— No toquéis nada —les recordó Richard por enésima vez mirándolos ceñudo de reojo—. Lo digo muy en serio.
Las tres mord-sith no respondieron. Alzaron la vista hacia el alto techo de la entrada en forma de arco y a continuación a los enormes bloques de granito oscuro intrincadamente unidos, más allá del macizo rastrillo elevado que franqueaba el acceso al Alcázar del Hechicero.
Richard volvió la vista atrás hacia el ancho camino por el que habían ascendido la ladera de la montaña y que moría en un puente de piedra de casi ochenta metros de longitud colgado sobre un abismo cuyas paredes caían casi en vertical al vacío. No estaba seguro de la profundidad de la sima, pues las nubes que se arremolinaban alrededor de las paredes de roca, resbaladizas por efecto del hielo, oscurecían el fondo. Al cruzar el puente y bajar la mirada hacia las fauces oscuras y melladas de la montaña, la cabeza le dio vueltas. ¿Cómo había sido posible construir ese puente de piedra?
A no ser que uno tuviera alas, el puente era el único acceso al Alcázar.
La escolta oficial de lord Rahl, compuesta por quinientos hombres, esperaba al otro lado del puente. Su propósito inicial de entrar con él en el Alcázar se había desvanecido cuando, tras doblar una curva muy pronunciada, llegaron a su meta y todos, incluyendo Richard, contemplaron la inmensidad del Alcázar, sus excelsos muros de piedra oscura, sus murallas, sus bastiones, sus torres, sus pasarelas y sus puentes. En su conjunto transmitía una inconfundible sensación de siniestra amenaza surgida de la piedra de la montaña, como si estuviera vivo y los mirara. Al contemplar el Alcázar Richard notó que las piernas le flaqueaban, y cuando ordenó a los soldados que lo esperaran allí éstos apenas protestaron.
Richard tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para obligarse a entrar, pero la idea de que todos aquellos hombres presenciaran cómo lord Rahl, su mago, se arredraba ante el Alcázar del Hechicero le daba fuerzas. Además, tenía que entrar allí. Para armarse de valor recordó que Kahlan le había contado que el Alcázar estaba protegido por hechizos mágicos y que en algunos sitios ni siquiera ella podía entrar, pues los hechizos socavaban el valor de cualquiera que intentara entrar. «No es más que eso —se dijo—, no es más que un hechizo para alejar a los curiosos, es sólo una sensación y no una amenaza real.»
— Qué calor hace aquí —comentó Raina. Sus oscuros ojos lo contemplaban todo con absoluto asombro.
Tenía razón. Una vez que atravesaron el rastrillo de hierro, a cada paso que daban el aire se hacía menos frío. Dentro, la atmósfera era de un espléndido día de primavera. No obstante, el cielo sombrío y de un gris acerado que hendía la montaña así como el crudo viento que azotaba la carretera no tenían nada de primaverales.
La nieve acumulada en sus botas empezaba a fundirse. Todos se quitaron sus pesados mantos y los amontonaron contra el muro de piedra. Richard comprobó que tenía la espada lista para desenvainarla.
Atravesaron una imponente abertura arqueada de más de quince metros de longitud. Richard se dio cuenta de que no era más que una brecha en la muralla exterior. Más allá, el camino atravesaba una zona despejada antes de convertirse en un túnel que horadaba la base de un alto muro de piedra y desaparecía en la penumbra. Probablemente llegaba a las caballerizas, por lo que no había razón alguna para seguirlo.
Richard luchaba contra el impulso de envolverse en su negra capa de mriswith y volverse invisible. Últimamente lo hacía cada vez más a menudo, pues le reconfortaba no sólo la soledad que le proporcionaba sino que también despertaba en él una sensación placentera e indefinible, muy similar a la tranquilidad que le daba notar la magia de la espada en su cadera, siempre allí, siempre a su entera disposición, siempre su aliada y su defensora.
A su alrededor, las intrincadas junturas de los muros de mampostería creaban en el gris y deprimente patio de la fortaleza una escarpada cañada salpicada con numerosas puertas. Richard decidió tomar un sendero formado por pasaderas colocadas entre gravilla de granito que conducía a una de las puertas de mayor tamaño.
De repente Berdine le agarró un brazo con tanta fuerza que Richard se encogió de dolor y se dio la vuelta para tratar de desasirse.
