Si había algún cadáver en la granja, los soldados los habían retirado antes de que Kahlan llegara. Asimismo habían encendido fuego en el tosco hogar, aunque las llamas aún no habían tenido tiempo de conjurar el frío glacial que reinaba en la granja abandonada.
Cyrilla fue cuidadosamente instalada en los restos de un jergón que había en un cuarto de la parte de atrás. Había otra habitación, muy pequeña, en la que apenas cabían dos camastros, probablemente para niños, y la habitación central con una mesa y poco más. Por los fragmentos destrozados de un aparador y un arcón, así como los restos de objetos personales, Kahlan supo que la Orden había pasado por allí camino de Ebinissia. Se preguntó qué habría pasado con los cuerpos; no le gustaba la idea de toparse con ellos de noche si tenía que salir para hacer sus necesidades.
Zedd echó un vistazo alrededor mientras se frotaba el estómago con las manos.
— ¿Tardaremos mucho en cenar? —preguntó con tono jovial.
Llevaba una túnica de pesado tejido granate con mangas negras y capucha. Tres hileras de brocado plateado rodeaban los dobladillos de los puños, alrededor del cuello y por la parte central de la pechera presentaba brocado dorado más grueso, y un cinturón de satén rojo provisto de hebilla dorada le sujetaba la prenda a la cintura. Adie había insistido en que se comprara esas ostentosas prendas para disfrazarse, pero Zedd las odiaba. Prefería su sencilla túnica que, al igual que el elegante sombrero adornado con una larga pluma, se habían «perdido» por el camino.
Involuntariamente Kahlan sonrió.
— Pues no sé. ¿Qué piensas cocinar?
— ¿Cocinar yo? Bueno, supongo que…
— Que los buenos espíritus nos libren de su cocina —comentó Adie desde la puerta—. Cenaríamos mejor con corteza de árbol e insectos.
Adie entró cojeando seguida de Jebra, la vidente, y Ahern, el cochero que había llevado a Zedd y Adie en sus recientes viajes. Chandalen, que había acompañado a Kahlan desde la aldea de la gente barro meses atrás, había regresado después de la maravillosa noche que Kahlan y Richard pasaron juntos en un lugar situado entre dos mundos. Chandalen deseaba regresar junto a los suyos, y Kahlan no lo culpaba; sabía perfectamente qué era echar de menos a los amigos y los seres queridos.
Pero con Zedd y Adie se sentía como si todos se hubiesen vuelto a reunir, aunque todavía faltaba Richard. Pese a que podían pasar semanas antes de que los alcanzara, Kahlan se emocionaba al pensar que a cada instante que pasaba faltaba un poco menos para que, por fin, pudieran fundirse en un abrazo.
— Mis huesos son demasiado viejos para este tiempo —rezongó Adie, mientras cruzaba la habitación.
Kahlan arrastró una sencilla silla de madera, cogió a Adie del brazo y la condujo hasta el fuego. Después de colocar la silla cerca del hogar obligó a la hechicera a que se sentara y se calentara. A diferencia de las originales prendas que llevaba Zedd, la simple túnica blonda con cuentas amarillas y rojas cosidas al cuello formando antiguos símbolos de su profesión había sobrevivido al viaje. Cada vez que Zedd la miraba ponía ceño, pues le parecía muy sospechoso que Adie hubiera conservado sus sencillas ropas en el viaje mientras que las suyas se habían extraviado.
Pero Adie se limitaba a sonreír, coincidía con él en que era realmente extraño e insistía en que se veía solemne con sus elegantes prendas. A Kahlan también le parecía que Zedd tenía un aspecto magnífico, aunque con menos aire de mago, pues cuanto mayor era el rango de un mago, más sencilla era la túnica que llevaba. No obstante, no existía más alto rango que el de Zedd: Primer Mago.
— Gracias, hija —dijo Adie y acercó las manos a las llamas.
— Orsk —llamó Kahlan.
El hombretón corrió hacia ella. A la luz del fuego, la cicatriz que cubría el ojo que le faltaba se veía blanca.
