51

Richard aplastó a Kahlan contra la pared del oscuro, frío y húmedo corredor de piedra mientras esperaba que el grupo de soldados ataviados con capas de color carmesí pasaran la intersección. Cuando el eco de sus pasos se desvaneció en la distancia, Kahlan se puso de puntillas y susurró:

— Esto no me gusta nada. ¿Crees que saldremos con vida de aquí?

— Pues claro que sí. —Richard estampó un fugaz beso en las arrugas de preocupación que surcaban la frente de su amada—. Te lo prometo—. Dicho esto, la cogió por la mano y se agachó por debajo de una viga baja—. Vamos, las criptas están ahí delante.

La piedra del lúgubre pasadizo presentaba unas pálidas manchas amarillas allí donde el agua se filtraba entre las junturas y sobre los bloques. En algunos puntos del techo colgaban carámbanos de hielo de color de yema de huevo, que en ocasiones goteaban sobre ondulantes montones de escombros en el suelo. Tras dejar atrás dos antorchas, el pasadizo se ensanchaba y el techo ascendía para acomodar la enorme puerta redonda que permitía el acceso a las criptas.

Al llegar cerca de la puerta de piedra de casi dos metros de grosor Richard supo que algo iba mal. No era solamente por la fantasmagórica luz, sino porque los pelillos de la nuca se le habían erizado y sentía en los brazos el roce de la magia como telas de araña.

— ¿No notas nada raro? —preguntó a Kahlan mientras se rascaba los brazos.

— Nada especial. Pero esa luz es un poco extraña.

Kahlan titubeó. Richard vio el cuerpo al mismo tiempo que ella. Una mujer yacía en el suelo hecha un ovillo, como si durmiera, pero Richard sabía que no dormía. Estaba inmóvil como la piedra.

Al acercarse más a la puerta abierta vieron más allá del muro, a su derecha, los cuerpos de casi una docena de soldados de la Sangre de la Virtud esparcidos por el suelo. Richard se estremeció y notó el estómago revuelto. Todos estaban partidos limpiamente por la mitad a través de armadura, capa y uniforme. El suelo era un inmenso charco de sangre.

A cada paso que daba hacia la abertura excavada en la roca su sensación de aprensión aumentaba.

— Espera, primero tengo que ir a buscar algo. Tú quédate aquí. Sólo tardaré unos minutos.

Pero Kahlan lo detuvo tirándole de la manga.

— Ya conoces las normas.

— ¿Qué normas?

— Durante el resto de tu vida no se te permite alejarte más de tres metros de mí o me enfadaré.

— Prefiero verte enfadada que muerta —declaró Richard, mirándola a los ojos.

— Dices eso porque no me has visto enfadada —replicó ella, ceñuda—. ¿Crees que después de esperar tanto tiempo para verte voy a permitir que entres ahí solo? ¿Qué hay ahí dentro tan importante? Podemos intentar destruir el palacio desde donde estamos. Yo qué sé, arrojar antorchas encendidas para incendiarlo o algo así. Todo ese papel arderá como la yesca. No es preciso que entremos.

— ¿Te he dicho alguna vez cuánto te quiero? —repuso Richard, risueño.

Kahlan le propinó un golpe en el brazo.

— Habla. ¿Para qué vamos a arriesgar nuestras vidas?

Por fin Richard se dio por vencido.

— En el fondo de las criptas se guarda un libro de profecías escrito hace más de tres mil años. Contiene profecías que se refieren a mí. En el pasado me fue de utilidad. Aunque quememos todos los demás libros, me gustaría llevarme ése. Puede ayudarme de nuevo.

— ¿Qué dice sobre ti?

— Me llama «fuer grissa ost drauka».

— ¿Qué significa eso?

— El portador de la muerte —contestó Richard, dándole la espalda.

Kahlan se quedó un momento silenciosa.

— ¿Cómo entraremos?

— Bueno —repuso Richard, echando un vistazo a los soldados muertos—, andando no. Algo los partió por la mitad a esa altura —añadió, alzando una mano a la altura del pecho—. No podemos entrar de pie.

