— Algo pasa ahí fuera —susurró Adie—. Deben de ser ellos. ¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó, fijando sus blancos ojos en Kahlan—. Yo estoy dispuesta pero…
— No nos queda otro remedio —repuso Kahlan, echando un vistazo al fuego para asegurarse de que ardía con intensidad—. Tenemos que escapar. Y si morimos en el intento, bueno, al menos ya no seremos el anzuelo que debe atraer a Richard a la trampa. De ese modo se quedará donde está y con la ayuda de Zedd protegerá la Tierra Central.
— De acuerdo. Lo intentaremos. Sé lo que está haciendo pero no sé por qué.
Adie le había explicado que Lunetta se comportaba de modo muy peculiar: se envolvía en su poder continuamente. Para conseguir algo tan extraordinario se requería un talismán imbuido de magia. Tratándose de Lunetta, el talismán sólo podía ser una cosa.
— Aunque no sepas el porqué, Adie, no lo haría si no fuese importante.
Kahlan se llevó un dedo a los labios, conminando al silencio, cuando se oyó el crujir del suelo de madera del pasillo. El cabello negro y gris de Adie, que le llegaba hasta la mandíbula, osciló cuando la hechicera se inclinó sobre la lámpara para apagarla, tras lo cual se colocó detrás de la puerta. El fuego iluminaba la estancia pero las sombras se movían a las titilantes llamas, lo cual se sumaría a la confusión.
La puerta se abrió. Kahlan, de pie en el extremo más alejado, de cara a Adie, inspiró profundamente para armarse de valor. Ojalá antes de entrar hubiesen roto el escudo, o todo eso no serviría para nada.
Dos figuras entraron en la habitación. Eran ellos.
— ¿Qué estás haciendo tú aquí, asqueroso bufón? —vociferó Kahlan.
Brogan, con Lunetta a la zaga, se volvió contra Kahlan. Ésta le escupió a los ojos.
Rojo de rabia, el general fue a por ella. Kahlan lo golpeó con la bota en la entrepierna. Brogan lanzó un alarido, y Lunetta corrió en su ayuda. Por detrás, Adie estrelló un tronco en la cabeza de la bruja, que se había agachado.
Brogan se abalanzó sobre Kahlan. Ambos forcejearon. El general le propinaba puñetazos en las costillas. Entretanto, Adie aprovechó que Lunetta caía al suelo para tirar de su curioso atavío de retales. Con un tremendo esfuerzo fruto de la desesperación, Adie logró arrancar el vestido de la bruja, que casi estaba inconsciente.
Lunetta, aturdida y aletargada, logró lanzar un grito cuando Adie se dio media vuelta y arrojó el vestido al rugiente fuego.
Mientras ella y Brogan caían al suelo, Kahlan alcanzó a ver cómo los retales multicolores eran pasto de las llamas. Al estrellarse contra el suelo logró quitarse de encima al general e inmediatamente se puso en pie. Cuando Brogan trató de hacer lo propio, Kahlan le lanzó un puntapié a la cara.
Lunetta emitía angustiosos chillidos. Kahlan no quitaba ojo a Brogan, que, sangrando por la nariz, se disponía a lanzarse contra ella de nuevo. No obstante, vio a su hermana detrás de Kahlan y se quedó paralizado.
Kahlan osó echar una fugaz mirada tras de sí. Vio una mujer tratando desesperada y vanamente de recuperar unos retales de colores del fuego.
Pero esa mujer no era Lunetta. Era una mujer atractiva y de más edad que Lunetta, vestida con un holgado vestido blanco.
También Kahlan se quedó de piedra. ¿Qué le había pasado a Lunetta?
— ¡Lunetta! —vociferó Brogan, fuera de sí—. ¿Cómo te atreves a hacer un sortilegio delante de otras personas? ¿Cómo osas usar tu magia para que te vean hermosa? ¡Ya basta! ¡Tu lacra es horrorosa!
— Lord general —sollozaba Lunetta—, mis galas. Mis galas se están quemando. Por favor, hermano, ayúdame.
— ¡Maldita streganicha! ¡Acaba con esto de una vez!
— No puedo —sollozaba Lunetta—. Sin mis galas, no puedo.
