41

Zedd abrió los ojos de repente, lanzó un grito ahogado y se incorporó bruscamente. Pero una manaza sobre el pecho lo obligó a echarse de nuevo.

— Tómatelo con calma, anciano —dijo una voz muy grave.

Zedd contempló con ojos desorbitados un rostro de mandíbula cuadrada. Los cabellos blancos del hombre, que le llegaban hasta los hombros, cayeron hacia adelante cuando se inclinó sobre Zedd y colocó las manos a ambos lados de la cabeza del mago.

— ¿A quién llamas «anciano», carcamal?

Los penetrantes ojos azules que brillaban bajo un intimidador entrecejo de halcón sonrieron junto con el resto del rostro. Era un semblante formado por elementos dispares que a Zedd se le antojó perturbador.

— Bueno, ahora que lo mencionas, creo que soy mayor que tú —replicó el hombre.

Había algo familiar en aquel rostro. De pronto supo qué. Apartó las manos de un manotazo, se incorporó y señaló con un huesudo dedo al hombre alto situado junto a la mesa.

— Te pareces a Richard. ¿Por qué te pareces a Richard?

Las mejillas del desconocido se distendieron en una amplia sonrisa, aunque el entrecejo seguía recordando a un ave de presa.

— Porque somos parientes.

— ¡Parientes! ¡Recórcholis! —Zedd lo examinó más atentamente—. Alto, musculoso, ojos azules, pelo de la misma textura, la mandíbula y, sobre todo, la mirada. Eres un Rahl —sentenció cruzándose de brazos.

— Muy bien. Ya veo que conoces a Richard.

— ¡Conocerlo! Soy su abuelo.

El desconocido enarcó una ceja.

— Abuelo… Querido Creador —musitó, pasándose una de sus manazas por la cara—, ¿en qué nos ha metido esa maldita mujer?

— ¿Mujer? ¿Qué mujer?

Lanzando un suspiro el hombre retiró la mano del rostro, sonrió de nuevo y ejecutó una reverencia. «Buena reverencia, sí señor», pensó Zedd.

— Permíteme que me presente, soy Nathan Rahl —declaró—. ¿Puedo saber tu nombre, amigo?

— ¡Amigo!

Nathan dio unos golpecitos a Zedd en la frente con los nudillos.

— Acabo de curarte el cráneo fracturado. Supongo que eso cuenta, ¿no?

— Vale, tienes razón —rezongó Zedd—. Gracias, Nathan. Soy Zedd. Sabes curar, si es que realmente tenía el cráneo fracturado.

— Pues claro que sí. Últimamente he tenido que practicar bastante mis artes curativas. ¿Cómo te encuentras?

Zedd se evaluó a sí mismo antes de responder.

— Bien. Estoy bien. Creo que he recuperado las fuerzas… —De pronto recordó lo ocurrido—. Gratch. Queridos espíritus tengo que salir de aquí.

Nathan se lo impidió colocándole una manaza en el pecho.

— Antes debemos tener una pequeña charla, amigo. Al menos, espero que seamos amigos. Por desgracia tenemos mucho en común, aparte de ser ambos parientes de Richard.

— ¿Como qué? —inquirió Zedd.

Nathan se desabrochó la parte superior de su camisa con volantes. Tenía la pechera completamente cubierta de sangre seca. Entonces metió un pulgar bajo un collar de pálida plata que llevaba al cuello y lo alzó un poco.

— ¿Es lo que creo que es? —preguntó Zedd con tono sombrío.

— Eres un tipo muy listo, de eso no hay duda, o no serías tan valioso.

Zedd posó de nuevo la vista en los ojos azules de Nathan.

— ¿Y qué es esa cosa que, por desgracia, tenemos en común?

Nathan extendió una mano y dio un leve tirón a algo que Zedd llevaba al cuello. Inmediatamente Zedd se llevó las manos allí y notó el liso collar metálico sin ninguna juntura.

— ¿Qué significa esto? ¿Por qué me lo has puesto?