En las criptas, a la altura que había señalado Richard flotaba una neblina muy fina, como una capa de humo estratificada, que brillaba, como si algo la iluminara, aunque Richard no pudo distinguir el qué.

Entraron arrastrándose sobre pies y manos, pasando por debajo de la extraña luz. Para evitar los charcos de sangre fueron avanzando junto a la pared hasta llegar a las librerías. Bajo la reluciente neblina, la sensación aún era más peculiar. No se parecía a ninguna niebla ni humo que Richard hubiera visto anteriormente, sino que parecía compuesta por luz.

Un chirriante sonido los impulsó a detenerse y quedarse inmóviles. Richard miró a sus espaldas y vio cómo la puerta de piedra de casi dos metros de grosor empezaba a cerrarse. Aunque corrieran no llegarían a tiempo para salir.

— Nos hemos quedado encerrados —dijo Kahlan—. ¿Cómo vamos a salir? ¿Hay otra puerta?

— No, es la única. Pero sé cómo abrirla. La puerta funciona en conjunción con un escudo. Tengo que apoyar la palma de la mano en la placa metálica de la pared y la puerta se abrirá.

— ¿Estás seguro, Richard? —inquirió Kahlan, clavando en él su verde mirada.

— Bastante seguro. Por lo menos, las otras veces siempre ha funcionado.

— Richard, después de todo lo que hemos pasado, ahora que estamos juntos no quiero que muramos aquí.

— Tranquila, saldremos de ésta. Debemos hacerlo; mucha gente depende de nosotros.

— ¿En Aydindril?

Richard asintió mientras buscaba el mejor modo de decirle lo que debía comunicarle, las palabras que salvaran el abismo que seguramente se había abierto entre ellos por su culpa.

— Kahlan, te prometo que no abolí la alianza de la Tierra Central por razones egoístas. Sé que te he hecho mucho daño, pero no se me ocurrió nada más antes de que fuera demasiado tarde. Creía sinceramente que era nuestra única oportunidad para impedir que la Tierra Central cayera en las garras de la Orden Imperial.

»Sé perfectamente que el propósito de las Confesoras no es ejercer la autoridad sino proteger al pueblo. Actué confiando en que te darías cuenta de que yo también deseaba proteger a la gente, no dominarla. No obstante, me rompe el corazón haberte causado tanto daño.

Sobrevino un largo silencio en la sala de piedra.

— Richard, cuando recibí tu carta admito que me quedé destrozada. Soy la depositaria de un deber sagrado y no deseaba pasar a la historia como la Madre Confesora que perdió la Tierra Central. Pero de camino hacia aquí, con el rada’han al cuello, tuve mucho tiempo para pensar.

»Esta noche las Hermanas han hecho algo muy noble. Han sacrificado un legado de tres mil años por una razón más elevada: ayudar a sus semejantes. No me alegra lo que hiciste, y aún tienes que explicarme muchas cosas, pero puedes estar seguro de que te escucharé con todo mi amor, no sólo hacia ti sino hacia todas las personas de la Tierra Central que nos necesitan.

»Durante las semanas que duró el viaje me di cuenta de que debemos vivir mirando al futuro, no al pasado. Yo deseo que el futuro sea un lugar en el que todos podamos vivir en paz y seguridad. Eso es lo realmente importante. Te conozco y sé que no hubieras actuado como lo hiciste por razones egoístas.

Richard le acarició suavemente las mejillas.

— Estoy orgulloso de ti, Madre Confesora.

Kahlan le besó los dedos.

— Más adelante, cuando no haya nadie que trate de matarnos y tengamos tiempo, me cruzaré de brazos, pondré mala cara y daré golpecitos con el pie contra el suelo, como se supone que debe hacer la Madre Confesora, y te escucharé mientras tú te explicas balbuceando. Pero de momento me conformo con salir de aquí.

Ya más tranquilo, Richard sonrió y siguió gateando hacia el fondo de la cripta. La delgada capa de reluciente neblina que flotaba por encima de ellos cubría la cripta por entero. Richard ignoraba si esa sensación de peligro que lo embargaba era una percepción real o no. Pero estaba aprendiendo a confiar en sus instintos sin necesidad de pruebas.

