Tobias Brogan se acariciaba el mostacho con los nudillos mientras por el rabillo del ojo echaba una rápida mirada a Lunetta. Ésta asintió apenas, ante lo cual Brogan contrajo la boca con un gesto avinagrado. Su insólito buen humor se había esfumado. El hombre decía la verdad. Aunque Lunetta nunca se equivocaba en ese tipo de asuntos, Brogan sabía que no era la verdad. No se lo tragaba.
Posó la mirada en el hombre plantado ante él al otro lado de la mesa, suficientemente larga como para celebrar un banquete de setenta personas, y se obligó a sonreír amablemente.
— Gracias. Nos has ayudado mucho.
El hombre miró con desconfianza a los soldados de reluciente armadura que lo flanqueaban.
— ¿Eso es todo lo que deseáis saber? ¿Me habéis arrastrado hasta aquí sólo para preguntarme lo que todo el mundo sabe? Si vuestros hombres me hubieran preguntado, se lo habría dicho.
— Pido disculpas por las molestias —replicó Brogan, manteniendo con esfuerzo la sonrisa—. Has servido al Creador y a mí. Puedes irte —le despidió, ya sin sonrisa.
Al hombre no se le escapó la expresión en los ojos de Brogan, por lo que rápidamente inclinó la cabeza y se escabulló.
Brogan tamborileó con el pulgar sobre el estuche que llevaba al cinto y miró a Lunetta con impaciencia.
— ¿Estás segura?
Lunetta, que estaba en su elemento, no se dejó amedrentar.
— Decía la verdad, lord general, como todos los demás. —Lunetta conocía su oficio, por abyecto que fuera, y cuando lo practicaba se daba unos aires de suficiencia que Brogan detestaba.
— ¡No es la verdad! —El lord general descargó un puño sobre la mesa.
En los plácidos ojos de Lunetta que lo miraban casi podía ver al Custodio.
— Yo no digo que sea la verdad, lord general, sino que él cree que es la verdad.
Brogan carraspeó. Él conocía la verdad. Después de pasarse la vida persiguiendo el mal había aprendido algunos de sus trucos. Conocía la magia. La presa estaba tan cerca que casi podía olerla.
El sol del atardecer se filtraba a través de una hendidura en las pesadas cortinas doradas y salpicaba con una reluciente línea de luz la pata dorada de una silla, la ornamentada alfombra real azul con motivos florales y una esquina del largo y brillante tablero de la mesa. Ese día no había almorzado para proseguir con los interrogatorios, pero estaba en el mismo punto en el que había empezado. El sentimiento de frustración le roía las entrañas.
Galtero poseía un talento especial para elegir a los testigos que pudieran proporcionar información, pero en esa ocasión no se había lucido. Brogan se preguntó qué debía de haber averiguado Galtero; algo tenía a la ciudad revolucionada, y a Tobias Brogan no le gustaba que la gente se alborotara, a no ser que él y sus hombres fuesen la causa. La agitación podía ser un arma muy poderosa, pero los enigmas no le gustaban. Galtero debería haber regresado hacía tiempo.
Tobias se recostó en la silla de cuero almohadillada formando rombos y se dirigió a uno de los soldados ataviados con capa color carmesí que custodiaban la puerta.
— Ettore, ¿ha regresado ya Galtero?
— No, lord general.
Ettore era joven y ansiaba destacarse en la lucha contra el mal. Pero era un hombre bueno: astuto, leal y sin miedo a mostrarse despiadado contra los servidores del Custodio. Un día sería uno de los mejores cazadores de poseídos. Brogan se presionó con los nudillos la dolorida espalda y le preguntó:
— ¿Cuántos testigos quedan?
— Dos, lord general.
— Haz pasar al siguiente —ordenó con impaciente ademán. Cuando Ettore hubo salido, Brogan entrecerró los ojos y observó a su hermana, situada de pie junto a la pared, más allá del rayo de luz—. Estabas segura, Lunetta, ¿verdad?
Con la vista prendida en él, la aludida se aferró a sus harapos y replicó:
— Sí, lord general.
Brogan suspiró cuando la puerta se abrió y el soldado condujo a una mujer delgada que parecía enfadada. No obstante, ensayó su mejor sonrisa, pues un cazador experimentado no permite que la presa le vea los colmillos.
