48

— Te prometo que ésta es la última.

Verna miró a los ojos a aquella mujer a la que conocía desde hacía ciento cincuenta años. Era evidente que no la conocía bien, ni a ella ni a tantas otras.

— ¿Qué quiere Jagang del Palacio de los Profetas?

— Jagang no posee más poder que una persona normal y corriente excepto su habilidad como Caminante de los Sueños —respondió Leoma con voz trémula, pero siguió adelante—. Debe utilizar a sus semejantes, especialmente a quienes poseen el don, para lograr lo que desea. Piensa utilizar nuestro conocimiento para descubrir qué profecías le darán la victoria, y luego asegurarse de que sucede lo que debe suceder para conducir al mundo hacia las bifurcaciones que le convienen.

»Es un hombre muy paciente. Le costó casi veinte años conquistar el Viejo Mundo. Durante todo ese tiempo perfeccionó sus habilidades, exploró la mente de los demás y reunió la información que necesitaba.

»No sólo codicia las profecías que guardamos en las criptas sino que piensa instalarse para siempre en el Palacio de los Profetas. Conoce el hechizo; emplazó a varios de sus hombres aquí para asegurarse de que también funcionaba en quienes no poseen el don y que no se producen efectos secundarios adversos. Piensa vivir aquí y desde este palacio conquistar el resto del mundo con la ayuda de las profecías.

»Una vez que todos los países hayan caído, tendrá cientos y cientos de años para disfrutar de su dominio sobre el mundo y de las prebendas de la tiranía. Para él es lo más grande que nadie haya soñado y mucho menos logrado anteriormente. Será lo más próximo a la inmortalidad que puede conseguir un gobernante.

— ¿Qué más puedes decirme?

Leoma se retorcía las manos.

— Nada más. Te he dicho todo lo que sé, Verna. Ahora déjame ir.

— Bésate el dedo anular y suplica el perdón del Creador.

— ¿Qué?

— Reniega del Custodio. Es tu única esperanza, Leoma.

Pero la Hermana sacudió la cabeza.

— No puedo hacer eso, Verna, y no lo haré.

Verna no tenía tiempo que perder. Sin más palabras ni discusiones tocó su han. Los ojos de Leoma parecieron iluminarse desde el interior. Un segundo más tarde se desplomó en el suelo sin vida.

Sigilosamente Verna se dirigió al extremo del pasillo, vacío, donde estaba la celda de la hermana Simona. Con la euforia que le daba ser capaz de manipular de nuevo su han a voluntad, rompió el escudo. Para no asustarla, llamó a la puerta antes de abrirla. Simona corrió a refugiarse en un rincón.

— Simona, soy Verna. No tengas miedo, querida.

Simona lanzó un grito de terror.

— ¡Ya llega! ¡Ya llega!

Verna prendió en su palma una suave luz.

— Lo sé. No estás loca, hermana Simona. Es cierto que él viene.

— ¡Tenemos que escapar! ¡Tenemos que irnos de aquí! —sollozó Simona—. Por favor, tenemos que irnos antes de que él llegue. Se me aparece en sueños para atormentarme. Tengo tanto miedo… —En un arrebato se besó el anular incontables veces.

Verna cogió a la Hermana en sus brazos. Simona temblaba.

— Simona, escúchame con atención. Conozco el modo de salvarte del Caminante de los Sueños. Si haces lo que te digo, estarás a salvo de él. Nos iremos de aquí.

Simona se calmó y la miró a los ojos.

— ¿Entonces me crees?

— Sí. Sé que dices la verdad. Pero también tú debes creerme a mí cuando te digo que conozco la magia que te protegerá del Caminante de los Sueños.

Simona se secó las lágrimas de sus sucias mejillas.

— ¿De veras que es posible? ¿Cómo?

— ¿Recuerdas a Richard? ¿El joven con el que regresé?

Simona, acurrucada contra Verna, asintió con una sonrisa.

— ¿Quién podría olvidarlo? Problemas y prodigios en un mismo paquete.

— Pues escucha. Además del don, Richard posee un tipo de magia heredada de sus antepasados, que lucharon contra los primeros Caminantes de los Sueños. Esa magia protege de los Caminantes no sólo a él sino a cualquiera que le jure fidelidad, a cualquiera que le sea realmente leal. Ésa fue la razón por la cual fue tejido el hechizo: para luchar contra los Caminantes de los Sueños.

