44

— Por favor, mago Zorander.

El flacucho mago siguió comiendo tranquilamente sus judías con tocino sin ni siquiera alzar la vista. Era increíble la cantidad de comida que podía llegar a engullir.

— ¿Me estás escuchando?

No era propio de ella gritar de aquel modo pero se le estaba acabando la paciencia. El mago le causaba más problemas de los que había imaginado. Aunque sabía que debía cultivar su hostilidad, eso pasaba ya de castaño oscuro.

Con un suspiro de satisfacción Zedd lanzó el cuenco de hojalata sobre las mochilas y dijo:

— Buenas noches, Nathan.

Nathan enarcó una ceja.

— Buenas noches, Zedd.

El mago Zorander se tapó con las mantas. Desde que había capturado al viejo mago, también era mucho más peligroso lidiar con Nathan. Eran dos contra una. Ann se levantó de un salto y con los brazos en jarras fijó su furiosa mirada en el pelo blanco que sobresalía de debajo de la manta.

— Mago Zorander, te lo suplico.

Era humillante tener que suplicar de aquel modo, pero había aprendido por las malas qué pasaba cuando usaba el rada’han para obligar a Zedd a hacer algo. Ann no comprendía cómo se las arreglaba el mago para jugarle aquellas malas pasadas pese a que el collar bloqueaba su poder. Pero, para regocijo de Nathan, lo lograba. Ann no le veía la gracia.

— Por favor, mago Zorander —insistió casi llorando.

Zedd alzó la cabeza. La luz del fuego proyectaba profundas sombras en las líneas de su huesudo rostro. Sus ojos color avellana se clavaron en la mujer.

— Abre el libro de nuevo y morirás.

Con sigilo casi sobrenatural Zedd colaba conjuros entre los escudos de Ann cuando ésta menos lo esperaba. La Prelada no podía comprender cómo había conseguido lanzar un conjuro de luz sobre el libro de viaje. Al abrirlo aquella noche había visto el mensaje de Verna en el que le comunicaba que la habían hecho prisionera y que le habían puesto un collar. Luego todo había ido mal.

Al abrir el libro había activado el conjuro de luz. Ann lo vio crecer y relucir. Luego un brillante y ardiente rescoldo salió disparado hacia lo alto, y el viejo mago le explicó con mucha calma que si no cerraba el libro cuando el resplandor tocara el suelo, moriría incinerada.

Vigilando con un ojo la sibilante chispa de luz que descendía, solamente había tenido tiempo de garabatear a toda prisa un mensaje en que decía a Verna que escapara y alejara a las Hermanas antes de cerrar el libro, justo a tiempo. Ann sabía que no bromeaba sobre la mortífera naturaleza del hechizo.

El libro de viaje seguía envuelto en un tenue resplandor. Nunca había visto un conjuro igual y ni siquiera llegaba a imaginar cómo había logrado el mago tejerlo pese al rada’han. Nathan tampoco lo entendía, pero le parecía muy curioso. A Ann no se le ocurría ningún modo de abrir el libro sin que la magia la matara.

— Mago Zorander —dijo, agachándose junto al mago—, sé que tienes buenas razones para oponerte a mí, pero se trata de una cuestión de vida o muerte. Es preciso que envíe un mensaje. Las vidas de las Hermanas están en peligro. Mago Zorander, por favor, las Hermanas podrían morir. Sé que eres un buen hombre y no quieres eso.

Zedd sacó un dedo de debajo de las mantas y la apuntó con él.

— Me has reducido a la esclavitud. Si algo pasa a las Hermanas, tú serás la única responsable. Te advertí que si persistías, romperías la tregua y las condenarías a muerte. Tú estás poniendo en peligro la vida de mis seres queridos; podrían morir porque me impides que los ayude. Me impides que proteja los objetos mágicos que se guardan en el Alcázar. Todos podrían morir.

— ¿Es que no entiendes que las vidas de todos nosotros están ligadas? Debemos luchar juntos contra la Orden Imperial, no unos contra otros. No deseo hacerte ningún daño. Sólo quiero que me ayudes.