— No he sido yo, Zedd —repuso Nathan con un profundo suspiro—, sino ella.

Nathan señalaba a una mujer mayor, baja y achaparrada, con el pelo gris sujeto flojamente a la nuca. Acababa de aparecer en el umbral. Llevaba de la mano a una niña.

— Ah —dijo, mientras que con los dedos se tocaba la parte superior del vestido marrón oscuro que llevaba abrochado hasta el cuello—. Ya veo que Nathan te ha curado. Me alegro mucho. Estábamos muy preocupados por ti.

— ¿De veras? —respondió Zedd diplomáticamente.

— Pues sí. —La anciana sonrió, posó su mirada en la niña y le acarició el pelo castaño claro y liso—. Ésta es Holly. Ella te trajo hasta aquí. Te salvó la vida.

— Creo que ahora recuerdo haberla visto. Gracias por tu ayuda, Holly. Tienes mi gratitud.

— Me alegro de que ya estés bien —repuso la niña—. Temía que ese gar te hubiera matado.

— ¿Gar? ¿Viste al gar? ¿Está bien?

Holly negó con la cabeza.

— Cayó de la muralla junto a todos esos monstruos.

— Córcholis —musitó Zedd entre dientes—. Ese gar era amigo mío.

La anciana enarcó una ceja.

— ¿Un gar amigo? Bueno, en ese caso lo siento.

— ¿Por qué me has puesto el collar? —preguntó a la mujer, fulminándola con la mirada.

— Siento haberlo hecho. Pero de momento es necesario.

— Quiero que me lo quites ahora mismo.

La mujer seguía sonriendo.

— Entiendo tu inquietud pero, de momento, debes llevarlo. Me temo que no nos hemos presentado —añadió, enlazando las manos sobre la cintura—. ¿Cómo te llamas?

— Soy el Primer Mago Zeddicus Zu’l Zorander —respondió Zedd con voz grave y amenazante.

— Yo soy Annalina Aldurren, Prelada de las Hermanas de la Luz. Puedes llamarme Ann —dijo con una cálida sonrisa—. Todos mis amigos me llaman Ann, Zedd.

Sin apartar los ojos de la mujer el mago bajó de la mesa de un brinco.

— Tú no eres amiga mía. —Ann retrocedió un paso—. Y debes llamarme mago Zorander.

— Tranquilo, amigo —lo advirtió Nathan.

Zedd le lanzó una mirada tan iracunda que Nathan cerró la boca y enderezó la espalda.

Ann se encogió de hombros.

— Como desees, mago Zorander.

— Quítame esto enseguida —le ordenó Zedd dando golpecitos al collar.

— Debes llevar el collar —insistió ella, aguantando la sonrisa.

Zedd empezó a salvar la distancia que los separaba. Nathan se adelantó para detenerlo. Sin apartar los ojos de la Prelada Zedd levantó un brazo y apuntó a Nathan con un delgado dedo. El hombretón se tambaleó hacia atrás agitando los brazos, resbalando como si se encontrara sobre una superficie helada en pleno vendaval, hasta quedar aplastado contra la pared más alejada.

Entonces el mago alzó la otra mano y el techo se iluminó con un resplandor azulado. A medida que iba bajando la mano un plano de luz muy delgado, semejante a la superficie de un lago, también fue descendiendo y pasó sobre ellos. Ann abrió mucho los ojos. El plano de luz descendió hasta posarse en el suelo, donde se convirtió en una borboteante y tumultuosa capa de luz. La luz se fue fusionando en puntos brillantes.

De esos puntos surgieron relámpagos. Restallantes líneas de fuego blanco treparon por los muros de la estancia y la llenaron de acre aroma. Zedd describió un círculo con un dedo y los relámpagos saltaron de las paredes hacia el collar que llevaba. Al entrar en contacto con el metal brotaron destellos. Toda la estancia tembló en armonía con aquella danzante tempestad. El aire se llenó de polvo de piedra.

