1

Exactamente en el mismo momento seis mujeres se despertaron sobresaltadas, y sus gritos resonaron en el atestado camarote de oficiales. La hermana Ulicia oyó jadear a las otras, mientras trataban de recuperar el aliento. La Hermana tragó saliva intentando normalizar su propia respiración e inmediatamente se estremeció al notar un acerado dolor en la garganta. Sentía los párpados húmedos pero los labios estaban tan secos que se los humedeció con la lengua por temor a que se le agrietaran y sangraran.

Alguien aporreaba la puerta y gritaba, aunque para Ulicia aquellos gritos no eran más que un apagado zumbido en la cabeza. Ni siquiera trató de concentrarse en las palabras o en su significado, pues, después de todo, lo que pudiera decir aquel hombre era intrascendente.

La Hermana alzó una trémula mano hacia el centro del camarote, negro como boca de lobo, y liberó su han —la esencia de su vida y su espíritu—, para inmediatamente enviar un punto de calor hacia la lámpara de aceite que sabía que colgaba del bajo bao. Obedientemente, la mecha se encendió emitiendo una sinuosa voluta de hollín que seguía el lento balanceo del barco mecido por las olas.

Todas las demás mujeres estaban tan desnudas como ella misma y se habían incorporado con la mirada fija en el débil resplandor amarillo, como si buscaran salvación o, tal vez, asegurarse de que seguían vivas y que aún podían ver la luz. Al contemplar la llama a Ulicia también se le escapó una lágrima. La oscuridad había sido asfixiante, como si alguien le hubiera tirado encima una gran palada de tierra negra y húmeda.

Tenía las sábanas empapadas de un sudor frío, aunque eso poco importaba, pues el aire marino lo humedecía todo permanentemente, por no hablar de los rociones que calaban las maderas de cubierta y rezumaban luego hasta cualquier cosa que hubiera debajo. Había olvidado ya qué era sentir en la piel ropa o sábanas secas. Ulicia odiaba aquel barco, odiaba aquella interminable humedad, odiaba sus malos olores, odiaba el constante cabeceo que le revolvía el estómago. Al menos seguía viva para odiar el barco. Con cuidado se tragó la bilis que le había subido hasta la garganta.

La Hermana se pasó los dedos por los ojos para secarse la cálida humedad que le pesaba en los párpados y extendió la mano: tenía las yemas relucientes de sangre. Como si su ejemplo les infundiera valor, algunas de las otras también osaron hacer lo mismo. Todas mostraban sangrantes rasguños en párpados, cejas y mejillas causados por ellas mismas al tratar desesperadamente de abrir los ojos para despertar, en un vano intento por escapar de un sueño que no era un sueño.

Ulicia pugnó por aclararse la mente; seguro que no había sido más que una pesadilla.

Con un esfuerzo muy consciente, apartó la mirada de la llama para posarla en sus compañeras. Frente a ella, en la litera inferior vio a la hermana Tovi, encorvada, contemplando fijamente la llama. Gruesos rollos de carne le colgaban con desmayo a los costados como si se solidarizaran con la expresión taciturna de su arrugado rostro. Sentada junto a ella, la hermana Cecilia presentaba un insólito aspecto con sus rizos entrecanos siempre primorosamente peinados ahora alborotados, y su habitual sonrisa reemplazada por una cenicienta máscara de terror. Ulicia se inclinó levemente hacia adelante para echar un vistazo a la litera de arriba. La hermana Armina, que no era tan mayor como las hermanas Tovi ni Cecilia sino que más bien se acercaba a la edad de Ulicia y seguía siendo una mujer atractiva, se veía demacrada. Aunque por lo general solía mostrarse circunspecta, se enjugó la sangre de los párpados con dedos temblorosos.

Las dos Hermanas más jóvenes y más dueñas de sí ocupaban las dos literas situadas encima de Tovi y Cecilia, al otro lado del angosto pasillo. Unos irregulares arañazos estropeaban el perfecto cutis de la hermana Nicci, y mechones de su cabello rubio se le pegaban a las lágrimas, el sudor y la sangre que le cubría el rostro. Por su parte, la hermana Merissa, igualmente hermosa, estrechaba una manta contra su pecho desnudo no por decoro, sino porque temblaba de terror. El pelo, largo y oscuro era una enmarañada mata.