— No olvides lo que te he dicho —gruñó Zedd—. Os aconsejo que Nathan y tú hagáis turnos para dormir. Si te descubro dormida y él no está despierto para protegerte, no volverás a despertar. Te aviso, aunque no lo mereces.

Dicho esto se dio media vuelta y se cubrió con la manta.

Querido Creador, ¿era así como debía cumplirse la profecía o algo había salido terriblemente mal? Ann bordeó el fuego para acercarse a Nathan.

— ¿Nathan, crees que podrías inculcarle un poco de sentido común?

El Profeta bajó la vista hacia ella.

— Te advertí que esta parte del plan era una locura. Poner el rada’han a un muchacho es una cosa, pero ponérselo a un mago de Primera Orden es algo muy distinto. Fue idea tuya, no mía.

— Verna podría morir. Y si ella muere, las Hermanas de la Luz también morirán —dijo Ann hablando entre dientes, agarrando a Nathan por la camisa.

Nathan tomó una cucharada de alubias.

— Yo he intentado disuadirte del plan desde el principio. En el Alcázar estuviste a punto de morir, y la parte de la profecía en la que nos encontramos es más peligrosa aun si cabe. He hablado con él y dice la verdad. Tal como él lo ve, estás poniendo a sus amigos en un peligro mortal. Si puede, te matará para escapar e ir en su ayuda. No tengas la menor duda.

— Nathan, después de todos estos años que llevamos juntos, ¿cómo puedes ser tan insensible?

— ¿Quieres decir por qué me sigo rebelando después de todos estos años de ser prisionero?

Ann apartó el rostro para ocultarle una lágrima que le corría por la mejilla. Sentía un nudo en la garganta.

— Nathan —susurró—, en todo el tiempo que me conoces, ¿me has visto alguna vez ser cruel con alguien cuando no era estrictamente necesario, para proteger vidas? ¿Me has visto luchar por otra causa que no fuera la vida y la libertad?

— La libertad de todos menos la mía.

Ann carraspeó antes de replicar:

— Sé que tendré que responder ante el Creador por ello, pero lo hago porque es mi deber y también para protegerte. Nathan, sé qué te ocurriría si te dejase ir. La gente que no te entiende te perseguiría y te mataría.

Nathan arrojó su cuenco junto a los otros.

— ¿Primera guardia o segunda?

— Si tanto deseas ser libre, ¿qué te impide quedarte dormido en tu guardia para que el mago me mate?

Los penetrantes ojos azules del Profeta la miraron con acritud.

— Quiero librarme del collar y pienso hacer lo que sea, menos matarte, para conseguirlo. He tenido miles de oportunidades para matarte, y tú lo sabes. Pero no estoy dispuesto a pagar ese precio.

— Lo siento, Nathan. Sé que eres un buen hombre y soy perfectamente consciente de que si sigo viva es gracias a ti. Se me rompe el corazón al tener que obligarte a que me ayudes.

— ¿Obligarme? —Nathan rió—. Ann, eres la mujer más divertida que he conocido. No me lo hubiera perdido por nada del mundo. ¿Qué otra mujer me habría comprado una espada? ¿O me habría dado motivos para usarla?

»Esa insensata profecía dice que debes enfurecerlo, y estás haciendo un trabajo espléndido. Me temo que incluso puede salir bien. Yo me encargo de la primera guardia. No te olvides de revisar las mantas. A saber qué habrá escondido esta vez. Aún no me explico cómo conjuró Zedd las pulgas de nieve.

— Yo tampoco. Aún me pica. —Distraídamente se rascó el cuello—. Ya casi estamos en casa. Al paso que vamos, no tardaremos en llegar.

— Pues qué bien —comentó Nathan en tono burlón—. Y cuando lleguemos nos matarás.

— Querido Creador —musitó Ann—, ¿qué otra opción tengo?

Richard se recostó en la silla y bostezó. Estaba tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos. Cuando se estiró y bostezó, Berdine, sentada junto a él, no pudo por menos de imitarlo. Raina, situada junto a la puerta, se contagió también de sus bostezos.

Alguien llamó. Richard se puso en pie de un salto.

— ¡Adelante!

Egan asomó la cabeza.