— ¿Sí, ama? —preguntó, listo para cumplir órdenes. Su único objetivo era complacer a Kahlan, fuera lo que fuese lo que ésta deseara.
— No disponemos de ninguna olla. Consíguenos una para preparar la cena.
El uniforme de cuero negro crujió cuando el hombretón hizo una reverencia y salió a toda prisa de la casa. Orsk había sido un soldado d’haraniano que se había unido a la Orden Imperial. En el campamento de la Orden había tratado de matar a Kahlan. Ésta, para defenderse, lo había tocado con su poder y la magia de las Confesoras había destruido para siempre la persona que había sido, convirtiéndolo en esclavo de la voluntad de Kahlan, su ama. Esa lealtad ciega y devoción constituía una pesada carga para Kahlan además de recordarle constantemente qué y quién era.
Cuando lo miraba trataba de no ver el hombre que había sido: un soldado d’haraniano que se había unido a la Orden Imperial, uno de los asesinos que participaron en la masacre de mujeres y niños indefensos en Ebinissia. Había jurado por su título de Madre Confesora que no tendría piedad con ningún soldado de la Orden, y así había sido. Sólo Orsk se había salvado. No obstante, ya no era el hombre que había luchado por la Orden.
Debido al hechizo de muerte que Zedd había derramado sobre ella para ayudarla a escapar de Aydindril, pocos sabían que Kahlan era la Madre Confesora. Sólo Zedd, Adie, Jebra, Ahern, Chandalen, su hermanastro —el príncipe Harold— y el capitán Ryan conocían su verdadera identidad. Excepto ellos, todos creían que la Madre Confesora estaba muerta. Incluso para Orsk era simplemente su ama. Los hombres con los que había luchado la conocían como su reina. En su mente el recuerdo de que era la Madre Confesora había sido sustituido por la certeza de que era su líder: la reina Kahlan.
Después de fundir un poco de nieve en la olla, Jebra y Kahlan añadieron alubias y tocino, tubérculos dulces cortados a trocitos y unas cucharadas de melaza. Zedd seguía atentamente el proceso frotándose las manos. Kahlan sonrió al verlo impaciente como un niño y se sacó un pedazo de pan duro de una mochila. Encantado, el mago se fue comiendo el pan mientras las alubias se cocían.
Entretanto, Kahlan fundió los restos de una sopa que había transportado en un pequeño cazo y se lo llevó a Cyrilla. Tras colocar una vela sobre un listón que introdujo en una grieta en la pared, y se sentó al borde de la cama. El cuarto estaba en silencio. Pasó un paño húmedo por la frente de su hermanastra y, para su alegría, la enferma abrió los ojos. Aterrada, la mirada de Cyrilla recorrió veloz la habitación tenuemente iluminada. Kahlan la cogió por el mentón y la obligó a mirarla a los ojos.
— Hermana, soy yo, Kahlan. Tranquila, estamos tú y yo solas. Estás a salvo. Cálmate. No pasa nada.
— ¿Kahlan? —Cyrilla se aferró al manto de piel blanca de Kahlan—. Me lo prometiste. No te echarás atrás, ¿verdad?
— Te lo prometí y pienso cumplir mi promesa —le aseguró Kahlan con una sonrisa—. Ahora soy la reina de Galea y lo seguiré siendo hasta el día en que quieras recuperar la corona.
Muy aliviada, Cyrilla se dejó caer, aunque seguía agarrando el manto de piel.
— Gracias, majestad.
Kahlan la instó a que se incorporara.
— Ánimo, te he traído un poco de sopa caliente.
Pero Cyrilla apartó la cara de la cuchara.
— No tengo hambre.
— Si quieres que sea la reina, debes tratarme como tal. —Kahlan sonrió ante el gesto de extrañeza de su hermanastra—. Es una orden de tu reina. Cómete la sopa.
Sólo entonces Cyrilla accedió. Al acabar comenzó de nuevo a temblar y a llorar. Kahlan la acunó hasta que cayó de nuevo en un estado similar al trance y se quedó con la mirada fija en el vacío. Después de arroparla, Kahlan se despidió con un beso en la frente.