Al entrar en la pequeña cámara del fondo, Richard examinó con la mirada los libros colocados en las estanterías y dio con el que buscaba. Por desgracia, estaba situado por encima de la neblina. Aunque no sabía qué era exactamente, no se le ocurría ni por asomo tratar de alcanzarlo a través de ella. Era algún tipo de magia, y ya había visto sus efectos en los soldados.

Con ayuda de Kahlan balancearon la librería hasta tumbarla. El mueble se estrelló contra la mesa y los libros salieron despedidos en todas direcciones, pero el que le interesaba quedó sobre la mesa a apenas unos centímetros por debajo de la reluciente neblina. Muy cuidadosamente Richard pasó la mano por el tablero, percibiendo el cosquilleo de la magia que flotaba justo por encima del brazo. Por fin alcanzó el libro con los dedos y lo tiró al suelo.

— Richard, algo va mal.

Richard recogió el libro y lo hojeó rápidamente para asegurarse de que era el que buscaba. Aunque ya era capaz de leer d’haraniano culto y reconocía algunas palabras, no tenía tiempo de ponerse a pensar en lo que decía.

— ¿Qué? ¿Qué pasa?

— Fíjate en la niebla. Cuando entramos nos llegaba al pecho. Seguramente fue eso lo que partió a los soldados en dos. Mírala ahora.

La niebla había descendido justo a la altura de la mesa. Richard se metió el libro en el cinto.

— Sígueme. Deprisa —dijo.

Ambos salieron a toda prisa de la cámara. Richard no sabía qué sucedería si la mágica neblina los tocaba, pero podía imaginárselo.

Kahlan lanzó un grito. Richard se dio media vuelta y la vio despatarrada en el suelo.

— ¿Qué te pasa?

Kahlan trató de arrastrarse impulsándose con los codos, pero no logró moverse.

— Algo me tiene cogida por el tobillo.

Richard regresó junto a ella y la cogió por la muñeca.

— Se ha ido. Tan pronto como me has tocado, me ha soltado.

— Cógete de mi tobillo y salgamos de aquí.

— ¡Richard! Mira.

Cuando Richard la tocó, el fulgor que brillaba sobre sus cabezas descendió, como si la magia hubiera notado el contacto, oliera a su presa y descendiera para cazarla. Apenas podían gatear. Richard, con Kahlan cogida de su tobillo, corrió hacia la puerta.

El nivel de la neblina fue descendiendo más y más, hasta el punto que Richard notaba su calor en la espalda.

— ¡Al suelo!

Kahlan se tumbó boca abajo y así, arrastrándose sobre el vientre, avanzaron hasta la puerta. Cuando al fin llegaron, Richard se dejó caer sobre la espalda. La neblina flotaba a escasos centímetros sobre ellos.

Kahlan lo agarró por la camisa y lo acercó a ella.

— Richard, ¿qué vamos a hacer?

El joven alzó la vista hacia la placa metálica que quedaba por encima de la refulgente capa que se extendía de pared a pared. Era imposible tocar la placa sin atravesar la inquietante luz.

— Tenemos que salir de aquí, o nos matará como mató a los soldados. Me pondré de pie.

— ¿Te has vuelto loco? ¡No puedes hacer eso!

— Llevo la capa de mriswith. Tal vez con ella, la luz no me encontrará.

Kahlan lo detuvo con un brazo contra el pecho.

— ¡No!

— Si no lo intento, moriremos.

— ¡Richard, no!

— ¿Se te ocurre algo mejor? Se nos acaba el tiempo.

La mujer lanzó un gruñido de rabia y extendió una mano hacia la puerta. De su puño estalló un rayo azul. La puerta crepitó con haces de luz azul que recorrían su perímetro.

La delgada neblina luminosa retrocedió, como si estuviera viva y el contacto con la magia de Kahlan le resultara doloroso. Pero la puerta no cedió.