— No puede ser tan simple como eso —replicó una incrédula Simona.

— Leoma me tenía encerrada en una celda, al final del pasillo. Me puso un rada’han al cuello y trató de doblegar mi voluntad con la prueba del dolor para que renegara de Richard. Me dijo que el Caminante de los Sueños quería visitarme en sueños, como hace contigo, pero mi lealtad hacia Richard lo impidió. Funciona, Simona. No sé cómo pero funciona. Yo estoy protegida frente al Caminante de los Sueños, y tú también puedes, si quieres.

La hermana Simona se apartó unos mechones de pelo cano de la cara.

— Verna, no estoy loca. Quiero librarme del rada’han y escapar antes de que llegue el Caminante de los Sueños. Debemos irnos. ¿Qué debo hacer?

Verna abrazó con más fuerza a la menuda mujer.

— ¿Nos ayudarás? ¿Ayudarás al resto de las Hermanas de la Luz a escapar?

Simona se besó el dedo anular con sus labios partidos.

— Lo juro por el Creador.

— Entonces debes jurar lealtad a Richard. Debes vincularte a él.

Simona se apartó, se arrodilló y apoyó la frente en el suelo.

— Juro fidelidad a Richard. Le entrego mi vida con la esperanza de que el Creador me acoja en su seno en el otro mundo.

Verna instó a Simona a levantarse. Entonces colocó las manos a ambos lados del rada’han y proyectó su han sobre él, uniéndose con él. Se oyó un zumbido. Luego un chasquido y el collar cayó al suelo.

Simona lanzó un grito de alegría y se abrazó a Verna. Ésta la estrechó contra sí. Comprendía perfectamente su gozo al verse libre del odiado rada’han.

— Simona, debemos irnos. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo. Necesito tu ayuda.

Simona se enjuagó las lágrimas.

— Estoy lista. Gracias, Prelada.

Al llegar a la puerta con el cerrojo bloqueado mediante una intrincada red, Verna y Simona unieron esfuerzos para romperla. Aquella red había sido tejida por tres Hermanas y, pese a todo el poder de Verna, sería todo un reto quebrarla. Pero con la ayuda de Simona la red cedió fácilmente.

Los dos soldados apostados al otro lado de la puerta se sobresaltaron al ver aparecer a las mugrientas prisioneras. Al instante bajaron las picas.

Verna reconoció a uno de ellos.

— Walsh, tú me conoces. Levanta la pica.

— Sé que habéis sido declarada culpable de ser una Hermana de las Tinieblas.

— Sé que tú no crees eso.

La punta de la pica estaba peligrosamente cerca de su rostro.

— ¿Qué os hace pensar eso?

— Porque, si fuese cierto, os habría matado a ambos para escapar.

El soldado se quedó un momento en silencio, pensando.

— Continuad —dijo.

— Estamos en guerra. El emperador desea someter el mundo entero. Ha llegado el momento de elegir bando. Aquí y ahora debes decidir a quién eres leal: a Richard o a la Orden Imperial.

El soldado frunció los labios. En su mente se libraba una dura batalla. Finalmente apoyó en el suelo el extremo romo de la pica.

— A Richard —declaró.

Los ojos del otro soldado saltaban de Walsh a Verna. Súbitamente se lanzó al ataque con el grito de «¡A la Orden!».

Verna estaba preparada. Antes de que el arma la tocara, lanzó al soldado contra la pared con tanta fuerza que se le abrió la cabeza. Cuando tocó el suelo ya estaba muerto.

— Creo que he elegido bien —dijo Walsh.

— Así es. Tenemos que reunir a las auténticas Hermanas de la Luz y a los jóvenes magos que nos son leales y alejarnos de palacio cuanto antes. No hay tiempo que perder.

— Vamos —dijo Walsh, que con la pica preparada abría camino.

En el exterior, una menuda figura esperaba sentada en un banco en el cálido aire nocturno. Cuando los reconoció se puso de pie de un salto.

— ¡Prelada! —susurró con lágrimas de alegría en los ojos.