Zedd había conseguido un par de barriles, un banco, un taburete del granero y una silla de nadie sabía dónde. Asimismo había pedido al príncipe Harold y al capitán Ryan que compartieran la cena con Adie, Jebra, Ahern, Orsk, Kahlan y él mismo. Estaban muy cerca de Ebinissia y debían hacer planes. Así pues, se apiñaban en torno a la pequeña mesa mientras Kahlan partía trozos de pan duro y Jebra servía humeantes cuencos del guiso de alubias cocinado en el hogar. Cuando hubo acabado, la vidente se sentó en el corto banco, junto a Kahlan, desde donde de vez en cuando lanzaba desconcertadas miradas a Zedd.
Al ver a Harold, tan fornido y con aquella larga y densa mata de pelo oscuro, Kahlan pensaba en su padre. Harold había regresado ese mismo día de Ebinissia con los exploradores.
— ¿Qué nuevas nos traes de tu hogar? —le preguntó Kahlan.
El príncipe desmenuzó el pan con sus gruesos dedos y suspiró.
— Todo sigue como tú nos lo describiste. No hay indicios de que nadie haya estado allí. Creo que estaremos seguros en Ebinissia. Ahora que el ejército de la Orden ha sido destruido…
— Sólo el de esta zona —lo corrigió Kahlan.
Harold le dio la razón haciendo un gesto con el pan.
— Bueno, no creo que tengamos dificultades, de momento. Aún no disponemos de muchos hombres pero son buenos soldados; suficientes para controlar los accesos a la ciudad desde los pasos en las montañas, a no ser que envíen un poderoso ejército contra nosotros. Hasta que la Orden logre reunir otro ejército creo que estamos seguros. Además —añadió, señalando a Zedd—, tenemos un mago.
Zedd, demasiado ocupado devorando el guiso, mostró su aquiescencia con un gruñido.
Entre bocado y bocado el capitán Ryan intervino.
— El príncipe Harold tiene razón. Conocemos estas montañas y podremos defender la ciudad hasta que lancen contra nosotros una gran fuerza. Pero, para entonces, es posible que también nosotros hayamos recibido refuerzos y podamos empezar a movernos.
— ¿Adie, crees que tenemos alguna posibilidad de recibir ayuda de Nicobarese? —preguntó, rebañando el cuenco con el pan.
— En mi país natal hay ahora mismo mucha confusión. Cuando Zedd y yo estuvimos allí averiguamos que el rey había muerto. La Sangre de la Virtud está tratando de hacerse con el poder, aunque no todos están de acuerdo. Las más disgustadas son las hechiceras. Si la Sangre se impone, todas ellas serán perseguidas y asesinadas. Creo que apoyarán a los sectores del ejército que se resisten contra la Sangre.
— Si estalla una guerra civil —intervino Zedd, dejando por un momento de comer— no creo que Nicobarese esté en condiciones de enviar tropas en auxilio de la Tierra Central.
— Tal vez algunas hechiceras podrían ayudar —sugirió Kahlan.
— Es posible —replicó Adie, removiendo el guiso con la cuchara.
— Puedes llamar a tropas estacionadas en otras zonas, ¿verdad? —preguntó Kahlan a su hermanastro.
— Sí, claro. Podríamos reunir al menos sesenta o setenta mil soldados, o quizás incluso cien mil, aunque no todos ellos están bien armados ni tienen experiencia. Nos llevará tiempo organizarlos pero cuando lo hagamos Galea será una fuerza a la que tener en cuenta.
— Más o menos ése era el número con el que antes contábamos, y no fue suficiente —les recordó el capitán Ryan, sin alzar la vista de su cuenco.
— Cierto —convino Harold, agitando el pan—, pero eso no sería más que el principio. Kahlan, tú puedes lograr la unidad de más países, ¿no?
— Justamente ésa es nuestra esperanza. Si queremos tener una oportunidad, es preciso recuperar la unidad de la Tierra Central.
— ¿Y qué hay de Sanderia? —inquirió el capitán Ryan—. Sus lanceros son los mejores de la Tierra Central.
