17

Pese a regresar y encontrarse con varios miles de feroces soldados de D’Hara rodeando su palacio, Tobias Brogan no perdió el buen humor. Todo estaba saliendo a pedir de boca, aunque no como había previsto esa mañana. Los d’haranianos no le impidieron la entrada pero le advirtieron que no saliera de nuevo esa noche.

Su desfachatez era ofensiva, pero a Brogan le interesaba mucho más la anciana a la que Ettore estaba «preparando» que la falta de respeto de los d’haranianos. Tenía preguntas y estaba ansioso por oír las respuestas. A esas alturas seguro que la mujer se las daría: Ettore conocía bien su oficio. Aunque ésa era la primera vez que se le había encomendado preparar a un testigo para el interrogatorio sin la supervisión de un hermano más experimentado, ya había demostrado su valía y que su mano no vacilaba. Ettore estaba más que preparado para asumir esa responsabilidad.

Brogan se sacudió la nieve depositada en su capa sobre la alfombra dorada y rojo rubí, y no se molestó en limpiarse las botas antes de pisar la impoluta antesala, en dirección a los corredores que conducían a la escalera. Lámparas de cristal tallado que colgaban delante de reflectores de plata pulida iluminaban los amplios pasillos. Los fluctuantes rayos de luz danzaban por encima de la taracea. Los soldados de capa carmesí que patrullaban por palacio se llevaban los dedos a la frente al tiempo que inclinaban la cabeza. El lord general ni siquiera les devolvía el saludo.

Con Lunetta y Galtero pisándole los talones, bajó los escalones de dos en dos. Mientras que arriba los muros se adornaban con floridos paneles que exhibían los retratos de reyes y reinas de Nicobarese, así como tapices con sus legendarias hazañas —en su mayor parte ficticias—, abajo los muros eran de simple piedra, tan fríos a la vista como al tacto. No obstante, la estancia a la que se dirigía estaría caldeada.

Mientras se acariciaba el mostacho con los nudillos sintió un intenso dolor en los huesos. Últimamente las articulaciones le dolían más con el frío. Inmediatamente se reprendió por preocuparse por tan mundanos asuntos en lugar de por cumplir con la voluntad del Creador. Esa noche el Creador lo había ayudado con creces y tal ayuda no podía ser despreciada.

Los pasillos en los pisos superiores estaban bien protegidos con los soldados de la Sangre pero en los monótonos pasillos inferiores no se veía a nadie, pues era imposible entrar o salir de palacio desde allí. Galtero, siempre vigilante, examinó el corredor que conducía a la sala de interrogatorios, mientras Lunetta esperaba pacientemente, sonriendo. Brogan la había felicitado por su último hechizo, y la mujer estaba radiante por ello.

El general entró en la sala y se topó cara a cara con la familiar y amplia sonrisa de Ettore.

No obstante, la suya era la turbia mirada de la muerte.

Brogan se quedó paralizado.

Ettore colgaba de una cuerda atada a ambos extremos por una clavija de hierro que le perforaba los oídos. Justo debajo de sus pies se había formado un charco de sangre oscura coagulada.

En el cuello presentaba un limpio corte de oreja a oreja, por debajo del cual había sido despojado de hasta el último centímetro de piel. A un lado, las pálidas tiras de piel formaban un rezumante montón.

Justo por debajo del tórax presentaba una incisión. En el suelo, delante del cuerpo que se mecía lentamente, podía verse su hígado.

Tenía marcas de dientes a ambos lados: los de un lado eran marcas irregulares dejadas por dientes de adulto y los del otro eran marcas pequeñas y regulares.

Brogan giró sobre sus talones lanzando un grito de rabia y propinó un revés a Lunetta. La mujer se estrelló contra la pared, al lado del hogar, y se deslizó hasta el suelo.

— ¡Esto es culpa tuya streganicha! ¡Es culpa tuya! ¡Deberías haberte quedado para ayudar a Ettore!