Verna abrazó a Millie con tanta fuerza que la anciana chilló que la soltara.

— Oh, Prelada, perdonadme por esas cosas tan horribles que os dije. No lo decía en serio, lo juro.

Verna, al borde de las lágrimas, volvió a abrazarla y luego le besó la frente una docena de veces.

— Gracias, Millie. El Creador no podía haber enviado a nadie mejor que tú para ayudarme. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí y por las Hermanas de la Luz. Ahora debemos escapar. El emperador piensa tomar el palacio. Por favor, ¿vendrás con nosotras para que no te pase nada?

Millie se encogió de hombros.

— ¿Queréis a una vieja como yo? ¿Queréis que os ayude a escapar de las sanguinarias Hermanas de las Tinieblas y de monstruos mágicos?

— Por favor.

Millie sonrió de oreja a oreja.

— Suena más divertido que fregar suelos y vaciar orinales.

— Perfecto, escuchadme todos, vamos a…

Una alta sombra asomó por la esquina del edificio. Todos callaron y se quedaron inmóviles mientras la figura se aproximaba.

— Bueno, Verna, parece que has hallado el modo de escapar. Ya contaba con ello. —Al acercarse más, vieron que se trataba de la hermana Philippa, la otra consejera de Verna. Se besó el dedo anular y sus finos labios esbozaron una sonrisa—. Gracias al Creador. Bienvenida de vuelta, Prelada.

— Philippa, tenemos que sacar a las Hermanas de palacio esta misma noche, antes de que Jagang llegue, o nos capturará para utilizarnos.

— ¿Qué vamos a hacer, Prelada?

— Escuchad todos con atención. Debemos darnos prisa y ser muy precavidos. Si nos atrapan, nos pondrán collares a todos.

Richard acabó sin resuello la carrera por el bosque Hagen, y decidió aminorar el paso para recuperar el aliento. Vio que unas Hermanas merodeaban por los jardines del palacio pero ellas no podían verlo. Pese a que la capa de mriswith lo protegía, no podía registrar todo el edificio; tardaría días en recorrerlo de arriba abajo. Tenía que averiguar dónde tenían prisioneros a Kahlan, a Zedd y a Gratch, liberarlos y regresar a Aydindril. Una vez allí Zedd sabría qué hacer.

Probablemente Zedd se pondría furioso y le echaría una buena reprimenda, aunque Richard sabía que se la merecía. Tenía el estómago encogido por la enormidad de lo que había provocado. Si seguía vivo, desde luego no era por haber actuado con inteligencia. Con su insensatez y temeridad había puesto en peligro infinitas vidas.

Seguramente Kahlan estaría más que furiosa con él. Y con razón.

Richard se estremeció al pensar qué querían hacer los mriswith en Aydindril y sintió una punzada de temor por sus amigos. Quizá los mriswith sólo deseaban establecer un nuevo hogar, como el bosque Hagen, del que no saldrían. Pero una voz interior se reía de tan absurdas ilusiones. Debía regresar a Aydindril.

«Deja de pensar en el problema —se reprendió—. Piensa en la solución.»

No podía imaginarse por qué las Hermanas habrían apresado a Kahlan, Zedd y Gratch, aunque no dudaba de las palabras de Merissa; la Hermana creía que lo tenía en su poder, por lo que no tenía razón alguna para mentir. ¿Por qué las Hermanas de las Tinieblas mantenían a sus prisioneros en un lugar en el que corrían peligro de ser descubiertas?

Richard se detuvo. Un pequeño grupo de personas cruzaban el prado. A la luz de la luna no podía distinguir quiénes eran, pero antes de decidirse a averiguarlo se dijo que ante todo debía encontrar a Ann. La Prelada lo ayudaría. Dejando de lado a la prelada Annalina y la hermana Verna, no sabía en quién podía confiar. Así pues esperó hasta que el grupo entró en un corredor cubierto antes de seguir adelante.

Cuando meses antes abandonó el Palacio de los Profetas sabía que aún podían quedar Hermanas de las Tinieblas. Seguramente eran ellas las que habían capturado a Kahlan, pero no sabía quiénes eran. Podría buscar a Verna, pero ignoraba dónde estaría. Pero sí sabía dónde encontrar a la Prelada, y por allí empezaría.