La mujer se sacudió para desasirse de Ettore, que la tenía agarrada por el codo.
— ¿Qué está pasando? Se me han llevado contra mi voluntad y me he pasado todo el día encerrada en una habitación. ¡No tenéis derecho a llevaros a una persona contra su voluntad!
Tobias Brogan sonrió con aire de disculpa.
— Debe de tratarse de un malentendido. Lo siento. Solamente queríamos hacer algunas preguntas a gente de la que se pueda uno fiar. Parece mentira, pero la mayor parte de la gente no ve más allá de sus narices. Como tú parecías una mujer inteligente…
La mujer se inclinó hacia él sobre la mesa.
— ¿Y por eso me han encerrado en una habitación? ¿Es eso lo que la Sangre de la Virtud hace a la gente que le parece de fiar? Por lo que he oído, la Sangre no se molesta en hacer preguntas; simplemente actúa guiándose por rumores y sólo le importa que se caven nuevas tumbas.
Brogan sintió cómo una mejilla le temblaba, sin embargo aguantó la sonrisa.
— Has oído mal, buena mujer. A la Sangre de la Virtud sólo le interesa la verdad. Nosotros servimos al Creador y hacemos su voluntad, al igual que una mujer de tu carácter. ¿Te importaría responder a unas preguntas? Después te llevaremos a tu casa.
— Llevadme ahora. Ésta es una ciudad libre. En Aydindril ningún palacio tiene derecho a apresar a nadie para interrogarlo. ¡No tengo obligación de responder ninguna pregunta!
Brogan sonrió más ampliamente y se encogió de hombros.
— Como quieras. No tenemos ningún derecho, y no he pretendido obligarte a nada. Simplemente pedimos la colaboración de gentes sencillas y honestas. Te estaríamos muy agradecidos si pudieses ayudarnos a llegar al fondo de unas pocas cuestiones muy simples.
La mujer frunció el entrecejo y movió los hombros para estirarse el chal de lana.
— Si de ese modo consigo regresar a mi casa, lo haré. ¿Qué queréis saber?
Tobias cambió de postura en la silla para ver a Lunetta por el rabillo del ojo y asegurarse de que prestaba atención.
— Verás, buena mujer, desde la última primavera una guerra ha asolado la Tierra Central, y estamos intentando averiguar si los discípulos del Custodio tienen algo que ver en la lucha que ensombrece estas tierras. ¿Alguno de los miembros del consejo ha alzado la voz en contra del Creador?
— Están todos muertos.
— Sí, eso se comenta. Pero la Sangre de la Virtud no se fía de los rumores. Necesitamos pruebas concluyentes, por ejemplo la palabra de un testigo.
— Anoche vi sus cuerpos en las cámaras del consejo.
— ¿De veras? Bueno, desde luego eso es concluyente. Por fin oímos la verdad de los labios de una persona honrada que lo presenció. ¿Ves cómo ya nos has ayudado? ¿Quién los mató?
— Yo no vi cómo los mataban.
— ¿Oíste alguna vez a alguno de los consejeros oponerse a la paz del Creador?
— Se unieron en contra de la alianza pacífica de la Tierra Central y, en lo que a mí concierne, eso es lo mismo aunque expresado de un modo distinto. Trataron de que lo blanco pareciera negro; y lo negro, blanco.
Brogan enarcó una ceja y trató de parecer interesado.
— Son las tácticas que usan los servidores del Custodio: convencer a los demás de que hacer el mal está bien. —Alzó la mano en gesto vago—. ¿Algún país en particular deseaba romper la alianza pacífica?
La mujer se quedó mirándolo con la espalda muy recta y rígida.
— Todos, incluyendo el vuestro, se mostraron dispuestos a entregar el mundo a la esclavitud de la Orden Imperial.
— ¿Esclavitud? Tengo entendido que la Orden Imperial simplemente desea unir las diferentes tierras y que el hombre ocupe la posición que merece, naturalmente bajo la guía del Creador.
— Pues lo tenéis mal entendido. Sólo desean escuchar cualquier mentira que ayude a sus propósitos, y sus propósitos son la conquista y el poder.
— No conocía esa versión. Es una información muy valiosa. —El hombre se recostó en la silla, cruzó una pierna encima de la otra y unió las manos en el regazo—. Y mientras los consejeros conspiraban y preparaban una insurrección en las cámaras del consejo, ¿dónde estaba la Madre Confesora?