— Ha llegado un mensajero.

A una señal de Richard, Egan desapareció. Un soldado d’haraniano ataviado con una pesada capa y oliendo a caballo entró corriendo y saludó llevándose un puño al pecho.

— Siéntate. Parece que has tenido un duro viaje —le dijo Richard.

El soldado puso derecha el hacha de guerra que le colgaba del cinto y echó un vistazo a la silla.

— Estoy bien, lord Rahl. Pero me temo que no os traigo ninguna novedad.

Richard se dejó caer en su silla.

— Comprendo. ¿No habéis encontrado ni rastro?

— Nada de nada, lord Rahl. El general Reibisch me manda deciros que están registrando el territorio centímetro a centímetro y quiere que estéis seguros de que a sus hombres no se les ha pasado nada por alto. Pero, de momento, no han hallado nada.

Richard lanzó un suspiro de decepción.

— De acuerdo. Gracias. Será mejor que ahora comas algo.

El soldado saludó y se marchó. Hacía ya dos semanas, desde una semana después de que las tropas partieran en busca de Kahlan, que Richard recibía cada día a los mensajeros que le llevaban noticias. Desde que las fuerzas se habían dividido para cubrir más territorio cada grupo enviaba un mensajero distinto. Aquél era el quinto del día.

Escuchar los informes de lo ocurrido semanas antes, cuando los mensajeros habían partido hacia Aydindril, era como ser espectador de la historia. Todo lo que oía era ya pasado. Por lo que él sabía, mientras él seguía recibiendo noticias negativas era posible que las tropas hubieran encontrado a Kahlan hacía una semana. Ésa era su máxima esperanza.

Para ocupar el tiempo y no volverse loco de preocupación se había volcado en la traducción del diario. La sensación era muy similar a la que tenía al escuchar los informes de los mensajeros que le llegaban cada día: ser espectador de la historia. A pasos agigantados Richard comenzaba a comprender mejor incluso que Berdine aquella forma de d’haraniano culto.

Debido a su conocimiento de Las aventuras de Bonnie Day, se habían dedicado a elaborar largas listas de palabras para luego utilizarlas en la traducción del diario. A medida que Richard iba aprendiendo nuevas palabras podía leer directamente más pasajes del libro. Ambos desentrañaban la redacción exacta, lo cual llenaba los espacios en blanco de su memoria, y a su vez le permitía aprender más vocablos.

En muchas ocasiones le resultaba más sencillo utilizar lo que había aprendido para traducir él mismo del diario que enseñárselo a Berdine y que lo hiciera ella. Había empezado a soñar en d’haraniano culto y a hablarlo cuando estaba despierto.

El mago que había escrito el diario nunca se refería a él mismo por su nombre; se trataba de un diario personal, no oficial, por lo que no había ninguna necesidad de nombrarse. Berdine y Richard empezaron a llamarlo Kolo, abreviación de koloblicin, que en d’haraniano significaba «consejero de confianza».

A medida que Richard se sumergía más y más en el diario, ante él surgía un cuadro aterrador. Kolo había escrito el diario en el curso de la antigua guerra que llevó a la creación de las Torres de Perdición en el valle de los Perdidos. En una ocasión la hermana Verna le dijo que esas torres habían guardado el valle durante tres mil años y que habían sido erigidas para poner fin a una gran guerra. Al averiguar la desesperación con la que los magos de tiempos remotos las activaron, a Richard lo llenaba de inquietud el haberlas destruido.

En un pasaje del diario Kolo mencionaba que había llevado un diario personal desde que era niño, un cuaderno por año, por lo que el que Richard había encontrado —el número cuarenta y siete— debió de haberlo escrito con cincuenta y pocos. Richard tenía intención de volver al Alcázar para buscar los otros diarios de Kolo, aunque el que tenía aún guardaba muchos secretos.

Al parecer, Kolo era el consejero de confianza de los demás magos del Alcázar. La mayor parte de ellos poseían ambos lados de la magia —de Suma y de Resta— aunque unos pocos solamente poseían Magia de Suma. Kolo sentía compasión por ellos y trataba de protegerlos. Muchos consideraban que aquellos «desafortunados magos», como él los llamaba, eran seres indefensos, pero Kolo creía que también eran muy valiosos a su modo y en su nombre solicitaba que se les concediera pleno estatus en el Alcázar.