Si era necesario, echaría abajo el Palacio de los Profetas, sin dejar piedra sobre piedra, a fin de encontrar a Kahlan y sus amigos. No obstante, por temor a violar de nuevo la Tercera Norma de un mago, decidió intentar al menos actuar guiado por la razón y no por las pasiones.

Pero ¿dónde acababa una y empezaban las otras?

Kevin Andellmere montaba guardia en la verja exterior del complejo de la Prelada. Richard lo conocía y estaba razonablemente seguro de que podía confiar en él. Pero estar «razonablemente seguro» no bastaba, por lo que se mantuvo oculto y se deslizó sin ser visto al interior del complejo. En la distancia distinguía las estentóreas risas de varios hombres que se aproximaban por un sendero, pero aún se hallaban bastante lejos.

Richard conocía a las antiguas administradoras de la Prelada. Una de ellas murió cuando la otra, la hermana Ulicia, atacó a la Prelada. Tras el ataque, Ulicia y otras cinco Hermanas de las Tinieblas huyeron a bordo de un barco, el Lady Sefa. Pero los escritorios de la oficina de la Prelada se veían vacíos.

No había nadie en el pasillo, ni en la antesala, y la puerta del despacho de la Prelada estaba abierta, por lo que Richard se abrió la capa de mriswith y relajó la concentración. Quería que Ann lo reconociera.

A la luz de la luna que entraba por las puertas dobles situadas al fondo del oscuro despacho vio que la Prelada estaba sentada tras su escritorio. A la tenue luz distinguió que tenía la cabeza inclinada hacia abajo. Se debía de haber quedado dormida.

— Prelada —dijo con voz suave para no sobresaltarla. La mujer despertó, alzó ligeramente la cabeza y levantó una mano—. Tengo que hablar contigo, Prelada. Soy Richard. Richard Rahl.

Una luz prendió en la palma de la mujer.

— ¿Has venido a hablar? —inquirió una sonriente Ulicia—. Qué interesante. Bueno, me encantará hablar contigo.

Richard retrocedió un paso ante aquella perversa sonrisa, y su mano buscó la empuñadura de la espada.

No llevaba espada.

Oyó un portazo a su espalda.

Dio bruscamente media vuelta y vio a cuatro de sus antiguas maestras: Tovi, Cecilia, Armina y Merissa. Al acercarse a él, observó que todas ellas exhibían un aro que les perforaba el labio inferior. Sólo faltaba Nicci. Todas sonreían como niños hambrientos que contemplan los dulces que les esperan al final de un ayuno de tres días.

Richard notó una necesidad que se encendía en su interior.

— Antes de que hagas algo estúpido, Richard, escucha o morirás.

— ¿Cómo has logrado adelantarme? —preguntó a Merissa, conteniéndose.

La Hermana arqueó una ceja y lo miró con sus malévolos ojos oscuros.

— He regresado con mi caballo.

— Lo teníais todo planeado, ¿verdad? —dijo a Ulicia—. Habéis hecho esto para atraparme.

— Pues claro, muchacho. Y debo decir que tú has cumplido tu papel a la perfección.

— ¿Cómo sabías que no moriría cuando Merissa me lanzara abajo desde la torre?

La sonrisa de Ulicia se desvaneció al tiempo que lanzaba una iracunda mirada a Merissa. Al ver esa mirada, Richard supo que Merissa no había seguido las instrucciones.

— Lo importante es que estás aquí —prosiguió Ulicia—. Ahora será mejor que te calmes y no te pasará nada. Aunque hayas nacido con los dos lados del don, también nosotras tenemos ambos tipos de magia. Podrías matar a una o dos de nosotras, pero no podrías con todas, y en ese caso Kahlan moriría.

— Kahlan… —Richard la fulminó con la mirada—. Te escucho.

— Verás, Richard —empezó Ulicia, cruzando las manos—, resulta que tienes un problema. Pero por suerte para ti nosotras también tenemos un problema.

— ¿Qué tipo de problema?

La mirada de Ulicia se endureció y adoptó una expresión amenazadora para responder:

— Jagang.

