50

Verna se agachó detrás de un banco de piedra al percibir el resplandor del acero a la luz de la luna. Los ruidos de la batalla que se libraba en palacio ascendían por los jardines hasta donde ella se encontraba. Sabía por otros que recientemente habían llegado a palacio unos soldados de capas de color carmesí para unirse a la Orden Imperial, pero de repente habían empezado a matar a todos los que encontraban.

Dos hombres con capas de color carmesí surgieron de la oscuridad y echaron a correr hacia arriba. Desde la dirección contraria a la que había visto el destello, alguien saltó y los abatió al instante.

— Son dos de la Sangre —susurró una voz femenina. Era una voz que le sonaba familiar—. Vamos, Adie.

Otra figura, más delgada, emergió de las sombras. La mujer había usado la espada, y Verna tenía su han para defenderse. Decidió correr el riesgo y se plantó ante ellas.

— ¿Quién anda ahí? Mostraos.

La espada centelleó al alzarse.

— ¿Quién quiere saberlo?

Ojalá no estuviera arriesgándose tontamente, pero aún tenía amigas entre las Hermanas.

— Soy Verna —declaró, presto el dacra.

La figura en las sombras se detuvo.

— ¿Verna? ¿La hermana Verna?

— Sí. ¿Quién eres tú? —inquirió en susurros.

— Kahlan Amnell.

— ¡Kahlan! No es posible. —Verna corrió hacia la zona iluminada por la luna y se detuvo ante la mujer—. Querido Creador, es cierto. —Verna la abrazó—. Oh, Kahlan, creía que te habían matado.

— Verna, no puedes ni imaginarte cómo me alegro de ver una cara amiga.

— ¿Quién te acompaña?

— Ha pasado mucho tiempo —dijo la anciana— pero aún te recuerdo muy bien, hermana Verna.

Verna se la quedó mirando, tratando de situarla.

— Lo siento, pero no te reconozco.

— Soy Adie. Pasé un tiempo en palacio en mi juventud. De eso hace ya cincuenta años.

— ¡Adie! Sí, recuerdo a Adie.

Lo que no dijo Verna fue que la Adie que ella recordaba era una mujer joven. Hacía mucho tiempo que había aprendido a guardarse para sí ese tipo de comentarios; el tiempo pasaba mucho más deprisa para quienes vivían en el mundo exterior.

— Seguramente recuerdas mi nombre, pero no mi rostro. Hace mucho tiempo. Pero tú sigues igual. —Adie abrazó a Verna cariñosamente—. Fuiste muy amable conmigo cuando estuve aquí.

Kahlan interrumpió las evocaciones de ambas.

— ¿Verna, qué está pasando aquí? La Sangre de la Virtud nos trajo, y hemos conseguido escapar. Tenemos que huir pero parece que se ha declarado una batalla.

— Es una historia muy larga y ahora no hay tiempo. Ni siquiera estoy segura de conocerla toda. Pero tienes razón: debemos huir enseguida. Las Hermanas de las Tinieblas han tomado el palacio, y el emperador Jagang de la Orden Imperial llegará en cualquier momento. Tengo que llevarme de aquí a las Hermanas de la Luz. ¿Queréis acompañarnos?

Kahlan escudriñó los alrededores en busca de posibles atacantes.

— Sí, pero antes debo ir a buscar a Ahern. No puedo dejarlo atrás; se ha portado muy bien con nosotras. Apuesto a que estará tratando de recuperar su coche y el tiro de caballos.

— Yo aún no he acabado de reunir a todas las Hermanas leales —repuso Verna—. Hemos convenido reunirnos allí, al otro lado de ese muro. El soldado que se oculta al otro lado, junto a la verja, es leal a Richard, al igual que todos los demás que vigilan las puertas del muro. Se llama Kevin. Es de fiar. Cuando regreses, dile que eres amiga de Richard. Es la contraseña y te dejará entrar en el complejo.

— ¿Es leal a Richard?