Las otras Hermanas eran mayores y habían templado su poder en la forja de la experiencia, pero tanto Nicci como Merissa eran poseedoras de insólitos y oscuros talentos, de una capacidad imposible de adquirir con la experiencia. Pese a sus años, hacían gala de una gran astucia y no se dejaban engañar ni por un momento por las amables sonrisas ni la obsequiosidad de Cecilia y Tovi. Aunque eran jóvenes y seguras de sí mismas, eran conscientes de que Cecilia, Tovi, Armina y, especialmente, Ulicia podían hacerlas pedazos si quisieran. No obstante eso, eran dos de las mujeres más formidables que hubiesen hollado la faz de la tierra, dueñas de una excepcional maestría. Pero lo que las había convertido en escogidas del Custodio había sido su implacable ansia de poder.

Era inquietante ver en semejante estado a aquellas mujeres a las que tan bien conocía, aunque lo que realmente impresionó a Ulicia fue ver a Merissa aterrorizada. Nunca había conocido a una Hermana tan dueña de sí, tan fría, tan implacable y tan despiadada cono Merissa. De hecho, la hermana Merissa tenía un corazón de hielo negro.

En los casi ciento setenta años que hacía que la conocía Ulicia no recordaba haberla visto nunca llorar. Pero ahora sollozaba de manera incontrolada.

La visión de sus compañeras en tan lamentable estado de debilidad infundió nuevas fuerzas a la hermana Ulicia, e incluso la complació; así debía ser, puesto que, como líder, ella era la más fuerte.

El hombre seguía aporreando la puerta, preguntando qué pasaba y a qué venían todos aquellos gritos.

— ¡Déjanos en paz! —gritó furiosa Ulicia—. ¡Si te necesitamos, ya te llamaremos!

El marinero se retiró mascullando maldiciones entre dientes. Cuando se hubo alejado, el único sonido que se oyó fueron los crujidos de la madera debido a los bandazos que daba el barco cuando las fuertes olas se estrellaban contra la quilla, y también los sollozos.

— Deja ya de gimotear, Merissa —le espetó Ulicia.

— Nunca había ocurrido algo así —replicó Merissa, fijando en la líder una oscura mirada aún vidriosa por el miedo. Tovi y Cecilia asintieron. —He cumplido sus mandatos. ¿Por qué nos hace esto? No le hemos fallado.

— De haberle fallado, ahora estaríamos allí junto con la hermana Liliana —repuso Ulicia.

— ¿Tú también la viste? —intervino Armina—. Yo la vi…

— Sí, la vi —dijo Ulicia en un tono sereno que pretendía enmascarar su propio horror.

La hermana Nicci se apartó del rostro una retorcida y empapada guedeja rubia.

— La hermana Liliana falló al Amo —declaró, haciendo un esfuerzo por recuperar la compostura.

— Y ahora está pagando el precio de su fracaso —añadió Merissa con voz tan fría como la escarcha que se forma sobre los cristales de una ventana. Poco a poco su mirada ya no era tan vidriosa y dio paso al desdén—. Ahora y para siempre. —Aunque casi nunca permitía que sus impecables facciones revelaran el menor signo de emoción, frunció el entrecejo en cruel gesto—. Contravino tus órdenes, hermana Ulicia, y las del Custodio. Arruinó nuestros planes. Fue culpa suya.

Era cierto; Liliana había fallado al Custodio. Por su culpa estaban todas encerradas en aquel maldito barco. Ulicia sintió que el rostro le ardía al pensar en la arrogancia de Liliana. La Hermana había tenido su merecido por tratar de acaparar toda la gloria. No obstante, tragó saliva al pasar por su mente la imagen del tormento de Liliana, y esa vez ni siquiera notó el punzante dolor en la garganta.

— Pero ¿y nosotras? —preguntó Cecilia con una sonrisa que no era alegre, como de costumbre, sino apenada—. ¿Tenemos que hacer lo que ese… tipo dice?

Ulicia se pasó una mano por la cara. Si eso era real, si lo que habían visto en verdad había sucedido, no debían dudar ni perder tiempo. Tal vez no fuese más que una pesadilla; nadie sino el mismo Custodio la había visitado antes en aquel estado de sueño que no era sueño. Sí, seguro que lo habían soñado. La Hermana observó una cucaracha que se metía dentro de la bacinilla. Súbitamente alzó la mirada.