Las otras se reunieron con Ulicia detrás de la mesa. Ninguna de ellas sonreía ya. A la mención del nombre de Jagang prendió tal odio en sus miradas que incluso los ojos de las en apariencia amables Tovi y Cecilia podrían fundir piedra.

— Verás, Richard, ya es casi hora de acostarnos.

— ¿Qué?

— A ti el emperador Jagang no te visita en tus sueños. Pero a nosotras sí. Y se está convirtiendo en un problema.

Richard notó que la hermana Ulicia luchaba por controlar el tono de voz. Era obvio que deseaba algo más que la propia vida.

— No me digas que tienes problemas con un Caminante de los Sueños, Ulicia. Bueno, yo duermo tan plácidamente como un bebé.

Por lo general Richard se daba cuenta de cuándo alguien tocaba su han; lo sentía o lo leía en sus ojos. El aire que rodeaba a aquellas mujeres casi crepitaba. Tras aquellos cinco pares de ojos había suficiente poder reprimido como para fundir una montaña. Pero, por lo visto, no bastaba. Un Caminante de los Sueños debía de ser un temible rival.

— De acuerdo, Ulicia, vayamos al grano. Yo quiero a Kahlan y vosotras queréis algo. ¿El qué?

Ulicia se toqueteó el aro del labio al tiempo que desviaba la vista.

— Debemos llegar a un acuerdo antes de que nos durmamos. Acabo de comunicar a mis hermanas lo que se me ha ocurrido. No hemos podido dar con Nicci para incluirla. Si nos quedamos dormidas antes de resolver esto y alguna de nosotras sueña con esta conversación…

— ¿Resolver? Yo quiero a Kahlan. ¿Qué queréis vosotras?

Ulicia carraspeó antes de responder:

— Queremos jurarte lealtad.

Richard se quedó de piedra. No daba crédito a lo que acababa de oír.

— Pero sois Hermanas de las Tinieblas. Me conocéis, y deseáis mi muerte. ¿Cómo podéis romper vuestro juramento al Custodio?

Ulicia clavó en él su acerada mirada.

— Yo no he dicho que queramos hacer eso. He dicho que queremos jurarte lealtad en esto, en el mundo de los vivos. En la situación en la que nos encontramos, yo no veo que sea incompatible.

— ¿Que no es incompatible? ¡Estás loca!

— ¿Acaso quieres morir? —le preguntó Ulicia con una inquietante mirada—. ¿Quieres que Kahlan muera?

Richard hizo un esfuerzo por serenarse.

— No.

— En ese caso calla y escucha. Nosotras tenemos algo que tú quieres; y tú tienes algo que nosotras queremos. No obstante, tanto tú como nosotras exigimos condiciones. Por ejemplo, tú quieres recuperar a Kahlan sana y salva. ¿Me equivoco?

La mirada de Richard fue digna de una Hermana de las Tinieblas.

— En absoluto. Pero ¿qué te hace creer que haré un pacto contigo? Intentaste matar a la prelada Annalina.

— No sólo lo intenté sino que lo conseguí.

Richard cerró los ojos y soltó un angustiado gruñido.

— Acabas de admitir que asesinaste a la Prelada. ¿Cómo esperas que confíe en ti para…?

— Se me está acabando la paciencia, jovencito, y a tu prometida no le queda mucho tiempo. Si no te la llevas antes de que llegue Jagang, no volverás a verla nunca más, te lo aseguro. No tienes tiempo para buscarla.

Richard tragó saliva.

— De acuerdo. Habla.

— Tú cerraste de nuevo la puerta que había abierto el Custodio en este mundo y frustraste nuestros planes. Al hacerlo, disminuiste el poder del Custodio en el mundo de los vivos y restableciste el equilibrio entre él y el Creador. Jagang ha aprovechado ese equilibrio para tratar de adueñarse del mundo.

»También se ha adueñado de nosotras. Puede hacer con nosotras lo que desee. Somos sus prisioneras estemos donde estemos. Ya nos ha demostrado lo desagradable que puede ser cuando quiere. Sólo existe un modo de escapar de él.

— Te refieres al vínculo.

— Exacto. Ahora, mientras hagamos lo que Jagang nos ordena, no se enfada con nosotras y no nos castiga. Por… desagradable que sea, seguimos vivas. Nosotras deseamos vivir.

