23

Cuando todo el cuerpo se le encendió con el dulce tormento del deseo supo, aun sin verla, que acababa de entrar. Inspiró su inconfundible fragancia y lo invadió una dolorosa ansia de entregarse. Como quien percibe un furtivo movimiento en la niebla, no podía discernir la esencia de la amenaza pero de alguna manera, en lo más profundo de su mente consciente, sabía sin lugar a dudas que esa amenaza existía, y el intenso peligro lo excitaba aún más.

Con la desesperación de quien se ve invadido por un enemigo muy superior buscó la empuñadura de la espada en un intento de reunir toda su determinación y resistir el impulso de someterse. Lo que su mano buscaba no era el acero desnudo sino los terribles colmillos de la ira, una furia que lo sostuviera y le transmitiera la voluntad de resistir. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo; todo dependía de eso.

Su mano se ancló en la empuñadura al cinto y sintió la oleada de perfecta furia que le invadía cuerpo y mente.

Al alzar la vista distinguió las cabezas de Ulic y Egan que se acercaban hacia él entre los congregados. Aun sin verlos hubiese sabido que ella caminaba en el espacio que quedaba entre ambos; sabía que ella estaba allí. Soldados y dignatarios se apartaban para dejar paso a los dos fornidos guardaespaldas y a su protegida. Los susurros pasaban de uno a otro y las cabezas se ladeaban en oleadas, como las ondas en un estanque, lo cual recordó a Richard que en las profecías también lo llamaban «el guijarro en el estanque»; es decir, aquel que genera ondas en el mundo de los vivos.

Entonces la vio.

El deseo le constriñó el pecho. Llevaba el mismo vestido de seda rosa que la noche anterior, pues no se había llevado ninguna muda. Richard recordó vívidamente que le había dicho que dormía desnuda. Al pensarlo, el corazón le latió con la fuerza del martillo contra un yunque.

Haciendo un gran esfuerzo centró los pensamientos en la tarea que tenía entre manos. Ella miró asombrada a los soldados que conocía pues pertenecían a la guardia del palacio de Kelton. Pero ahora llevaban uniformes d’haranianos.

Richard se había levantado pronto para tenerlo todo listo. De todos modos, apenas había podido dormir y tuvo agitados sueños relacionados con ella.

¿Kahlan, amor mío, podrás perdonarme algún día por tener esos sueños?

Con tantas tropas d’haranianas en Aydindril sabía que no le faltarían pertrechos de todo tipo, por lo que había ordenado que le proporcionaran uniformes extra. Los keltas, desarmados, no estaban en posición de discutir y, de todos modos, sonrieron complacidos después de comprobar el fiero aspecto que les conferían los uniformes de cuero oscuro y malla. Entonces les dijeron que Kelton era parte de D’Hara y se les devolvieron las armas. Ahora formaban en fila, muy tiesos y orgullosos, sin perder de vista a los representantes de los otros países que aún no se habían rendido.

Al final resultó que aunque la tormenta de nieve había permitido a Tobias Brogan escapar, por otra parte había sido una suerte, pues los dignatarios prefirieron esperar a que el tiempo mejorara para ponerse en marcha. Richard aprovechó la oportunidad que el destino le ofrecía en bandeja y los convocó en palacio bien entrada la mañana, antes de partir. Solamente había citado a los más importantes. Deseaba que fuesen testigos de la rendición de Kelton, uno de los países más poderosos de la Tierra Central. Quería darles una última lección.

De pie a un lado del estrado contempló a Cathryn, que empezaba a subir los peldaños, devolviendo la mirada a todos aquellos ojos posados en ella. Berdine retrocedió para dejarla pasar. Richard había colocado a las tres mord-sith en los extremos del estrado, lo más alejadas de él. No le interesaba oír nada de lo que pudieran decirle.

Cuando, por fin, los castaños ojos de Cathryn se posaron en él, Richard tuvo que apretar las rodillas para evitar que se le doblaran. La mano izquierda con la que asía la empuñadura de la espada empezó a latirle con fuerza. El joven se recordó que no era necesario que tocara la espada para contar con su magia y, mientras consideraba las tareas que lo aguardaban, barajó asimismo la posibilidad de retirarla y mover los dedos para recuperar el tacto. Cuando las Hermanas de la Luz trataron de enseñarle a entrar en contacto con su han, le habían dicho que fijara su voluntad interior en una imagen mental. Richard había elegido la imagen de la Espada de la Verdad, y en esa imagen fijaba ahora toda su atención.