Por primera vez la mujer vaciló.
— No estaba. Tenía asuntos que atender.
— Ya entiendo. Pero ¿regresó?
— Sí.
— Y cuando regresó, ¿trató de detener la insurrección? ¿Trató de mantener unida la Tierra Central?
— Pues claro que sí, y ya sabéis lo que le hicieron por eso. No finjáis que lo ignoráis.
Mediante una ojeada rápida hacia la ventana vio que Lunetta miraba con gran atención a la mujer.
— Bueno, he oído todo tipo de rumores. Si tú viste con tus propios ojos lo que sucedió, tu testimonio sería una prueba de peso. ¿Lo presenciaste?
— Presencié la ejecución de la Madre Confesora, si es eso a lo que os referís.
Brogan se echó hacia adelante, se apoyó en los codos y unió las yemas de los dedos.
— Sí, eso me temía. Así pues, ¿está muerta?
A la mujer le temblaron las aletas nasales.
— ¿Por qué tanto interés en los detalles?
— Durante los últimos tres mil años la Tierra Central ha estado unida bajo la autoridad de una Madre Confesora —respondió Brogan, fingiéndose extrañado por la pregunta—. Todos hemos prosperado y hemos gozado de paz gracias al poder de Aydindril. Cuando el Límite cayó y estalló la guerra contra D’Hara, temimos que la Tierra Central…
— ¿Y por qué no acudisteis en nuestra ayuda?
— Yo deseaba ofrecer mi ayuda, pero el rey prohibió a la Sangre de la Virtud que interfiriese. Naturalmente protesté, pero después de todo es nuestro rey. Nicobarese sufrió bajo su férula. Al final resultó que abrigaba oscuras intenciones hacia nuestra gente y, como tú misma has dicho, sus consejeros pretendían reducirnos a la esclavitud. Una vez que el rey se desenmascaró como lo que era, un poseído, pagó el precio por ello. Inmediatamente después partí hacia Aydindril con nuestros hombres, cruzando las montañas, para ponerlos a disposición de la Tierra Central, del consejo y también de la Madre Confesora.
»Pero al llegar me encuentro con tropas de D’Hara por todas partes, aunque averiguo que ya no están en guerra con nosotros. Luego me dicen que la Orden Imperial ha acudido al rescate de la Tierra Central. Tanto durante mi viaje como aquí, en Aydindril, he oído multitud de rumores: que la Tierra Central ha caído, que la Tierra Central se está replegando, que los consejeros han muerto, que están vivos pero se han ocultado, que quien tiene el control de la Tierra Central son los keltas, los d’haranianos o la Orden Imperial, que todas las Confesoras han muerto, que todos los magos han muerto, que la Madre Confesora está muerta, que todos ellos están vivos. ¿Qué debo creer?
»Si la Madre Confesora estuviera viva, podríamos ayudarla y protegerla. Pese a que somos un país pobre, nos gustaría en lo posible ayudar a la Tierra Central.
La mujer se mostró algo más relajada.
— Parte de esos rumores son ciertos. En el curso de la guerra contra D’Hara todas las Confesoras, excepto la Madre Confesora, fueron asesinadas. También los magos murieron. Pero luego Rahl el Oscuro murió y los d’haranianos decidieron unirse a la Orden Imperial, al igual que Kelton y otros países. La Madre Confesora regresó y trató de mantener la unidad de la Tierra Central. Debido a ello, los sediciosos consejeros la condenaron a muerte.
Brogan sacudió la cabeza.
— Es una mala noticia. Esperaba que los rumores fuesen falsos. La necesitamos. ¿Pero estás segura de que realmente la ejecutaron? Tal vez te equivoques. Después de todo, poseía magia. Es posible que escapara tras una cortina de humo o algo parecido. Quizá continúa con vida.
La mujer clavó en él una penetrante mirada y declaró muy resuelta:
— La Madre Confesora está muerta.
— Pues yo he oído rumores de que la han visto con vida… al otro lado del río Kern.
— Simples rumores que han sido propagados por estúpidos que no tienen nada mejor que hacer. Está muerta. Yo misma vi cómo le cortaban la cabeza.
Brogan se pasó un dedo por la leve cicatriz que tenía a un lado de la boca mientras la contemplaba.