»Si te juramos lealtad, podremos romper el lazo con el que Jagang nos mantiene prisioneras y escapar.

— Quieres decir que queréis matarlo.

Ulicia negó con la cabeza.

— No queremos volver a ver su cara nunca más. Nos da igual lo que haga, sólo deseamos vernos libres de él.

»Te seré sincera. Cuando seamos libres continuaremos trabajando para conseguir que nuestro amo, el Custodio, prevalezca. Si tenemos éxito, nos recompensará. No sé si es posible, pero ése es un riesgo que tendrás que correr.

— ¿Cómo que «tendré» que correr? Si os vinculáis a mí, tendréis que luchar por mis objetivos, que son combatir al Custodio y a la Orden Imperial.

Ulicia esbozó una aviesa sonrisa.

— No, jovencito, no. Lo he pensado muy despacio. Ésta es mi oferta: nosotras te juramos lealtad, tú nos preguntas dónde está Kahlan y nosotras te lo decimos. A cambio, no podrás pedirnos nada más y nos permitirás marcharnos al instante. Tú no nos verás más y nosotras no te veremos más.

— Pero si lucháis para liberar al Custodio, eso va contra mí y rompe el vínculo. ¡No funcionará!

— Lo estás viendo a través de tus ojos. Si tu vínculo proporciona protección es porque la persona que lo invoca está convencida de que con sus actos no está rompiendo la lealtad que te debe.

»Tú deseas conquistar el mundo. Crees que es por el bien de la gente de todo el mundo. ¿Acaso todos aquellos que has tratado de ganarte han creído en ti y te han apoyado? ¿O acaso algunos han considerado un abuso tus benevolentes ofertas y han huido porque te temen?

Richard recordó a las familias que habían abandonado Aydindril.

— Supongo que entiendo lo que quieres decir, pero…

— Nosotras no vemos la lealtad a través de tu filtro moral, sino en función de nuestros propios principios. Para nosotras, Hermanas de las Tinieblas, mientras no hagamos nada directamente en tu contra no estaremos violando el juramento de lealtad. Si no vamos en tu contra, te estamos ayudando.

— Tú deseas liberar al Custodio. Eso va en mi contra directamente.

— Es cuestión del cristal con que se mire, Richard. Nosotras anhelamos poder, como tú, da igual las moralinas en las que pretendes envolver tu ambición.

»Nuestros esfuerzos no van dirigidos contra ti. Si resulta que tenemos éxito y el Custodio prevalece, todos se someterán, incluido Jagang, por lo que no importa si casualmente perdemos la protección del vínculo. Tal vez a ti te parezca inmoral, pero a nosotras no, y por ello el vínculo funcionará para nosotras.

»Y quién sabe. Es posible que, por algún milagro, ganes la guerra contra la Orden y mates a Jagang. En ese caso ya no necesitaremos el vínculo. Tendremos paciencia suficiente para ver en qué acaba todo. Eso sí, te aconsejo que no cometas la estupidez de regresar a Aydindril. Jagang la está recuperando, y no hay nada que tú puedas hacer para impedirlo.

Richard seguía receloso.

— Pero… si accedo os dejaría libres para seguir trabajando para la causa del mal.

— El mal según lo que tú entiendes. La verdad es que nos darás la oportunidad de intentarlo, pero eso no significa que lo consigamos. No obstante, eso os daría a ti y a Kahlan la oportunidad de tratar de detener a la Orden Imperial y tratar asimismo de frustrar nuestros planes de nuevo. Ya lo conseguiste en el pasado.

»Es decir, ambos conseguiremos algo muy importante: nosotras, la libertad; y tú, Kahlan. Creo que es un trato justo.

Richard consideró en silencio aquella demencial oferta. Estaba tan desesperado que no descartaba aceptarla.

— Suponiendo que me juráis lealtad, me decís dónde está Kahlan y luego huís, ¿qué prueba tendré de que realmente me habéis dicho la verdad sobre su paradero?

Ulicia ladeó la cabeza con una astuta sonrisa.

— Es muy sencillo. Nosotras juramos y tú preguntas. Si mentimos a una pregunta directa tuya, el vínculo se romperá y volveremos a caer en las garras de Jagang.