— ¿«Ese tipo»? Entonces, ¿no viste al Custodio? ¿Viste a un hombre?

— Jagang —respondió Cecilia con un hilo de voz.

Tovi se llevó una mano a los labios para besar el dedo anular; un antiguo gesto con el que se suplicaba la protección del Creador. Era un hábito inmemorial que las novicias empezaban a practicar desde el primer día de su formación. Era el primer gesto que hacían todas las Hermanas cada mañana sin falta, al levantarse, y en tiempos de tribulación. Probablemente Tovi lo había repetido miles de veces, como todas las otras. Como Hermana de la Luz estaba simbólicamente prometida al Creador y a su Voluntad. Besarse el dedo anular era una renovación simbólica de dicha promesa.

Pero, después de su traición, no se sabía qué consecuencias tendría el acto de realizar ese gesto. La superstición aseguraba que si una Hermana de las Tinieblas, es decir aquella que había entregado su alma al Custodio, se besaba el anular, moriría. Y aunque tal gesto no provocara la ira del Creador, sin duda provocaría la ira del Custodio. A medio camino de los labios, Tovi se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer y apartó bruscamente la mano.

— ¿Todas habéis visto a Jagang? —Ulicia fue mirando a las Hermanas una por una y todas asintieron. Pero aún le quedaba una brizna de esperanza—. Así pues, todas habéis visto al emperador. Eso no significa nada. ¿Le oíste decir algo? —preguntó a Tovi, inclinándose hacia ella.

La interpelada se alzó el cobertor hasta el mentón.

— Todas estábamos allí, como siempre que el Custodio nos convoca. Estábamos sentadas en semicírculo, desnudas como siempre. Pero quien vino no fue el Amo, sino Jagang.

De la litera superior que ocupaba Armina se escapó un sollozo.

— ¡Silencio! —ordenó Ulicia—. ¿Qué dijo? —preguntó, dirigiéndose de nuevo a la temblorosa Tovi—. ¿Cuáles fueron sus palabras?

Tovi fijó la vista en el suelo.

— Dijo que ahora nuestras almas eran suyas. Que estábamos en su poder y que podría matarnos cuando quisiera. Dijo que debemos reunirnos con él de inmediato o desearíamos estar en la piel de Liliana. Dijo que, si lo hacíamos esperar, lo lamentaríamos. —La Hermana alzó la mirada. Sus ojos se anegaron de lágrimas—. Y luego me hizo probar lo que nos haría si no lo complacemos.

Ulicia se había quedado helada y se dio cuenta de que también ella se había cubierto con la sábana. Haciendo un esfuerzo, volvió a dejarla en su regazo.

— ¿Armina? —La aludida confirmó suavemente las palabras de Tovi—. ¿Cecilia? —Cecilia asintió. Entonces Ulicia posó la mirada en las dos Hermanas sentadas en las literas de arriba, frente a ella. Al parecer, ambas habían logrado con gran esfuerzo recobrar la compostura—. ¿Y bien? ¿Oísteis esas mismas palabras?

— Sí —confirmó Nicci.

— Exactamente las mismas —dijo Merissa con voz inexpresiva—. Todo es culpa de Liliana.

— Tal vez hemos contrariado al Custodio y, como penitencia, antes de recuperar su favor nos entrega al emperador para que lo sirvamos —sugirió Cecilia.

Merissa se irguió. Sus ojos se convirtieron en dos ventanas que permitían asomarse a su helado corazón.

— He entregado mi alma al Custodio —declaró—. Y si debo servir a esa vulgar bestia para ganarme de nuevo su gracia, lo haré, aunque eso signifique lamer los pies de ese hombre.

Ulicia recordó que Jagang, antes de alejarse del semicírculo que habían formado en el sueño que no era tal sueño, había ordenado a Merissa que se levantara. Luego, con gesto despreocupado, le había agarrado el seno derecho con su manaza y había apretado hasta que a la mujer le cedieron las rodillas. Ulicia lanzó un vistazo a los senos de Merissa y vio pálidos moretones.

Merissa no hizo ademán de cubrirse mientras posaba su serena mirada en los ojos de la líder.

— El emperador dijo que, si lo hacíamos esperar, lo lamentaríamos.