Pero para librar la batalla con las personas reunidas ante él la espada no le iba a servir de nada. Ese día sus armas serían las hábiles maniobras concebidas con la ayuda del general Reibisch, sus oficiales e informados miembros del personal de palacio, que también le habían ayudado a prepararlo todo. Ojalá saliera bien.

— Richard, qué…

— Bienvenida, duquesa. Todo está preparado. —Richard le besó la mano de un modo que le pareció el adecuado para saludar a una reina delante de espectadores, pero al tocarla las llamas de su interior se avivaron—. Sabía que desearíais que todos estos representantes fuesen testigos de vuestra valentía por ser la primera en unirse a nosotros en contra de la Orden Imperial, la primera en abrir el camino para la Tierra Central.

— Bueno yo… sí, bien… por supuesto.

Richard miró los expectantes y tensos rostros de los congregados. Esa mañana formaban un grupo más silencioso y dócil que en la última ocasión.

— La duquesa Lumholtz, que como todos sabéis muy pronto será coronada reina de Kelton, ha comprometido a su pueblo en la causa de la libertad y desea que todos seáis testigos de cómo firma los documentos de rendición.

— Richard —susurró ella, inclinándose ligeramente hacia él—, tengo que… mis abogados tienen primero que revisarlos… sólo para estar segura de que todo está claro y que no surgirán malentendidos.

Richard sonrió con gesto tranquilizador.

— Aunque estoy seguro de que están muy claros, me he anticipado a tu inquietud y me he tomado la libertad de invitarlos al acto de firma. —Con una mano señaló el otro extremo del estrado. Raina cogió a un hombre por el brazo y lo instó a subir los escalones—. Maese Sifold, ¿seríais tan amable de dar a vuestra futura reina vuestra opinión profesional?

El interpelado hizo una reverencia.

— Tal como lord Rahl dice, duquesa, los documentos están claros. No hay posibilidad de malentendidos.

Richard cogió de encima de la mesa un documento decorado con florituras.

— Con vuestra venia, duquesa, me gustaría leerlo ante todos los presentes, para que comprueben que Kelton desea inequívocamente unirse a nuestras fuerzas. De ese modo verán cuán valiente sois.

La duquesa alzó la cabeza con altivez ante los ojos de los representantes de los demás países.

— Hacedlo, lord Rahl, os lo ruego.

— Os pido un poco de paciencia —empezó diciendo Richard—, no es muy largo. —Sosteniendo el documento ante sí, leyó en voz alta—: «Que todos sepan que por el presente documento Kelton se rinde de manera incondicional a D’Hara. Firmado de propia mano, como líder debidamente designada del pueblo, duquesa Lumholtz».

Richard dejó de nuevo el documento sobre la mesa y mojó la pluma en un tintero antes de ofrecérsela a Cathryn. La mujer no se movió. Estaba lívida.

Temiendo que la duquesa se echara atrás, Richard no tuvo opción. Recurriendo a sus reservas de fortaleza, que sabía que más tarde iba a necesitar, acercó los labios al oído de la mujer soportando en silencio la agónica ansia que despertó en él la cálida fragancia de la piel femenina.

— Cathryn, una vez acabe la reunión, ¿te gustaría pasear conmigo, los dos solos sin nadie más? No puedo dejar de pensar en ti.

Las mejillas de la mujer recuperaron de pronto el color. Richard se temió que fuese a pasarle un brazo alrededor del cuello y dio gracias a los espíritus cuando no lo hizo.

— Pues claro, Richard —susurró ella, absolutamente radiante—. Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti. Acabemos ya con esta mera formalidad.

— Haz que esté orgulloso de ti y de tu valor.

Richard pensó que la sonrisa de Cathryn iba a ruborizar a todos los presentes. Él, por su parte, notaba que las orejas le ardían por el inequívoco mensaje que transmitía.

La duquesa rozó la mano de Richard al tomar la pluma, y la sostuvo en alto.