La mesa se elevó y estalló en una nube de polvo que fue absorbida en las corrientes de aquella luz que se retorcía sobre sí misma. La estancia tembló y gimió cuando enormes bloques de piedra se soltaron y empezaron a salirse de sus huecos en las paredes traqueteando.

Pese a la furia del poder desatado, Zedd se dio cuenta de que no funcionaba. En vez de romperse, el collar absorbía toda la energía. El mago extendió un brazo y puso fin a la barahúnda y a la luz. Sobrevino un resonante silencio. Enormes bloques de piedra colgaban de las paredes fuera de sus huecos. Todo el suelo se veía chamuscado y ennegrecido, pero ninguno de los presentes había sufrido daños.

Gracias al análisis que había realizado a través de la conexión de luz, Zedd había averiguado el verdadero alcance del poder de la Prelada, de la niña y de Nathan, así como sus puntos fuertes y sus puntos flacos. La Prelada no podía haber fabricado el collar, pues era el trabajo de magos, pero sabía cómo usarlo.

— ¿Ya has acabado? —inquirió Ann, ya sin sonrisa.

— Acabo de empezar.

Zedd alzó los brazos. En caso necesario era capaz de canalizar poder suficiente para levantar una montaña. Nada ocurrió.

— Creo que ya es suficiente. —Ann recuperó parte de su sonrisa—. Ahora entiendo de dónde ha sacado Richard tanto genio.

— ¡Tú! —la acusó Zedd señalándola con un dedo—. ¡Tú ordenaste que le pusieran el collar!

— Podría habérmelo llevado cuando era niño, pero dejé que creciera con tu amor y tus consejos.

Zedd podía contar con los dedos de una mano las veces que en toda su vida había perdido los estribos. Notaba que pronto iba a necesitar los dedos de la otra mano para seguir contando.

— No trates de apaciguarme con tus farisaicas excusas; nada justifica la esclavitud.

Ann lanzó un suspiro.

— Hay ocasiones en las que una Prelada, al igual que un mago, debe utilizar a sus semejantes. Lamento haberme visto obligada a utilizar a Richard, y ahora debo utilizarte a ti, pero no tengo elección. —Una nostálgica sonrisa le cruzó el semblante—. No te imaginas los problemas que me dio Richard mientras llevaba el collar.

— Si crees que Richard te dio problemas, espera a ver qué hago yo. El abuelo es capaz de mucho más que el nieto. Tú le pusiste uno de tus collares alrededor del cuello —prosiguió, muy enojado—. Te dedicas a secuestrar a niños de la Tierra Central. Has roto la tregua que existía desde hace miles de años. Ya conoces las consecuencias de eso. Las Hermanas de la Luz pagarán el precio.

Zedd se hallaba al borde del abismo, a punto de violar la Tercera Norma de un mago, pero no lograba actuar de un modo razonable. Y ésa era la única manera de violar la Tercera Norma.

— Conozco las consecuencias de que la Orden Imperial conquiste todo el mundo. Sé que ahora mismo no lo entiendes, mago Zorander, pero espero que te darás cuenta de que ambos luchamos en el mismo bando.

— Entiendo mucho más de lo que te imaginas. Ahora mismo estás ayudando a la Orden. ¡Yo nunca he tenido que convertir a mis aliados en prisioneros para que luchen por lo que es justo!

— ¿De veras? ¿Y qué me dices de la Espada de la Verdad?

Zedd, totalmente colérico, se negó a discutir.

— Quítame ahora mismo el collar —exigió—. Richard me necesita.

— Richard tendrá que cuidar de él mismo solito. Es un chico listo, lo cual en parte te lo debe a ti. Por eso permití que creciera a tu lado.

— ¡El chico necesita mi ayuda! Debo enseñarle a usar su poder. Si no hablo con él, es posible que se le ocurra entrar en el Alcázar. Podría morir. Richard no conoce los peligros del Alcázar, y tampoco sabe cómo usar su don. No puedo permitir que muera. Lo necesitamos.