Lanzando un gruñido de furia, Brogan apartó a Kahlan de su camino y corrió al fuego. Allí alzó a Lunetta por el pelo y la golpeó con el puño. La mujer cayó al suelo, arrastrando consigo a Adie.
Brogan pateó a su hermana, que trataba de levantarse.
— ¡Ya me he hartado de tu desobediencia y de tu impía lacra!
Kahlan cogió un tronco y lo blandió contra Brogan, pero éste se agachó y recibió el impacto en los hombros. De un puñetazo en el vientre Brogan la lanzó hacia atrás.
— ¡Cerdo asqueroso! —resopló Kahlan, tratando de recuperar el aliento—. ¡Deja en paz a tu hermosa hermana!
— ¡Está como una cabra! ¡Es Lunetta, la lunática!
— ¡No le hagas caso, Lunetta! ¡Tu nombre significa «pequeña luna»! ¡No le hagas ningún caso!
Brogan, gritando furioso, extendió los brazos hacia Kahlan. Un estruendoso relámpago estalló en la habitación y solamente falló porque se movía sin ningún control, a tontas y a locas. El aire se llenó de yeso y otros restos.
Kahlan se quedó tan estupefacta que apenas podía moverse. Tobias Brogan, el lord general de la Sangre de la Virtud, el hombre que había jurado exterminar la magia, poseía el don.
Gritando de nuevo, Brogan lanzó contra Kahlan un puñetazo de aire que le golpeó en pleno pecho y la arrojó contra la pared. La mujer cayó al suelo, desmadejada, aturdida y casi sin sentido.
Al ver qué había hecho Brogan, Lunetta gritó más fuerte.
— ¡No, Tobias! ¡No uses la lacra!
Brogan cerró las manos alrededor del cuello de su hermana y le golpeó la cabeza contra el suelo.
— ¡Has sido tú! ¡Estás usando la lacra! ¡Es uno de tus conjuros! ¡Tú has lanzado el rayo!
— No, Tobias, has sido tú. No debes usar el don. Mamá me dijo que no debías usarlo.
Brogan la levantó cogiéndola por el blanco vestido.
— ¿De qué estás hablando? ¿Qué te dijo mamá, malvada streganicha?
La atractiva mujer jadeaba y resoplaba.
— Que tú eres el elegido, hermano. Que estás llamado a hacer grandes cosas. Dijo que yo debía procurar no llamar la atención, para que toda la gloria fuese tuya. Dijo que tú eras el importante, pero que no debía permitir que usaras el don.
— ¡Mentirosa! ¡Mamá nunca dijo tal cosa! ¡Mamá no sabía nada!
— Sí lo sabía, Tobias. También ella poseía un poco de magia. Las Hermanas vinieron para llevarte. Pero nosotras te amábamos y no queríamos que se llevaran a nuestro pequeño Tobias.
— ¡Yo no tengo la lacra!
— Es cierto, hermano. Las Hermanas afirmaron que tenías el don y querían llevarte al Palacio de los Profetas. Mamá me dijo que si se marchaban con las manos vacías, vendrían otras. Así pues, las matamos, mamá y yo. Así es como te hiciste esa cicatriz junto a la boca, en nuestra lucha con ellas. Mamá dijo que teníamos que matarlas o enviarían a otros. También me dijo que no te dejara usar nunca el don, o regresarían para llevarte.
Brogan respiraba agitadamente, enfurecido.
— ¡Todo mentira! ¡Tú has lanzado el rayo y estás usando un sortilegio!
— No —sollozó Lunetta—. Me han quemado las galas. Mamá dijo que estabas destinado a hacer grandes cosas, pero que todo podía echarse a perder. Ella me enseñó a usar mis galas para ocultar mi aspecto e impedirte usar el don. Las dos queríamos que fueses un gran hombre.
»Tú has lanzado el rayo. Yo, sin mis galas, no podría.
Brogan tenía ojos de loco y parecía estar viendo algo que nadie más podía ver.
— No es la lacra —musitó—. Sólo soy yo. La lacra es maldad. Esto no es malo. Sólo soy yo.
Los intentos de Kahlan por ponerse en pie le llamaron la atención. Una cegadora luz estalló en la estancia al lanzar otro relámpago. Éste arañó la pared, por encima de la cabeza de Kahlan, que se echó al suelo para esquivarlo. Brogan se levantó de un salto y fue a por ella.