— Sí. Date prisa. Yo tengo que entrar para rescatar a un amigo. No puedes permitir que ese cochero trate de atravesar con su coche por aquí. Los jardines se han convertido en un campo de batalla. Nunca lo conseguiría.

»Las cuadras están en el extremo norte. Es por donde pensamos huir. Algunas de mis Hermanas guardan el pequeño puente de piedra que hay ahí. Condúcelo hacia el norte, hacia la primera granja situada a la derecha, rodeada por un muro de piedra. Ése es el segundo punto de reunión y es seguro. Al menos de momento.

— Me daré prisa —prometió Kahlan.

Verna la cogió por el brazo.

— Si no has vuelto a tiempo, no te podremos esperar. Yo tengo que rescatar a un amigo y después huiremos.

— No quiero que me esperéis. No te preocupes, yo también debo huir. Creo que soy el anzuelo para atraer a Richard.

— ¡Richard!

— Es otra larga historia. Tengo que alejarme de aquí si quiero impedir que me usen como cebo para atrapar a Richard.

La noche se iluminó de repente, como si cayeran silenciosos relámpagos, pero no se extinguieron como si lo fueran. Todas se volvieron hacia el sudeste y vieron enormes bolas de fuego que se elevaban hacia el cielo nocturno. En el aire se formaron densas nubes de humo negro. Era como si todo el puerto estuviera en llamas. Los navíos se alzaban en el aire impulsados por colosales columnas de agua.

De pronto el suelo tembló y al mismo tiempo se oyeron atronadoras explosiones en la distancia.

— Queridos espíritus, ¿qué sucede? —murmuró Kahlan. Tras echar un nuevo vistazo alrededor, añadió—: Se nos acaba el tiempo. Adie, tú quédate con las Hermanas. Espero volver pronto.

— Puedo quitarte el rada’han —le gritó Verna, pero Kahlan ya no podía oírla. Había desaparecido tragada por la oscuridad.

»Ven conmigo —dijo a Adie—. Te llevaré con otras Hermanas, al otro lado del muro. Una de ellas te quitará esa maldita cosa mientras yo entro dentro.

El corazón de Verna latía desaforadamente mientras avanzaba por los corredores, en el interior del complejo del Profeta. A medida que se internaba más y más en los mortecinos pasillos, se preparaba ante la posibilidad de que Warren estuviera muerto. Ignoraba qué habían podido hacerle o si habían decidido eliminarlo. Si encontraba su cadáver, dudaba que pudiera soportarlo.

Pero no. Jagang necesitaba un profeta que lo ayudara a interpretar los libros. La misma Ann la había avisado que debía alejarlo de palacio. Pero eso parecía haber sucedido mucho tiempo atrás.

Aunque tal vez Ann quería alejar a Warren de palacio para evitar que las Hermanas de las Tinieblas lo asesinaran por saber demasiado. No obstante, apartó esos perturbadores pensamientos de su mente y escrutó los pasillos en busca de alguna Hermana de las Tinieblas que se hubiera refugiado allí para escapar de la batalla.

Al llegar a la puerta de los aposentos del Profeta, Verna inspiró profundamente, tras lo cual penetró en el pasillo interior a través de las varias capas de escudos que habían mantenido a Nathan prisionero en ese lugar durante casi mil años y ahora encarcelaban a Warren.

Traspasó la puerta y entró en una estancia en penumbra. En el extremo más alejado de la amplia sala la puerta doble que comunicaba con un pequeño jardín estaba abierta. Por ella entraba el cálido aire nocturno y un rayo de luna. En una mesa ardía una vela que apenas alumbraba.

El corazón amenazaba con salírsele por la boca cuando alguien se levantó de una silla.

— ¿Warren?

— ¡Verna! —El joven corrió hacia ella—. ¡Gracias al Creador que has escapado!

La consternación la atenazó cuando sus esperanzas y anhelos suscitaron sus viejos temores. Pero en el último momento se sobrepuso.