— También me han llegado rumores de que ha huido en la dirección contraria, hacia el sudoeste. Yo creo que aún hay esperanzas.
— Tonterías. Os lo diré por última vez: vi cómo la decapitaban. No escapó. La Madre Confesora está muerta. Si queréis ayudar a la Tierra Central, haced lo que esté en vuestra mano para restaurar la unidad.
El lord general escrutó por un instante la adusta faz de la mujer.
— Sí, sí, tienes razón. Me has dado noticias muy inquietantes, pero me alegro de que al fin un testigo de fiar haya echado un poco de luz a la verdad. Muchas gracias. Me has ayudado más de lo que te imaginas. Haré lo que pueda para que mis tropas colaboren.
— El único modo de colaborar es ayudar a expulsar la Orden Imperial de Aydindril y después de la Tierra Central.
— ¿Tan malvados los crees?
— Ellos me arrancaron las uñas para obligarme a mentir —contestó, alzando hacia él la mano vendada.
— Terrible. ¿Y qué mentiras querían que dijeras?
— Que lo negro era blanco; y lo blanco, negro. Como la Sangre.
Brogan fingió tomarse la pulla a broma y sonrió.
— Has sido de mucha ayuda. Tienes toda mi gratitud por ser tan leal a la Tierra Central, aunque lamento que tengas en tan mal concepto a la Sangre de la Virtud. Tal vez no deberías hacer caso a los rumores tampoco tú. No son más que eso: rumores.
»No te entretengo más. Que tengas buen día.
La mujer salió hecha una furia tras mirarlo por última vez con severa expresión de reconvención. En otras circunstancias su renuencia a colaborar le habría costado mucho más que las uñas, pero no era la primera vez que Brogan perseguía a una presa peligrosa y sabía que la discreción en los inicios le reportaría beneficios al final. Merecía la pena aguantar el tono burlesco de la mujer si al final conseguía el premio. Incluso sin su cooperación había obtenido algo muy valioso, algo que ella no tenía ni idea de haberle dado y que era justamente lo que él buscaba: que la presa no sabría que había encontrado su rastro.
Por fin Brogan se dignó a devolver la brillante mirada de Lunetta.
— Miente, lord general. Dice casi siempre la verdad para que no se note, pero también miente.
Galtero le había conseguido un tesoro.
Tobias se inclinó hacia adelante, muy interesado. Ansiaba saber qué diría Lunetta, oírla expresar en voz alta sus propias sospechas, tener una vez más la confirmación de su talento.
— ¿En qué miente?
— Ha dicho dos mentiras, que guarda tan celosamente como el tesoro de la corona.
— ¿Cuáles? —ordenó con impaciencia.
— Primero, ha mentido al decir que la Madre Confesora ha muerto —respondió Lunetta con una astuta sonrisa.
— ¡Lo sabía! —Tobias dio un puñetazo en la mesa—. Sabía que mentía cuando lo dijo. —Cerró los ojos y dio gracias en silencio al Creador—. ¿Y la otra?
— Ha mentido al decir que la Madre Confesora no huyó. Sabe que la Madre Confesora está viva y que huyó hacia el sudoeste. Todo el resto es verdad.
Brogan había recuperado el buen humor. Se frotó las manos, regocijándose en el calor que generaba. Tenía la suerte del cazador; había encontrado el rastro.
— ¿Has oído lo que he dicho, lord general?
— ¿Qué? Sí, te he oído. Está viva y ha huido al sudoeste. Lo has hecho bien, Lunetta. El Creador estará contento cuando le diga que nos has ayudado.
— Me refería a que el resto es verdad.
— ¿De qué estás hablando? —inquirió Tobias, ceñudo.
Lunetta trató de abrigarse con sus pobres harapos.
— Dijo que los consejeros muertos eran unos sediciosos. Verdad. Que la Orden Imperial sólo desea escuchar cualquier mentira que ayude a sus propósitos, y sus propósitos son la conquista y el poder. Verdad. Que le arrancaron las uñas para obligarla a mentir. Verdad. Que la Sangre actúa guiándose por rumores y sólo le importa que se caven nuevas tumbas. Verdad.
Brogan se puso de pie de un salto.
— ¡La Sangre de la Virtud combate el mal! ¿Cómo te atreves a sugerir lo contrario, maldita streganicha?
Lunetta se estremeció y se mordió el labio inferior.