Ulicia había oído las mismas instrucciones. Jagang había dado muestras casi de desprecio hacia el Custodio. ¿Cómo había sido capaz de suplantar al Custodio en ese sueño que no era sueño? El porqué no importaba; lo había hecho. Todas habían vivido lo mismo. Así pues, no lo había soñado.

La Hermana sintió un atenazante terror en la boca del estómago, al tiempo que la pequeña llama de esperanza se extinguía. También a ella le había dado una pequeña muestra de lo que le esperaba si desobedecía. La sangre que se le secaba en los párpados era un recordatorio de lo mucho que había deseado que la demostración acabara. Había sido algo real y todas lo sabían. No tenían elección, ni tampoco tiempo que perder. Gotas de sudor frío les resbalaron entre los senos. Si vacilaban…

Ulicia saltó de la litera.

— ¡Cambiad el rumbo! —gritó, al tiempo que abría la puerta de par en par—. ¡Cambiad el rumbo ahora mismo!

No había nadie en el pasillo. Ulicia subió corriendo la escalerilla, gritando. Las demás corrían tras ella, aporreando las puertas de los camarotes. Pero a Ulicia no le interesaban las puertas, sino el timonel; era él quien fijaba el rumbo del barco y ordenaba a los marineros que desplegaran tal o cual vela.

Ulicia levantó la trampilla, que se abrió a una luz opaca. Todavía no había amanecido. Plomizas nubes bullían rozando casi la superficie de las oscuras aguas. Una espuma luminosa hirvió justo más allá de la batayola cuando la embarcación se deslizó por la pendiente de una enorme ola, creando la impresión de que se sumergían en un impenetrable abismo. Las otras Hermanas emergieron por la trampilla a la cubierta barrida por los rociones de agua.

— ¡Virad! —gritó Ulicia a los marineros con los pies desnudos, que se volvieron hacia ella con gesto de muda sorpresa.

La Hermana masculló una maldición y corrió a la popa, hacia la caña del timón. Las cinco Hermanas corrieron sobre la inclinada cubierta pisándole los talones. Agarrándose las solapas del abrigo con ambas manos, el timonel estiró el cuello para comprobar qué era aquel alboroto. De la abertura situada a sus pies emergió luz de linterna, que iluminó los rostros de los cuatro hombres encargados de la caña del timón. Los marineros se agruparon cerca del barbudo timonel y miraron boquiabiertos a las seis mujeres.

Ulicia jadeaba, tratando de recuperar el aliento.

— ¿Qué pasa, atajo de inútiles? ¿Es que no me habéis oído? ¡He dicho que deis media vuelta!

De repente comprendió la razón de que las miraran tan fijamente; las seis iban desnudas. Merissa se colocó a su lado con la misma actitud altiva y distante que mostraría de ir ataviada con un vestido que la cubriera del cuello a los pies.

Uno de los marineros, de lasciva mirada, habló mientras recorría golosamente con los ojos a la joven Hermana.

— Vaya, vaya. Parece que las damas quieren jugar un poco.

Merissa, manteniendo su actitud fría e inalcanzable, observó la libidinosa sonrisa del hombre con aire de serena autoridad.

— Mi cuerpo es mío y solamente mío. Nadie puede siquiera mirarlo a no ser que yo lo permita. Aparta enseguida tus ojos de mí o te los arrancaré.

Si el marinero hubiese poseído el don, acompañado del dominio de éste que poseía la hermana Ulicia, habría percibido cómo alrededor de Merissa el aire chisporroteaba con inquietante poder. Los marineros creían que no eran más que damas nobles que viajaban a lugares extraños y lejanos; ninguno de ellos sabía quiénes eran en realidad. Desde luego el capitán Blake sabía que eran Hermanas de la Luz, pero Ulicia le había ordenado guardar el secreto.

El hombre se burló de Merissa con su lasciva expresión, empujando obscenamente las caderas.

— No seas tan estirada, moza. No habrías salido a cubierta desnuda a no ser que tuvieras en mente lo mismo que nosotros.

El aire crepitó alrededor de Merissa. Al mismo tiempo una mancha de sangre se extendió por la entrepierna del marinero. El hombre chilló y alzó la vista, frenético. La luz arrancó destellos al largo cuchillo que normalmente llevaba al cinto cuando lo desenvainó. Lanzando un grito de venganza, avanzó tambaleante con intenciones asesinas.

