correctamente para que cuando llegue el momento de prueba, hagan lo que deben hacer. Perdóname, Verna, pero una vez más dejo algunos hechos en manos del destino.
Espero que, como Prelada, estés aprendiendo que no siempre es posible justificar tus actos ante todo el mundo, sino que a veces debes dar órdenes y esperar que se cumplan.
Verna suspiró. Cuánta razón llevaba la prelada Annalina. Era cierto que ya no intentaba explicarse ante todo el mundo y había empezado a esperar que sus instrucciones se cumplieran al pie de la letra.
No obstante, hay cosas que sí puedo revelarte para que puedas ayudarnos. Nathan y yo hemos partido en una misión de vital importancia. De momento nadie más debe conocer su naturaleza.
Si sobrevivo, mi intención es regresar a palacio. Pero antes de eso es preciso que descubras a las Hermanas de la Luz, novicias y jóvenes magos que nos son leales, e identificar a aquellos que han entregado su alma al Custodio.
— ¿Qué? —exclamó Verna hablando sin darse cuenta en voz alta—. Pero ¿cómo?
Te dejo a ti el cómo. No dispones de mucho tiempo. Verna, es muy importante que lo hagas antes de que llegue el emperador Jagang.
Tanto Nathan como yo creemos que Jagang es lo que en la antigua guerra se llamaba «Caminante de los Sueños».
Verna sintió cómo un reguero de sudor le caía entre los omóplatos y le bajaba por la espalda. Recordó la charla con la hermana Simona, cuando ésta había gritado, fuera de sí, a la mera mención del nombre Jagang. Según Simona, Jagang la visitaba en sueños. Pero todos tenían a Simona por loca.
Y, según Warren, en la antigua guerra el Caminante de los Sueños era un tipo de arma. Su visita a Simona había confirmado lo que Warren sospechaba.
Y, sobre todo, recuerda esto: no importa qué ocurra, tu única salvación es permanecer leal a Richard. Un Caminante de los Sueños puede apoderarse de la mente de casi cualquier persona, especialmente de los nacidos con el don, y esclavizar su voluntad. Sólo hay un antídoto: Richard. Uno de sus antepasados creó una forma de magia que protege a los Rahl y a todos sus leales, los vincula a ellos y, de este modo, quedan fuera del alcance de los Caminantes de los Sueños. Todos los Rahl nacidos con el don heredan esa magia. Por supuesto Nathan la tiene, pero no creo que sea el más indicado para protegernos y guiarnos. Él es un profeta y no un mago guerrero.
Verna leyó entre líneas que sería de locos convertirse en leales seguidores de Nathan, de alguien prisionero de sí mismo.
Al oponerte por propia voluntad a una ley de palacio y ayudar a Richard a escapar, elegiste serle fiel. Ese vínculo que te une a Richard te protege del poder del Caminante de los Sueños, pero no de la fuerza de sus ejércitos, cada vez más numerosos, y de sus sicarios. Ésa es otra de las razones por las que, ese día en mi despacho, tuve que mentirte. Quería que por voluntad propia eligieras ayudar a Richard aunque fuera a costa de violar las órdenes y las enseñanzas recibidas.
A Verna se le puso la carne de gallina. De haber convencido a la Prelada de que revelara sus planes y ésta le hubiera dicho que ayudara a Richard a escapar, sería tan vulnerable ante el Caminante de los Sueños como la hermana Simona.
Naturalmente Nathan está protegido y hace mucho tiempo que está vinculado a Richard. Yo también le juré en silencio lealtad la primera vez que lo vi. A mi manera he permitido que él fijara las normas sobre el modo de luchar en nuestro bando. Debo confesar que en ocasiones es difícil. Aunque hace lo que debe para proteger a las personas inocentes y libres que necesitan su ayuda, tiene ideas propias y hace cosas que, de depender de mí, no haría. En ocasiones puede ser una verdadera cruz; peor que Nathan. Así es la vida.
Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Estoy en el cuarto de una acogedora posada, esperando tu respuesta. Lee mi mensaje todas las veces que desees; si deseas preguntarme algo, estaré esperando. Debes comprender que llevo cientos de años estudiando el futuro y las profecías, por lo que es imposible que te transmita todo ese conocimiento en una sola noche, y mucho menos a través de un libro de viaje. Sin embargo, te diré todo lo que pueda.
Asimismo, debes comprender que hay ciertas cosas que no puedo decirte por miedo a contaminar las profecías y los sucesos. Cada palabra que te digo lleva implícito ese peligro, aunque unas más que otras, pero es necesario que conozcas algunos hechos.