— Yo no digo que sea verdad, lord general, sólo que ella cree que es verdad.
El general se ajustó el fajín. No iba a permitir que la cháchara de Lunetta le arruinara aquel triunfo.
— Pues se equivoca, y lo sabes. Te he dedicado mucho más tiempo del que tienes derecho y del que te mereces para que comprendas la naturaleza del bien y del mal.
Lunetta no levantaba los ojos del suelo.
— Si, milord general, me habéis dedicado más tiempo del que merezco. Pido perdón. Son sus palabras, no las mías.
Finalmente Brogan apartó la mirada de ella y cogió el estuche del cinto, lo dejó sobre la mesa y con un pulgar le dio un pequeño empujón para que quedara perfectamente recto en el borde, tras lo cual tomó de nuevo asiento. Trató de olvidar la insolencia de Lunetta mientras decidía qué hacer a continuación.
Ya iba a ordenar que le llevaran la cena cuando recordó que quedaba un testigo más. Ya había descubierto lo que buscaba y no había necesidad de más interrogatorios… aunque siempre era conveniente ser concienzudo.
— Ettore, haz pasar al siguiente testigo.
Con una mirada Brogan obligó a Lunetta a retirarse de nuevo contra la pared. Lo había hecho bien, pero luego lo había echado todo a perder al provocarlo. Aunque él sabía que era el mal que llevaba dentro y que brotaba cada vez que hacía el bien, lo irritaba que Lunetta no se esforzara más por eliminar ese mal. Tal vez había sido demasiado amable con ella últimamente; en un momento de debilidad, deseando compartir su alegría, le había regalado una «gala», y quizás ella lo había interpretado como que a partir de entonces podía mostrarse insolente. Y no era así.
Brogan adoptó la postura adecuada en la silla y cruzó las manos sobre la mesa, una vez más pensando en su triunfo, en el premio de los premios. Esta vez la sonrisa le salió natural.
Se quedó un tanto sorprendido al alzar la mirada y ver a una niña entrar en la sala delante de los dos guardias. Llevaba un viejo abrigo que se arrastraba por el suelo. Tras la niña, entre los guardias, una anciana baja y rechoncha que se cubría con un retazo de manta parda a modo de chal caminaba renqueante.
Cuando el grupo se detuvo delante de la mesa, la niña le sonrió.
— Tenéis una casa muy bonita y caliente, milord. Ha sido muy agradable pasar el día aquí. Espero que algún día os podamos devolver la hospitalidad.
La anciana también sonrió.
— Me alegro de que hayáis tenido la oportunidad de estar calientes y estaría muy agradecido si tú y tu… —Enarcó una ceja en signo de interrogación.
— Abuela —dijo la niña.
— Claro, claro, abuela. Os estaría muy agradecido si me pudierais responder algunas preguntas, eso es todo.
— Ahhh. Preguntas, ¿decís? Las preguntas pueden ser muy peligrosas, milord.
— ¿Peligrosas? —Brogan se frotó las arrugas de la frente con dos dedos—. Yo solamente busco la verdad, buena mujer. Si respondes con sinceridad no te pasará nada. Te doy mi palabra.
La anciana mostró su sonrisa desdentada.
— Me refería a peligroso para vos —lo corrigió, riéndose para sus adentros. Pero enseguida adoptó una expresión severa—. Tal vez no os gusten las respuestas, o no les hagáis caso.
— Deja que sea yo quien me preocupe por eso.
— Como gustéis —repuso la anciana con una sonrisa, y se rascó un lado de la nariz—. ¿Qué queréis saber?
El lord general se recostó en la silla y escrutó los expectantes ojos de la anciana.
— Últimamente la confusión reina en la Tierra Central, y queremos saber si los discípulos del Custodio tienen algo que ver en ver en la lucha que ensombrece estas tierras. ¿Alguno de los miembros del consejo ha alzado la voz en contra del Creador?
— Los consejeros no tienen por costumbre acercarse al mercado para hablar de teología con viejas damas, milord, y no creo que nadie fuese tan estúpido como para revelar en público su conexión con el inframundo, en caso de tenerla.
— Bueno, ¿qué has oído sobre los consejeros?
La anciana enarcó una ceja.
— ¿Deseáis oír rumores de la calle Stentor, milord? Decidme qué clase de rumor os gustaría oír y buscaré uno que os satisfaga.