— ¡Tobias! ¡Detente! ¡No debes usar el don!
Tobias Brogan miró a su hermana con una inquietante calma.
— Esto es una señal. Ya ha llegado la hora. Siempre he sabido que llegaría. —Brogan alzó una mano ante el rostro y entre las yemas de sus dedos parpadearon destellos azules—. Esto no es la lacra, Lunetta, sino poder divino. La lacra sería algo feo, y esto es hermoso.
»El Creador ha perdido el derecho de darme órdenes. El Creador es un poseído. Ahora el poder es mío. Ya ha llegado la hora de usarlo. Ha llegado la hora de que yo juzgue a la humanidad. —El hombre se volvió hacia Kahlan y anunció—: Ahora yo soy el Creador.
Lunetta levantó un brazo en actitud implorante.
— Tobias, te lo ruego…
Brogan se volvió hacia ella. Mortíferas serpientes de luz se retorcían en sus manos.
— Poseo algo glorioso. ¡No pienso oír ni una más de tus sucias mentiras! Tú y mamá sois poseídas. —Tobias Brogan desenvainó la espada y la blandió en el aire. La luz se enroscó alrededor de la hoja.
— No debes usar tu poder, Tobias. No debes —protestó Lunetta. Con gran esfuerzo mental apagó los destellos luminosos.
— ¡Pienso usar lo que es mío! —Nuevamente la luz prendió en sus dedos y ascendió por la espada—. Ahora yo soy el Creador. ¡Tengo el poder y digo que debes morir!
Sus ojos brillaban como los de un loco mientras contemplaba, totalmente embelesado, la luz que crepitaba en la yema de sus dedos.
— En ese caso, eres un verdadero poseído y debo detenerte, tal como me has enseñado —murmuró Lunetta.
De una de sus manos brotó una refulgente línea de luz rosada que atravesó el corazón de Brogan.
En la humeante quietud el hombre dio su última bocanada y se desplomó, muerto.
Ignorando cuál sería la reacción de Lunetta, Kahlan no se movió sino que permaneció tan quieta como un cervatillo en un prado. Adie tendió una mano a la hechicera y trató de consolarla en su lengua nativa.
Pero era como si Lunetta no la oyera. Con rostro inexpresivo se arrastró hasta el cuerpo de su hermano y apoyó la cabeza de Brogan en su regazo. Kahlan contemplaba la escena con angustia.
Súbitamente Galtero hizo acto de aparición.
Agarró a Lunetta por el pelo y la obligó a inclinar la cabeza hacia atrás. No vio a Kahlan en los escombros junto a la pared, a su espalda.
— Streganicha -murmuró cruelmente.
Lunetta no trató de resistirse. Se mostraba aturdida. Kahlan se lanzó al suelo para coger la espada de Brogan. Con frenéticos movimientos la asió. Pero no fue lo suficientemente rápida.
Galtero rebanaba ya el pescuezo a Lunetta con su cuchillo.
Antes de que el cuerpo de Lunetta tocara el suelo, Kahlan atravesó al asesino con la espada.
Mientras caía, retiró la espada.
— ¿Adie, estás herida?
— No por fuera, hija mía.
— Lo entiendo, pero ahora mismo no podemos dejarnos vencer por la pena.
Kahlan cogió a Adie de la mano y después de asegurarse de que realmente Lunetta había retirado el escudo antes de entrar, salieron al pasillo.
Los cuerpos de dos Hermanas yacían a ambos extremos: sus guardianas. Lunetta las había matado a las dos.
Kahlan oyó el ruido de unas botas que subían la escalera. Ella y Adie saltaron por encima de los sangrientos despojos y bajaron a la carrera por la escalera de servicio. Al salir a la oscuridad exterior no vieron a nadie, pero en la lejanía oyeron alboroto: el entrechocar del acero. Juntas, cogidas de la mano, corrieron para salvarse.
Mientras corría Kahlan se dio cuenta de que estaba llorando.
Con la cabeza gacha para que la Hermana no la reconociera, Ann salvó la distancia a la tenue luz que reinaba en las criptas. Zedd le pisaba los talones. La mujer sentada detrás de la mesa se levantó con expresión de recelo y avanzó hacia ellos.