Aprovechando que la luz se retiraba y se replegaba en el centro de la sala, Richard se puso de pie de un salto y colocó la palma de la mano encima de la placa metálica. La puerta gruñó y empezó a abrirse. Los chisporroteantes destellos azules de Kahlan se extinguieron cuando la puerta se abrió un poco. Nuevamente la neblina se dispuso a extenderse.

Richard agarró a Kahlan de la mano. Se escurrió por la exigua abertura, tirando de la mujer. Ambos cayeron al suelo al otro lado, jadeando y cogidos de la mano.

— Ha funcionado —dijo Kahlan, pugnando por recuperar la respiración después del mal rato—. Mi magia ha funcionado porque sabía que estabas en peligro.

Cuando la puerta acabó de abrirse, la neblina luminosa se filtró afuera, hacia ellos.

— Tenemos que alejarnos —dijo Richard.

Ambos se levantaron y fueron avanzando de espaldas, sin perder de vista la niebla que se arrastraba hacia ellos. Ambos lanzaron un gruñido al unísono cuando se estrellaron contra una barrera invisible. Richard la palpó y no halló ninguna abertura. La neblina estaba a punto de alcanzarlos.

Con una furia nacida de la necesidad, Richard extendió los brazos hacia adelante.

De sus dedos brotaron negras ráfagas luminosas, ondulantes espacios vacíos en la existencia de la luz y la vida, como la misma muerte eterna, que avanzaban retorciéndose y serpenteando. El estallido de esos rayos formados por Magia de Resta fue atronador. Kahlan se estremeció, se cubrió los oídos y apartó la vista.

En el centro de la cripta, la refulgente neblina empezó a arder. Richard sintió un intenso golpe grave en el pecho y el temblor de la piedra bajo sus pies.

Una explosión arrojó las librerías hacia atrás, lanzando al aire un vendaval de papeles que ardían y se consumían al instante, como las miles de chispas de una hoguera. La luz aullaba como si tuviera vida propia. Richard sintió cómo el negro rayo estallaba desde su interior con un poder y una furia que escapaban de su comprensión, atravesaba ardiendo su cuerpo y volaba sinuoso hacia la cripta.

Kahlan tuvo que tirar de él para alejarlo de allí.

— ¡Richard! ¡Richard! ¡Corre, Richard! ¡Richard, escúchame! ¡Corre!

La voz de Kahlan parecía llegarle de muy lejos. Las negras ráfagas de Magia de Resta cesaron de repente. El mundo inundó de nuevo el vacío de su conciencia, y Richard se sintió nuevamente vivo. Vivo y muy asustado.

La barrera invisible que les cortaba el paso había desaparecido. Richard cogió a Kahlan de la mano y echó a correr. Detrás de ellos el núcleo de luz temblaba y ululaba, haciéndose cada vez más brillante a medida que el aullido se hacía más agudo.

«Queridos espíritus, ¿qué he hecho?», se preguntó.

Corrieron por pasadizos, subieron escaleras y recorrieron corredores que, a medida que ascendían de nivel, eran más lujosos, recubiertos con paneles de madera, el suelo alfombrado e iluminados por lámparas en vez de antorchas. Delante de ellos se extendían sus sombras alargadas, pero no era por la luz de las lámparas sino por la luz viva que los perseguía.

Salieron precipitadamente al exterior, donde se libraba una encarnizada batalla. Hombres ataviados con capas de color carmesí luchaban contra hombres a brazo descubierto que Richard no había visto en la vida. Algunos eran barbudos, y la mayoría llevaban la cabeza rapada, aunque lo que todos compartían era un anillo que les atravesaba la aleta izquierda de la nariz. Con sus extraños cintos y correas de cuero, algunas equipadas con pinchos, y cubiertos con pellejos y pieles parecían salvajes. Y como salvajes luchaban: esbozaban crueles sonrisas y apretaban los dientes mientras blandían espadas, hachas y mayales, golpeando a sus oponentes, parando golpes y abriéndose paso con rodelas provistas de largas púas en el centro.

Aunque era la primera vez que los veía, Richard supo que eran de la Orden Imperial.