— Y también está Lifany —recordó Harold—. Fabrican muchas armas y saben cómo usarlas.
Kahlan desmigaba su pan con los dedos.
— Sanderia necesita a Kelton para disponer de pastos de verano. Lifany compra hierro a Kelton y les vende cereal. Herjborgue depende de la lana de Sanderia. Creo que todos ellos seguirán a Kelton.
— Había keltas entre el ejército que atacó Ebinissia —declaró Harold con rabia.
— Y también galeanos. —Kahlan se llevó el pan a la boca y masticó unos segundos, observando cómo su hermanastro agarraba la cuchara como si fuese un cuchillo. El príncipe tenía la mirada clavada en el guiso.
»Insurgentes y asesinos procedentes de muchos países se unieron a ellos —prosiguió Kahlan después de tragar el pan—. Pero eso no significa que esos países apoyen a la Orden. El príncipe Fyren de Kelton decidió respaldar a la Orden Imperial, pero ahora está muerto. Kelton forma parte de la Tierra Central y no estamos en guerra contra ellos. Estamos en guerra contra la Orden Imperial. Debemos permanecer juntos. Si Kelton se une a nosotros, arrastrará a muchos otros países. Pero si se decanta por la Orden, nos costará convencer a sus vecinos de que se unan a nosotros. Es imprescindible que ganemos a Kelton para nuestra causa.
— Apuesto a que Kelton se unirá a la Orden —dijo Ahern. Todos lo miraron. El cochero se encogió de hombros—. Yo soy kelta y puedo deciros que el pueblo hará lo que la corona decida; así somos. Con Fyren muerto la duquesa Lumholtz es la siguiente en la línea de sucesión. Ella y su marido, el duque, apoyarán al bando que tenga las de ganar, sea el que sea. Al menos, eso creo por lo que he oído decir de ellos.
— ¡Es una locura! —El príncipe Harold dejó caer la cuchara—. Desconfío de los keltas (no te lo tomes a mal, Ahern) y conozco sus tejemanejes, pero en el fondo son habitantes de la Tierra Central. Es posible que traten de apoderarse de hasta la última franja de tierra en los territorios fronterizos, pero el pueblo kelta se considera parte de la Tierra Central.
»Los espíritus saben que Cyrilla y yo teníamos nuestra diferencias, pero en momentos difíciles nos uníamos. Lo mismo ocurrió con los países de la alianza; cuando D’Hara atacó, el pasado verano, olvidamos nuestros conflictos con Kelton y salimos en su defensa. Si el futuro de la Tierra Central está en juego, se unirán a nosotros. La Tierra Central significa mucho más que lo que pueda decir la nueva persona que se siente en el trono. —Harold cogió la cuchara y la agitó hacia Ahern—. ¿Qué opinas tú?
— Lo mismo, supongo —respondió el cochero encogiéndose de hombros.
La mirada de Zedd se posaba en ambos interlocutores alternativamente.
— No estamos aquí para discutir, sino para librar una guerra. Expresa tu opinión, Ahern. Tú eres kelta y los comprendes mejor que ninguno de nosotros.
Ahern se rascó su curtido rostro mientras reflexionaba sobre las palabras de Zedd.
— El general Baldwin, comandante en jefe del ejército, y sus generales Bradford, Cutter y Emerson acatarán las decisiones de la corona. Yo no los conozco, no soy más que un cochero, pero viajo mucho y oigo muchas cosas, y eso es lo que siempre se dice de ellos. Se cuenta un chiste sobre que si la reina arrojara su corona por la ventana y se quedara enganchada en las astas de un ciervo, antes de un mes todo el ejército pastaría hierba.
— Y por lo que has oído, ¿crees realmente que esa duquesa, la futura reina, se unirá con la Orden sólo para incrementar su poder aunque eso suponga romper con la Tierra Central? —preguntó Zedd.
Ahern se encogió de hombros.
— No es más que una opinión personal, pero creo que eso hará.