— ¿Quién es? —inquirió lacónicamente la hermana Becky—. No se permite a nadie el acceso a las criptas. Todo el mundo está advertido.
Becky le lanzó un empellón con su han en la espalda para detenerla, al mismo tiempo que corría para cortarle el paso. Cuando Ann alzó la cabeza, Becky se quedó atónita.
Inmediatamente Ann le hundió el dacra. Los ojos de la Hermana parecieron iluminarse desde el interior, y se desplomó.
— ¡La has matado! —exclamó Zedd—. ¡Acabas de matar a una mujer embarazada!
— Has sido tú —susurró la Prelada—. Tú la condenaste a muerte. Sólo rezo para que fuese una Hermana de las Tinieblas y no una Hermana de la Luz.
Zedd la obligó a darse media vuelta estrujándole un brazo.
— ¡Es que te has vuelto loca, mujer!
— Ordené a todas las Hermanas de la Luz que abandonaran palacio. Les ordené que escaparan. Te he suplicado una y mil veces que me permitieras usar el libro de viaje para cerciorarme que mis órdenes se habían cumplido. Puesto que me lo negaste, debo suponer que mis instrucciones se han puesto en práctica.
— ¡Eso no es excusa para matarla! ¡Podrías haberla incapacitado!
— Si mis órdenes han sido cumplidas, Becky era una Hermana de las Tinieblas. No tendría ninguna posibilidad en una lucha limpia contra una de ellas. Y tú tampoco. No podía correr ese riesgo.
— ¿Y si no era sierva del Custodio? —insistió Zedd, muy alterado.
— No puedo poner en riesgo a todos por una probabilidad.
Los ojos de Zedd despedían chispas.
— Estás loca —sentenció.
Ann enarcó una ceja.
— ¿Ah sí? ¿Acaso tú pondrías en peligro la vida de miles de personas si alguien trata de detenerte y sólo estás un noventa por ciento seguro de que es tu enemigo? ¿Has llegado a Primer Mago tomando ese tipo de decisiones?
Zedd la soltó.
— Vale, me has pillado. ¿Qué quieres de mí?
— Primero debemos asegurarnos de que no hay nadie más.
Se dividieron. Ann registró entre las hileras de librerías, pero sin perder de vista al anciano mago y asegurarse de que la obedecía. Si Zedd trataba de escapar, el rada’han se lo impediría, y él lo sabía.
Sentía simpatía por el abuelo de Richard pero era preciso que cultivara su odio. Era preciso que Zedd estuviera furioso y deseoso de aceptar la oportunidad que Ann iba a brindarle.
Llegaron al fondo de las tenebrosas criptas sin encontrar a nadie más. Ann se besó el dedo anular, donde llevara durante tantos años el anillo de Prelada, y dio gracias al Creador. Para alejar los remordimientos de haber matado a la hermana Becky se dijo que no le hubieran encomendado la vigilancia de las criptas de no ser una servidora del Custodio y del emperador. En cuanto al inocente nonato, mejor no pensar en ello.
— ¿Y ahora qué? —le espetó Zedd cuando se reunieron en el fondo, cerca de una de las pequeñas cámaras de acceso restringido.
— Nathan hará su parte. Te he traído aquí para que tú hagas el resto.
»Este palacio está envuelto en un encantamiento tejido hace tres mil años. Con el tiempo he deducido que se trata de una red bifurcada.
Zedd enarcó las cejas. Su curiosidad pudo más que la indignación.
— Ésa es una afirmación muy osada. No sé de nadie capaz de tejer una red bifurcada. ¿Estás segura?
— Es cierto que en la actualidad nadie puede, pero los magos de antaño poseían mucho más poder.
Zedd se acarició el lampiño mentón con el pulgar, reflexionando.
— Sí, imagino que tenían poder suficiente para eso. —Clavó de nuevo los ojos en Ann e inquirió—: Pero ¿para qué?
— El encantamiento altera el lugar sobre el que se alza el palacio. El escudo exterior, donde hemos dejado a Nathan, es la concha que lo rodea por completo. Ese escudo crea el entorno en el que esta mitad puede existir en el mundo. El encantamiento que pesa sobre esta isla está conectado con otros mundos y, entre otras cosas, altera el tiempo. Por eso envejecemos más despacio que la gente que vive fuera de él.
