Kahlan saltó del carromato y cuando aterrizó sobre la nieve rodó sobre sí misma. Inmediatamente se levantó de un salto y corrió dificultosamente hacia el lugar de donde venían los gritos, mientras a su alrededor seguían lloviendo rocas que luego rebotaban contra los árboles en el lado más bajo de la estrecha senda, rompiendo ramas y estrellándose pesadamente contra los enormes troncos de viejos pinos.
Al llegar al carromato trató de elevar un costado empujando con la espalda.
— ¡Ayudadme! —gritó a los hombres que corrían desesperadamente hacia ella.
Los hombres llegaron apenas unos segundos después de ella y empezaron a empujar el carromato, levantándolo. Los gritos arreciaron.
— ¡Esperad, esperad! —Parecía como si lo estuvieran matando—. Quedaos quietos. No lo levantéis más.
La media docena de soldados, todos muy jóvenes, hicieron fuerza para sostener el carromato en aquella posición. Pesaba bastante más de lo normal debido a las rocas que se habían amontonado sobre él.
— ¡Orsk! —gritó Kahlan.
— ¿Sí, mi ama?
Kahlan se sobresaltó. Estaba tan oscuro que no había reparado en que el corpulento d’haraniano tuerto se encontraba justo tras ella.
— Orsk, ayúdalos a sostener el carromato en alto. No lo levantes; mantenlo donde está. —Mientras Orsk se unía al grupo de soldados y agarraba con sus manazas el borde inferior del vehículo, Kahlan se volvió hacia el oscuro sendero que habían dejado atrás—. ¡Zedd! ¡Que alguien vaya a buscar a Zedd! ¡Deprisa!
Después de retirar su larga melena sobre el manto de piel de lobo, se arrodilló junto al joven que había quedado atrapado debajo del eje. Era noche cerrada y no se veía el alcance de las heridas, pero por sus resuellos Kahlan se temió que fuese grave. No podía imaginarse la razón por la cual había gritado con más fuerza cuando empezaron a alzar el vehículo. Le buscó una mano y la cogió entre las suyas.
— Aguanta, Stephens, ahora viene la ayuda.
Kahlan hizo una mueca cuando el joven le estrujó la mano con fuerza y profirió un gemido. El soldado se aferraba a su mano como si colgara de un precipicio y su mano fuese lo único que le impidiera caer hacia el negro abismo en el que le esperaba la muerte. La mujer se juró que por nada del mundo retiraría la mano, aunque se la rompiera.
— Perdonadme… mi reina… por retrasaros.
— Ha sido un accidente. No es culpa tuya. —Las piernas del soldado se agitaron sobre la nieve—. No te muevas. —Con la mano que tenía libre le apartó el pelo de la frente. En vista de que ese contacto lo calmaba un poco Kahlan mantuvo la mano sobre un lado de su rostro. Estaba helado—. Por favor, Stephens, procura estarte quieto. No permitiré que dejen caer el carromato. Te lo prometo. Te sacaremos de ahí debajo en un momento, y luego el mago te curará.
Kahlan notó el asentimiento del joven. Nadie tenía una antorcha, y a la débil luz de la luna que se filtraba entre el denso ramaje no veía cuál era el problema. Parecía que Stephens sentía más dolor cuando alzaron el vehículo que cuando lo tenía encima.
Entonces oyó el galope de un caballo, el animal frenó bruscamente, torciendo la cabeza por el tirón de las riendas, y una oscura figura desmontó de un salto. Cuando el hombre tocó el suelo una llama prendió en la palma de su enjuta mano, iluminando su rostro y una mata de pelo blanco ondulado completamente alborotado.
— ¡Zedd! ¡Deprisa!
Al bajar de nuevo la mirada y ver a la súbita luz de aquella llama cuál era el problema, un acceso de náuseas la golpeó con tanta fuerza como un martillo al rojo vivo.
Los tranquilos ojos castaños de Zedd contemplaron la escena, evaluando rápidamente la situación, y fue a arrodillarse al otro lado de Stephens.
— El carromato rozó una entibación de maderos que impedían que las piedras sueltas de la ladera cayeran —explicó Kahlan.
Era una senda estrecha y traicionera y, en la oscuridad, al doblar la curva no habían visto la entibación. Seguramente los maderos eran viejos y estaban podridos. Cuando la caja del carro chocó contra ellos los maderos se quebraron, lo que provocó que una avalancha de piedras se precipitara sobre ellos.
A causa de las piedras la parte trasera del vehículo se torció hacia un lado, el cerco de hierro de la rueda trasera fue a parar a una rodera congelada bajo la nieve y los radios de la rueda se rompieron. La caja derribó a Stephens y se le cayó encima.
A la luz de la llama Kahlan vio que uno de los radios partidos que sobresalían de la caja del carro había atravesado al joven soldado. Cuando trataron de levantar el vehículo también lo habían alzado a él, ensartado en un radio que se le introducía en ángulo bajo las costillas.
— Lo siento, Kahlan —se disculpó Zedd.