Con los puños apretados a los costados Brogan contempló el cuerpo desollado de su hombre. Si no estuviera ya muerto, lo mataría con sus propias manos por permitir que esa vieja bruja escapara de la justicia. Dejar escapar a un poseído no tenía perdón. Un verdadero cazador de poseídos jamás se dejaría matar antes de eliminar a esos engendros del mal, costara lo que costase. La burlona sonrisa de Ettore lo enfureció. Brogan golpeó su fría faz.

— Nos has fallado, Ettore. Te licencio con deshonor de la Sangre de la Virtud. Tu nombre será borrado de sus listas.

Encogida contra el muro, Lunetta se sostenía entre las manos la sangrienta mejilla.

— Yo os pedí que me dejarais quedarme para ayudarlo. Os lo pedí.

— Nada de sucias excusas, streganicha -replicó Brogan, fulminándola con la mirada—. Si sabías que esa vieja bruja podía causar problemas, deberías haberte quedado.

— Pero si yo os lo pedí —se justificó Lunetta entre lágrimas—. Vos no me dejasteis.

Brogan hizo caso omiso de sus palabras y ordenó a su coronel, entre dientes:

— Prepara los caballos.

Debería matarla. En ese mismo momento. Debería rebanarle el gaznate y acabar de una vez por todas. Estaba ya harto de su horrible lacra. Ahora tenía la certeza de que esa vieja le podría haber proporcionado valiosa información. Y de no haber sido por su abominable hermana, ahora dispondría de esa información.

— ¿Cuántos caballos, lord general? —susurró Galtero.

Brogan contempló cómo su hermana se levantaba, tambaleante y recuperaba la compostura al tiempo que se limpiaba la sangre de la mejilla. Debería matarla allí mismo.

— Tres —gruñó como respuesta.

Antes de salir sigilosamente por la puerta, silencioso como una sombra, y desaparecer por el pasillo, Galtero cogió una porra de entre los instrumentos que se usaban en los interrogatorios. Obviamente los soldados no habían visto a la anciana, aunque tratándose de una poseída eso no significaba nada. No obstante, existía la posibilidad de que no anduviera lejos. Galtero sabía, sin necesidad de decírselo, que si la encontraba tenía que prenderla viva.

De nada serviría vengarse atravesándola con la espada. Si daban con ella, la harían prisionera para interrogarla. Si daban con ella, pagaría caro el precio de su blasfemia, aunque antes confesaría.

Si daban con ella… Brogan miró a su hermana.

— ¿La sientes cerca?

Lunetta negó con la cabeza. No se rascaba los brazos. Incluso sin los miles de soldados d’haranianos que vigilaban el palacio, en medio de aquella tormenta de nieve sería imposible seguir el rastro de nadie. Además, por muchas ganas que tuviera de atrapar a la anciana el cazador Brogan tenía otra presa aún más blasfema. Por no hablar de lord Rahl. Si Galtero la encontraba, perfecto, pero si no, no podían perder tiempo en una búsqueda complicada que seguramente no daría resultados. Después de todo, los poseídos abundaban; si no era esa vieja bruja, ya atraparían a otros. El lord general de la Sangre de la Virtud tenía una tarea mucho más importante entre manos: la obra del Creador.

Lunetta se acercó renqueando a Tobias, le pasó un brazo por la cintura y le acarició el agitado pecho.

— Es muy tarde, Tobias —le susurró con voz cálida—. Vamos a la cama. Has tenido un día muy duro haciendo la obra del Creador. Deja que Lunetta te haga sentir mejor. Te gustará. Te lo prometo. —Tobias guardaba silencio—. Galtero ha tenido su placer, deja que Lunetta te dé el tuyo. Usaré un sortilegio. Por favor, Tobias, ¿quieres?

El interpelado reflexionó un breve instante antes de rechazar la oferta:

— No hay tiempo. Debemos partir al instante. Espero que esta noche hayas aprendido una lección, Lunetta. No pienso tolerar nunca más tu mal comportamiento.

— Sí, lord general —asintió la mujer—. Me esforzaré por hacerlo mejor. Lo haré mejor. Ya lo veréis.