— Sí —caviló el viejo mago—, eso lo explicaría.
Ann desvió la mirada.
— Tanto Nathan como yo tenemos casi mil años. Yo he sido Prelada de las Hermanas de la Luz durante casi ocho siglos.
— Había oído hablar de ese hechizo y de cómo prolonga la duración de la vida para daros el tiempo suficiente para completar vuestra inmunda obra.
— Zedd, cuando los magos de antaño empezaron a guardar celosamente su poder y se negaron a enseñar a los jóvenes nacidos con el don, para evitar que no se convirtieran en una amenaza, se crearon las Hermanas de la Luz para ayudar a esos jóvenes, pues de otro modo morirían. A no todos les gusta, pero ahí estamos.
»Si no hay un mago que los ayude, la tarea recae en nosotras. Pero como no poseemos el han masculino necesitamos mucho tiempo para enseñarles. El collar los mantiene con vida e impide que el don les haga daño o los vuelva locos hasta que adquieran los conocimientos necesarios.
»El encantamiento que rodea palacio nos da el tiempo que necesitamos. Fue obra de unos cuantos magos que hace tres mil años se adhirieron a nuestra causa. Ellos poseían el poder para tejer una red bifurcada.
Zedd se sentía cada vez más intrigado.
— Sí, sí, entiendo lo que quieres decir. La bifurcación invierte la fuerza, como quien retuerce una cuerda, y crea un área en cuyo centro se pueden lograr cosas extraordinarias. Los magos del pasado realizaron hazañas para mí inimaginables.
Ann no dejaba de vigilar para asegurarse de que estaban solos.
— Cuando se bifurca una red, ésta se dobla sobre sí misma y crea una zona interior y otra exterior. Asimismo se crean dos nodos, como cuando se retuerce una cuerda, que es donde la red se dobla: uno en el escudo exterior y otro en el interior.
— Pero el nodo de la mitad interior, donde de veras es efectivo el hechizo, sería un punto vulnerable —objetó Zedd—. Sería un punto débil: necesario pero peligroso. ¿Sabes dónde está localizado?
— Estamos en él.
Zedd se enderezó y miró en torno.
— Ya veo por qué lo colocaron aquí, en el lecho de roca bajo palacio; el lugar más protegido.
— Por eso prohibimos el fuego de hechicero en toda la isla Halsband, para evitar la remota posibilidad de que el nodo se dañara y se produjera un desastre.
Zedd rechazó tal posibilidad con un distraído ademán.
— No, no. El fuego de hechicero no podría dañar un nodo así. ¿Por qué me has traído hasta aquí? —inquirió con recelo.
— Te he traído para darte la oportunidad de hacer eso que tanto deseas: destruir el encantamiento.
Zedd se quedó mirándola fijamente, parpadeó y la miró de nuevo. Por fin tomó la palabra.
— No. No estaría bien.
— Mago Zorander, no podrías haber elegido peor momento para los dilemas morales.
Zedd cruzó sus enjutos brazos.
— Este encantamiento fue realizado por magos de una grandeza que yo jamás alcanzaré y que ni siquiera me atrevo a imaginar. Es una maravilla, una obra maestra, y yo no pienso destruirla.
— ¡He roto la tregua!
— Con ello has condenado a muerte a cualquier Hermana que ponga un pie en el Nuevo Mundo. Pero ahora no estamos en el Nuevo Mundo. Por los términos en que fue redactada la tregua, su ruptura no me da derecho a venir al Viejo Mundo y causar daño.
Ann lo miró con sombría mirada.
— Me prometiste que si te obligaba a acompañarme con el rada’han, poniendo así en peligro a tus amigos, vendrías a mi tierra natal y reducirías a escombros el Palacio de los Profetas. Ahora puedes hacerlo.
— No fue más que un arrebato de ira. Ya he recuperado la razón. Te has servido de todo tipo de artimañas y astutos engaños para convencerme de que eres una vil y despreciable criminal, pero no he picado. Tú no eres malvada.
— ¡Te he encadenado! ¡Te he secuestrado!