»Por esa razón la condición es que solamente podrás hacernos una pregunta: dónde está Kahlan. Si preguntas más o nos traicionas, te mataremos. No estaremos peor de lo que estamos ahora. Tú mueres, y Jagang consigue a Kahlan para hacer con ella lo que le plazca. Y te advierto que tiene gustos perversos. Pregúntale si no a Merissa —añadió, mirando a la joven Hermana situada a su lado.

Richard también la miró y vio que palidecía. Entonces se bajó el vestido para mostrarle la parte superior de un seno. Richard notó cómo él también palidecía y tuvo que apartar la mirada.

— Solamente permitió que me curaran la cara. El resto debe quedar tal como está porque… le divierte. Y esto es lo menos grave que me hizo. Y todo por tu culpa, Richard Rahl —dijo Merissa con voz gélida.

Richard tuvo una fugaz visión de Kahlan con el aro de Jagang en el labio inferior y aquellas terribles marcas en su cuerpo. Bastaba con imaginárselo para que las rodillas le temblaran.

Se mordió el labio inferior mientras fijaba de nuevo los ojos en Ulicia.

— Tú no eres la Prelada —le espetó—. Dame su anillo. —Sin dudarlo, Ulicia se lo quitó y se lo entregó—. El trato es que me juraréis lealtad, me diréis dónde está Kahlan y luego os marcharéis.

— Eso es.

— Trato hecho —declaró Richard con un suspiro.

Una vez que Richard hubo cerrado la puerta a sus espaldas Ulicia cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de alivio. Eran libres. Que Richard liberara a Kahlan, no le importaba; ya tenían lo que querían. Por fin iba a poder dormir sin miedo a que Jagang la visitara en sueños.

Cinco vidas a cambio de una. Una ganga.

Y ni siquiera había sido preciso revelárselo todo. No obstante, le había dicho más de lo que deseaba. De todos modos había sido una ganga.

— Hermana Ulicia —dijo Cecilia en un tono de seguridad que no tenía desde hacía meses—, has logrado lo imposible. Nos has librado de Jagang. Las Hermanas de las Tinieblas son libres, y no nos ha costado nada.

— Yo no estaría tan segura de eso. Acabamos de poner un rumbo incierto a través de un territorio inexplorado. Pero, por el momento, somos libres. No debemos malgastar esta oportunidad. Partiremos al instante.

La puerta se abrió de golpe.

Un sonriente capitán Blake irrumpió en la oficina, seguido por dos marineros igualmente sonrientes. Uno de ellos manoseó a Armina. La Hermana no hizo nada para defenderse.

Con paso tambaleante el capitán llegó hasta el escritorio, apoyó las manos encima y se inclinó hacia Ulicia. Apestaba a licor.

— Bueno, bueno, moza. Nos volvemos a encontrar —dijo mirándola con expresión lasciva.

— Eso parece —replicó Ulicia, inexpresiva.

— El Lady Sefa acaba de atracar en el puerto —anunció el capitán, con su hambrienta mirada posada en los pechos de la mujer—. La vida de un marino es muy solitaria y nos gustaría un poco de compañía por esta noche. Los muchachos disfrutaron tanto de la última vez que les gustaría volver a repetirlo todo.

— Espero que esta vez seáis más amables —dijo Ulicia con fingido tono medroso.

— Bueno, moza, para serte sincero los muchachos creen que la última vez no os sacamos suficiente jugo. —El capitán se inclinó más, extendió la mano derecha, agarró a Ulicia por el pezón y la obligó a acercarse. El grito de la mujer provocó en él una sonrisa—. Vamos, putas, moved vuestros traseros hasta el Lady Sefa antes de que me enfade.

Rápidamente Ulicia clavó un cuchillo en el dorso de la mano del capitán, inmovilizándola contra la mesa. Entonces se llevó el dedo de la otra mano al aro del labio inferior y con un flujo de Magia de Resta lo hizo desaparecer.

— De acuerdo, capitán Blake, iremos al Lady Sefa. Nos encantará ver de nuevo a toda la tripulación.

Con un puño mágico le propinó un tremendo golpe hacia atrás. El cuchillo que tenía clavado le cortó la mano en dos. El capitán quiso gritar, pero una mordaza de aire se lo impidió.

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