— Richard ya estuvo en el Alcázar. Pasó gran parte del día de ayer aquí y salió ileso.

— «Primera vez afortunado, segunda vez confiado, tercera vez muerto» —citó Zedd.

— Ten más fe en tu nieto. Debemos ayudarlo de otros modos. No podemos perder tiempo. Debemos irnos.

— Yo no voy a ninguna parte contigo.

— Mago Zorander, te estoy pidiendo que ayudes, te estoy pidiendo que cooperes y vengas con nosotros. Hay mucho en juego. Por favor, haz lo que digo o me veré obligada a usar el collar, y eso no te gustaría.

— Hazle caso, Zedd —intervino Nathan—. Puedo asegurarte que no te gustaría. No tienes elección. Sé cómo te sientes pero será más sencillo si obedeces.

— ¿Qué tipo de mago eres tú?

Nathan se enderezó.

— Soy un profeta.

Al menos el tipo era sincero. No se había dado cuenta del propósito de la conexión de luz y, por tanto, no sabía todo lo que Zedd había averiguado sobre él.

— ¿Y te gusta ser un esclavo?

Ann soltó una carcajada pero Nathan no rió. Sus ojos reflejaban la serena pero mortífera cólera de un Rahl.

— Te aseguro que no soy esclavo por elección. Me he opuesto a ello toda la vida.

— Es posible que la Prelada sea capaz de subyugar a un mago profeta, pero no tardará en averiguar por qué soy Primer Mago. Me hice merecedor de ello en la última guerra. Ambos lados me llamaban «el viento de la muerte».

Había sido una de las contadas ocasiones en que había perdido los estribos.

Zedd apartó la vista de Nathan para posarla en la Prelada con tal expresión de fría amenaza que Ann tragó saliva y retrocedió un paso.

— Al romper la tregua has condenado a muerte a cualquier Hermana que descubra en la Tierra Central. Los términos de la tregua son muy claros. Ninguna de vosotras tendrá derecho a un juicio ni a la compasión. Cualquier Hermana será ejecutada al instante, sea quien sea.

Zedd alzó los puños. Unos relámpagos surcaron el despejado cielo y descargaron sobre el Alcázar en el que se encontraban. Resonó un ensordecedor aullido y un anillo de luz se expandió en el cielo, dejando tras de sí una estela de nubes semejantes a humo producido por el fuego.

— ¡La tregua se ha roto! Ahora te hallas en territorio enemigo, bajo amenaza de muerte. Si me obligas a seguirte con el collar, te juro que iré al Viejo Mundo y reduciré a cenizas el Palacio de los Profetas.

La prelada Annalina Aldurren lo contempló en silencio unos momentos con expresión pétrea.

— No hagas promesas que no puedes cumplir —dijo al fin.

— ¿Qué te apuestas?

Ann esbozó una distante sonrisa.

— Debemos irnos ya.

Con sombría mirada Zedd asintió y sentenció:

— Tú misma te has condenado.

Lentamente Verna se fue dando cuenta de que estaba despierta. La oscuridad era la misma con los ojos abiertos que cerrados. Parpadeó para comprobar que realmente estaba consciente.

Tras decidir que sí recurrió a su han para encender una llama. No lo logró. Entonces se sumió más profundamente en sí misma para extraer más poder.

Finalmente, esforzándose al máximo consiguió prender una pequeña luz en la palma de su mano. Había una vela en el suelo junto al camastro que ocupaba. Verna envió la llama hacia la mecha y sintió un enorme alivio al poder ver sin tener que soportar el tremendo esfuerzo que le suponía mantener la luz con su han.

Excepto por el camastro, una pequeña bandeja con pan y un vaso de agua, y lo que a primera vista parecía un orinal colocado junto a la pared más alejada, la celda estaba desnuda. Y tampoco era muy grande. No tenía ventanas, sólo una pesada puerta de madera.

Verna reconoció el lugar: era una de las celdas de la enfermería. Pero ¿qué estaba ella haciendo en la enfermería?