En tiempo de Kolo vivían en el Alcázar centenares de magos. La fortaleza hervía de vida con familias, amigos y niños. En las salas ahora vacías habían resonado en otro tiempo risas, charlas y palabras desenfadadas. Varias veces Kolo mencionaba a Fryda, probablemente su esposa, así como a un hijo y una hija. A los niños se les prohibía el acceso a determinadas zonas del Alcázar y, además de las materias típicas como lectura, escritura y matemáticas, también se les enseñaba profecía y el uso del don.

Pero sobre esa enorme fortaleza rebosante de vida, trabajo y alegría familiar, se cernía la negra espada de la muerte. El mundo estaba en guerra.

Uno de los deberes de Kolo consistía en montar guardia junto a la sliph. Richard recordaba que el mriswith del Alcázar le había preguntado si había ido a despertar a la sliph. Luego, señalando hacia la estancia en la que habían encontrado el diario de Kolo, había dicho que por fin era accesible. Tanto el mriswith como Kolo se referían a la sliph en femenino; a veces Kolo mencionaba que «ella», hablando de la sliph, lo miraba mientras él escribía el diario.

Puesto que la traducción del diario escrito en d’haraniano culto presentaba tantas dificultades, procuraban no saltarse ningún pasaje, pues eso los confundía aún más. Era más sencillo empezar desde el principio y traducir cada palabra, pues así se familiarizaban gradualmente con el especial uso del lenguaje de Kolo y resultaba más fácil reconocer patrones y expresiones. Solamente habían traducido una cuarta parte del diario, aunque desde que Richard había empezado a aprender d’haraniano culto, el proceso era mucho más rápido.

Mientras Richard se recostaba contra el respaldo y nuevamente bostezaba, Berdine se inclinó hacia él.

— ¿Qué significa esta palabra?

— Espada —respondió él sin dudarlo. La recordaba de Las aventuras de Bonnie Day.

— Hummm. Mirad esto. Creo que Kolo habla de vuestra espada.

Las patas delanteras de la silla que ocupaba Richard se apoyaron en el suelo con un ruido sordo. El joven tomó con impaciencia el diario y la hoja de papel en la que Berdine estaba escribiendo la traducción, la leyó y luego trató de leer el diario en las mismas palabras de Kolo.

Hoy ha fracasado el tercer intento de forjar una Espada de la Verdad. Las mujeres y los niños de los cinco magos que han muerto lloran desconsoladamente por los pasillos del Alcázar. ¿Cuántos más morirán antes de que tengamos éxito o que nos demos por vencidos? Tal vez el objetivo merece la pena, pero el precio está siendo demasiado alto.

— Tienes razón. Creo que habla de cuando forjaron la Espada de la Verdad.

Richard sintió un escalofrío al saber que habían muerto personas para crear la espada. De hecho, se sentía mareado. Para él la espada había sido siempre un objeto mágico. Se había imaginado que era una simple espada a la que un poderoso hechicero había imbuido de magia. Al descubrir que había costado vidas, se sentía avergonzado por no habérselo planteado antes.

Siguió leyendo el diario. Después de una hora de consultar listas, él y Berdine tradujeron:

Anoche nuestros enemigos enviaron asesinos a través de la sliph. Por suerte, el hombre de guardia estaba alerta y nos salvó, aunque él perdió la vida. Cuando las torres se activen, el Viejo Mundo quedará definitivamente aislado, y la sliph dormirá. Entonces será más fácil resistir. Hemos deducido que no hay modo de saber con certeza cuándo se activarán los hechizos de las torres, si es que se activan, o si hay alguien en la sliph, por lo que no se puede levantar la guardia en ningún momento. Cuando las torres cobren vida, el guardián de la sliph quedará enterrado con ella.

— Las torres. Cuando completaron las torres que separaron definitivamente el Viejo y el Nuevo Mundo esa habitación quedó sellada. Por eso encontramos los restos de Kolo; porque no pudo salir.