Sin detenerse, fue abriéndose paso a través de los huecos que se formaban en la batalla, tirando de Kahlan. Corrían buscando un puente. Uno de los soldados de la Orden Imperial lo atacó, tratando de detenerlo con un tremendo puntapié. Pero Richard lo esquivó, pasó un brazo bajo la pierna del hombre y lo arrojó hacia un lado; todo ello sin apenas detenerse en su precipitada huida. Otro lo atacó, pero Richard lo apartó dándole un codazo en el rostro.

En el centro del puente oriental, que conducía a los campos y también al bosque Hagen, medía docena de hombres de la Sangre forcejeaban contra un número igual de la Orden. Cuando uno de ellos le lanzó una estocada, Richard se agachó y lo lanzó por el borde del puente al río, tras lo cual corrió para aprovechar el hueco que había dejado.

A su espalda, por encima de los ruidos de la lucha, del entrechocar de las armas y de los gritos de los combatientes, percibía el aullido de la luz. Corría tan velozmente como si sus piernas tuvieran vida propia y desearan huir de algo mucho peor que espadas o cuchillos. Kahlan no necesitaba ayuda para mantener el ritmo; corría junto a él.

Habían cruzado el río y apenas se habían internado en la ciudad, cuando la noche se esfumó en una deslumbradora luz que arrojaba de pronto sombras de una insondable negrura que se alejaban del palacio. Ambos se refugiaron tras el muro enlucido de una tienda cerrada, agachados, tratando de recuperar el aliento. Richard se asomó por la esquina del edificio y vio un cegador resplandor que emanaba de todas las ventanas del palacio, incluso de las situadas en las altas torres. Era como si la luz se escapara entre las junturas de la piedra.

— ¿Puedes seguir corriendo? —preguntó, jadeante.

— No he sido yo quien ha parado.

Richard conocía bien la ciudad que se extendía desde el palacio hasta campo abierto. Así pues, pudo guiar a Kahlan entre la masa de gente confusa y aterrada que profería alaridos, tanto por estrechas calles limitadas por edificios como por avenidas flanqueadas por árboles hasta llegar a las afueras de Tanimura.

Habían ascendido hasta la mitad de la ladera de una de las colinas que rodeaban el valle en el que se asentaba la ciudad, cuando Richard sintió una sacudida en el suelo, acompañada por un ruido sordo que a punto estuvo de derribarlo. Sin mirar atrás pasó un brazo alrededor de Kahlan y se lanzó con ella hacia un corte profundo en el granito. Sudorosos y exhaustos se abrazaron mientras el suelo temblaba.

Asomaron la cabeza justo a tiempo de contemplar cómo la luz desgajaba las macizas torres y los sólidos muros de piedra del Palacio de los Profetas como hojas de papel en un huracán. Fue como si toda la isla Halsband se hiciera mil pedazos. Trozos de árboles y enormes pedazos de los jardines volaban por el aire junto a piedras de todos los tamaños y medidas. Un cegador destello levantó una cúpula de oscuros escombros. El río se quedó sin agua y sin puentes.

La cortina de luz se expandió como un anillo con un tremendo estruendo. La ciudad situada más allá de la isla soportó como buenamente pudo el desastre.

El cielo se iluminó, como si la bóveda celeste llameara en solidaridad con el deslumbrante núcleo de ras de tierra. Los lados de la trémula campana de luz que se formó en el cielo descendían en cascada hasta el suelo a kilómetros de distancia de la ciudad. Richard recordó qué era aquel límite; era el escudo exterior que nadie que llevara un rada’han podía atravesar.

— Realmente eres el portador de la muerte —musitó Kahlan, mirando sobrecogida el espectáculo—. No tenía ni idea de que fueras capaz de algo así.

— Ni yo —replicó Richard, casi sin aliento.

Una ráfaga de aire ascendente arrancó la hierba que cubría la ladera de la colina. Ambos se agacharon hasta que la rugiente nube de arena y tierra hubo pasado.