Al bajar la vista reparó en que estaba desnuda. Miró alrededor y descubrió sus ropas en una pila. Al volverse de nuevo sintió algo en el cuello. Alzó una mano y se lo palpó.

Era un rada’han.

Sintió un hormigueo en todo el cuerpo. ¡Querido Creador, llevaba un rada’han al cuello! Una oleada de pánico se apoderó de ella. Con las uñas se arañó el cuello tratando de librarse del collar. Mientras tironeaba frenéticamente del aro de metal gimoteaba de terror. Se le escapó un grito. El collar no cedía.

Totalmente horrorizada supo que eso mismo era lo que los muchachos sentían al verse prisioneros de aquel instrumento de dominio. ¿Cuántas veces había ella, Verna, usado un rada’han para obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad?

Claro que ella actuaba movida por la voluntad de ayudarlos, por su bien. ¿Sentían también ellos ese miedo y esa impotencia?

Recordó que había usado el collar contra Warren.

— Querido Creador, perdóname —sollozó—. Yo sólo pretendía realizar tu obra.

Verna se secó las lágrimas y pugnó por recuperar el control. Tenía que averiguar qué estaba pasando. Quien le había puesto el rada’han no pretendía ayudarla sino controlarla.

Se palpó la mano a tientas. El anillo de Prelada había desaparecido. Se le cayó el alma a los pies; había fracasado en la custodia del anillo. Se besó el dedo desnudo implorando fuerzas.

En vista de que no conseguía accionar el pomo aporreó la puerta. A continuación reunió todo su poder para proyectarlo sobre el pomo, tratando de moverlo. Nada. Llena de furia lo intentó con las bisagras que sabía que estaban al otro lado. Nada. Lenguas de luz tan verde como la bilis mental que la alimentaba lamieron la puerta, introduciéndose por los resquicios y parpadeando bajo el espacio que quedaba con el suelo.

Verna recordó haber visto a la hermana Simona intentar eso mismo hora tras hora, sin obtener resultado, por lo que interrumpió el flujo de su han. Nadie que llevara un rada’han conseguiría romper el escudo de la puerta. Así que no iba a ser tan tonta como para malgastar sus fuerzas en un esfuerzo inútil. Tal vez Simona se había vuelto loca pero ella no.

Se dejó caer sobre el camastro. Aporreando la puerta no saldría de allí, y tampoco el don la sacaría. Era una prisionera.

¿Por qué la habían encerrado? Bajó la vista hacia el dedo en el que antes llevaba el anillo de Prelada. Ésa era la razón.

Sobresaltada, recordó que la verdadera Prelada, Ann, le había encomendado una misión y que confiaba en ella para alejar de palacio a las Hermanas de la Luz antes de que Jagang llegara.

Verna se inclinó sobre su ropa y la registró frenéticamente. Su dacra había desaparecido. Seguramente por eso la habían desnudado: para asegurarse de que no llevaba armas. Lo mismo le habían hecho a la hermana Simona por su propia seguridad, para que no pudiera hacerse daño. No podían permitir que una loca llevara un arma mortal.

Sus dedos encontraron el cinturón. Bruscamente lo apartó del resto de ropa, lo palpó y notó un bulto bajo la gruesa piel.

Trémula de esperanza, acercó el cinturón a la vela y abrió la falsa costura. Allí, dentro del bolsillo secreto, estaba el libro de viaje. Verna estrechó el libro contra su pecho, balanceándose sobre el camastro, dando gracias al Creador. Al menos eso no se lo habían quitado.

Cuando finalmente se hubo calmado, acercó su ropa a la tenue luz y se vistió. Con ropas no se sentía tan desvalida. No era más que una ilusión, claro, pero al menos no debía sufrir la indignidad de ser una prisionera desnuda. Por fin se empezaba a sentir un poco mejor.

Ignoraba cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero tenía un hambre canina. Devoró el pedazo de pan y se bebió toda el agua.