— Pero ¿cómo se te ocurre enviarme tu dacra? —lo amonestó acaloradamente—. ¿Por qué no lo usaste para salvarte tú y escapar? Fue una impudencia enviármelo. ¿Y si alguien lo hubiera interceptado? ¿Cómo pudiste correr ese riesgo? ¿En qué estabas pensando, por el amor del Creador?

Warren sonrió.

— Yo también me alegro mucho de verte, Verna.

Verna ocultó sus sentimientos con una brusquedad fingida.

— Respóndeme.

— Bueno, en primer lugar, yo nunca he usado un dacra, por lo que tenía miedo de hacer algo mal y perder nuestra única oportunidad. En segundo lugar, llevo un rada’han y a no ser que me lo quite no puedo atravesar los escudos. Temía que Leoma prefiriera morir antes que quitármelo, y entonces todo habría sido en vano.

»Y, en tercer lugar —añadió, dando un cauteloso paso hacia ella—, si sólo uno de nosotros tenía la oportunidad de escapar, quería que fueses tú.

Verna se quedó mirándolo un instante eterno, mientras notaba que se le formaba un nudo en la garganta. Sin poder contenerse por más tiempo, le echó los brazos al cuello.

— Oh, Warren, te amo. Te amo con todo mi corazón.

Warren le devolvió el abrazo.

— No te imaginas cuánto tiempo he soñado con oírte decir eso, Verna. Yo también te amo.

— ¿Y mis arrugas?

Warren esbozó aquella sonrisa dulce, cálida y esplendorosa tan típica de él.

— Te amaré igual si algún día te salen arrugas.

Por eso y todo lo demás, Verna se dejó ir y lo besó.

Un grupo de hombres ataviados con capas de color carmesí dobló la esquina a todo correr. Iban a por él. Richard giró hacia ellos, propinó un puntapié a uno en la rodilla mientras hundía el cuchillo en el abdomen de un segundo. Antes de que pudieran cortarle el paso con sus espadas ya había rebanado el pescuezo a otro y roto una nariz de un codazo.

La furia rugía en su interior, y Richard se había abandonado por completo a ella.

Aunque no empuñaba la Espada de la Verdad, su magia seguía en él, pues era el verdadero Buscador, y estaba irrevocablemente unido a la magia de la espada. Ésta fluía por sus venas con furia asesina. Las profecías lo llamaban fuer grissa ost drauka, «el portador de la muerte», y en esos momentos se movía como si realmente fuese la sombra de la muerte. Pero fin comprendía el porqué de tal apelativo.

Giró como una exhalación entre los soldados de la Sangre de la Virtud como si fuesen meras estatuas a las que un furioso vendaval iba derribando.

En un instante todo quedó de nuevo en silencio.

Richard se quedó jadeando de rabia sobre los cadáveres, deseando que fuesen Hermanas de las Tinieblas en vez de simples peones. Si cogía a esas cinco…

Le habían revelado dónde tenían prisionera a Kahlan, pero cuando llegó allí ya no estaba. En el aire aún flotaba el humo de la batalla, y el dormitorio parecía haber sido arrasado por el furor de la magia desatada. Encontró los cuerpos sin vida de Brogan, Galtero y de una mujer a la que no reconoció.

Si Kahlan había estado encerrada allí, ya había escapado. No obstante, Richard temía que las mismas Hermanas se la hubieran llevado, que siguiera siendo una prisionera, que le hicieran daño o, lo peor de todo, que la entregaran a Jagang. Tenía que encontrarla. Para ello debía dar con una Hermana de las Tinieblas y obligarla a hablar.

Alrededor del palacio se libraba una encarnizada y confusa batalla. Era como si la Sangre de la Virtud atacara indiscriminadamente, matando por igual a soldados, criados y Hermanas.

Asimismo había visto a multitud de soldados de la Sangre muertos. Las Hermanas de las Tinieblas no tenían piedad con ellos. Richard había presenciado cómo una Hermana detenía al instante la carga de casi un centenar de ellos. Aunque otro implacable ataque lanzado desde todas direcciones había aplastado a otra Hermana; la Sangre la despedazó como haría una jauría de perros con un zorro.