Brogan la condujo arriba, hacia la sala en la que había hablado con los testigos. Había soldados a la puerta. Dentro cogió de encima de la larga mesa el estuche en el que guardaba sus trofeos y se lo sujetó al cinturón. Ya se encaminaba a la puerta cuando dio media vuelta. La moneda de plata que había dejado sobre la mesa, la que la anciana le había dado, ya no estaba.

— ¿Supongo que nadie ha entrado aquí esta noche después de que yo me marchara? —interpeló a uno de los soldados.

— No, lord general —respondió éste con rigidez—. Ni un alma.

Brogan gruñó. La poseída había estado allí. Había recuperado su moneda para dejarle un mensaje. Mientras salía del palacio no se molestó en preguntar a los demás soldados; sabía que tampoco ellos habrían visto nada. La anciana y su pequeña cómplice se habían ido. Brogan las apartó de su mente para concentrarse en lo que debía hacer a continuación.

Fue avanzando por los corredores hasta la parte trasera del palacio, desde donde debería cruzar una breve extensión de campo abierto, hasta llegar a las caballerizas. Galtero ya habría recogido lo que necesitaban para el viaje y tendría ensillados tres de los caballos más fuertes. Sin duda había d’haranianos alrededor del palacio, pero con la oscuridad, el viento y la nieve, Brogan confiaba en llegar hasta las cuadras.

No dijo nada a sus hombres. Sólo ellos tres podían ir en busca de la Madre Confesora. Aprovechando la tormenta tres personas podrían escabullirse; pero todo un destacamento, no. Sin duda serían descubiertos, deberían luchar y muy probablemente serían exterminados. Aunque los soldados de la Sangre de la Virtud eran fieros guerreros, los d’haranianos los superaban ampliamente en número. Además, por lo que había visto los d’haranianos no eran bisoños en la batalla. Era preferible dejar a sus hombres en palacio como diversión. Si no sabían nada, nada podrían revelar.

La gruesa puerta de roble se abrió con un crujido y Brogan asomó fuera la cabeza. A la tenue luz procedente de algunas de las ventanas traseras del primer piso solamente vio remolinos de nieve. Lo más prudente hubiese sido apagar todas las luces, pero las necesitaba para encontrar en medio de la tormenta unas caballerizas que no conocía.

— No te apartes de mi lado. Si nos descubren, tratarán de impedir que nos marchemos. No podemos permitirlo. Debemos partir en busca de la Madre Confesora.

— Pero, lord general…

— Silencio —ordenó secamente Brogan—. Si tratan de detenernos, atácalos con tu magia. ¿Entendido?

— ¿Y si son muchos? Yo sólo puedo…

— No me pongas a prueba, Lunetta. Me has prometido que te esforzarías. Te estoy dando una oportunidad. No me falles otra vez.

Lunetta se arrebujó en sus coloridos harapos.

— Sí, lord general —dijo.

Brogan apagó con un soplido la lámpara del corredor y empujó a Lunetta para que saliera. Debían abrirse paso entre la nieve amontonada. Galtero ya debía de tener los caballos ensillados. En medio de esa ventisca los d’haranianos no los verían acercarse y, una vez hubiesen montado, ya no podrían detenerlos. La oscura silueta de las cuadras cada vez se hacía más grande.

De pronto, entre la nieve empezaron a distinguirse figuras: soldados. Al verlo llamaban a sus compañeros y desenvainaban las espadas. Por culpa del viento sus voces no llegaban muy lejos, aunque en pocos minutos se congregó un enjambre de fornidos soldados. Los rodeaban.

— Haz algo, Lunetta.

Lunetta alzó un brazo con los dedos a modo de garra al tiempo que iniciaba un conjuro pero los d’haranianos no vacilaron. Corrían hacia ellos con las espadas enarboladas. Brogan se estremeció cuando una flecha le pasó rozando la mejilla. El Creador lo había salvado al formar una ráfaga de viento que había apartado el proyectil. Lunetta se agachó mientras les seguían lloviendo flechas.