Después de satisfacer en pequeña medida su apetito se puso a pensar cómo había llegado a aquella celda. La hermana Leoma. Recordaba a la hermana Leoma y a otras tres que la esperaban en su despacho.

La hermana Leoma era una de las principales sospechosas en la lista de las posibles Hermanas de las Tinieblas. Aunque no la había sometido a ninguna prueba, el hecho de haberla encarcelado lo demostraba. Estaba oscuro y no había visto a las otras tres, pero tenía una lista de sospechosas en la cabeza. Phoebe y Dulcinia las habían dejado pasar contraviniendo sus órdenes, por lo que, sintiéndolo mucho, tenía que incluirlas también.

Verna empezó a dar vueltas por la pequeña celda. Se estaba enfadando. ¿Cómo osaban pensar que se saldrían con la suya?

Ya se habían salido con la suya.

No, pensó con determinación, aún no. Ann le había dado una responsabilidad y Verna no la defraudaría. Alejaría a las Hermanas de la Luz de palacio.

Se llevó una mano al cinturón. Debería enviar un mensaje. ¿Osaría hacerlo estando encerrada? Si la descubrían, todo se echaría a perder. No obstante, Ann debía saber lo que había pasado.

De pronto se detuvo. ¿Cómo iba a confesar a Ann que había fallado y que, por su culpa, todas las Hermanas de la Luz corrían peligro de muerte y que ella no podía hacer nada por remediarlo? Jagang se acercaba. Tenía que escapar. Mientras ella siguiera encerrada a ninguna de las Hermanas se le ocurriría huir.

Y entonces Jagang se apoderaría de todas ellas.

Richard desmontó de un salto apenas el caballo se detuvo tras dar un patinazo. Al echar la vista atrás comprobó que sus acompañantes aún galopaban tratando de alcanzarlo. Después de acariciar la nariz al caballo empezó a atar las riendas a una palanca de hierro que pertenecía al mecanismo de puerta levadiza.

Tras examinar los engranajes y las palancas se lo pensó mejor y ató las riendas al extremo del eje de un engranaje. La palanca que había elegido en principio era la que liberaba la enorme puerta. Un fuerte tirón, y el rastrillo podía caer sobre el animal.

Sin esperar a los demás Richard entró en el Alcázar del Hechicero. Estaba furioso porque nadie lo había despertado. Veían brillar una luz en las ventanas del Alcázar durante casi toda la noche y nadie se atrevía a despertar a lord Rahl.

Luego, apenas una hora antes, Richard había visto el relámpago y el estallido de luz que se propagó en círculo desde la fortaleza en el cielo despejado, dejando a su paso una humeante capa de nubes.

Antes de penetrar en la fortaleza un pensamiento lo hizo detenerse y bajar la vista hacia la ciudad. Al pie del camino que ascendía hasta el Alcázar nacían otros caminos que se alejaban de Aydindril.

¿Y si alguien había estado en el Alcázar? ¿Y si se había llevado algo? Sería mejor que dijera a los soldados que retuvieran a cualquiera que tratara de marcharse de la ciudad. Tan pronto como los demás llegaran al Alcázar, enviaría a uno de vuelta para que advirtiera a los soldados que sellaran los caminos y no dejaran alejarse a nadie.

Observó a los viajeros. En su mayor parte llegaban a la ciudad y no se iban. Los pocos que la abandonaban eran unas familias con carretillas que abandonaban Aydindril, soldados que salían a patrullar, un par de carros cargados con mercancías y cuatro caballos, muy juntos, que trotaban adelantando a los viajeros a pie. Tendrían que detenerlos a todos y registrarlos.

Pero ¿en busca de qué? Tal vez él mismo podría echarles una mirada, después de que los soldados los obligaran a volver, para comprobar si llevaban algún objeto mágico.