Cuando todo quedó en silencio, cautelosamente asomaron la cabeza. La noche había regresado. En la súbita oscuridad apenas se distinguía nada, aunque tampoco era necesario ver para saberlo: el Palacio de los Profetas había sido borrado de la faz de la tierra.

— Lo has logrado —dijo al fin Kahlan.

— Lo hemos logrado —repuso él, con la vista fija en el oscuro agujero que se había abierto en el centro de las luces de la ciudad.

— Me alegra que entraras a buscar el libro. Ardo en deseos de saber qué más dice sobre ti. Bueno —comentó con una sonrisa—, creo que Jagang tendrá que buscarse otro hogar.

— Eso es cierto. ¿Estás bien?

— Perfectamente. Pero me alegro de que haya pasado. —Me temo que sólo acaba de empezar. Vamos, la sliph nos llevará de vuelta a Aydindril.

— Aún no me has dicho qué es esa sliph.

— No lo creerías. Tendrás que verla con tus propios ojos.

— Estoy impresionada, mago Zorander —comentó Ann, apartando la vista.

— No he sido yo —rezongó Zedd, quitándose el mérito.

Ann se enjugó las lágrimas y dio gracias a que estaba oscuro y el mago no las viera, aunque le costaba mantener una voz serena.

— Tal vez no has prendido tú la hoguera, pero has hecho un excelente trabajo amontonando leña. Realmente impresionante. Había visto una red de luz destrozar una habitación, pero esto…

Zedd le colocó una consoladora mano sobre el hombro.

— Lo siento, Ann.

— Sí, bueno, no quedaba otro remedio.

Zedd se apretó el hombro como para decirle que lo entendía.

— Me pregunto quién encendió la pira —comentó el mago.

— Las Hermanas de las Tinieblas poseen Magia de Resta. Supongo que una de ellas activó accidentalmente la red.

— ¿Accidentalmente? —Zedd lanzó un incrédulo resoplido y retiró la mano.

— No hay otra explicación.

— Yo diría que no ha sido un accidente —susurró Zedd. Ann creyó detectar un tono de orgullo y nostalgia en la voz del mago.

— ¿Qué supones tú?

Zedd hizo caso omiso de la pregunta.

— Será mejor que nos reunamos con Nathan.

— Sí —replicó Ann, acordándose de repente del Profeta. Apretó la mano de Holly—. Lo dejamos aquí. No puede andar muy lejos.

Ann miró hacia las lejanas colinas iluminadas por la luz de la luna. Vio un grupo que se dirigía al norte: un coche y personas, en su mayoría a caballo. Eran tantas que las sintió: Hermanas de la Luz. Gracias al Creador habían podido escapar después de todo.

— Pensaba que podías localizarlo mediante ese infernal collar.

— Así es —replicó Ann, que empezó a buscar entre la maleza—, y por eso sé que tiene que estar aquí, en alguna parte. Tal vez está herido por la explosión. Puesto que el hechizo ha sido destruido, Nathan debió de cumplir con la parte que le correspondía con el escudo exterior. Ayúdame a buscar.

También Holly buscaba, pero sin alejarse. Zedd se dirigió hacia un lugar despejado y plano. Guiándose por las ramas y los arbustos inclinados o rotos, buscaba cerca del centro del nodo, donde debía de concentrarse el poder. Ann miraba entre las rocas. Zedd la llamó.

La Prelada cogió a Holly de la mano y corrió hacia el viejo mago.

— ¿Qué has encontrado?

Zedd señaló. Incrustado en una hendidura en un bloque redondo de granito, de pie para que no dejaran de verlo, había algo redondo. Ann lo sacó y lo observó, incrédula.

— Es el rada’han de Nathan.

Holly ahogó un grito.

— Oh, Ann, tal vez está muerto. Tal vez la magia lo mató.

Ann examinó el collar. Estaba cerrado.

— No, Holly —la tranquilizó, y le acarició el pelo—. Si hubiera muerto, encontraríamos algún indicio. ¿Qué le habrá pasado?