— No pienso matarte ni asolar tu hogar. Si destruyo el encantamiento, alteraría el patrón de vida de las Hermanas de la Luz y, en el fondo, pondría fin a sus vidas prematuramente. Las Hermanas y sus estudiantes viven conforme a unos patrones de tiempo que a mí me parecen extraños, pero que para ellos son normales.
»La vida es percepción. Si un ratón, que sólo vive unos pocos años, tuviera el poder de acortar mi vida a semejanza de la suya, yo creería que me está matando, aunque él consideraría que me está otorgando una duración de vida normal. A eso se refería Nathan cuando dijo que lo estabas matando.
»Si destruyo el hechizo, las Hermanas tendrán una vida tan corta o tan larga como el resto de humanos, pero por sus expectativas y el juramento que han realizado, eso equivaldría a matarlas antes de darles la oportunidad de vivir. No pienso hacerlo.
— Es preciso, mago Zorander. Usaré el collar para causarte dolor hasta que accedas.
Zedd se sonrió con suficiencia.
— Ni te imaginas las pruebas de dolor que tuve que pasar antes de convertirme en mago de Primera Orden. Vamos, adelante.
Ann frunció los labios, exasperada.
— ¡Tienes que hacerlo! ¡Te he puesto un collar al cuello! ¡Te he hecho cosas terribles para enfurecerte! ¡La profecía dice que nuestro hogar será destruido por un mago enfurecido!
— Me has tomado por estúpido—. Los ojos castaños del mago se acercaron amenazadores a la Prelada—. Ya me he cansado de tus jueguecitos.
— La verdad es que el emperador Jagang piensa establecerse en el Palacio de los Profetas. Es un Caminante de los Sueños y se ha adueñado de la mente de las Hermanas de las Tinieblas. Su intención es usar las profecías para encontrar las bifurcaciones que necesita para ganar la guerra, y después vivir bajo el hechizo de palacio cientos de años, gobernando el mundo con su puño de acero.
Zedd la miró iracundo.
— Ahora sí que me hierve la sangre. Ésa es una razón de peso para arrasar el palacio. Córcholis, mujer, ¿por qué no me dijiste la verdad en un buen principio?
— Nathan y yo hemos trabajado en esta profecía en concreto durante siglos. La profecía pronostica que un mago destruiría el palacio en un ataque de furia. Si eso no ocurre, el mundo se sumirá en tiempos de tinieblas, por lo que no podíamos correr riesgos. Así pues, decidí enfurecerte lo suficiente para que desearas destruir el Palacio de los Profetas. —Ann se frotó los cansados ojos y añadió—: Fue un acto desesperado nacido de una necesidad desesperada.
— Un acto desesperado. —Zedd sonrió—. Me gusta. Me gusta una mujer capaz de apreciar que a veces es necesario realizar un acto desesperado. Demuestra que tienes espíritu.
— ¿Lo harás? —imploró Ann—. No podemos perder tiempo. Los tambores han callado; Jagang puede llegar en cualquier momento.
— Sí, lo haré. Pero será mejor que volvamos a la entrada.
Al llegar cerca de la enorme puerta redondeada que permitía el acceso a las criptas, Zedd se metió la mano en un bolsillo y sacó lo que parecía ser una piedra. La arrojó al suelo.
— ¿Qué es eso?
— Supongo que has dicho a Nathan que lance un conjuro de luz.
— Sí. Aparte de Nathan, unas pocas Hermanas y yo misma, nadie sabe cómo hacerlo. Creo que Nathan posee poder suficiente para quebrar el nodo exterior una vez que tú inicies la cascada de luz aquí dentro, lo cual sólo tú puedes hacerlo. Por eso tenía que traerte hasta aquí; me temo que sólo un mago de Primera Orden posee el poder necesario.
— Bueno, haré lo que pueda —refunfuñó Zedd— pero te diré algo, Ann, por vulnerable que sea el nodo, estamos hablando de un encantamiento realizado por magos de un poder inimaginable.
El mago giró un dedo, y la piedra del suelo empezó a crecer rápidamente entre estallidos y chasquidos hasta convertirse en una roca plana de considerable tamaño. Zedd se subió a ella.
— Sal de aquí. Espérame fuera. Asegúrate de que Holly no sufre ningún daño. Si algo sale mal y no puedo controlar la cascada de luz, no tendréis tiempo de salir de aquí.
— ¿Un acto desesperado, Zedd?