Pero cuando Richard trató de llegar junto a la Hermana que había frenado el ataque, la mujer se había desvanecido, por lo que buscaba otra. Una de ellas iba a decirle dónde estaba Kahlan. Aunque tuviera que matar a todas las Hermanas de las Tinieblas de palacio, una de ellas hablaría.

Dos soldados de la Sangre lo vieron y se precipitaron hacia él. Richard los esperó tranquilamente. Las espadas enemigas hendieron el aire. Richard los despachó con el cuchillo, casi sin pensar, y siguió con su busca antes de que el segundo de los hombres acabara de caer de bruces en el suelo.

Había perdido la cuenta del número de soldados de la Sangre que había matado. Solamente lo hacía si ellos lo atacaban, pero eran tantos que no podía evitar a todos los que veía. Él no los provocaba; si lo atacaban, era por propia voluntad. No era a ellos a quien quería, sino a una Hermana.

Cerca de un muro Richard se refugió en las sombras que la luna proyectaba bajo un macizo de plantas aromáticas, que luego se extendía bajo los avellanos, mientras se dirigía a uno de los senderos cubiertos. Al divisar una oscura figura que salía corriendo del sendero, se aplastó contra una pilastra del muro. Cuando estuvo más cerca supo, por la ondeante melena y la forma, que se trataba de una mujer.

Por fin una Hermana.

Le salió al paso e inmediatamente percibió el destello de un arma dirigida contra él. Sabía que todas las Hermanas llevaban un dacra, por lo que seguramente era eso y no un simple cuchillo. Los dacras eran armas mortíferas que las Hermanas usaban con increíble habilidad. Así pues, no podía tomarse esa amenaza a la ligera.

Richard dibujó un semicírculo con la pierna y le arrancó el arma de las manos de un puntapié. Podría haberle roto asimismo la mandíbula para que no gritase pidiendo ayuda, pero en ese caso no podría decirle nada. Si actuaba con rapidez, la Hermana no podría dar la alarma.

Le agarró una muñeca, se colocó de un salto a su espalda, le agarró la otra muñeca, que la mujer había alzado contra él, y se las sujetó con una sola mano. Entonces le pasó el brazo derecho por la garganta y se tiró al suelo. Aterrizó sobre la espalda, con la mujer sobre su pecho, y la rodeó con las piernas para impedir que le diera patadas. En un abrir y cerrar de ojos la Hermana estaba inmovilizada e indefensa.

— Te advierto que estoy de muy mal humor —le dijo apretando los dientes y colocando el filo del cuchillo contra el cuello de la mujer—. Dime dónde está la Madre Confesora o morirás.

La mujer jadeó, tratando de recuperar la respiración.

— Estás a punto de cortarle el cuello, Richard.

Su mente tardó una eternidad en filtrar esas palabras a través del velo de ira, intentando comprenderlas. Se le antojaba un acertijo.

— ¿Vas a besarme o piensas rebanarme el cuello? —preguntó la mujer, aún acezante.

Era la voz de Kahlan. Inmediatamente le soltó las muñecas. Ella se dio la vuelta, con el rostro a escasos centímetros del suyo. Era ella. Era realmente ella.

— Queridos espíritus, gracias —musitó, antes de besarla.

Su ira se apagó tan súbitamente como una llama bajo el agua. La estrechó contra sí embargado por una sensación de dicha absoluta. Le acariciaba suavemente la cara, como si aún creyera estar soñando. Los dedos de Kahlan recorrieron su mejilla, mirándolo con intensidad. Las palabras sobraban. Por un momento el mundo se detuvo.

— Kahlan —dijo él al fin—. Sé que estás furiosa conmigo, pero…

— Bueno, si no hubiera roto mi espada y no hubiera tenido que luchar con un cuchillo, no te lo habría puesto tan fácil. Pero no estoy furiosa.