En los turgentes labios de Merissa asomó una distante sonrisa.

— Cerdo asqueroso —murmuró para sí—. Pronto sentirás el gélido abrazo de mi Amo.

El cuerpo del hombre se abrió como si fuese un melón podrido al que alguien golpeara con un palo. Una sacudida de aire generada por el poder del don lo lanzó por la borda. Sobre las tablas quedó dibujada su trayectoria con un reguero de sangre. Las negras aguas engulleron el cuerpo sin apenas salpicar. Los otros marineros, casi una docena, se quedaron quietos como estatuas y con los ojos muy abiertos.

— Si no queréis seguir su camino, no os atreváis a mirarnos —siseó Merissa.

Demasiado amedrentados para abrir boca, los marineros asintieron. Involuntariamente, la mirada de uno de ellos se posó por un momento en el cuerpo de la mujer como si la prohibición de mirarla lo hubiese impulsado irremediablemente a hacerlo. Totalmente aterrorizado, el marinero empezó a disculparse, pero una nítida línea de poder tan afilada como un hacha de guerra le hendió la frente, entre los ojos. El hombre cayó por la borda, como su compañero.

— Ya es suficiente, Merissa —dijo Ulicia suavemente—. Creo que ya han aprendido la lección.

La otra Hermana, envuelta aún en las brumas del han, fijó en ella su distante y gélida mirada.

— No pienso permitir que miren lo que no deben.

— Los necesitamos para regresar —le recordó Ulicia, enarcando una ceja—. Tenemos prisa, ¿recuerdas?

Merissa echó un vistazo a los hombres como quien mira a unos bichos y piensa si aplastarlos o no.

— Desde luego, Hermana. Tenemos que volver enseguida.

Ulicia dio media vuelta y vio al capitán Blake que, acabado de llegar, contemplaba boquiabierto la escena.

— Da media vuelta, capitán —ordenó Ulicia—. Enseguida.

El hombre se humedeció rápidamente los labios con la lengua, mientras su mirada saltaba de los ojos de una Hermana a otra.

— ¿Ahora queréis regresar? ¿Por qué?

— Te hemos pagado generosamente para que nos lleves a donde nosotras queramos y cuando queramos —replicó la Hermana, apuntándolo con un dedo—. Ya te dije que las preguntas no forman parte del trato y también te advertí que si violabas cualquier parte del trato, te despellejaría vivo. Si me pones a prueba, descubrirás que no soy tan clemente como mi compañera, la hermana Merissa; yo no concedo muertes rápidas. ¡Da media vuelta inmediatamente!

El capitán no dudó. Se alisó el abrigo y acto seguido fulminó con la mirada a sus hombres.

— ¡Vuelta al trabajo, haraganes! Dempsey —llamó al timonel con un gesto—, vire en redondo. —El hombre todavía no se había repuesto de la conmoción y parecía paralizado—. ¡Sin perder tiempo, maldita sea!

El capitán se quitó el estropeado sombrero que llevaba y dirigió una inclinación a la hermana Ulicia, cuidándose mucho de mirarla sólo a los ojos.

— A vuestras órdenes, Hermana. Regresaremos al Viejo Mundo contorneando la gran barrera.

— Fija un rumbo directo, capitán. No hay tiempo que perder.

— ¡Rumbo directo! —exclamó el capitán, estrujando el sombrero con las manos—. ¡No podemos atravesar la gran barrera! —Pero inmediatamente suavizó el tono para añadir—: Es imposible. Moriremos todos.

Ulicia se llevó una mano al estómago, tratando de aplacar el abrasador dolor que sentía.

— La gran barrera ya no existe, capitán. Ya no es obstáculo. Rumbo directo he dicho.

El hombre seguía estrujando el sombrero.

— ¿La gran barrera ya no existe? Eso es imposible. ¿Qué os hace pensar que…

Ulicia se inclinó hacia el capitán.

— ¿Osas cuestionarme?

— No, Hermana. No, claro que no. Si decís que la barrera ya no está, pues no está. Aunque no entiendo cómo ha ocurrido, lo creo. Sé perfectamente que no soy quién para ponerlo en duda. Pondremos rumbo directo. —El hombre se secó la boca con el sombrero—. Que el Creador tenga piedad de nosotros —masculló, dicho lo cual se volvió hacia el timonel, ansioso de sustraerse de la iracunda mirada de la Hermana—. ¡Todo a estribor, Dempsey!