Ya sólo me queda decirte que espero tus preguntas. Pregunta pues.
Al acabar de leer, Verna se enderezó. ¿Preguntar? Le llevaría siglos preguntar todo lo que quería saber. ¿Por dónde empezar? ¿Querido Creador, cuáles eran las preguntas importantes?
Leyó de nuevo el mensaje entero para asegurarse de que nada le pasaba por alto, tras lo cual se quedó mirando la siguiente página en blanco. Finalmente cogió el punzón.
— Queridísima madre, perdonadme por lo que he pensado de vos. Me habéis dado una lección de humildad con vuestra fuerza, y me avergüenzo de mi estúpido orgullo. Por favor, que no os maten. No soy digna de ser Prelada. No soy más que un buey al que pedís que surque los cielos como un pájaro.
Verna esperó que en el libro apareciera el mensaje de respuesta, si es que la Prelada realmente estaba esperando.
— Gracias, hija. Me has quitado un gran peso de encima. Pregunta lo que necesitas saber y, si puedo, te responderé. Estoy a tu disposición toda la noche para tratar de aliviar tu carga.
Verna sonrió por primera vez en días y derramó unas lágrimas que eran dulces y no amargas.
— Prelada, ¿realmente estáis a salvo? ¿Seguro que tanto vos como Nathan estáis bien?
— Verna, quizá a ti te guste que tus amigos te llamen Prelada, pero a mí no. Por favor, llámame por mi nombre como hacen mis auténticos amigos.
Verna soltó la carcajada. Conocía esa frustración de que todo el mundo se empeñara en llamarla Prelada. Ann siguió escribiendo.
— Y sí, estoy bien, al igual que Nathan, que ahora mismo está muy ocupado. Hoy se compró una espada y en este momento está librando un duelo contra enemigos invisibles en el mismo cuarto. Según él, la espada le da un aspecto muy «gallardo». Aunque tiene más de mil años sigue siendo un niño, y en estos mismos instantes sonríe como lo haría un niño mientras corta las cabezas de sus imaginarios rivales.
Verna leyó de nuevo el mensaje para asegurarse de que lo había entendido bien. ¿Nathan con una espada? Realmente el Profeta estaba más loco de lo que había imaginado. Desde luego la Prelada no tenía tiempo para aburrirse.
— Ann, has dicho que debo averiguar quiénes han entregado su alma al Custodio. Pero no se me ocurre cómo hacerlo. ¿Puedes ayudarme?
— Si supiera cómo, Verna, te lo diría. De algunos, pocos, sospeché; pero de la mayoría, no. Nunca pude hallar el modo de adivinar quiénes servían al Custodio. Yo debo ocuparme de otros asuntos y esa tarea te la dejo a ti. Recuerda que son tan astutos como el mismo Custodio. Algunas Hermanas de las que creía a pies juntillas que estaban contra nosotros debido a su carácter desagradable, resultó que nos eran leales. Mientras que otras que se pusieron en evidencia al huir en el barco, eran Hermanas a las que habría confiado incluso mi vida. Claro que, de haberlo hecho, ahora estaría muerta.
— ¡Ann, no sé cómo hacerlo! ¿Y si fracaso?
— No debes fracasar.
Verna se secó el sudor de las manos en el vestido.
— Y si hallo la manera de identificarlas, ¿qué debo hacer con esa información? No puedo enfrentarme al poder de las Hermanas de las Tinieblas.
— Una vez las hayas descubierto, Verna, ya te diré qué debes hacer. Debes saber que es peligroso injerirse en el curso de las profecías y que éstas son vulnerables. Del mismo modo que Nathan y yo nos servimos de ellas para contribuir a que los acontecimientos tomen la bifurcación correcta, también nuestros enemigos pueden utilizarlas.
Verna lanzó un suspiro de frustración.
— ¿Cómo puedo tratar de desenmascarar a nuestros enemigos si el puesto de Prelada me exige tanto trabajo? Me paso el día leyendo informes y, sin embargo, siempre voy retrasada. Todos dependen de mí y se desviven por mí. ¿Cómo encontrabas tú tiempo para hacer algo con todos esos informes por leer?
— ¿De veras lees los informes? Válgame el Creador, Verna, qué perseverancia la tuya. Desde luego, como Prelada eres mucho más concienzuda que yo.
Verna se quedó con la boca abierta.
— ¿Quieres decir que no es preciso que lea los informes?