— ¿Berdine, qué estás haciendo? ¿Qué pasa?
Pese a que logró soltarse, Berdine volvió a agarrarse a él como una lapa.
— Mirad —dijo al fin la mord-sith en un tono de voz que puso los pelos de punta a Richard—. ¿Qué se supone que es eso?
Todos se volvieron hacia donde apuntaba con el agiel.
Fragmentos de roca y piedra se ondulaban en forma de olas como si algún enorme pez de piedra nadara bajo ellas. Cuando el ser invisible se acercó al grupo, todos procuraron colocarse en el centro de una pasadera. La gravilla crujía y rechinaba a la par que se ondulaba como el agua de un lago.
A medida que la cresta de las olas se aproximaba, Berdine le apretaba más y más el brazo. Incluso Ulic y Egan ahogaron sendas exclamaciones, como el resto, cuando sintieron que la cosa pasaba bajo las piedras donde se hallaban. Pequeños fragmentos de gravilla lamieron las pasaderas sobre las que se encontraban. Luego las ondas se fueron alejando hasta que todo quedó quieto.
— Bueno, ¿qué era eso? —espetó Berdine—. ¿Qué nos hubiera sucedido de haber ido por ahí, hacia una de las otras puertas, en vez de tomar este camino?
— ¿Cómo quieres que lo sepa?
— Vos sois mago. Se supone que debéis saber esas cosas.
Berdine se hubiera enfrentado sin dudarlo contra Ulic y Egan, ella sola, sin dudarlo si Richard se lo ordenaba, pero la magia era algo muy distinto. Sus cinco guardaespaldas eran intrépidos cuando se trataba de combatir contra el acero, pero ninguno de ellos ocultaba el miedo que les inspiraba la magia. Se habían cansado de explicarle que ellos eran el acero contra el acero, y Richard la magia contra la magia.
— Escuchadme bien todos, os he dicho un montón de veces que no sé mucho de ser mago. Nunca he estado antes aquí, por lo que tampoco sé mucho de este lugar ni de cómo protegeros. ¿Haréis lo que os pido y me esperaréis con los soldados al otro lado del puente? Por favor.
Por toda respuesta Ulic y Egan se cruzaron de brazos.
— Vamos con vos —insistió Cara.
— Eso es —se reafirmó Raina.
— No podéis impedírnoslo —declaró Berdine, soltándole al fin el brazo.
— ¡Pero puede ser peligroso!
— Por eso mismo debemos ir. Para protegeros —dijo Berdine.
Richard puso mala cara.
— ¿Cómo? ¿Apretándome el brazo para que no circule la sangre?
Berdine se sonrojó.
— Lo siento.
— Escuchad, yo no sé nada de la magia de este lugar. No sé qué peligros oculta y mucho menos cómo evitarlos.
— Por eso debemos ir —le explicó Cara con paciencia exagerada—. Vos no sabéis cómo protegeros. Es posible que os seamos de ayuda. Quién sabe si vais a necesitar un agiel o la fuerza bruta —al decir esto señaló a Ulic y Egan—. Imaginad que caéis en un pozo, sin escalera, y nadie oye vuestros gritos de auxilio. Podríais sufrir un accidente que no tenga nada que ver con la magia.
Richard suspiró.
— De acuerdo, de acuerdo. En eso tienes razón. Pero después no os quejéis si un pez de piedra o algo parecido os muerde un pie, ¿entendido?
Las tres mord-sith sonrieron. Incluso Egan y Ulic sonrieron. Richard lanzó un suspiro de cansancio.
— Adelante, pues.
La puerta era de madera gris, erosionada por efecto de los elementos. Medía tres metros y medio de altura, y estaba incrustada en un hueco de la pared, sujeta con abrazaderas de hierro simples pero sólidas, aseguradas con toscos clavos tan grandes como sus dedos. En el dintel de piedra había grabadas unas palabras escritas en un lenguaje que ninguno de ellos entendía. Cuando Richard acercó la mano al picaporte, la puerta empezó a abrirse hacia adentro pivotando sobre silenciosos goznes.
— Y luego dice que no sabe nada de magia —se burló Berdine.
Por última vez Richard los miró a los ojos para asegurarse de que realmente estaban decididos a acompañarlo.