El mago respondió con un gruñido, le dio la espalda y alzó los brazos. De la roca surgían chispas de colores que lo envolvían en espirales de ronroneante luz.
Ann había oído hablar de rocas de hechicero, pero nunca había visto ninguna ni cómo se usaban. Desde el mismo instante que el viejo mago se había subido a ella, Ann había sentido el poder que empezaba a emanar de él.
Holly le echó sus delgados brazos al cuello cuando Ann se reunió con ella en la negra oquedad.
— ¿Has visto a alguien?
— No, Ann —susurró Holly.
— Perfecto. Bueno, nos quedaremos aquí las dos, bien juntitas, hasta que el mago Zorander acabe con su trabajo.
— Chilla mucho, dice muchas palabrotas y agita los brazos como si fuera a provocar una tormenta contra nosotras, pero a mí me parece que es un buen hombre.
— ¿Ya han dejado de picarte las pulgas de nieve? —Ann se sonrió en el oscuro escondrijo entre la roca—. Pero sí, creo que tienes razón.
— A veces la abuela se enfadaba cuando alguien trataba de hacernos daño, pero yo me daba cuenta de que no iba en serio. Tampoco el mago Zorander va en serio. Sólo finge.
— Eres más perspicaz que yo, hija mía. Vas a ser una magnífica Hermana de la Luz.
Con la cabeza de Holly apoyada en el hombro de Ann, ambas esperaron en silencio. La Prelada rezaba para que el mago se apresurara. Si las descubrían en las criptas, no podrían escapar y, pese a su poder, sabía que nada podría hacer contra las Hermanas de las Tinieblas.
El tiempo fue transcurriendo con exasperante lentitud. Por su respiración lenta y regular, se dio cuenta de que Holly se había quedado dormida. La pobre niña apenas había podido dormir, de hecho ninguno de ellos había podido, pues habían viajado durante el día y la mayor parte de la noche para llegar a Tanimura antes que Jagang. Todos estaban exhaustos.
Se sobresaltó cuando alguien tiró de ella por el hombro.
— Vámonos de aquí —susurró Zedd.
Llevando a Holly, Ann salió del escondrijo.
— ¿Lo has conseguido?
Zedd, más que enfadado, miró por la enorme puerta redonda hacia las criptas.
— Ha sido imposible, maldita sea. Es como tratar de encender un fuego bajo el agua.
— Zedd, tiene que funcionar —insistió Ann, desesperada.
El mago posó en ella una mirada de inquietud.
— Lo sé. Pero quienes tejieron esa red poseían Magia de Resta. Yo sólo tengo la de Suma. He probado todo lo que sé. Es una red tan estable que me es imposible romperla. Lo siento mucho.
— Pero yo misma he realizado un conjuro de luz en palacio. Puede hacerse.
— Yo no he dicho que no haya lanzado un conjuro, he dicho que no puedo activarlo. Al menos, no aquí abajo, en el nodo.
— ¿Has tratado de activarlo? ¡Estás loco!
Zedd se encogió de hombros.
— Un acto desesperado, ¿recuerdas? Como no estaba seguro de que funcionara, tenía que comprobarlo. Y menos mal o me habría ido pensando que lo había logrado. Si se activa, será definitivo; no se expandirá para consumir el encantamiento.
Ann se dio por vencida.
— Bueno, si alguien entra ahí, y esperemos que sea Jagang, lo matará. Al menos hasta que descubran lo que has hecho y vacíen el escudo. Luego todo volverá a la normalidad en las criptas.
— No les será tan sencillo. He colocado algunos «trucos». De hecho, las criptas se han convertido en una trampa mortal.
— ¿No podemos hacer nada más?
— Lo que he hecho no basta para hacer estallar el palacio, pero es la mecha. Si las Hermanas de las Tinieblas realmente poseen Magia de Resta, como dices, podríamos pedir a una de ellas que tratara de encenderla por nosotros.
— No hay nada más que podamos hacer. Tendremos que rezar para que los trucos que has dejado los maten. Tal vez baste con eso, aunque no podamos destruir el palacio. Será mejor que salgamos de aquí —declaró, cogiendo a Holly de la mano—. Nathan nos está esperando. Tenemos que escapar antes de que Jagang llegue o que las Hermanas nos descubran.