— Bueno, Verna, desde luego has hecho bien en leerlos. Debido a ello te enteraste de la desaparición de varios caballos de las cuadras. Nos habría sido fácil comprar caballos tras abandonar el palacio, pero cogimos ésos para dejarte una pista. Y también podríamos haber pagado por los cuerpos en lugar de complicarnos tanto la vida como hicimos, pero en ese caso no habrías hablado con el sepulturero. Nos ocupamos de dejarte pistas que pudieras seguir para descubrir la verdad. Nos costó bastante preparar algunas de las pistas, por ejemplo la del descubrimiento de nuestros «cuerpos», pero fuiste muy lista al adivinarlo.
Verna se sonrojó. No se le había ocurrido preguntarse por qué los cuerpos habían sido descubiertos ya envueltos en sus mortajas. Esa pista se le había pasado completamente por alto.
— Pero debo confesar -prosiguió Ann—, que yo apenas leía ningún informe. Para eso estaban mis ayudantes. Yo les decía sencillamente que revisaran los informes usando su buen juicio y su sentido común, teniendo siempre en mente los intereses de palacio. De vez en cuando cogía al azar algunos informes ya revisados por ellas y leía qué habían dispuesto. De ese modo, por temor a que leyera las instrucciones que impartían en mi nombre y las encontrara poco satisfactorias, siempre se esmeraban en el trabajo.
Verna no salía de su asombro.
— ¿Me estás diciendo que simplemente debo decir a mis ayudantes o a mis consejeras cómo quiero que lleven los asuntos, y dejarlas a ellas que se ocupen de los informes? ¿No tengo que leerlos todos personalmente y después firmar con mis iniciales?
— Verna, ahora eres la Prelada y puedes hacer lo que se te antoje. Tú gobiernas el palacio; no a la inversa.
»-Pero tanto las hermanas Leoma y Philippa, mis consejeras, como Dulcinia, una de mis administradoras, son quienes me dicen cómo debo hacer las cosas. Ellas tienen mucha más experiencia que yo. Según ellas, si no reviso personalmente los informes estaré fallando a palacio.
— ¿Eso dicen? -escribió Ann casi al instante—. Vaya, vaya. Yo que tú, Verna, escucharía menos y hablaría más. Tienes una magnífica expresión ceñuda. Úsala.
Verna sonrió de oreja a oreja. Ya se imaginaba la escena. Por la mañana introduciría algunos cambios.
— ¿Cuál es tu misión, Ann? ¿Qué tratas de lograr?
— Tengo un pequeño asunto que resolver en Aydindril, y luego espero regresar.
Era evidente que Ann no iba a revelarle nada más, por lo que Verna pensó en qué más quería saber y qué debía decir a la Prelada. Sí, había una cosa importante.
— Warren ha tenido una profecía. La primera.
Sobrevino una larga pausa. Verna esperaba. Cuando finalmente llegó el mensaje, los trazos eran mucho más cuidadosos.
— ¿La recuerdas palabra por palabra?
Era imposible que pudiera olvidar ni una sola palabra de esa profecía.
— Sí.
Antes de tener tiempo a escribir la profecía empezó a aparecer otro mensaje en el libro. Eran garabatos enormes y escritos por alguien muy enfadado; las letras eran grandes mayúsculas.
— ¡SACA AL CHICO DE PALACIO! ¡SÁCALO DE AHÍ!
En la página surgió una línea serpenteante. Verna se enderezó en la silla. Era obvio que Nathan había arrebatado a Ann el punzón y que Ann trataba de recuperarlo. Hubo otra larga pausa hasta que, por fin, volvió a aparecer la letra de Ann.
— Perdona. Verna, si estás segura de que recuerdas la profecía palabra por palabra, escríbela para que la podamos leer. Pero si no estás del todo segura, dímelo. Es importante.
— La recuerdo palabra por palabra, pues se refiere a mí. Dice así: «Cuando la Prelada y el Profeta sean entregados a la Luz en el sagrado rito, las llamas llevarán a ebullición un caldero de engaño y promoverán el ascenso de una falsa Prelada, que reinará sobre los muertos del Palacio de los Profetas. En el norte, aquel vinculado a la hoja, la abandonará por la sliph plateada, a la que insuflará de nuevo vida, y ella lo entregará a los brazos de los perversos.»
Sobrevino otra pausa.
— Por favor, espera mientras Nathan y yo la estudiamos.
Verna esperó. En el exterior los insectos chirriaban y las ranas asomaban la cabeza. Verna se puso de pie, vigilando por el rabillo del ojo el libro, estiró la espalda y bostezó. El mensaje se hacía esperar. Volvió a sentarse, apoyó el mentón en una mano y los ojos se le cerraron.