Brogan tamborileó con los dedos encima de la mesa.
— No estoy interesado en rumores, mujer; sólo en la verdad.
— Claro, claro, milord, y tendréis la verdad. Algunas personas se interesan por las cosas más absurdas.
Brogan carraspeó, enojado.
— Ya he oído bastantes rumores. No necesito más. Lo que quiero saber es qué ha sucedido realmente en Aydindril. Me han llegado a decir que tanto el consejo como la Madre Confesora han sido ejecutados.
La anciana volvió a sonreír, achicando los ojos.
— Un hombre de vuestra posición podría simplemente ir a palacio y pedir ver al consejo. Eso sería más práctico que arrastrar hasta aquí a todo tipo de personas que nada saben e interrogarlas. Podríais discernir mejor la verdad con vuestros propios ojos, milord.
— Yo no estaba aquí cuando, según los rumores, la Madre Confesora fue ejecutada —replicó Brogan con irritación.
— Ahhh. Así que es la Madre Confesora quien os interesa. ¿Por qué no lo habéis dicho desde el principio, en vez de dar tantas vueltas? He oído que la decapitaron, pero yo no lo vi. Pero mi nieta sí lo vio, ¿verdad, cariño?
La niña asintió.
— Sí, milord, yo lo vi. Le cortaron la cabeza; eso hicieron.
Brogan suspiró con excesivo énfasis.
— Eso es lo que me temía. Entonces, ¿está muerta?
— No, no, milord. Yo no he dicho eso. Yo he dicho que vi cómo le cortaban la cabeza —respondió la niña mirándolo directamente a los ojos y sonriendo.
— ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha querido decir? —preguntó primero a la niña y luego a la abuela.
— Justo lo que ha dicho, milord. En Aydindril siempre se ha sentido la magia con intensidad pero últimamente la ciudad bulle de magia. Y cuando hay magia de por medio, uno no puede fiarse de lo que ve. Aunque aún es muy joven, mi nieta lo sabe perfectamente. Y un hombre de vuestra profesión también debería saberlo.
— ¿La ciudad bulle de magia? Eso augura el mal. ¿Qué sabes sobre los seguidores del Custodio?
— Que son terribles, milord. Pero la magia no es mala en sí misma; es lo que uno quiere que sea.
— La magia es la lacra del Custodio —repuso Brogan, apretando los puños.
De nuevo la anciana rió suavemente.
— Eso es como decir que ese reluciente cuchillo de plata que lleváis al cinto es la lacra del Custodio. Si se usa para amenazar o hacer daño a inocentes, quien lo empuña encarna el mal. Sin embargo, si, por ejemplo, se utiliza para defender la vida contra un lunático fanático, por elevada que sea su posición social, quien lo empuña encarna el bien. El cuchillo en sí no es ni una cosa ni otra; depende de cómo se use.
Con mirada desenfocada la anciana añadió en un susurro:
— Si se usa como represalia, la magia es la venganza encarnada.
— Entonces, desde tu punto de vista, ¿la magia que dices que bulle en la ciudad se está usando para el bien o para el mal?
— Para ambas cosas, milord. Después de todo, aquí se alza el Alcázar del Hechicero y es un centro de poder. Las Confesoras y los magos han gobernado desde aquí durante miles de años, y el poder atrae al poder. Algo está pasando. Unos seres con escamas llamados mriswith aparecen salidos de la nada y destripan a los inocentes con los que se topan. Es un funesto presagio. Hay otra magia que acecha para apoderarse de los imprudentes o los desprevenidos. La misma noche hierve de magia transportada por las sutiles alas de los sueños.
La anciana miró a su interrogador con un ojo azul deslucido, y prosiguió.
— Aquí, un niño fascinado por el fuego podría quemarse fácilmente. Ese niño haría bien en ser muy prudente y marcharse a la primera oportunidad, antes de que sin darse cuenta acercara la mano al fuego.
»Incluso se rapta a gente de la calle para pasar sus palabras por el tamiz de la magia.
Brogan se inclinó hacia adelante con expresión ardiente.
— ¿Y qué sabes tú sobre magia, buena mujer?
— Ésa es una pregunta ambigua, milord. ¿Podéis ser más explícito?