— Firmo la rendición —declaró— con una pluma de paloma que simboliza que lo hago voluntariamente, en paz, y no como vencida. Lo hago por el amor que siento hacia mi pueblo y por la esperanza en el futuro. Esa esperanza es este hombre que tenéis delante: lord Rahl. En nombre de Kelton juro eterna venganza contra cualquiera de vosotros que trate de hacerle daño.

Dicho esto se inclinó y garabateó su amplia firma en el documento de rendición.

Antes de que se irguiera Richard le colocó delante más papeles.

— ¿Qué…?

— Son las cartas de las que hablamos, duquesa. Os he querido ahorrar la tediosa tarea de redactarlas vos misma, para así utilizar ese tiempo para mejores propósitos. Vuestros secretarios me han ayudado a redactarlas. Por favor, comprobadlas para aseguraros de que no me he apartado de la oferta que me hicisteis anoche.

»El teniente Harrington, de vuestra guardia de palacio, me proporcionó los nombres del general Baldwin, comandante de todos los ejércitos de Kelton, de los generales de división Cutter, Leiden, Nesbit, Bradford y Emerson, así como de algunos de los oficiales de la guardia. Debéis firmar una carta para cada uno de ellos en la que les ordenáis que entreguen el mando a mis oficiales d’haranianos. Algunos de los integrantes de vuestra guardia de palacio acompañarán a un destacamento de mis hombres junto con los nuevos oficiales.

»Gracias a la inapreciable colaboración de vuestro adjunto, maese Montleon, he redactado instrucciones dirigidas a vuestro ministro de finanzas, Pelletier; a maese Carlisle, vuestro subadministrador de planificación estratégica; a los gobernadores que controlan la comisión de comercio, Cameron, Truck, Spooner y Ashmore; así como a Levardson, Doudiet y Faulkingham del departamento de comercio.

»Naturalmente, vuestro coadjunto, Schaffer, ha preparado la lista de vuestros alcaldes. Para no olvidarnos de nadie y no ofender, ha contado con ayudantes para redactar una lista completa. Aquí están las cartas para todos ellos pero, como las instrucciones se repiten sólo cambiando el nombre del destinatario, solamente es preciso que reviséis una y firméis el resto. Nosotros nos ocuparemos de todo. Tengo soldados preparados para escoltar a los correos reales. Un hombre de vuestra guardia los acompañará para asegurarse de que no hay error posible. Y he convocado a todos los hombres de vuestra guardia para que sean testigos de la firma.

Richard tomó aire y se irguió, mientras Cathryn, aún con la pluma en el aire, observaba con un parpadeo todos aquellos documentos. Todos los ayudantes de la duquesa se habían acercado, orgullosos del trabajo realizado en tan poco tiempo.

— Espero que todo se haya hecho a tu gusto, Cathryn —le susurró Richard, inclinándose de nuevo hacia ella—. Ya sé que me dijiste que tú te ocuparías de todo pero no quería estar lejos de ti mientras trabajabas, por lo que me he levantado muy temprano y me he ocupado de todo. Espero que estés complacida.

La mujer echó un vistazo a algunas cartas y luego las apartó para mirar otras colocadas debajo.

— Sí… naturalmente.

— ¿Por qué no te sientas? —le sugirió Richard, acercándole una silla.

Cuando estuvo sentada y firmando los documentos, Richard apartó la espada y se sentó junto a ella, en la silla de la Madre Confesora. Mientras oía el sonido de la pluma al escribir, no apartaba los ojos de los congregados. Mantenía avivadas las llamas de la furia para no perder la concentración.

Entonces se volvió hacia los sonrientes oficiales keltas, situados detrás y a los lados de su silla, para felicitarlos.

— Esta mañana todos vosotros habéis rendido un valioso servicio, y estaría muy honrado si aceptarais conservar vuestros actuales rangos. Estoy seguro de que vuestros talentos me serían de gran ayuda para administrar a la creciente D’Hara.