Por fin empezó a aparecer algo.
— Nathan y yo la hemos estudiado, pero Nathan dice que es una profecía inmadura y que, por tanto, no puede descifrarla.
— Ann, yo soy la falsa Prelada. Me inquieta eso que dice sobre que reinaré sobre los muertos del palacio.
La respuesta le llegó casi al instante.
— Tú no eres la falsa Prelada a la que se refiere la profecía.
— Entonces, ¿qué significa?
Esa vez la pausa fue más breve.
— No somos capaces de comprenderla por completo, pero estamos seguros de que tú no eres la falsa Prelada que se nombra en ella.
Verna, escucha con atención: Warren debe marcharse de palacio. Es demasiado peligroso que siga allí. Debe ocultarse. Si huye por la noche alguien podría verlo. Mañana por la mañana envíalo a la ciudad con la excusa de un recado. En medio de la gente le será más fácil despistar a sus perseguidores. Entrégale oro para que pueda ocultarse sin problemas.
Verna se llevó una mano al corazón notando que le faltaba el aliento.
— Pero Prelada -escribió—, Warren es el único en quien puedo confiar. Lo necesito. Yo no conozco las profecías como él; estaré perdida si él se marcha. -Verna se calló que Warren era su único amigo, el único amigo en el que confiaba.
— Verna, las profecías están en peligro. Si se apoderan de un profeta… -El mensaje, rápidamente garabateado, se interrumpió de repente. Un instante después continuó, escrito ya más pausadamente—. Debe irse. ¿Lo entiendes?
— Sí, Prelada. Será lo primero que haga mañana por la mañana. Warren accederá. Si decís que es mejor que abandone el palacio que la ayuda que me presta, obedeceré.
— Gracias, Verna.
— ¿Ann, qué peligro corren las profecías?
Verna tuvo que esperar un momento en la calma del santuario antes de que apareciera la respuesta.
— Del mismo modo que nosotros actuamos siendo conscientes de los peligros que acechan si se siguen determinadas bifurcaciones de las profecías, aquellos que desean dominar a la humanidad usan esa misma información para propiciar que los acontecimientos vayan por las bifurcaciones que más les convienen. Si se utilizan de ese modo, las profecías pueden vencernos. Con un profeta en sus manos comprenderían mejor las profecías, y asimismo cómo dirigir mejor los acontecimientos en su beneficio.
Pero si interfieren en las bifurcaciones, pueden provocar un caos que no se imaginan y que no podrán controlar. Ahí está el peligro. Involuntariamente podrían llevarnos a todos al desastre.
— Ann, ¿estás diciendo que Jagang tratará de apoderarse del Palacio de los Profetas y de las profecías que se guardan en las criptas?
Una pausa.
— Sí.
Verna también se tomó una pausa. Se quedó helada y se le puso carne de gallina al darse cuenta del tipo de batalla que les aguardaba.
— ¿Cómo podemos impedírselo?
— El Palacio de los Profetas no será una presa tan fácil como Jagang cree. Aunque él sea el Caminante de los Sueños, las Hermanas tenemos control de nuestro han. Ese poder también es un arma. Aunque nosotras siempre hemos usado el don para preservar la vida y contribuir a difundir la luz del Creador en el mundo, puede llegar el día en que tengamos que usar el don para luchar. Por esta razón debemos saber quiénes nos son leales. Debes descubrir qué Hermanas no han sido contaminadas.
Verna reflexionó cuidadosamente antes de escribir su réplica.
— Ann, ¿acaso pretendes que nos convirtamos en guerreros, que usemos nuestro don para acabar con la vida de otros hijos del Creador?
— Verna, lo que digo es que tendremos que recurrir a cualquier medio para impedir que el mundo quede para siempre sumido en la oscuridad de la tiranía. Aunque nos esforzamos por ayudar a todos los hijos del Creador también llevamos un dacra, ¿no es cierto? No podemos ayudar a los muertos.
Percatándose de que los muslos le temblaban, Verna se los frotó. Ella había matado, y la Prelada lo sabía. Había matado a Jedidiah. Ojalá se hubiera llevado algo para beber; tenía la garganta tan seca como si se le estuviera convirtiendo en polvo.
— Comprendo -escribió al fin—. Haré lo que deba hacer.