— ¿Y por qué ahora está abierta? —preguntó Berdine.

— Porque yo destruí las torres. ¿Recuerdas que te comenté que parecía que la explosión que abrió la habitación de Kolo había sucedido pocos meses antes? ¿Que el moho de las paredes se había quemado y no había tenido aún tiempo de volver a crecer? Seguramente cuando destruí las torres la habitación de Kolo quedó accesible por primera vez en tres mil años.

— ¿Qué razón tuvieron para sellar esa habitación con el pozo?

— Creo que esa sliph de la que tanto habla Kolo vive en el pozo.

— ¿Qué es la sliph? El mriswith también la mencionó.

— No lo sé. Pero sea lo que sea la usaban para desplazarse a otros lugares. Kolo dice que el enemigo enviaba asesinos a través de la sliph. Luchaban contra un enemigo del Viejo Mundo.

Berdine, muy inquieta, bajó el tono de voz para que nadie más pudiera oírla.

— ¿Me estáis diciendo que esos magos podían viajar desde aquí hasta el Viejo Mundo y regresar?

— No lo sé, Berdine —repuso él, rascándose la nuca—. Eso parece.

Berdine se lo quedó mirando como si esperara la prueba final de que se había vuelto completamente loco.

— Lord Rahl, ¿cómo podía ser eso posible?

— Ni idea. ¿Cómo quieres que yo lo sepa? Es tarde —añadió Richard tras echar un vistazo por la ventana—. Será mejor que vayamos a dormir.

— Sí —convino Berdine, bostezando—. Buena idea.

Richard cerró el diario de Kolo y se lo puso bajo el brazo.

— Me lo llevo para leerlo en la cama hasta quedarme dormido.

Tobias Brogan buscó con la mirada al mriswith encaramado al coche, al que iba dentro y a otros situados entre las columnas de hombres ataviados con reluciente armadura que brillaba al sol. Podía verlos a todos; ninguno era invisible, por lo que no podían acercarse a él y escuchar. La bilis le subió hasta la garganta al distinguir parte de la cabeza de la Madre Confesora en el coche. Lo encolerizaba que siguiera aún con vida, y que el Creador le hubiera prohibido atentar contra su vida.

Tras echar un rápido vistazo a ambos lados para asegurarse de que Lunetta estaba lo suficientemente cerca para oírlo si hablaba en voz baja, dijo:

— Lunetta, esto empieza a olerme mal.

La mujer aproximó ligeramente su caballo, sin dejar de avanzar, para poder hablar con él. No obstante, evitó mirarlo por si acaso alguno de los mriswith los vigilaba. Por muy mensajeros del Creador que fueran, a Lunetta le daban escalofríos.

— Pero lord general, me dijisteis que el Creador os lo ordenó. Es un gran honor que el Creador os hable y poder cumplir su voluntad.

— Pienso que el Creador…

El mriswith subido al pescante se puso en pie y al remontar la colina señaló con una garra.

— ¡Mirad! —exclamó con su sibilante voz, añadiendo un gutural chasquido al final.

Brogan alzó la mirada y contempló una gran ciudad que se extendía a los pies de la colina. El mar relucía al fondo. Un río de aguas doradas bañadas por el sol delimitaba en el centro de aquella vasta confluencia de edificios una isla en la que se alzaba un formidable palacio. El sol arrancaba destellos a sus torres y tejados. Brogan había visto muchas ciudades y palacios, pero nunca como aquéllos. Aunque no deseaba estar allí no pudo evitar sentirse sobrecogido.

— Qué hermosura —susurró Lunetta.

— Lunetta —musitó Brogan—, el Creador se me apareció anoche.

— ¿De veras, lord general? Es maravilloso. Es un gran honor que últimamente os visite tan a menudo. El Creador debe de tener grandes planes para ti, hermano.

— Pero, por lo que me dice, es como si estuviera perturbado.

— ¿Perturbado el Creador?

Finalmente los ojos de Brogan osaron posarse en los de su hermana.

— Lunetta, creo que ha ocurrido algo terrible. Creo que el Creador se está volviendo loco.

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