Después de que todos inclinaran la cabeza y le dieran las gracias por su generosidad, fijó de nuevo su atención en el silencioso grupo que era testigo de la firma. Después de tantos meses estacionados en Aydindril los soldados d’haranianos, en especial los oficiales, habían aprendido mucho sobre el comercio en la Tierra Central. En los cuatro días que había pasado en su compañía buscando a Brogan Richard había aprendido de ellos todo lo que pudo, y a eso le añadió los conocimientos adquiridos esa misma mañana. Cuando supo qué preguntas formular, la señora Sanderholt había desplegado sus vastos conocimientos adquiridos durante años y años de preparar los platos de muy diversos países. La comida, según resultó, era una increíble fuente de conocimientos sobre los pueblos. Y a eso se añadía que la señora Sanderholt siempre mantenía los oídos bien abiertos.

— Algunos de los documentos que la duquesa está firmando son órdenes referidas al comercio —informó Richard a los representantes, mientras Cathryn seguía firmando—. Puesto que ahora Kelton forma parte de D’Hara, como es natural toda actividad comercial entre Kelton y aquellos de vosotros que aún no se hayan unido a D’Hara queda cancelada.

»Representante Garthram —dijo a un hombre bajo y rechoncho, con cabello negro rizado y barba gris—, eso deja a Lifany en una situación muy incómoda. Ahora que Galea y Kelton han cerrado sus fronteras a cualquiera que no forme parte de D’Hara, no sé con quién vais a comerciar.

»Al norte tenéis Galea y Kelton; al este, D’Hara; y al oeste las montañas Rang’Shada, por lo que os veréis en apuros para conseguir hierro. La mayor parte de los suministros provenían de Kelton, que a cambio os compraba grano, pero ahora Kelton tendrá que comprar grano a Galea. Puesto que ambos países forman parte de D’Hara han desaparecido las antiguas enemistades que impedían el comercio entre ambos y sus ejércitos están bajo mi mando, por lo que ya no malgastarán esfuerzos en vigilarse uno a otro y pondrán toda su atención en sellar las fronteras.

»Por supuesto D’Hara necesita el hierro y el acero keltas. Así pues, os sugiero que busquéis otro proveedor, y rápido, pues probablemente la Orden Imperial atacará desde el sur. Yo diría que a través de Lifany. Como comprenderéis, no permitiré que ni uno solo de mis hombres derrame una gota de sangre por defender países que no se han unido a nosotros, ni tampoco recompensaré sus vacilaciones con privilegios comerciales.

A continuación posó los ojos en un hombre alto y descarnado, con un redondel de ralo cabello blanco alrededor de su huesudo cráneo.

— Embajador Bezancort, lamento informaros de que en esta carta dirigida al comisionado Cameron de Kelton se declara que todos los acuerdos entre Kelton y Sanderia quedan cancelados hasta que Sanderia no se una a D’Hara. En primavera no se autorizará a Sanderia a conducir sus rebaños desde las llanuras a las tierras altas de Kelton para que pasen allí la primavera y el verano.

El embajador perdió el poco color que exhibía su tez.

— Pero, lord Rahl, mi país no dispone de pastos de primavera e invierno. Aunque en invierno nuestras llanuras son lozanos pastizales, en verano son tierras áridas y sin vegetación. ¿Qué es lo que vamos a hacer?

— Eso no es problema mío. Supongo que tendréis que sacrificar el ganado para salvar lo que podáis antes de que mueran de hambre.

El embajador ahogó un grito.

— Lord Rahl, estáis hablando de acuerdos en vigor desde hace siglos. Toda nuestra economía se basa en la cría de ovejas.

— Como ya os he dicho, eso no es problema mío. Yo sólo me ocupo de quienes se alían con D’Hara.

El embajador Bezancort alzó las manos en actitud implorante.

— Lord Rahl, eso será la ruina para mi pueblo. Si tenemos que sacrificar los rebaños, todo el país quedará devastado.

El representante Theriault se adelantó sin poderse contener.

— No podéis permitir que Sanderia sacrifique sus rebaños. Herjborgue necesita esa lana. Eso, eso… arruinaría nuestra industria.

— Y, si eso ocurre —se alzó otra voz—, Herjborgue no podrá comerciar con nosotros y no tendremos modo de comprar cosechas que no se dan en nuestro país.

