12

— Para ya —refunfuñó Tobias Brogan—. La gente va a creer que tienes pulgas.

En la avenida bordeada por majestuosos arces a ambos lados, cuyas intrincadas ramas desnudas se abrazaban por encima de sus cabezas, los dignatarios y altos funcionarios de los diferentes países se apeaban de sus lujosos carruajes para recorrer a pie la distancia que los separaba del Palacio de las Confesoras. Las tropas d’haranianas eran como las riberas del incesante río de invitados que iban llegando.

— No puedo evitarlo, lord general —protestó Lunetta, sin dejarse de rascar—. Desde que llegamos a Aydindril me pican los brazos. Nunca había sentido nada igual.

La gente que se unía a la riada de invitados la miraban sin rebozo. Con sus pobres harapos destacaba como un leproso en una coronación. Pero ella era ajena a las miradas de burla o, si las percibía, las interpretaba como muestras de admiración. En multitud de ocasiones había declinado ponerse los vestidos que Tobias le ofrecía, con la excusa de que ninguno podía igualarse con sus «galas». Y puesto que parecían mantenerle la mente ocupada y lejos de la lacra del Custodio, él nunca insistió demasiado en que se pusiera otra cosa, por no mencionar que consideraba blasfemo que alguien tocado por el mal pareciera grato a la vista.

Ellos iban ataviados con sus más elegantes ropas, abrigos y pieles. Aunque algunos exhibían ornamentadas espadas, Tobias habría jurado que solamente eran decorativas y que ninguno de ellos la había desenvainado nunca con miedo y mucho menos con ira. Cuando el viento abría alguna capa, podía entrever las espléndidas galas de las mujeres, así como el resplandor del sol del ocaso en las joyas que adornaban cuellos, muñecas y dedos. Era como si todos ellos estuvieran tan ilusionados por haber sido invitados al Palacio de las Confesoras para conocer al nuevo lord Rahl, que no percibían la amenaza de los soldados de D’Hara. Por sus sonrisas y su cháchara, parecían ansiosos por congraciarse con el nuevo lord Rahl.

— Si no paras ahora mismo de rascarte —la amenazó entre dientes—, te ataré las manos a la espalda.

Lunetta dejó caer las manos a los lados, se detuvo y lanzó un grito ahogado. Tobias y Galtero alzaron los ojos hacia los cuerpos empalados a ambos lados del paseo, un poco más adelante. Al acercarse se dieron cuenta de que no eran humanos, sino seres con escamas que solamente el Custodio podría haber concebido. Un hedor tan denso como el vaho que se alza en una ciénaga los envolvió mientras avanzaban, y contuvieron la respiración por temor a contaminarse los pulmones si lo respiraban.

En algunos postes solamente habían clavado cabezas; en otros, cuerpos enteros; y en otros, partes de cuerpos. Algunas bestias mostraban tremendos tajos y otras habían sido cercenadas por la mitad y sus entrañas colgaban congeladas de lo que quedaba de ellas, lo cual indicaba que se había librado un brutal combate.

Era como caminar en medio de un monumento a la maldad, como traspasar las puertas del inframundo.

Los demás invitados se tapaban la nariz con lo que tenían a mano. Algunas de las peripuestas damas sufrieron desvanecimientos y sus sirvientes acudieron a su ayuda para abanicarlas con pañuelos o frotar sus frentes con un poco de nieve. Algunos se quedaban mirando con expresión atónita, mientras que otros temblaban tan intensamente que Tobias oía el castañeteo de sus dientes. Tras soportar todas esas desagradables imágenes y olores, todo el mundo se hallaba en estado de ansiedad o de alarma declarada. Tobias, acostumbrado a tratar con el mal, contempló al resto de invitados con desdén.

En respuesta a uno de los trastornados diplomáticos, un soldado d’haraniano que flanqueaba la avenida contó que aquellos seres habían atacado la ciudad y que lord Rahl los había matado. El ánimo de los invitados mejoró notablemente y siguieron avanzando parloteando sobre el honor que supondría conocer a alguien como el nuevo lord Rahl, el amo de D’Hara. Eufóricas risitas llenaron el gélido aire.

— Mientras estaba fuera, antes de que comenzaran los cánticos, los soldados que rodean la ciudad aún se mostraban conversadores y me dijeron que anduviera con cuidado, pues se habían producido ataques de seres invisibles y que muchos de sus hombres así como viandantes habían sido asesinados —dijo Galtero por lo bajo.

Tobias recordó que la anciana les había dicho que unos seres escamosos —de cuyo nombre no se acordaba en esos momentos— aparecían salidos de la nada y destripaban a los inocentes con los que se topaban. Según Lunetta, la mujer no mentía. Así pues, ésas debían de ser las bestias a las que se refería.

— Qué casualidad que lord Rahl llegara justo a tiempo de matar a esos seres y salvar la ciudad.