El timonel bajó la mirada hacia los hombres que manejaban la caña del timón.

— ¡Todo a estribor, muchachos! —ordenó. Entonces alzó con gesto cauto las cejas y preguntó—: ¿Estáis seguro, capitán?

— ¡No discutas mis órdenes o tendrás que volver nadando!

— Sí, capitán. ¡Todos a los aparejos! —gritó a los marineros, que ya habían empezado a soltar algunos cabos y a tirar de otros—. ¡Preparaos para virar!

Ulicia observó cómo algunos de los hombres echaban nerviosas miradas de soslayo.

— Las Hermanas de la Luz tienen ojos en la nuca, señores. Procurad que eso sea lo único que miráis de ellas, o será lo último que veáis en vuestra vida.

Los marineros asintieron con la cabeza y se inclinaron para seguir trabajando.

Una vez de regreso al atestado camarote, la hermana Tovi cubrió su voluminoso cuerpo tembloroso con la colcha.

— Hacía mucho tiempo que unos fornidos muchachos no me miraban con tal lascivia. Disfrutad de la admiración mientras aún la merecéis —añadió, dirigiéndose a Nicci y Merissa.

Merissa sacó su camisola del arcón situado en un rincón.

— No era a ti a quien miraban con lujuria.

En el rostro de Cecilia apareció una maternal sonrisa.

— Lo sabemos, Hermana. Creo que lo que la hermana Tovi quiere decir es que ahora que ya no estamos bajo el hechizo del Palacio de los Profetas, envejeceremos como el resto de mortales. No tendrás tantos años como tuvimos nosotras para gozar de tu belleza.

— Cuando recuperemos el favor del Amo —repuso Merissa, irguiéndose—, podré conservar lo que tengo.

Tovi apartó la vista con una extraña y peligrosa mirada en los ojos.

— Y yo quiero recuperar lo que una vez tuve.

— Todo esto es culpa de Liliana —declaró Armina, dejándose caer pesadamente en una litera—. De no haber sido por ella no tendríamos que haber abandonado el palacio y su hechizo. De no haber sido por ella, el Custodio no habría dado a Jagang poder sobre nosotras. De no haber sido por ella, no habríamos perdido el favor del Amo.

Todas guardaron silencio un momento. Luego empezaron a ponerse la ropa interior apretujándose en el camarote, tratando de no darse codazos.

— Yo pienso hacer lo que sea necesario, sea lo que sea, para recuperar el favor del Amo —declaró Merissa, tras ponerse la camisola—. Pienso obtener la recompensa que merezco por el juramento que pronuncié. Pienso permanecer siempre joven —añadió, lanzando una rápida mirada a Tovi.

— Todas deseamos lo mismo, Hermana —repuso Cecilia, mientras metía los brazos en las mangas de una sencilla túnica marrón—. Pero, de momento, los deseos del Custodio es que sirvamos a ese hombre, a Jagang.

— ¿De veras crees eso? —inquirió Ulicia.

Merissa, arrodillada en el suelo, rebuscó en el arcón hasta sacar su vestido escarlata.

— ¿Por qué, si no, nos habría entregado a ese hombre?

Ulicia enarcó una ceja.

— ¿Entregar? ¿Eso crees? Pues yo creo que es más que eso; creo que el emperador Jagang está actuando por voluntad propia.

Todas las demás se quedaron quietas y la miraron.

— ¿Crees que Jagang ha osado desafiar al Custodio por su propia ambición? —inquirió Nicci.

— Piensa un poco. —Con un dedo, Ulicia dio leves golpes a Nicci a un lado de la cabeza—. El Custodio siempre ha acudido a nosotras cuando entramos en el estado de ensueño pero hoy no lo ha hecho. En vez del Custodio, ha sido Jagang quien se ha presentado. Aun en el caso de que el Custodio quisiera castigarnos obligándonos a servir a Jagang, ¿no creéis que nos lo habría ordenado personalmente? No creo que todo esto sea obra del Custodio, sino que pienso que es únicamente cosa de Jagang.

— ¡Todo esto es culpa de esa maldita Liliana! —exclamó Armina, mientras cogía con rabia su vestido azul de un tono algo más claro que el de Ulicia, pero no menos elegante.