— Os sugiero —intervino Richard— que repitáis estos mismos argumentos a vuestros líderes y que procuréis convencerlos de que el único camino pasa por la rendición. Siendo como sois tan interdependientes, estoy seguro que os daréis cuenta de la importancia de permanecer unidos. Ahora Kelton es parte de D’Hara. Las rutas comerciales se cerrarán a todos aquellos que no se unan a nosotros. Ya os dije que tendríais que tomar partido.

En la sala del consejo se armó un alboroto de protestas, peticiones y súplicas. Cuando Richard se levantó todos callaron.

— Sois un hombre despiadado —lo acusó el embajador de Sanderia.

Richard asintió. En su mirada ardía la furia de la magia.

— No os olvidéis de decírselo a la Orden Imperial si decidís uniros a ella. Todos vosotros —añadió, mirando el rostro de los reunidos—, gozabais de paz y unidad gracias al consejo y a la Madre Confesora. Mientras ella estaba fuera, luchando por vosotros y vuestra gente, vosotros echasteis por la borda esa unidad llevados por la ambición, por pura codicia. Os comportasteis como niños que pelean por un pastel. Tuvisteis la oportunidad de compartirlo y preferisteis tratar de robárselo a vuestros hermanos menores. En mi mesa encontraréis pan para todos, pero deberéis cuidar los modales.

Nadie protestó esta vez. Al reparar en que Cathryn había acabado de firmar y lo contemplaba con aquellos grandes ojos castaños, se arregló la capa de mriswith sobre los hombros. Bajo esa dulce mirada femenina le era imposible seguir sintiendo la furia de la espada.

Así pues, cuando habló de nuevo a los representantes, su voz ya no sonaba airada.

— Ya no nieva; es mejor que os pongáis en camino. Cuando antes convenzáis a vuestros líderes de que acepten mis condiciones, menos molestias sufrirá vuestra gente. No quiero que nadie sufra… —su voz se fue apagando.

Cathryn, de pie a su lado, bajó la vista hacia aquellas personas que tan bien conocía.

— Haced lo que lord Rahl os dice. Ya os ha concedido suficiente tiempo. Que me traigan enseguida mis vestidos —ordenó a uno de sus asistentes—. Me quedaré aquí, en el Palacio de las Confesoras.

— ¿Por qué se queda aquí? —preguntó uno de los embajadores con frunce de recelo.

— Como ya sabréis, su marido fue asesinado por un mriswith —respondió Richard—. La duquesa se queda aquí para estar protegida.

— ¿Queréis decir que corremos peligro?

— Seguramente. Su esposo era un avezado espadachín y, no obstante… bueno, os recomiendo que vayáis con cuidado. Si os unís a nosotros podréis ser invitados de palacio y gozar de la protección de mi magia. Hay muchos dormitorios para invitados que están vacíos, y así seguirán hasta que os rindáis.

Parloteando entre ellos con inquietud se dirigieron a las puertas.

— ¿Nos vamos ya? —preguntó Cathryn con voz entrecortada.

Una vez hecho el trabajo, Richard sintió cómo la presencia de la mujer llenaba el súbito vacío. La duquesa lo cogió por el brazo. Richard reunió hasta la última brizna de voluntad que le quedaba para detenerse al final del estrado, donde vigilaban Ulic y Cara.

— No nos perdáis de vista ni un instante. ¿Entendido?

— Sí, lord Rahl —contestaron Ulic y Cara al unísono.

Con un suave tirón en la manga, Cathryn lo instó a que se acercara.

— Richard. —El cálido aliento de la mujer, que transportaba su nombre, despertó en él una oleada de ansia—. Dijiste que estaríamos solos. Quiero estar a solas contigo. Totalmente a solas. Por favor.

En ese momento era cuando necesitaba sus reservas de fortaleza. Era incapaz de mantener la imagen de la espada en su mente. Desesperado, la sustituyó por la faz de Kahlan.

— Estamos en peligro, Cathryn. Lo noto. No pienso arriesgar tu vida tontamente. Cuando ya no perciba ninguna amenaza, podremos estar solos. Pero, por el momento, trata de entenderlo.

Aunque consternada, Cathryn asintió.

— Bueno, por el momento.

Mientras descendían del estrado, los ojos de Richard se clavaron en los de Cara.

— No nos pierdas de vista ni un instante.

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