— Recordad —les dijo—, no toquéis nada.
Todos asintieron. Con un suspiro de resignación Richard se volvió hacia la entrada, rascándose la parte posterior del cuello.
— ¿La pomada que os traje no os ha quitado el sarpullido? —inquirió Cara mientras cruzaban el umbral y entraban en una triste sala. Olía a piedra húmeda.
— No. Al menos, de momento.
En el vasto vestíbulo sus voces resonaban en el techo provisto de vigas que se alzaba a casi diez metros de altura. Richard redujo el paso, examinó con la vista aquella sala casi desierta y se detuvo.
— La mujer a la que se la compré me prometió que os curaría el sarpullido. Me dijo que estaba hecha con los ingredientes habituales, como ruibarbo blanco, jugo de laurel, mantequilla y huevo pasado por agua. Pero cuando le dije que era muy importante, añadió otros ingredientes especiales y más caros. Me aseguró que le había puesto betónica, úlcera de cerdo, el corazón de una golondrina y, puesto que yo soy vuestra protectora, me hizo llevarle mi sangre menstrual. La mezcló en la pomada usando un clavo al rojo. Lo sé porque me aseguré de que lo hacía.
— Ojalá me hubieras dicho qué llevaba antes de ponérmela —masculló Richard mientras echaba a caminar por la sombría sala.
— ¿Qué decís? —Richard desestimó la pregunta con un ademán—. Bueno, le advertí que, por el precio que costaba, mejor sería que funcionara, y que si no era así regresaría y lo lamentaría. Ella me prometió que funcionaría. ¿Habéis recordado poneros también un poco en el talón izquierdo, como os dije?
— Pues no. Sólo me he puesto en el sarpullido. —«Y ojalá no lo hubiera hecho», pensó.
— Entonces no me extraña —replicó Cara, escandalizada—. Os dije que teníais que poneros también en el talón izquierdo. La curandera me explicó que seguramente el sarpullido es debido a un trastorno en la base de vuestra aura, y que debíais ponérosla también en el talón para completar la conexión con la tierra.
Richard la escuchaba a medias. Sabía que Cara estaba tratando de reunir valor escuchando el sonido de su propia voz y hablando de banalidades.
A su derecha, muy por encima de sus cabezas, la luz del día penetraba con largos rayos sesgados a través de una hilera de pequeñas ventanas. Al fondo, un par de sillas de madera bellamente trabajadas montaban guardia a ambos lados de un arco de entrada. Bajo la hilera de ventanas colgaba un tapiz con una imagen tan desvaída que no se distinguía. En la pared opuesta vio una serie de simples apliques de hierro que sujetaban velas. Casi en el centro de la sala, bañada por un brillante rayo de luz, había una pesada mesa con caballete. No había más.
Cruzaron la estancia oyendo el eco del sonido de sus botas sobre las baldosas. Richard vio libros encima de la mesa. Sus esperanzas se avivaron; para eso estaba allí. Podrían pasar semanas antes de que Kahlan y Zedd llegaran a Aydindril, y Richard se temía que antes de eso debería hacer algo para proteger el Alcázar. No podía esperarlos de brazos cruzados.
Con Aydindril ocupada por el ejército de D’Hara, la mayor amenaza era que se produjera un ataque contra el Alcázar. Richard esperaba encontrar algunos libros que le dieran algunas respuestas, quizás incluso que le enseñaran a usar su magia, para que si alguien con poderes mágicos atacaba, él pudiera repeler ese ataque. Se temía que la Orden, o los mriswith, trataran de apoderarse de la magia que se custodiaba en el Alcázar.
Vio casi una docena de libros sobre la mesa, todos del mismo tamaño. Pero las palabras de las portadas estaban escritas en un idioma que no entendía. Mientras él apartaba algunos para ver mejor los que había debajo, Ulic y Egan vigilaban con la espalda pegada a la mesa. Algo en los libros le resultaba familiar.
— Parecen el mismo libro pero escritos en diferentes lenguas —comentó medio para sí mismo.
Dio la vuelta a uno que le llamó la atención, y al leer el título de pronto se dio cuenta de que podía leerlo. Había visto antes ese idioma y reconoció dos palabras: la primera -fuer— y la tercera —ost—. Estaba escrito en d’haraniano culto.