— No me refiero a eso. Deja que te explique…

— Sé a qué te refieres, Richard. No estoy enfadada. Confío en ti. Tienes que explicarme algunas cosas, pero no estoy enfadada ni furiosa. Sólo me enfadaré si vuelves a alejarte más de tres metros de mi lado.

— En ese caso, no te daré nunca motivos para que te enfades —replicó un risueño Richard. Pero enseguida la sonrisa se marchitó y dejó caer la cabeza pesadamente contra el suelo—. Oh, sí que vas a enfadarte. No te imaginas el desastre que he provocado. Queridos espíritus, es que he…

Kahlan lo besó de nuevo. Fue un beso tierno, delicado y cálido. Richard le acarició con una mano la larga y espesa melena. Entonces la apartó de sí y declaró:

— Kahlan, tenemos que escapar. Enseguida. Estamos metidos en un buen lío.

La mujer rodó sobre un costado y se irguió.

— Lo sé. La Orden está muy cerca. Tenemos que darnos prisa.

— ¿Dónde están Zedd y Gratch? Reunámonos con ellos y vámonos.

— ¿Zedd y Gratch? ¿No están contigo?

— ¿Conmigo? No. Yo creía que estaban contigo. Envié a Gratch con una carta. Por todos los espíritus, no me digas que no has recibido mi carta. No me extraña que no estés enfadada conmigo. En la carta…

— La recibí. Zedd hizo magia para volverse muy ligero y que Gratch pudiera transportarlo. Partieron hacia Aydindril hace semanas.

Richard sintió náuseas al recordar a todos los mriswith muertos en la muralla del Alcázar.

— No los he visto —susurró.

— Tal vez te marchaste antes de que ellos llegaran. Habrás tardado semanas en llegar aquí.

— Dejé Aydindril ayer.

— ¿Qué? —musitó ella, atónita—. ¿Cómo…?

— La sliph me trajo. Llegamos en menos de un día. Bueno, creo que fue menos de un día. Tal vez fueron dos. No puedo saberlo, pero la luna tenía el mismo aspecto que…

Richard se dio cuenta de que estaba empezando a divagar y se interrumpió. Veía la faz de Kahlan desdibujada, y su propia voz le sonaba hueca, como si fuera otro el que hablara.

— Encontré los restos de una lucha en el Alcázar. Había un montón de mriswith muertos. Recuerdo que pensé que parecía una carnicería digna de Gratch. Estaban en el borde de una alta muralla.

»Encontré sangre en una abertura en el muro y por la fachada exterior del Alcázar. La examiné. La sangre de mriswith apesta. Parte de esa sangre no era de mriswith.

Kahlan lo consoló entre sus brazos.

— Zedd y Gratch —susurró él—. Seguro que fueron ellos.

— Lo siento, Richard —le dijo Kahlan, estrechándolo con más fuerza.

Richard se desasió, se puso en pie y le tendió una mano para ayudarla.

— Tenemos que irnos de aquí. He hecho algo terrible, y Aydindril está en peligro. Tengo que regresar.

La mirada de Richard se posó en el rada’han.

— ¿Qué haces con esa maldita cosa al cuello?

— Tobias Brogan me capturó. Es una larga historia.

Antes de que Kahlan acabara de hablar Richard posó una mano alrededor del collar. Inconscientemente, dejándose guiar por el anhelo y la furia, sintió cómo de su centro de calma brotaba el poder y le recorría el brazo.

El collar se hizo pedazos como barro secado al sol.

Kahlan se palpó el cuello y dejó escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

— Lo siento de nuevo —murmuró, llevándose una mano al pecho—. Siento mi poder de Confesora. Puedo tocarlo de nuevo.

Richard la agarró por un brazo y la apremió.

— Vámonos de aquí.

— Acabo de liberar a Ahern. Así rompí mi espada; luchando contra uno de la Sangre. Tuvo una mala caída —explicó ante el gesto de incomprensión de Richard—. He dicho a Ahern que se dirigiera al norte para reunirse con las Hermanas.