— ¿Que qué le habrá pasado? —Zedd se rió entre dientes—. Pues que se ha liberado. Metió el collar en esa roca para asegurarse de que lo vieras; es su modo de dedicarte un corte de mangas. Nathan quería que supiéramos que se ha quitado el collar él solito. Supongo que enlazó el poder del nodo con el collar, o algo así. Bueno —suspiró—, sea como sea, se ha marchado. Ahora quítame el mío.

Ann bajó la mano con la que sostenía el rada’han y fijó la mirada en la oscuridad.

— Tenemos que encontrarlo.

— Primero quítame el collar como me prometiste, y luego vete a buscarlo. Pero sin mí, desde luego.

Ann sintió que la sangre le hervía.

— Tú te vienes conmigo.

— ¿Qué? ¡Ni hablar! ¡No pienso hacerlo!

— Te digo que vienes.

— ¿Vas a romper tu promesa?

— No, pienso cumplirla tan pronto como encontremos a ese irritante Profeta. No tienes ni idea de los líos que puede llegar a armar.

— Pero ¿para qué me necesitas a mí?— gritó Zedd.

— Vendrás conmigo quieras o no, y no hay más que hablar. Cuando lo encontremos te quitaré el collar. Pero antes no.

Zedd blandió los puños, furioso, mientras Ann iba a por los caballos. Su mirada se dirigió hacia la lejana colina, hacia el grupo de Hermanas que se dirigían al norte. Al llegar junto a los caballos, se agachó delante de Holly.

— Holly, tu primer deber como novicia de las Hermanas de la Luz será cumplir una misión urgente y de vital importancia.

— ¿Qué es, Ann? —preguntó la niña, muy seria.

— Es imperativo que Zedd y yo encontremos a Nathan. Espero que no tardemos mucho, pero debemos darnos prisa, antes de que se aleje demasiado.

— ¡Antes de que se aleje! —vociferó Zedd a su espalda—. Ha tenido horas. Nos lleva demasiada ventaja. A saber dónde estará. No lo alcanzaremos nunca.

— Tenemos que encontrarlo —se limitó a decirle Ann. Enseguida se volvió hacia la niña—. Holly, debemos apresurarnos. No tengo tiempo de ponerme en contacto con las Hermanas de la Luz que van por esa colina de ahí. Quiero que te reúnas con ellas y le cuentes a la hermana Verna todo lo que ha ocurrido.

— Pero ¿qué le digo?

— Todo lo que has visto y oído mientras estabas con nosotros. Dile la verdad, sin inventarte nada. Es importante que Verna sepa qué está pasando. Dile que Zedd y yo vamos en pos de Nathan y que cuando podamos nos reuniremos con ellas. Pero nuestra prioridad es encontrar al Profeta. Dile que se dirijan al norte, como están haciendo, para huir de la Orden Imperial.

— Podré hacerlo.

— No están lejos. Sigue este camino, que te llevará hasta el sendero por el que ascienden. Así darás con ellas. La yegua te conoce y le gustas; te cuidará bien. Alcanzarás a las Hermanas en una o dos horas. Ellas te protegerán y te querrán mucho. La hermana Verna sabrá qué hacer.

— Te echaré mucho de menos —dijo la niña, muy emocionada.

Ann la abrazó.

— Oh, pequeña, yo también te echaré mucho de menos. Ojalá pudieras ir con nosotros, porque nos has ayudado mucho. Pero debemos partir enseguida si queremos encontrar a Nathan. Las Hermanas, sobre todo la prelada Verna, deben saber qué ha ocurrido. Es importante. Por eso debo enviarte con ellas.

Holly se secó las lágrimas.

— Lo entiendo —dijo con valentía—. No te fallaré, Prelada.

Ann la ayudó a montar, le besó la mano y le tendió las riendas. Luego se quedó mirándola y diciéndole adiós con la mano, mientras Holly se alejaba al trote.

— Será mejor que nos pongamos en marcha si queremos atraparlo —dijo al rabioso mago, y le dio palmaditas en un huesudo hombro—. No tardaremos mucho. Tan pronto como lo encontremos, te quitaré el collar, lo prometo.

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