Richard se volvió hacia el Alcázar. No tenía tiempo. Debía averiguar qué había pasado en la fortaleza y, además, ¿cómo sabría él si llevaban o no un objeto mágico? Sería una pérdida de tiempo. Debería dedicarlo a ayudar a Berdine a traducir el diario en vez de registrar las pertenencias de unas pocas familias. Si esa gente prefería marcharse para no vivir bajo la autoridad de D’Hara, que se fuera.

Atravesó los escudos que protegían el Alcázar. Sabía perfectamente que sus cinco guardaespaldas no podrían seguirlo y les disgustaría que no los hubiera esperado. Bueno, tal vez así la próxima vez que vieran luz en el Alcázar lo despertarían.

Embozado en su capa de mriswith fue ascendiendo hacia donde había visto que el relámpago impactaba en el Alcázar. Procuraba evitar los pasillos que le parecían peligrosos y elegía otros que al menos no le erizaran los pelillos de la nuca. Varias veces sintió la presencia de los mriswith, pero ninguno se acercó.

Finalmente se detuvo al llegar a una amplia sala de la que partían cuatro pasillos. Varias puertas estaban cerradas. Un rastro de sangre conducía a una de ellas. Richard se agachó, examinó el rastro que se veía corrido, y determinó que en realidad se trataba de dos rastros: uno que conducía a la habitación y otro que se alejaba de ella.

Abrió la capa de mriswith y desenvainó la espada. El nítido sonido metálico resonó por los corredores. Con la punta del arma abrió la puerta.

Pese a estar vacía no era una habitación normal y corriente. El suelo de madera se veía chamuscado. Melladas líneas cubiertas de hollín se habían grabado en la piedra, como si dentro de la habitación se hubiera desatado una furiosa tormenta con rayos y relámpagos. Pero lo más desconcertante eran los enormes bloques de piedra de las paredes; algunos colgaban medio dentro medio fuera, como si hubieran estado a punto de caer. La impresión era la de un lugar arrasado por un terremoto.

Asimismo vio manchas de sangre por todo el suelo, y a un lado un gran charco. Pero debido al fuego que había chamuscado el suelo estaba tan seca como el polvo, por lo que apenas podía decirle nada.

Richard siguió el rastro de sangre fuera de la habitación hasta una puerta que se abría a la muralla exterior. Al salir al frío aire vio inmediatamente las salpicaduras de sangre en la piedra. Era reciente, de no más de un día de antigüedad.

La muralla azotada por el viento estaba llena de mriswith y partes de mriswith. Aunque se habían congelado, aún hedían. En un muro de metro y medio de altura vio una enorme salpicadura de sangre y, debajo, un mriswith muerto cuya escamosa piel había reventado. Si la mancha de sangre hubiera estado en el suelo en vez de en el muro, Richard hubiera creído que el mriswith había caído del cielo y había muerto del golpe.

La macabra escena le recordaba el escenario que quedaba tras una lucha de Gratch con mriswith. Consternado sacudió la cabeza, preguntándose qué debía de haber ocurrido allí.

El rastro de sangre lo condujo hasta un agujero en el almenado muro. La sangre manchaba la piedra a ambos lados. Richard entró en el agujero y se asomó al borde. La vista producía vértigo.

Los bloques de piedra del Alcázar caían casi en vertical, ensanchándose ligeramente hacia la lejana base, situada muy abajo. La fortaleza se alzaba sobre la misma roca de la montaña, que caía en vertical miles de metros. Desde el agujero en la muralla el rastro de sangre bajaba por la fachada y luego desaparecía en la distancia. En el mismo rastro se veían varias salpicaduras de mayor tamaño. Algo se había precipitado por el borde y había caído golpeándose varias veces contra los muros. Enviaría a soldados para descubrir qué o quién había caído.

Pasó un dedo por los diferentes rastros de sangre del borde; la mayor parte despedían hedor de mriswith. Pero otros no.

¿Queridos espíritus, qué había pasado allí arriba? Richard frunció los labios y sacudió la cabeza. Mientras se envolvía en su oscura capa de mriswith y se tornaba invisible, por alguna razón pensó en Zedd. Ojalá Zedd estuviera allí con él.

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