Ulicia esbozó un amago de sonrisa.

— ¿Eso piensas? Liliana era muy ambiciosa. Creo que el Custodio pensaba utilizar esa ambición en su propio beneficio, pero Liliana le falló. —La sonrisa se desvaneció—. Lo que nos ocurre no es culpa de Liliana.

Nicci, que se estaba ajustando el corpiño de su vestido negro con los cordeles, se detuvo.

— Tienes razón. Es culpa del chico.

— ¿Chico? —Ulicia negó lentamente con la cabeza—. Ningún «chico» habría conseguido derrumbar la barrera. Ningún «chico», como tú dices, habría logrado arruinar unos planes que llevábamos años madurando. Todas sabemos qué dicen las profecías de él.

»Nos hallamos en una situación muy comprometida —continuó diciendo, mirando a todas las Hermanas una a una—. Debemos trabajar para recuperar el poder del Custodio en este mundo, o cuando Jagang acabe con nosotras, nos matará e iremos a parar al inframundo, donde ya no podemos ser de ninguna utilidad para el Amo. Si eso ocurre, no tengo la menor duda de que el Custodio nos lo hará pagar muy caro, y que, en comparación, lo que Jagang ha demostrado que puede hacernos nos parecerá la gloria.

Los crujidos y gemidos del barco llenaron el camarote, mientras las Hermanas consideraban las palabras de su líder en silencio. Debían correr a servir a un hombre que las utilizaría y luego se desembarazaría de ellas tranquilamente, sin darles ninguna recompensa. Pero ninguna de ellas podía siquiera considerar la posibilidad de desafiarlo.

— Chico o no chico, él tiene la culpa de todo —declaró Merissa con los músculos de la mandíbula tensos—. Y pensar que lo tuve a mi alcance, que todas lo tuvimos… Debimos acabar con él cuando teníamos oportunidad.

— Liliana quiso hacerlo, quiso arrebatarle su poder, pero fue imprudente y acabó con esa maldita espada clavada en el corazón —repuso Ulicia—. Nosotras tenemos que ser más listas que ella; cuando sea el momento, le arrebataremos su poder y entregaremos su alma al Custodio.

Armina se secó una lágrima del párpado inferior.

— Pero, mientras tanto, tiene que haber alguna manera de no tener que regresar a…

— ¿Cuánto tiempo crees que podemos permanecer despiertas? —le espetó Ulicia—. Más pronto o más tarde tendremos que dormir y entonces ¿qué? Jagang ya nos ha demostrado que tiene el poder suficiente para llegar hasta nosotras estemos donde estemos.

Merissa prosiguió con la tarea de abrocharse los botones del corpiño de su vestido escarlata.

— Haremos lo que tengamos que hacer, de momento, pero eso no significa que no podamos usar nuestro cerebro.

Las cejas de Ulicia formaron una línea continua, lo cual indicaba que estaba pensando. Acto seguido esbozó una irónica sonrisa.

— Quizás el emperador Jagang crea que ya nos tiene donde quería, pero nosotras hemos vivido mucho. Tal vez, si usamos nuestro cerebro y nuestra experiencia, no nos intimidará tanto como cree.

Los ojos de Tovi brillaron llenos de malevolencia.

— Sí —dijo entre dientes—, ciertamente hemos vivido mucho y además hemos aprendido a abatir a algunos jabalíes y arrancarles las entrañas en vivo.

Nicci se alisó las arrugas que se habían formado en la falda de su vestido.

— Una cosa es destripar a un jabalí, pero el emperador Jagang es nuestra penitencia, no el responsable de ella. Tampoco nos servirá de nada descargar nuestra ira sobre Liliana; no era más que una loca demasiado ambiciosa. A quien realmente debemos hacer sufrir es a quien nos ha puesto en la situación en que nos encontramos.

— Sabias palabras, Hermana —la alabó Ulicia.

Merissa se palpó con gesto ausente la herida en el pecho.

— Pienso bañarme en la sangre de ese joven, mientras mira. —Los ojos de la Hermana volvieron a convertirse en ventanas a su oscuro corazón.

Ulicia apretó los puños y asintió con la cabeza.

— Es él, el Buscador, el culpable de que nos encontremos en esta situación. Juro que pagará con su don, su vida y su alma.

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