— ¿Hermanas? ¿Qué Hermanas?

— Encontré a la hermana Verna. Está reuniendo a las Hermanas de la Luz, a los estudiantes, las novicias y los guardianes, para escapar todos juntos. Yo iba a reunirme también con ella. Adie está también allí. Si nos damos prisa, los alcanzaremos antes de que se marchen. No están lejos.

Kevin se quedó absolutamente boquiabierto cuando apareció de detrás del muro para cortarles el paso y vio a quién tenía delante.

— ¡Richard! —susurró—. ¿Eres tú de verdad?

Richard sonrió.

— Siento mucho no haberte traído bombones, Kevin.

El soldado le estrechó calurosamente la mano.

— Yo te soy leal, Richard. Casi todos los guardianes lo son.

— Yo… me siento honrado, Kevin.

El soldado se dio media vuelta y anunció en un alto susurro:

— ¡Es Richard!

Apenas habían traspasado la verja, cuando a su alrededor se congregó una pequeña multitud. A la trémula luz del distante fuego que ardía en los muelles vio a Verna, e inmediatamente la abrazó.

— ¡Verna, qué alegría verte! Pero necesitas un baño —observó, apartándola.

Verna se echó a reír. Fue agradable oírlo, pues hacía mucho que no reía. Warren se adelantó y abrazó a Richard, jubiloso.

Richard cogió una mano de Verna, depositó en su palma el anillo de Prelada y le cerró los dedos alrededor de él.

— Ya sé que Ann murió. Lo siento. Éste es su anillo. Supongo que tú sabrás qué hacer con él.

Verna se aproximó la mano a los ojos con la vista fija en la joya.

— ¿Richard… de dónde lo has sacado?

— Obligué a la hermana Ulicia a que me lo entregara. No es ella quien debe llevarlo.

— Obligaste a…

— Verna fue nombrada Prelada, Richard —le explicó Warren.

Richard sonrió.

— Estoy orgulloso de ti, Verna. Vamos, póntelo.

— Richard, Ann no está… Me quitaron el anillo… Un tribunal me condenó… y me destituyó del cargo.

La hermana Dulcinia se adelantó.

— Verna, tú eres la Prelada. En el juicio todas las Hermanas que están con nosotras votaron por tu inocencia.

Verna escrutó todos aquellos rostros que la observaban.

— ¿De veras?

— Sí —repuso Dulcinia—. Las otras nos desautorizaron, pero todas creíamos en ti. Fuiste nombrada por la prelada Annalina. Necesitamos una Prelada. Vamos, ponte el anillo.

Todas las demás Hermanas se adhirieron a la petición. Aunque las lágrimas le impedían hablar, Verna inclinó la cabeza en señal de gratitud. Se lo puso y lo besó.

— Tenemos que alejar a todo el mundo de aquí. La Orden Imperial está a punto de tomar el palacio.

Richard la agarró por un brazo y la obligó a dar media vuelta.

— ¿Qué quieres decir con que la Orden Imperial está a punto de tomar el palacio? ¿Para qué quieren el Palacio de los Profetas?

— Por las profecías. El emperador Jagang pretende usarlas para conocer las diversas bifurcaciones y alterar así los sucesos a su conveniencia.

Todas las Hermanas lanzaron gritos ahogados. Warren se golpeó la frente con la palma de una mano y gimió.

— Y piensa vivir aquí, bajo el encantamiento de palacio, para gobernar el mundo después de que las profecías lo ayuden a aplastar toda oposición —añadió Verna.

— No podemos permitirlo —declaró Richard—. Si manipula las profecías, no tendremos ninguna oportunidad. El mundo sufriría su tiranía durante siglos.

— No podemos hacer nada para evitarlo. Si no escapamos, nos matará a todas, y entonces no podremos seguir luchando.

Richard observó a las Hermanas, muchas de las cuales conocía, y finalmente posó de nuevo los ojos en Verna.