Una de las profecías referidas a él que Warren le había mostrado en las criptas del Palacio de los Profetas lo llamaba fuer grissa ost drauka, que quería decir «el portador de la muerte». Así pues fuer era un artículo definido y ost significaba «de».
— Fuer ulbrecken ost Brennika Dieser -leyó Richard, y dejó escapar un suspiro de frustración—. Ojalá supiera qué significa.
— Las aventuras de Bonnie Day, creo.
Era Berdine quien había hablado. Al notar los ojos de Richard sobre ella, retrocedió y apartó la mirada, como si temiera haber hecho algo mal.
— ¿Qué has dicho? —susurró Richard.
Berdine señaló el libro que descansaba sobre la mesa.
— Fuer ulbrecken ost Brennika Dieser. Queríais saber qué significa. Creo que quiere decir Las aventuras de Bonnie Day. Es un antiguo dialecto.
Las aventuras de Bonnie Day había sido el libro preferido de Richard en su adolescencia. Lo había leído tantas veces que casi se lo sabía de memoria.
En el Palacio de los Profetas, en el Viejo Mundo, había averiguado que ese libro lo había escrito Nathan Rahl, profeta y antepasado de Richard. El mismo Nathan se encargó de explicarle que se trataba de un manual sobre la profecía destinado a jóvenes con potencial. Excepto Richard, todos los muchachos que habían recibido el libro habían sufrido accidentes fatales.
Cuando Richard nació, la Prelada y Nathan viajaron al Nuevo Mundo y robaron el Libro de las Sombras Contadas, que se guardaba en el Alcázar, para evitar que cayera en manos de Rahl el Oscuro. Luego se lo entregaron al padrastro de Richard, George Cypher, que tuvo que prometerles que Richard lo memorizaría, palabra por palabra, y luego lo destruiría. El Libro de las Sombras Contadas era necesario para abrir las Cajas del Destino, en D’Hara. Richard aún recordaba el libro, palabra por palabra.
También recordaba con gran cariño los felices tiempos de su adolescencia, cuando aún vivía en su hogar junto a su padre y su hermano. Richard quería a su hermano y lo admiraba. Quién hubiera podido imaginar entonces las traicioneras vueltas que daría la vida. Ya nunca podría regresar a aquella época feliz en su inocencia.
Nathan había entregado asimismo a su padre un ejemplar de Las aventuras de Bonnie Day. Seguramente habría dejado copias en otros idiomas en el Alcázar cuando estuvo allí justo después de nacer Richard.
— ¿Cómo sabes qué pone? —preguntó Richard.
Berdine tragó saliva antes de explicar.
— Es d’haraniano culto, pero un antiguo dialecto del idioma.
Por el modo en que la mord-sith lo miraba, con ojos muy abiertos, Richard supuso que su expresión debía de ser intimidadora e hizo un esfuerzo para adoptar otra más tranquilizadora.
— ¿Me estás diciendo que entiendes el d’haraniano culto? —Berdine asintió—. Tenía entendido que es una lengua muerta. Un erudito que entiende el d’haraniano culto me dijo que apenas nadie la conoce ya. ¿Cómo es que tú sí?
— Me enseñó mi padre —dijo con emoción—. Ésa fue una de las razones por las que Rahl el Oscuro me eligió para ser mord-sith. —No sólo su voz sonaba dura, sino que su cara ya no mostraba ningún sentimiento—. Queda muy poca gente que comprenda el d’haraniano culto. Mi padre era uno de ellos. Rahl el Oscuro empleaba el d’haraniano culto en algunos de sus conjuros y no le gustaba que otros lo conocieran.
Richard no necesitaba preguntar qué le pasó a su padre.
— Lo siento, Berdine.
Sabía que parte del brutal entrenamiento para convertirse en mord-sith incluía torturar hasta la muerte a sus progenitores. Era la prueba final para quebrar su espíritu por tercera vez.
Berdine no reaccionó. Se había replegado tras la máscara de hierro que había adquirido en el entrenamiento.
— Rahl el Oscuro sabía que mi padre me había enseñado un poco de esa antigua lengua, pero yo no representaba ninguna amenaza, pues era una mord-sith. De vez en cuando me consultaba sobre la interpretación de diferentes palabras. El d’haraniano culto es un idioma muy difícil de traducir. Existen muchas palabras, especialmente en los dialectos más antiguos, cuyo significado varía en función del contexto. Yo no soy ninguna experta, pero Rahl el Oscuro dominaba el d’haraniano culto.