— Ahern tiene razón —intervino Kahlan sin alzar la mirada, ocupada en pescar un pedazo de tubérculo del guiso—. Conozco a Cathryn Lumholtz y a su esposo, el duque. Aunque ella será la reina y él sólo su consejero, ambos piensan del mismo modo. El príncipe Fyren debía ser el nuevo rey, y yo creí que nos sería fiel pasara lo que pasase. Pero alguien de la Orden logró persuadirlo y nos traicionó. Estoy segura de que la Orden hará ofertas similares a Cathryn Lumholtz, y ella verá un modo de conseguir más poder.
— Si lo hace, y Ahern tiene razón, perderemos Kelton —concluyó el príncipe Harold, sirviéndose más pan—. Y si perdemos Kelton, otros lo seguirán.
— La cosa pinta muy mal —señaló Adie—. Nicobarese tiene problemas, Galea está debilitada después de perder a tantos soldados en Ebinissia, y si Kelton se decanta por la Orden, arrastrará con él a otros países con los que tiene tratos comerciales.
— Que a su vez arrastrarán a…
— Ya basta —ordenó Kahlan con un tono de tranquila pero indiscutible autoridad que silenció de inmediato a los presentes. Cuando estaban en una situación de la que no sabían cómo salir, Richard siempre le decía que pensara en la solución y no en el problema, pues si uno pensaba solamente en las razones por las que iba a fracasar, era imposible pensar en cómo vencer.
»Dejad de decirme por qué no podemos recuperar la unidad de la Tierra Central y por qué no podemos ganar. Ya sabemos que será difícil. Lo que tenemos que hacer es pensar soluciones.
— Bien dicho, Madre Confesora —dijo Zedd, sonriéndole por encima de la cuchara—. Creo que algo se nos ocurrirá. Para empezar, pase lo que pase, los países más pequeños permanecerán fieles a la Tierra Central. Debemos reunir a sus representantes en Ebinissia y empezar a reconstruir el Consejo.
— Tienes razón. Tal vez no sean países tan poderosos como Kelton, pero en su conjunto son muchos.
Kahlan se abrió el manto de piel. El chisporroteante fuego empezaba a calentar la habitación y el guiso también ayudaba, aunque si sudaba era por la preocupación. Se moría de ganas de que Richard se reuniera con ellos; él tendría ideas. Richard nunca se quedaba cruzado de brazos, paralizado, mientras los acontecimientos seguían su curso. Kahlan contempló a sus compañeros, cada uno de ellos inclinado sobre su cuenco y ceñudo, devanándose los sesos.
Adie fue la primera en intervenir.
— Bueno, estoy segura de que podríamos conseguir que algunas hechiceras de Nicobarese nos apoyaran. Sería una ayuda muy valiosa. Aunque algunas se nieguen a luchar, pues eso va contra sus convicciones, no se negarán a ayudar de otros modos. Ninguna de ellas desea ver a la Tierra Central en manos de la Sangre, ni de sus aliados: la Orden Imperial. Muchas de ellas conocieron el terror en el pasado y no querrán que se repita.
— Perfecto —sentenció Kahlan—. ¿Crees que podrías ir personalmente para convencerlas de que nos ayudaran, así como también a parte del ejército regular? Después de todo, esa guerra civil es parte de una guerra a mayor escala, y no se produciría si al menos algunos no estuvieran de parte de la Tierra Central.
Adie clavó en Kahlan sus blancos ojos por un momento.
— Si es por algo tan importante, desde luego lo intentaré.
— Gracias, Adie. ¿Alguien tiene otra idea? —preguntó a los demás.
Harold apoyó un codo sobre la mesa y frunció el entrecejo, pensativo.
— Creo —dijo agitando la cuchara— que si enviásemos una delegación oficial a algunos de los países más pequeños, podríamos convencerlos de que enviaran representantes a Ebinissia. La mayor parte de ellos tiene a Galea en alta estima y saben que la Tierra Central ha protegido su libertad. Nos ayudarán.
— Y tal vez —intervino Zedd con una astuta sonrisa— si yo visitara a esa reina Lumholtz, en calidad de Primer Mago claro está, podría persuadirla de que la Tierra Central sigue siendo poderosa.