— Mriswith —dijo Lunetta.

— ¿Qué?

— La mujer dijo que los seres se llamaban mriswith.

— Sí, creo que tienes razón. Mriswith.

Columnas blancas descollaban a la entrada del palacio. Pasando entre las hileras de soldados atravesaron las puertas blancas talladas, abiertas de par en par, y penetraron en un imponente vestíbulo iluminado con ventanas de cristal azul pálido entre columnas de mármol blanco pulido coronadas con capiteles dorados. Tobias Brogan sintió como si acabara de penetrar en el vientre del mal y se dijo que en lugar de temblar ante cuerpos sin vida, los demás invitados deberían echarse a temblar ante aquel monumento vivo a la blasfemia que los rodeaba.

Tras recorrer elegantes pasadizos y cámaras con suficiente granito y mármol para levantar una montaña, por fin atravesaron unas altas puertas de madera de caoba y entraron en una enorme sala rematada por una cúpula. El techo se adornaba con frescos de hombres y mujeres. Alrededor del borde inferior de la cúpula se abrían ventanas de forma redonda que dejaban entrar la menguante luz y revelaban las nubes que se agrupaban en el cielo del atardecer. Al otro lado de la sala, sobre un estrado semicircular, se veía un espléndido escritorio tallado y sillas desocupadas.

Unos arcos dispuestos a lo largo de los muros cubrían el acceso a unas escaleras que conducían a galerías con columnatas, bordeadas con sinuosas barandillas de madera de caoba pulimentada. Tal como Brogan comprobó, las galerías estaban atestadas de gente; no nobles vestidos de tiros largos como en el piso principal, sino gente humilde. Los demás invitados también se habían percatado y miraban con desaprobación a la chusma que se agolpaba tras las barandillas. Por su parte, la gente de las galerías procuraba apartarse de las barandas como si buscara refugio en la oscuridad, quizá por temor a ser reconocidos y que les pidieran cuentas por osar asistir a tan magnífica ceremonia. Lo habitual era que un mandatario primero se diera a conocer a personas con poder y luego al pueblo.

Haciendo caso omiso del público en las galerías, los invitados se desplegaron por el suelo de mármol ajedrezado, manteniendo la distancia entre ellos y los representantes de la Sangre de la Virtud, aunque trataban de aparentar que no los evitaban intencionalmente sino por mero azar. Mientras buscaban con expectantes miradas a su anfitrión, intercambiaban comentarios en susurros. Con sus ricas vestiduras parecían parte de las elaboradas tallas y cuidados motivos decorativos; ninguno de ellos se mostraba turbado por la magnificencia del Palacio de las Confesoras. Brogan supuso que debían de ser invitados habituales. Aunque nunca antes había estado en Aydindril, conocía a un cortesano adulador en cuanto lo veía pues su propio rey había estado siempre rodeado por ellos.

Lunetta se mantenía cerca de él, apenas interesada en la imponente arquitectura que la rodeaba. Seguía sin darse cuenta de las miradas de las que era objeto, si bien ahora eran menos numerosas, pues los invitados estaban más interesados en mirarse entre sí y en la perspectiva de conocer por fin a lord Rahl que en la extraña mujer escoltada por dos hombres de la Sangre de la Virtud. Galtero recorría con la mirada la enorme sala sin fijarse en la opulencia sino sólo en la gente, los soldados y las salidas. Las espadas que él y Tobias Brogan llevaban no eran decorativas.

Pese a su repugnancia, Tobias no podía evitar maravillarse de encontrarse en el lugar desde el cual las Madres Confesoras y los magos habían movido los hilos de poder de la Tierra Central. Ése era el lugar desde el que durante miles de años el consejo había defendido y preservado la unidad y la magia. Ése era el lugar desde el que el Custodio extendía sus tentáculos.

Pero esa unidad se había roto. La magia ya no dominaba al ser humano y no contaba con la protección del consejo. La edad de la magia había tocado a su fin. La Tierra Central estaba acabada. Muy pronto el Palacio de las Confesoras se llenaría de capas de color carmesí y sólo miembros de la Sangre de la Virtud se sentarían en aquel estrado. Brogan sonrió; los hechos se sucedían inexorablemente hacia un final providencial.

Un hombre y una mujer se fueron aproximando a ellos con lo que a Brogan se le antojó una actitud resuelta. La mujer, con una gran mata de pelo negro y cortos rizos que le enmarcaban el maquillado rostro, se inclinó hacia él en gesto despreocupado y comentó:

— Nos han invitado y ni siquiera nos dan nada para comer. —Mientras esperaba una respuesta se alisó las puntillas que adornaban la pechera de su vestido amarillo, y sus labios de un rojo imposible dibujaban una educada sonrisa. En vista de que él nada decía, insistió—: Teniendo en cuenta lo precipitado de la invitación, es de lo más vulgar no ofrecer siquiera un poco de vino, ¿no os parece? Después de tratarnos de un modo tan grosero supongo que no esperará que aceptemos de nuevo su invitación.