Al ver a los hombres que corrían hacia ellos desde todas las direcciones, Brogan desenvainó su espada. Ya no podía retroceder hasta el palacio, pues los d’haranianos le cortaban la retirada. Eran demasiados. Lunetta estaba tan ocupada resguardándose de las flechas que no podía conjurar un hechizo que los protegiera. De hecho, lanzaba chillidos de terror.

La lluvia de flechas cesó tan súbitamente como había empezado. Brogan oyó gritos que le llevaba el viento. Rápidamente cogió a Lunetta por el brazo y echó a correr sobre la nieve amontonada. Si pudiesen llegar hasta las caballerizas, Galtero los ayudaría.

Varios d’haranianos le cortaban el paso. El que estaba más cerca lanzó un grito cuando una sombra pasó frente a él. El soldado se desplomó de bruces en la nieve. Confundido, Tobias contempló cómo los otros d’haranianos blandían sus espadas contra las ráfagas de viento.

El viento acabó con todos ellos sin ninguna piedad.

Brogan se detuvo y contempló la escena, parpadeando. Los d’haranianos que los rodeaban estaban siendo masacrados. Con el aullido del viento se mezclaban chillidos. La nieve se teñía de rojo. Vio a hombres con las tripas fuera.

Se humedeció los labios, sin atreverse a moverse por miedo a que el viento lo atacara también a él. Su mirada saltaba de un punto a otro, tratando de comprender lo que veía, tratando de ver a los atacantes.

— ¡Querido Creador —gritó—, ten piedad de mí! ¡Soy tu servidor!

Los soldados seguían corriendo hacia el patio de las caballerizas desde todas las direcciones e iban cayendo a la misma velocidad con la que convergían. Más de un centenar de cadáveres yacían ya sobre la nieve. Brogan jamás había presenciado una matanza tan rápida ni brutal.

Se agachó y descubrió, sobresaltado, que los remolinos de viento se movían deliberadamente.

Tenían vida propia. Poco a poco empezó a distinguirlos. A su alrededor se deslizaban hombres ataviados con capas blancas que atacaban a los soldados d’haranianos con rápida y mortífera elegancia. Ni uno solo de los d’haranianos trató de huir; todos ellos arremetían con ferocidad y todos eran rápidamente despachados sin tener la oportunidad de luchar.

Sólo el viento llenaba el silencio de la noche. Antes de tener tiempo a huir todo había acabado. El suelo estaba cubierto con un revoltijo de figuras oscuras e inmóviles. Brogan dio la vuelta a todas las que tenía cerca; todos estaban muertos. La nieve caía sobre los cadáveres y en una hora más todos habrían desaparecido bajo su implacable manto blanco.

Los hombres embozados se desplazaban sigilosamente por la nieve haciendo gala de gran agilidad, como si fueran de viento. Cuando se acercaron a él, la espada se le escurrió de entre sus entumecidos dedos. Brogan quiso gritarle a Lunetta que los fulminara con un hechizo pero cuando realmente pudo verlos la voz le falló.

No eran humanos.

Vio prominentes músculos recubiertos con ondulantes escamas del mismo color que la nevada noche. La cabeza, sin orejas y achatada estaba cubierta por piel lisa y alojaba ojos redondos y brillantes como cuentas. Aquellos seres llevaban simples prendas confeccionadas con pellejos bajo capas que el viento hinchaba y azotaba. Sus garrudas manos empuñaban cuchillos de tres hojas cubiertos de sangre.

Eran los seres que había visto empalados fuera del Palacio de las Confesoras; los seres que lord Rahl había matado: mriswith. Tras haber visto cómo masacraban a todos aquellos avezados guerreros, Brogan no podía ni imaginarse cómo lord Rahl, ni nadie, podía vencer a uno, y mucho menos a todos los empalados.

Uno de los mriswith se le acercó, mirándolo sin parpadear. Se detuvo a apenas tres metros.

— Vete —le siseó.

— ¿Cómo? —balbució Tobias.

— Vete. —El mriswith hendió el aire con un cuchillo semejante a una garra en un gesto veloz, elegante y mortíferamente perfecto—. Esssscapa.

— ¿Por qué? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué quieres que escapemos?