— ¿Qué quieres decir con que lo sientes? Tienes que…
Aunque la mano con la que cogía la de Stephens seguía latiendo con fuerza, Kahlan se dio cuenta de que la del soldado se había quedado flácida. Al bajar la vista contempló la máscara de la muerte. Stephens estaba en manos de los espíritus.
El contacto con la muerte la hizo estremecerse, pues le era terriblemente familiar. Aún lo sentía. Cada vez que despertaba lo sentía. Y mientras dormía sofocaba sus sueños bajo la mortaja del entumecimiento. Pensativa, se rozó el rostro con sus helados dedos para tratar de disipar aquel continuo cosquilleo, semejante a un pelo que le rozara pero que era imposible apartar. Era la magia del hechizo de muerte, que se burlaba de ella.
Zedd se puso en pie y dejó que la llama flotara hasta la antorcha que alguien sostenía cerca. La tea prendió y empezó a proyectar una titilante luz. Mientras, Zedd extendía una mano hacia el carromato, como si le ordenara algo, y con la otra indicó a los hombres que se apartaran. Éstos dejaron cautelosamente de empujar con la espalda, pero permanecieron listos para coger el vehículo si súbitamente caía. Zedd giró la palma hacia arriba y, siguiendo el movimiento de su brazo, el carromato se elevó obedientemente en el aire un metro más.
— Ahora sacadlo —ordenó Zedd con tono sombrío.
Los soldados agarraron a Stephens por los hombros y lo desclavaron del radio. Una vez que lo sacaron, Zedd giró la palma hacia abajo y permitió que el carromato tocara de nuevo el suelo.
— Es culpa mía —gritó, angustiado, uno de los hombres, que cayó de rodillas junto a Kahlan—. Lo siento. Oh, queridos espíritus, ha sido culpa mía.
Kahlan lo agarró por el ropón para obligarlo a ponerse en pie.
— Si debemos culpar a alguien, ésa soy yo. Ha sido una equivocación proseguir el viaje en la oscuridad. Debería… No es culpa tuya. Fue un accidente, eso es todo.
La mujer volvió la cabeza y cerró los ojos; en su mente seguían resonando los gritos de Stephens. Siguiendo la rutina habitual no llevaban antorchas para no revelar su presencia. Era esencial que nadie avistase a la fuerza militar que avanzaba por los pasos de montaña. Aunque nada indicaba que les siguieran el rastro, sería una imprudencia confiarse. Su vida dependía del sigilo.
— Enterradlo lo mejor que podáis —ordenó Kahlan a los soldados. Sería imposible cavar una fosa en el suelo congelado pero al menos podrían usar las rocas desprendidas para cubrir el cuerpo. El alma de Stephens se hallaba a salvo con los espíritus. Ya no sufría.
Zedd pidió a los oficiales que despejaran la senda, tras lo cual acompañó a los soldados que buscaban un lugar en el que sepultar a Stephens.
En medio del creciente ruido y la actividad Kahlan recordó de pronto a Cyrilla y trepó de nuevo al carromato. Envuelta en una pesada capa de mantas, su hermanastra dormía acurrucada entre pilas de impedimenta. Estaba ilesa, pues la mayor parte de las rocas había caído sobre la parte posterior del vehículo, y tanto el equipo como las mantas la habían protegido de las piedras más pequeñas. Era un milagro que ninguna de las rocas de mayor tamaño que se habían precipitado sobre el grupo en la oscuridad hubiera aplastado a nadie.
Habían puesto a Cyrilla en el carromato en lugar del coche porque seguía inconsciente; en el carromato podría tumbarse y estar más cómoda. Probablemente sería imposible reparar el carromato. Tendrían que colocar a Cyrilla en el coche pero, por suerte, ya no quedaba mucho.
Los soldados empezaron a amontonarse en el cuello de botella de la senda; algunos se abrían paso a empujones entre sus compañeros para cumplir las órdenes de los oficiales y se perdían en la noche, mientras que otros llegaban con hachas para talar árboles y reparar el muro de contención, y otros se ocupaban de limpiar el camino de piedras y rocas para que el coche pudiera pasar.
Kahlan se sintió aliviada de que Cyrilla no hubiera sufrido ningún daño y también de que no hubiera despertado de su estado de estupor. En esos momentos, cuando había tanto por hacer, lo último que necesitaban eran los gritos y los chillidos de terror de Cyrilla.
Kahlan viajaba en el carromato con ella por si despertaba. Después de las vejaciones de las que había sido objeto, la mera visión de un hombre le infundía pánico, y si Kahlan, Adie o Jebra no estaban junto a ella para tranquilizarla, se aterrorizaba y lloraba desconsoladamente.
En sus raros episodios de lucidez Cyrilla obligaba a Kahlan a que le prometiera una y otra vez que aceptaría la corona de Galea. Cyrilla se preocupaba por su pueblo y era consciente de que, en su estado, no podía ayudarlo. Tanto amaba a Galea, que se negaba a imponerle una reina como ella, que no estaba en condiciones de liderar el país. Kahlan había asumido de mala gana esa responsabilidad.