Kahlan conocía a Cathryn Lumholtz pero no quería apagar las esperanzas de Zedd. Después de todo, ella había sido la que los había instado a pensar en soluciones y no en los problemas.
La aterrorizaba pensar que podría ser la Madre Confesora que perdiera la Tierra Central.
Al acabar la cena el príncipe Harold y el capitán Ryan fueron a ver a sus hombres, y Ahern, después de echarse el largo ropón sobre sus fornidos hombros, anunció que iba a echar un vistazo a sus caballos.
Cuando se hubieron marchado Zedd agarró a Jebra por un brazo. La joven estaba ayudando a Kahlan a recoger.
— ¿Vas a decirme ahora qué ves cada vez que me miras?
Jebra apartó sus ojos azules y trató de disimular recogiendo otra cuchara.
— No es nada.
— Si no te importa, eso lo juzgaré yo.
Jebra se detuvo y finalmente lo miró a los ojos.
— Alas —dijo.
Zedd enarcó una ceja.
— ¿Alas?
— Sí, te veo con alas. ¿Ves? No tiene sentido. Seguro que es una visión que no significa nada. Ya te dije que no era nada; a veces me pasa.
— ¿Sólo eso? ¿Alas?
— Bueno… —Jebra jugueteaba con su corto pelo rubio rojizo— estás en el aire, con esas alas que te he dicho, y te precipitas sobre una enorme bola de fuego. —Las finas arrugas que se formaban en los ángulos exteriores de los ojos se hicieron más profundas—. Mago Zorander, no sé qué significa esa visión. No es necesariamente un presagio, ya sabéis cómo funcionan a veces mis visiones, sino más bien una sensación. No sé qué significan, pues están revueltas.
Zedd la soltó.
— Gracias, Jebra. Si tienes otra visión, te agradeceré que me lo digas. —Jebra asintió—. Enseguida. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Los ojos de la muchacha se clavaron en el suelo y volvió a asentir. Con la cabeza ladeada hacia Kahlan, añadió:
— Círculos. Veo a la Madre Confesora corriendo en círculos.
— ¿Círculos? —Kahlan se aproximó a ella—. ¿Por qué corro en círculos?
— No lo sé.
— Bueno, ahora mismo me siento como si avanzara en círculos tratando de hallar el modo de volver a unir la Tierra Central.
— Sí, quizá sea eso —contestó una esperanzada Jebra.
Kahlan le sonrió.
— Tal vez sea eso. Tus visiones no siempre anuncian calamidades.
Todos se disponían a seguir recogiendo cuando Jebra tomó de nuevo la palabra.
— Madre Confesora, no debemos dejar a vuestra hermana sola con cuerdas.
— ¿Qué quieres decir?
Jebra suspiró.
— Sueña que se cuelga.
— ¿Quieres decir que has tenido una visión en la que se colgaba?
— Oh no, Madre Confesora, no he visto eso —la tranquilizó Jebra de inmediato—. Pero percibo su aura y veo que sueña que lo hace. Eso no significa que vaya a intentarlo, sólo que debemos vigilarla para que no tenga oportunidad de hacerlo antes de que se recupere.
— Un consejo muy sensato —dijo Zedd.
— Esta noche dormiré con ella —se ofreció Jebra mientras envolvía en un paño el pan sobrante.
— Gracias, Jebra. Ya acabaré yo de recoger. Tú ve a la cama, por si Cyrilla se despierta.
Después de que Jebra se instalara con su esterilla en el cuarto que ocupaba Cyrilla, Zedd, Adie y Kahlan acabaron de recoger. Luego Zedd colocó una silla frente al fuego para Adie. Con los dedos flojamente enlazados Kahlan se puso en pie, mirando las llamas.
— Zedd, cuando enviemos delegaciones a los países pequeños para que acudan a la sesión del Consejo en Ebinissia, sería más fácil convencerlos si fuese una delegación oficial de la Madre Confesora.
Zedd hizo una larga pausa.