Brogan hizo una breve pausa para ordenar sus ideas. No era la primera vez que trataba con gente como aquella anciana, por lo que era consciente de que lo estaba embaucando para alejarlo del rastro.
— Bueno —respondió con la más amable de sus sonrisas—, por ejemplo, tu nieta dice que vio cómo cortaban la cabeza a la Madre Confesora pero que eso no significa que esté muerta. Según tú, eso es cosa de la magia. Me has intrigado. Ya sé que en ocasiones la magia engaña a la gente pero solamente he oído hablar de pequeños engaños. ¿Cómo explicas que pueda resucitar a los muertos?
— ¿Resucitar? El Custodio posee ese poder.
— ¿Me estás diciendo que el mismo Custodio le devolvió la vida? —la presionó.
— No, no, milord —rió la mujer—. Sois tan persistente en vuestros propósitos que no prestáis atención y solamente oís lo que queréis oír. Me habéis preguntado cómo es posible resucitar a los muertos, y yo os he dicho que el Custodio puede hacerlo. Al menos, eso supongo yo porque, como soberano del reino de los muertos, manda sobre la vida y la muerte, por lo que es natural suponer que…
— ¿Está viva o no? —gritó, exasperado.
La anciana parpadeó.
— ¿Cómo queréis que yo lo sepa, milord?
Brogan apretó los dientes.
— Acabas de decir que el hecho que la gente asistiera a su ejecución no significa que esté muerta.
— Oh, volvemos a ese tema. Bueno, podría ser una argucia de la magia pero yo solamente he dicho que era posible. Entonces vos cambiasteis de tema y me preguntasteis sobre resurrecciones. Son dos temas completamente distintos, ¿no?
— ¿Cómo? —vociferó Brogan—. ¿Cómo podría la magia lograr tal engaño?
La anciana se abrigó los hombros con la harapienta manta.
— Con un hechizo de muerte, milord.
Brogan miró a Lunetta cuyos ojos, semejantes a dos relucientes perlas, estaban clavados en la anciana mientras se rascaba los brazos.
— ¿Un hechizo de muerte? ¿Qué es exactamente?
— Bueno, yo nunca he visto ejecutar ninguno, por decirlo de algún modo… —se rió de su propia broma antes de proseguir— por lo que no puedo daros testimonio, pero puedo deciros lo que me han contado, si es que no os importa obtener información de segunda mano.
— Habla —ordenó Brogan entre dientes.
— Cuando vemos una muerte somos conscientes de lo que ha ocurrido a un nivel espiritual. Lo que reconocemos como muerte es ver un cuerpo despojado ya de su alma o espíritu. Un hechizo de muerte imita una muerte real persuadiendo a la gente de que han presenciado una muerte, que han visto el cuerpo sin su alma, por lo que están dispuestos a jurar que la persona ha muerto.
La anciana sacudió la cabeza como si juzgara el asunto asombroso y escandaloso.
— Muy peligroso —añadió—, pues es preciso invocar la ayuda de los espíritus para que acojan el alma de la persona mientras se realiza el hechizo. Si algo sale mal, el alma de esa persona iría a parar al inframundo… lo cual es una forma terrible de morir. Pero si todo sale bien y los espíritus devuelven el alma que les ha sido encomendada temporalmente, tengo entendido que la persona sigue viva pero todos quienes la ven la creen muerta. Es tremendamente arriesgado. He oído hablar de tal hechizo pero no sé de nadie que lo haya intentado de verdad, por lo que es posible que sólo sean habladurías.
Brogan se quedó quieto mientras en su mente movía las diversas piezas de información, tratando de encajar lo que había averiguado ese día con lo que ya sabía. Seguramente la Madre Confesora había orquestado un truco para escapar de la justicia, pero no lo habría logrado sin cómplices.
La anciana posó una mano sobre un hombro de la niña y empezó a alejarse arrastrando los pies.
— Gracias por el calor, milord, pero ya me he cansado de vuestras caprichosas preguntas y tengo cosas mejores que hacer.
— ¿Quién podría realizar un hechizo de muerte?
La anciana se detuvo, y en sus deslucidos ojos azules prendió un peligroso resplandor.
— Sólo un mago, milord. Sólo un mago de inmenso poder y amplios conocimientos.
Brogan la miró a su vez con ojos peligrosos.
— ¿Hay algún mago como el que dices aquí, en Aydindril?