— Ojalá pudiera ayudarte más, Verna, pero lo cierto es que ahora mismo desconozco muchas cosas. Los acontecimientos se precipitan, imparables como un torrente. Sin contar con ningún consejo, y probablemente guiándose sólo por su instinto, Richard ha entrado ya en acción. No sabemos qué pretende pero, por lo que hemos averiguado, ha alborotado toda la Tierra Central. El chico no se toma ni un minuto de descanso; parece que va haciendo sus propias normas sobre la marcha.
— ¿Qué ha hecho? -inquirió Verna, temiendo la respuesta.
— De algún modo ha asumido el mando en D’Hara y ha capturado Aydindril. Ha disuelto la alianza de la Tierra Central y ha exigido la rendición de todos los países que la formaban.
Verna ahogó una exclamación.
— ¡Pero la Tierra Central debe luchar contra la Orden Imperial! ¿Es que se ha vuelto loco? ¡No podemos permitir que provoque una guerra entre D’Hara y la Tierra Central!
— Ya está hecho.
— La Tierra Central jamás se rendirá ante él.
— Por lo que sé, ya tiene en sus manos a Kelton y Galea.
— ¡Debemos detenerlo! La amenaza es la Orden Imperial. Es contra ellos contra quienes debemos luchar. No podemos permitir que inicie una guerra en el Nuevo Mundo; esa desviación de nuestros objetivos podría ser fatal.
— Verna, la magia es a la Tierra Central lo mismo que las vetas de grasa entreveradas a un jugoso pedazo de carne asada. La Orden Imperial robará ese asado tajada a tajada, como hizo en el Viejo Mundo. Las alianzas tímidas se mostrarán reacias a iniciar una guerra por una mísera tajada y preferirán dejarse robar. Luego otros cederán la siguiente tajada en nombre de la concordia y la paz, y así sucesivamente. La Tierra Central será cada vez más débil, y la Orden Imperial cada vez más fuerte. Mientras duró tu viaje la Orden conquistó todo el Viejo Mundo en menos de veinte años.
»Richard es un mago guerrero. Actúa por instinto y basándose también en todo lo que ha aprendido y lo que valora. No tenemos otra opción que confiar en él.
»En el pasado la amenaza procedía de un solo individuo, por ejemplo Rahl el Oscuro. Pero ahora nos enfrentamos a una amenaza que es como un monolito compuesto de muchos sillares. Incluso si lográsemos eliminar a Jagang, otro ocuparía su lugar. Es una batalla de creencias, miedos y ambiciones de todo el mundo y no sólo de un líder.
Se parece mucho al temor que el Palacio de los Profetas inspira. Si alguien se convirtiera en portavoz de ese miedo, no eliminaríamos el miedo eliminando al líder, pues el temor seguiría firmemente arraigado en las personas. Si matásemos al líder sólo conseguiríamos intensificar su creencia de que tienen buenas razones para temer a palacio.
— ¿Querido Creador, qué podemos hacer entonces?
Hubo una pausa.
— Como ya he dicho, hija mía, no tengo todas las respuestas. Pero algo sí puedo decirte: en la prueba final todos desempeñaremos un papel, pero Richard tiene la clave. Richard es nuestro líder. No estoy de acuerdo con todo lo que hace, pero él es el único que puede guiarnos a la victoria. Para vencer debemos seguirlo. No estoy diciendo que no podamos tratar de aconsejarlo y guiarlo con lo que sabemos, pero Richard es un mago guerrero y ésta es la guerra que está llamado a librar.
»Nathan me ha advertido que hay un espacio que las profecías llaman el Gran Vacío. Si vamos a parar a esa bifurcación, él cree que más allá no existe la magia y, por tanto, ninguna profecía puede arrojar su luz sobre él. La historia de la humanidad se adentraría para siempre jamás en ese espacio desconocido y sin magia. Jagang desea conducir al mundo al Gran Vacío.
»Sobre todo recuerda esto: no importa qué ocurra, debes permanecer leal a Richard. Puedes hablar con él, aconsejarle, discutir, pero nunca luches contra él. Lo único que impedirá que Jagang se apodere de tu mente es la lealtad hacia Richard. Si el Caminante de los Sueños entra en tu mente, estarás perdida.
Verna tragó saliva. El punzón le temblaba en la mano.
— Comprendo. ¿Puedo hacer yo algo para ayudar?
— Por el momento haz lo que ya te he dicho. No pierdas tiempo. La guerra ya ha empezado. He oído rumores de que hay mriswith en Aydindril.
Verna se quedó muda de asombro al leer la última frase.
— Querido Creador —dijo en voz alta—, da fuerzas a Richard.