La rendija de aquella boca desprovista de labios se agrandó en un horripilante remedo de sonrisa.

— El Caminante de lossss Sueñossss quiere que escapessss. Vete.

— Pero…

Con un escamoso brazo el mriswith se resguardó del viento con la capa, dio media vuelta y se desvaneció en la ventisca. Brogan escrutó la noche pero las rachas de viento ya no ocultaban nada.

¿Por qué aquellos malvados seres querían ayudarlo? ¿Por qué matar a sus enemigos? ¿Por qué querían que escapara?

Una súbita y cálida oleada de comprensión y amor lo invadió. El Creador los había enviado. Pues claro. ¿Cómo había estado tan ciego? Lord Rahl, ese servidor del Custodio, había matado a los mriswith. Si los mriswith fuesen seres malvados, lord Rahl lucharía en su mismo bando y no contra ellos.

El mriswith le había dicho que lo había enviado el Caminante de los Sueños. El Creador se le aparecía a él en sus sueños. Eso era; el mismo Creador los había enviado.

— Lunetta. —Su hermana se agazapaba tras él—. El Creador me visita en mis sueños. A eso se refería uno de ellos cuando dijo que el de mis sueños los había enviado. Lunetta, el Creador los ha enviado para protegerme.

Lunetta abrió los ojos por el asombro.

— El mismo Creador ha intervenido en tu favor para frustrar los planes del Custodio. El mismo Creador vela por ti. Debe reservarte grandes cosas, Tobias.

Tobias Brogan recogió su espada de la nieve. Cuando se irguió, exhibía una sonrisa.

— Yo también lo creo. He cumplido sus deseos, anteponiéndolos a cualquier otra cosa, y él me recompensa otorgándome su protección. Aprisa, debemos hacer lo que sus mensajeros nos han dicho y partir para realizar su obra.

Avanzaban con dificultad por la nieve, sorteando los cuerpos, cuando de pronto una oscura figura se plantó ante él y le bloqueó el paso.

— Bueno, bueno, lord general, ¿vais a algún sitio? —El rostro esbozó una amenazadora sonrisa—. ¿Vas a lanzarme un hechizo, bruja?

Brogan tenía una mano sobre el pomo de la espada pero era consciente de que no sería suficientemente rápido. Un ruido sordo, de crujido de huesos, lo hizo estremecer. Su atacante se desplomó de bruces en la nieve. Al alzar la vista vio a Galtero sobre la figura inconsciente, enarbolando todavía la porra.

— Galtero, esta noche te has ganado tu rango.

El Creador le acababa de otorgar un premio inestimable al demostrarle que nada quedaba fuera del alcance de los piadosos. Por suerte Galtero había tenido la suficiente sangre fría para usar la porra y no un cuchillo.

El golpe de porra sangraba, aunque la figura seguía respirando.

— Vaya, vaya, esta noche está resultando redonda. Lunetta, tienes trabajo que hacer por el bien del Creador antes de curarlo.

Lunetta se inclinó sobre la inmóvil figura y presionó los dedos contra el cabello castaño ondulado empapado en sangre.

— Tal vez debería curar esta herida antes. Galtero tiene más fuerza de la que cree.

— Por lo que he oído de él, no te lo aconsejo, querida hermana. La curación puede esperar. ¿Están listos los caballos? —preguntó al coronel, echando un breve vistazo en la dirección de las caballerizas.

— Sí, lord general. Podemos partir al punto.

Brogan sacó el cuchillo que Galtero le había entregado.

— Debemos apresurarnos, Lunetta. El mensajero nos dijo que debemos escapar. —Brogan se agachó y dio la vuelta a la inconsciente figura—. Debemos partir a la caza de la Madre Confesora.

— Pero, lord general —objetó Lunetta—, ya os dije que la red del mago nos oculta su identidad. Es imposible ver los hilos de una red como ésa. No la reconoceremos.

La sonrisa tensó la cicatriz que afeaba un costado de la boca de Tobias Brogan.

— Oh, pero yo he visto los hilos de la red. El nombre de la Madre Confesora es Kahlan Amnell.

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