La lenta sonrisa que esbozó la anciana iluminó sus cansados ojos. Se metió una mano en un bolsillo bajo la manta y lanzó sobre la mesa una moneda de plata que giró en morosos círculos antes de caer frente al interrogador. Brogan la cogió, confuso.
— Te he hecho una pregunta y espero una respuesta.
— Ya os la he dado, milord.
— Nunca había visto una moneda como ésta. ¿Qué es esta imagen grabada? Parece un gran edificio.
— Oh, lo es, milord. Es un lugar de salvación y de perdición, de hechiceros y de magia: el Palacio de los Profetas.
— Nunca lo había oído mencionar. ¿Qué es?
La anciana esbozó una enigmática sonrisa.
— Preguntad a vuestra bruja, milord. —Con estas palabras dio media vuelta para marcharse.
Inmediatamente Brogan se puso de pie.
— ¡Nadie te ha dado permiso para irte, vieja bruja desdentada! —gritó.
— Es por el hígado, milord —contestó ella.
— ¿Qué?
— Me encanta el hígado crudo, pero creo que hace que los dientes caigan antes de tiempo.
Justo entonces llegó Galtero, que pasó rozando a la anciana y la niña al salir por la puerta. Saludó llevándose los dedos a la frente inclinada.
— Lord general, hay noticias.
— Sí, sí, un momento.
— Pero…
Brogan lo silenció alzando un solo dedo y miró a Lunetta.
— ¿Y bien?
— Todo verdad, lord general. Es como un insecto tejedor que apenas roza la superficie del agua con la punta de los pies, pero todo lo que ha dicho era verdad.
Brogan ordenó con un impaciente ademán a Ettore que se acercara. El guardia se puso firme delante de la mesa. La capa carmesí se le enroscó alrededor de las piernas.
— ¿Lord general?
— Creo que nos hemos topado con un poseído —dijo Brogan con cautela—. ¿Te gustaría demostrar que eres merecedor de esa capa que llevas?
— Sí, lord general, me gustaría mucho.
— Detenla antes de que abandone el edificio. Es sospechosa de ser una poseída.
— ¿Y la niña, lord general?
— ¿Acaso no te has fijado, Ettore? Estoy seguro de que resultará ser el familiar de la poseída. Además, no queremos que vaya por la calle gritando que la Sangre de la Virtud ha apresado a su abuela. A la otra, la cocinera, la echarían de menos y podría causarnos problemas, pero a ese par nadie las echará de menos en la calle. Ahora son nuestras.
— Sí, lord general. Me ocuparé de ello al instante.
— Las interrogaré en cuanto pueda. A la niña también. Espero hallarlas dispuestas a contestar sinceramente cualquier pregunta —añadió con gesto admonitorio.
En el juvenil rostro de Ettore asomó una truculenta sonrisa.
— Confesarán, lord general. Por el Creador que estarán listas para confesar cuando vos las interroguéis.
— Excelente, muchacho, y ahora corre antes de que lleguen a la calle.
Mientras Ettore salía a toda prisa, Galtero rebullía impaciente, aunque esperaba en silencio frente a la mesa.
Brogan se sentó.
— Galtero —dijo con voz distante—, una vez más has hecho un trabajo meticuloso; los testigos que me has traído han sido muy útiles.
Tobias Brogan apartó a un lado la moneda de plata, desató las correas de cuero del estuche y vació su contenido en la mesa. Con extremo cuidado extendió sus trofeos y tocó la otrora carne viva. Se trataba de pezones disecados —pezones izquierdos, los más cercanos al malvado corazón de los poseídos— con un trozo de piel suficiente para tatuar el nombre. Representaban sólo una parte ínfima de todos los poseídos que había descubierto; los más importantes, los más malvados demonios del Custodio.
Mientras guardaba uno a uno sus trofeos, fue leyendo el nombre de cada poseído que había enviado a la hoguera. Recordaba cada caza, cada captura y cada ejecución. Se sulfuró al rememorar los impíos crímenes que finalmente habían confesado. Pero en todos los casos se había hecho justicia.
No obstante, aún le quedaba por conseguir el mayor de los trofeos: la Madre Confesora.
— Galtero —dijo en tono suave pero firme— tengo su rastro. Reúne a los hombres. Partiremos enseguida.
— Creo que primero deberíais escucharme, lord general.