— Prelada, yo podría destruir el palacio.

— ¿Qué? ¿Podrías hacer eso?

— No lo sé. Pero destruí las torres, que también habían sido erigidas por los magos de la antigüedad. Tal vez haya una manera.

Verna se humedeció los labios, pensativa. Las Hermanas esperaban en silencio. Phoebe se abrió paso entre sus compañeras para decir:

— ¡Verna, no puedes permitirlo!

— Tal vez sea el único modo de detener a Jagang.

— Pero no puedes —insistió Phoebe, al borde de las lágrimas—. Es el Palacio de los Profetas. Nuestro hogar.

— A partir de ahora será el hogar del Caminante de los Sueños, si no lo impedimos.

— Pero Verna —continuó Phoebe, agarrándole los brazos— sin el encantamiento, envejeceremos. Moriremos, Verna. Nuestra juventud pasará en un abrir y cerrar de ojos. Envejeceremos y moriremos sin tener tiempo de vivir.

Verna le secó una lágrima con el pulgar.

— Todo debe morir, Phoebe, incluso el palacio. No puede existir eternamente. Ya ha servido a su propósito y ahora, si no hacemos algo, ese propósito hará mucho daño.

— ¡Verna, no! ¡Yo no quiero hacerme vieja!

Verna abrazó a la joven.

— Phoebe, somos Hermanas de la Luz. Nuestra misión es servir al Creador en este mundo para hacer mejores las vidas de nuestros semejantes. Ahora, solamente podremos seguir cumpliendo esa misión si nos equiparamos con el resto de los hijos del Creador y vivimos entre ellos.

»Comprendo tu miedo, Phoebe, pero confía en mí cuando te digo que no es tan malo como crees. Bajo el encantamiento de palacio el tiempo se percibe de otra forma. No sentimos el lento paso de los siglos, como se imaginan quienes viven fuera, sino el rápido ritmo de la vida. De hecho, la sensación no cambia tanto si vives fuera o dentro.

»Nuestro juramento implica servir, no simplemente vivir muchos años. Si deseas vivir una vida larga pero vacía, quédate con las Hermanas de las Tinieblas. Si deseas vivir una vida con sentido, plena y dedicada a los demás, ven con nosotras, con las Hermanas de la Luz e inicia una nueva vida con nosotras.

Phoebe se quedó en silencio. Lloraba. En la distancia se oía el fragor del fuego y la noche se veía rota por esporádicas explosiones. Los gritos de la batalla sonaban cada vez más cerca.

— Soy una Hermana de la Luz —dijo al fin Phoebe— e iré con mis Hermanas… a donde sea que me lleven. El Creador velará por nosotras.

Verna sonrió y le acarició cariñosamente una mejilla.

— ¿Alguien más? —preguntó a las demás Hermanas—. ¿Alguien más tiene alguna objeción? Si la tenéis, hablad ahora. Después no os quejéis de que no os di la oportunidad. Ahora la tenéis.

Todas las Hermanas negaron con la cabeza y expresaron su conformidad. Verna alzó la mirada hacia Richard, haciendo girar el anillo de Prelada en su dedo.

— ¿Crees que podrás destruir el palacio y el hechizo?

— No lo sé. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos y cómo Kahlan lanzó aquel rayo azul? La magia de las Confesoras contiene un elemento de Magia de Resta. Si yo no puedo, tal vez ella sí pueda.

— Richard —le susurró Kahlan—, no creo que sea capaz de hacerlo. Invoqué el rayo azul para salvarte, para defenderte. No creo que pueda invocarlo por otra razón.

— Tenemos que intentarlo. Y, si no lo logramos, al menos quemaremos los libros de profecías. De ese modo Jagang no podrá usarlos contra nosotros.

Un grupito de mujeres y media docena de muchachos llegaron hasta la verja a todo correr. Tras susurrar la contraseña, «amigos de Richard», Kevin los dejó pasar. Todos estaban sin aliento.

— ¿Philippa, ya están todos? —preguntó Verna.