— Todos piensan que la Madre Confesora está muerta. Si les informamos de que sigues viva, te convertirás en un objetivo, y la Orden se nos echaría encima antes de que pudiéramos reunir una fuerza suficiente.
Kahlan se volvió y agarró la túnica del mago.
— Zedd, estoy cansada de estar muerta.
El mago trató de tranquilizarla dándole palmaditas en el brazo.
— Eres la reina de Galea y, por el momento, tendrás que usar tu influencia como tal. Si la Orden Imperial descubre que sigues viva, tendremos más problemas de los que podamos solucionar.
— Pero si vamos a unir la Tierra Central, necesitaremos una Madre Confesora.
— Kahlan, sé que no deseas hacer nada que ponga en peligro la vida de los hombres que duermen fuera. Acaban de salir de una dura batalla y aún no se han recuperado. Necesitamos refuerzos. Si alguien descubre que eres la Madre Confesora, te convertirás en un objetivo y esos hombres deberán luchar para protegerte. Si debes luchar, que sea por algo que valga la pena. La situación es crítica; no la empeoremos.
Kahlan contemplaba las llamas apretando entre sí las yemas de los dedos.
— Zedd, yo soy la Madre Confesora. Me aterroriza pensar que seré la Madre Confesora que presida la destrucción de la Tierra Central. Yo nací Confesora. Es más que mi trabajo; es quién soy.
Zedd la abrazó.
— Querida, sigues siendo la Madre Confesora. Por el momento, debemos ocultar tu identidad. Necesitamos a la Madre Confesora. Cuando llegue el momento, volverás a presidir la Tierra Central, una Tierra Central mucho más fuerte que antes. Ten paciencia.
— Paciencia —murmuró ella.
— Pues sí —insistió Zedd, risueño—, la magia también requiere paciencia, ya lo sabes.
— Zedd tiene razón —intervino Adie—. El lobo que anuncia al rebaño que es un lobo, no sobrevive. Primero necesita un plan de ataque y espera hasta el último momento para que la presa no sepa que es él, el lobo, quien la persigue.
Kahlan se frotó los brazos. Había otra razón importante.
— Zedd —susurró, angustiada—, es que no aguanto más ese hechizo. Me está volviendo loca. Lo noto todo el tiempo; siento la muerte en cada partícula de mi ser.
El mago apoyó la cabeza de la joven en su hombro.
— Mi hija solía decir lo mismo. De hecho, usaba esas mismas palabras: «Siento la muerte en cada partícula de mi ser».
— ¿Cómo pudo soportarlo tantos años?
— Bueno —suspiró Zedd—, después de que Rahl el Oscuro la violara, sabía que si descubría que seguía viva, iría a por ella. No tenía elección. El deseo de protegerla a ella era más fuerte que el deseo de vengarme de él. Así pues, me la llevé a la Tierra Occidental, donde nació Richard, que fue otra razón para ocultarse. Si Rahl el Oscuro llegaba a descubrirlo, también hubiera ido a por Richard. Por eso lo soportó.
Kahlan se estremeció.
— Todos esos años. Yo no podría. ¿Cómo? ¿Cómo pudo aguantarlo?
— Bueno, no tenía alternativa y, además, al cabo de un tiempo llegó a acostumbrarse un poco y ya no era tan insoportable como al principio. Con el tiempo la sensación se atenúa ligeramente, ya lo verás. Además, esperemos que tú no tengas que soportarlo tantos años.
— Yo también lo espero.
La luz de las llamas titilaba en la faz del mago.
— También decía que tener a Richard era un gran alivio.
A Kahlan le dio un vuelco el corazón oír mencionar el nombre en voz alta y sonrió.
— De eso estoy segura. Pronto estará aquí. No permitirá que nada lo detenga. Como mucho se reunirá con nosotros en un par de semanas. Queridos espíritus, me parece que no podré esperar.
Zedd se rió entre dientes.
— Tienes tan poca paciencia como él. Estáis hechos el uno para el otro. Ya te ha cambiado la cara, hija —le dijo apartándole el pelo de la cara.
— Cuando Richard se reúna con nosotros y empecemos a unificar de nuevo la Tierra Central, podrás librarme de ese hechizo. Entonces la Tierra Central tendrá de nuevo una Madre Confesora.