Su hermanastro, el príncipe Harold, no quería la corona. Él se consideraba un soldado, al igual que lo había sido su padre, el rey Wyborn, que también era el padre de Cyrilla y de la misma Kahlan. Tras el nacimiento de Cyrilla y Harold la madre de Kahlan había tomado como pareja al rey Wyborn, y de esa unión nació Kahlan. Ella era Confesora de nacimiento y ser Confesora estaba por encima de ser reina.
— ¿Cómo está? —preguntó Zedd mientras que de un tirón liberaba la túnica que se le había quedado enganchada al subir al carromato.
— Igual. El desprendimiento no la ha afectado.
Zedd posó un momento los dedos sobre las sienes de Cyrilla.
— Físicamente está bien; su enfermedad es de la mente. Ojalá el don pudiera curar ese tipo de males —concluyó tristemente, sacudiendo la cabeza.
Kahlan leyó la frustración en los ojos del mago y le sonrió.
— Da las gracias por ello. Si pudiera curarlo, no tendrías tiempo ni para comer un bocado.
Mientras Zedd celebraba la broma, Kahlan echó un vistazo a los hombres que rodeaban el carromato y vio al capitán Ryan. Con un gesto lo invitó a aproximarse.
— ¿Sí, majestad?
— ¿Cuánto queda aún hasta Ebinissia?
— Entre cuatro y seis horas.
— Sería mejor no llegar allí en plena noche —le susurró Zedd.
Kahlan comprendió qué quería decir y asintió. Les quedaba mucho por hacer antes de devolver a Ebinissia el rango de capital de Galea, y la primera tarea consistiría en sepultar los miles de cadáveres desperdigados por toda la ciudad. No era una escena que nadie quisiera encontrarse en plena noche tras un largo día de marcha. Kahlan hubiera preferido no regresar al escenario de la matanza, pero era el último lugar en el que los buscarían, por lo que, al menos por un tiempo, estarían seguros. Desde allí podrían impulsar la reunificación de la Tierra Central.
— ¿Hay algún lugar cerca en el que podamos acampar esta noche? —preguntó al capitán Ryan.
— Sí. Los exploradores dicen que un poco más adelante llegaremos a un pequeño valle. Hay una granja abandonada en la que Cyrilla podría dormir cómodamente.
Kahlan se apartó un mechón de pelo del rostro y se lo pasó tras la oreja. No se le había pasado por alto que Ryan ya no se refería a Cyrilla como «reina». Ahora Kahlan era la reina, y Harold se había asegurado de que todos lo supieran.
— De acuerdo. Pasa la voz a la avanzada; que aseguren el valle y monten el campamento. Apostad centinelas y que los exploradores inspeccionen la zona. Si no hay nadie en las laderas de alrededor y el valle no es visible, pueden encender fuegos, pero que no sean muy grandes.
El capitán Ryan sonrió y se llevó un puño al corazón a modo de saludo. El fuego sería un lujo, y a sus hombres les iría de perlas comer caliente. Después de la dura marcha se lo merecían. Casi habían llegado. Al día siguiente estarían ya en Ebinissia y la peor parte del trabajo empezaría: enterrar a los muertos y reconstruir la ciudad. Kahlan no consentiría que la Orden Imperial conservara su victoria sobre Ebinissia. La Tierra Central recuperaría la ciudad y se desquitaría.
— ¿Habéis dispuesto ya el cuerpo de Stephens, capitán? —preguntó Kahlan.
— Zedd nos ayudó a encontrar un sitio, y los hombres se ocupan ahora mismo de ello. Pobre Stephens. Cuando iniciamos nuestra batalla contra la Orden éramos cinco mil. Stephens vio morir a cuatro de cada cinco compañeros y, una vez acabada la lucha, va y pierde la vida en un accidente. Sé que hubiera preferido morir defendiendo la Tierra Central.
— Y así ha sido —declaró Kahlan—. La lucha no ha acabado; sólo hemos ganado una batalla, aunque muy importante. Seguimos en guerra contra la Orden Imperial, y Stephens cumplía con su deber de soldado. Murió en el cumplimiento de su deber, al igual que tantos de sus compañeros que cayeron en combate. No hay ninguna diferencia. Stephens murió como un héroe por defender la Tierra Central.
El capitán Ryan se metió las manos en los bolsillos de su gruesa chaqueta marrón de lana.
— Creo que los hombres hallarían consuelo e inspiración en esas palabras. Antes de continuar, ¿os importaría pronunciar unas palabras sobre la tumba de Stephens? Para los hombres significaría mucho saber que su reina lamenta la muerte de un compañero.
— Por supuesto, capitán. Será un honor.
Kahlan se quedó mirando fijamente al capitán, que se retiraba para ir a cumplir las órdenes.
— No debería haber insistido en seguir adelante en la oscuridad —comentó.
Zedd trató de consolarla acariciándole con una mano la parte posterior de la cabeza.
— También ocurren accidentes a plena luz del día. De habernos detenido antes, es muy probable que éste hubiera sucedido por la mañana, y entonces lo habríamos achacado a que seguíamos medio adormilados.
— Pese a ello, yo me siento culpable. Ha sido tan injusto…
— El destino no necesita nuestro consentimiento —sentenció Zedd con una amarga sonrisa.