— Sí. —La espigada mujer hizo una pausa para recuperar la respiración—. Tenemos que irnos. La guardia del emperador ya ha llegado a la ciudad, y algunos han empezado a cruzar los puentes meridionales. Están librando una encarnizada batalla con la Sangre de la Virtud.

— ¿Habéis visto qué está pasando en los muelles?

— Ulicia y algunas de las Hermanas de las Tinieblas están asolando el puerto. Han desatado un verdadero infierno. —Philippa cerró los ojos un momento y se tapó los labios con temblorosos dedos—. Tienen a la tripulación del Lady Sefa. —La voz le falló—. No os podéis imaginar lo que están haciendo con esos pobres hombres.

La Hermana se dio media vuelta, cayó de hinojos y vomitó. Dos de las Hermanas que habían regresado con ella la imitaron.

— Querido Creador —logró musitar Philippa entre los accesos de náuseas—, es inconcebible. Tendré pesadillas el resto de mi vida.

— Verna —dijo Richard al oír cada vez más cerca los gritos y el fragor de la batalla—, tenéis que iros de aquí enseguida. No hay tiempo que perder.

Verna asintió.

— ¿Tú y Kahlan os reuniréis con nosotros más tarde?

— No. Kahlan y yo tenemos que ir a Aydindril enseguida. Ahora no hay tiempo para explicaciones, pero tanto ella como yo poseemos la magia necesaria para hacerlo. Me encantaría llevaros con nosotros, pero es imposible. Dirigíos al norte sin dilación. Un ejército de cien mil soldados d’haranianos se dirige al sur en busca de Kahlan. Ellos os protegerán y vosotras a ellos. Decid al general Reibisch que Kahlan está conmigo.

Adie se adelantó y cogió a Richard por una mano.

— ¿Cómo está Zedd?

Richard se quedó sin palabras y tuvo que cerrar los ojos por el dolor que sentía.

— Lo siento mucho, Adie, pero no he visto a mi abuelo. Temo que murió en el Alcázar.

Adie se secó una mejilla y carraspeó antes de replicar:

— Yo también lo siento, Richard —susurró con su voz rasposa—. Tu abuelo era un buen hombre, pero corría demasiados riesgos. Ya le avisé.

Richard estrechó contra su pecho a la anciana hechicera, que lloraba silenciosamente.

— Tenemos que irnos ahora mismo o luchar —anunció Kevin.

— Idos —dijo Richard—. No podremos ganar la guerra si perecemos en esta batalla. Debemos luchar según nuestras propias normas y no las de Jagang. El emperador no sólo cuenta con soldados, sino con personas dotadas del don.

Verna se volvió hacia las Hermanas, novicias y jóvenes magos reunidos allí. Dos de las más jóvenes parecían necesitar que las tranquilizara, por lo que les cogió de la mano.

— Escuchadme todos: Jagang es un Caminante de los Sueños. Lo único que puede protegernos de él es el vínculo con Richard. Richard nació con el don y con un tipo de magia heredada de sus antepasados que protege contra los Caminantes de los Sueños. Leoma trató de quebrar ese vínculo para que Jagang pudiera penetrar en mi mente y adueñarse de ella. Antes de irnos, todos debéis inclinaros y jurar fidelidad a Richard. Eso os protegerá de nuestro enemigo.

— Si deseáis hacerlo libremente —dijo Richard—, seguid las instrucciones de Alric Rahl, quien creó el vínculo y la protección. Si de veras lo deseáis, deberéis pronunciar las palabras de la oración creada para ello.

Richard les dijo las palabras, las mismas que él había recitado tantas veces, tras lo cual guardó silencio, sintiendo el peso de la responsabilidad no sólo hacia quienes tenía delante sino hacia las miles de personas en Aydindril que dependían de él. Las Hermanas de la Luz y sus estudiantes se pusieron de rodillas y, todos a una, proclamaron el vínculo. Sus voces acallaron por unos momentos los ruidos de la batalla.

— Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

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