— Sí. Cuanto antes mejor.
De pronto Kahlan frunció el entrecejo.
— Pero Zedd, si vas a visitar a la reina Cathryn y yo necesito quitarme de encima este hechizo, ¿cómo lo haré?
Zedd clavó de nuevo la mirada en las llamas.
— No podrás. Si anunciaras públicamente que eres la Madre Confesora, nadie lo creería; sería igual que si Jebra anunciara que es la Madre Confesora. El hechizo no desaparecerá sólo con que declares quién eres.
— ¿Y cómo me libraré de él?
Zedd suspiró.
— Sólo yo puedo hacerlo.
El miedo la atenazó. Aunque no quería decirlo en voz alta, si algo le sucedía a Zedd, quedaría para siempre atrapada por ese hechizo.
— Tiene que haber otro modo de anularlo. Tal vez Richard…
— No. Aunque Richard aprendiera a ser mago, no podría eliminar la red. Sólo yo puedo hacerlo.
— ¿No hay otro modo?
— Sí. —La miró a los ojos—. En el caso de que alguien que posee el don deduzca por sí mismo tu identidad. Esa persona, al verte, se daría cuenta de quién eres y lo anunciaría en voz alta, entonces el hechizo se rompería y todos sabrían quién eres.
Era casi imposible. Kahlan sintió que sus esperanzas morían. Se agachó y añadió otra rama al fuego. El único modo de librarse del hechizo de muerte era que Zedd lo anulara, y Zedd no lo haría hasta que considerara que había llegado el momento.
Como Madre Confesora no podía ordenar a un mago que hiciera algo que ambos sabían que no estaba bien.
Mientras contemplaba cómo las chispas ascendían, se animó. Pronto Richard estaría con ellos y entonces sería más soportable. Cuando Richard estuviera con ella, ya no pensaría en el hechizo; estaría demasiado ocupada besándolo.
— ¿De qué ríes? —preguntó Zedd.
— ¿Qué? Oh, no es nada. —Kahlan se puso en pie y se limpió las manos en los pantalones—. Voy a echar un vistazo a los hombres. Creo que un poco de aire fresco me ayudará a olvidar el hechizo de muerte.
Ciertamente el aire fresco le hizo bien. De pie en el claro situado delante de la pequeña granja inspiró profundamente. Qué agradable era el olor del fuego. Recordó la marcha de los días previos, cuando notaba helados los pies y los dedos, y las orejas le quemaban por la mordedura del frío, la nariz le goteaba y ella soñaba despierta con humo, pues significaba el calor de un fuego.
Mientras echaba a caminar alzó la vista hacia las estrellas. El vaho de su respiración flotaba lentamente en el aire calmado de la noche. Vio los fuegos que salpicaban el pequeño valle y oyó el murmullo de las conversaciones de los hombres reunidos alrededor de las pequeñas hogueras. Se alegró de que también ellos aquella noche pudieran disfrutar de un fuego. Muy pronto estarían en Ebinissia y las penalidades acabarían.
Kahlan inspiró una profunda bocanada de aire frío, tratando de quitarse el hechizo de la cabeza. Las estrellas que cuajaban el cielo relucían como las chispas de una enorme hoguera. Se preguntó qué estaría haciendo Richard en esos momentos, si seguía cabalgando o dormía. Ansiaba verlo, pero también deseaba que descansara lo suficiente. Tenía ganas de dormir entre sus brazos. Al pensarlo sonrió.
Una franja de estrellas pareció apagarse, pero casi inmediatamente volvieron a relucir. Kahlan frunció el entrecejo. ¿Realmente había visto cómo se oscurecían por un instante? Debía de ser su imaginación.
Entonces oyó un ruido sordo, como si algo golpeara contra el suelo. Nadie dio la alarma. Sólo existía una cosa capaz de superar la línea de defensores sin alertarlos. Kahlan notó que se le ponía la carne de gallina, y esta vez no era el hechizo.
Rápidamente desenvainó su cuchillo.