— ¿Sabes qué significa fuer grissa ost drauka?
— Es dialecto, y yo no estoy muy versada en esas formas tan antiguas. —Tras un momento de reflexión prosiguió—. Creo que la traducción literal sería «el portador de la muerte». ¿Dónde lo habéis oído?
Richard no quería pensar en las complicaciones de los otros posibles significados.
— Es de una antigua profecía que se refiere a mí.
— No os hace justicia, lord Rahl. A no ser que se refiera a vuestra habilidad para tratar a vuestros enemigos, no a vuestros amigos.
Richard sonrió.
— Gracias, Berdine.
La mord-sith recuperó la sonrisa; fue como el sol que de repente asoma cuando se disipan los negros nubarrones.
— Vamos a ver qué hay por ahí —dijo Richard, dirigiéndose a la entrada coronada por un arco que se abría al fondo de la sala.
Al cruzar el arco sintió una especie de hormigueo o cosquilleo que le atravesaba la carne en una línea finísima. Pero sólo duró lo que tardó en cruzar. Se volvió cuando Raina lo llamó.
Los demás seguían al otro lado, presionando el aire con las manos como si toparan contra una placa de vidrio impenetrable. Ulic la golpeó con los puños, pero en vano.
— ¡Lord Rahl! —gritó Cara—. ¿Cómo pasamos?
Richard volvió sobre sus pasos.
— No estoy seguro. Mi magia me permite atravesar los escudos. Berdine, dame la mano. Vamos a probar una cosa.
Richard tendió su mano a través de la barrera invisible. La mord-sith le cogió la muñeca sin dudarlo. Lentamente el joven fue tirando de ella, hasta que ambas manos penetraron en el escudo.
— Oh, está muy frío —protestó Berdine.
— ¿Estás bien? ¿Quieres intentar cruzar?
La mord-sith asintió, y Richard tiró de ella. Una vez al otro lado Berdine se estremeció y se echó a temblar, como si cientos de insectos se arrastraran sobre su piel.
— Ahora yo —dijo Cara, tendiendo la mano.
Richard se disponía a repetir el proceso pero de pronto se detuvo.
— No. Vosotros esperad a que volvamos.
— ¡Qué! —gritó Cara—. ¡Debemos ir con vos!
— Hay peligros que desconozco. No puedo estaros vigilando a todos y al mismo tiempo concentrarme en lo que hago. Me llevo a Berdine por si necesito protección. Los demás esperad aquí. Si algo ocurre, ya sabéis cómo se sale.
— Por favor, llevadnos con vos —suplicó Cara—. No podemos dejaros ir sin protección. Díselo, Ulic.
— Tiene razón, lord Rahl. Deberíamos ir con vos.
Pero Richard negó con la cabeza.
— Con uno basta. Si algo me ocurre, no podríais atravesar de nuevo el escudo. Si algo sucede y no regresamos, confío en que vosotros seguiréis adelante. Cara, te dejo al mando. Si algo ocurre, busca ayuda, si puedes. Y si no puedes, bueno, ocúpate de todo hasta que lleguen mi abuelo, Zedd, y Kahlan.
— ¡No lo hagáis! —Richard nunca había visto a Cara tan angustiada—. Lord Rahl, no podemos correr el riesgo de perderos.
— No me pasará nada, Cara. Volveré, lo prometo. Los magos siempre cumplen sus promesas.
— ¿Por qué ella? —resopló la mord-sith, resentida.
Berdine se echó la pesada trenza castaña sobre los hombros y sonrió a su compañera con aire de suficiencia.
— Porque soy la preferida de lord Rahl.
— Cara, es porque tú eres la líder —la corrigió Richard, al tiempo que fulminaba con la mirada a Berdine—. Si algo me ocurre, quiero que tú quedes al mando.
Cara reflexionó un momento y, finalmente, también ella esbozó una sonrisa satisfecha.
— De acuerdo. Pero espero que jamás me volváis a jugar una mala pasada como ésta.
— Trato hecho. —Richard le guiñó un ojo—. Vamos, Berdine —dijo mirando el tétrico corredor—. Echemos un vistazo a este lugar.