— ¿Conocéis a lord Rahl? —preguntó Brogan, las manos enlazadas en la espalda.

— Es posible que lo haya visto antes; no recuerdo. —La mujer se quitó una mota, que él no pudo ver, de uno de sus hombros desnudos, dando así la oportunidad incluso a alguien situado al otro extremo de la sala de que viera el resplandor que lanzaban las sortijas de los dedos—. He sido invitada a tantas ceremonias de este tipo en palacio que me cuesta recordar a todas las personas que han querido conocerme. Después de todo, tras el asesinato del príncipe Fyren, el duque Lumholtz y yo misma somos los nuevos líderes.

»Pero sí sé que no me había encontrado nunca en este palacio a alguien de la Sangre de la Virtud —añadió, sonriendo afectadamente—. Después de todo, el consejo siempre consideró que la Sangre era demasiado entrometida. Yo no lo creo, por supuesto, pero el consejo le prohibió practicar su… «arte» fuera de su país de origen. Claro que ahora nos hemos quedado sin consejo. Fue espantoso el modo en que fueron asesinados justo aquí mismo, mientras deliberaban sobre el futuro de la Tierra Central. ¿Qué os trae aquí, señor?

— He sido «invitado»; lo mismo que vos —respondió Brogan, con la mirada puesta en los soldados que cerraban las puertas. Mientras echaba a andar hacia el estrado, se acarició suavemente el mostacho con los nudillos.

La duquesa Lumholtz lo acompañó.

— He oído que la Orden Imperial tiene en muy alta estima a la Sangre de la Virtud.

El hombre que la acompañaba llevaba una chaqueta azul recamada en oro y actuaba con porte de autoridad. Escuchaba con forzada indiferencia mientras aparentaba tener la atención fija en otra cosa. Por su pelo oscuro y sus pobladas cejas Tobias adivinó que era kelta. Los keltas habían sido de los primeros en aliarse con la Orden Imperial y salvaguardaban con celo su estatus dentro de la organización. También sabían que la Orden respetaba la opinión de la Sangre de la Virtud.

— Con lo mucho que habláis, señora, me sorprende que hayáis oído algo.

El rostro de la mujer se puso tan rojo como sus labios. Tobias Brogan se ahorró su previsible réplica airada, pues la muchedumbre que llenaba la sala se alborotó. Como su estatura no le permitía ver por encima de las cabezas vueltas esperó con paciencia, pues sabía que con toda probabilidad lord Rahl se dirigiría a ellos desde el estrado. Se había situado estratégicamente en previsión de ello: lo suficientemente cerca para evaluarlo pero no tan cerca para llamar la atención. A diferencia de los demás invitados, él era consciente de que aquello no era un acto social. Muy probablemente la noche sería muy movida, y él prefería quedarse a la sombra. A diferencia de los estúpidos que revoloteaban a su alrededor, Tobias Brogan sabía cuándo se imponía la prudencia.

Al otro lado de la sala la gente se apartaba a toda prisa para dejar paso a un grupo de soldados de elite. Los seguían una fila de impresionantes piqueros, que fueron rompiendo la formación en parejas para formar un pasillo acorazado libre de invitados. Por su parte, los soldados se desplegaron delante del estrado cual sombría cuña protectora de músculos y acero. La rápida precisión resultaba impresionante. Oficiales de alto rango desfilaron por el pasillo recién abierto hasta el estrado. Por encima de la cabeza de Lunetta Brogan buscó la gélida mirada de Galtero. No, eso no era un acto meramente social.

La multitud murmuraba nerviosa e impaciente mientras esperaba para ver qué pasaría a continuación. Por los susurros que llegaron hasta él, Brogan supo que ese despliegue no tenía precedentes en el Palacio de las Confesoras. Airados dignatarios mascullaban su indignación sobre lo que consideraban un intolerable uso de la fuerza armada en las cámaras del consejo, donde hasta entonces había primado siempre la negociación.

Brogan despreciaba la diplomacia; la sangre funcionaba mejor y dejaba una impresión más duradera. Al parecer, el nuevo lord Rahl también lo sabía, aunque no así el mar de obsequiosos rostros que atestaban la sala.

Tobias sabía qué quería ese nuevo lord Rahl. Era previsible. Después de todo, los d’haranianos habían soportado gran parte de la carga de la Orden Imperial. En las montañas habían encontrado un ejército, formado sobre todo por d’haranianos, que se dirigía a Ebinissia. Los d’haranianos habían tomado Aydindril, la habían pacificado y después habían cedido el dominio sobre la ciudad a la Orden Imperial. En nombre de la Orden se habían jugado el cuello para combatir a los rebeldes, mientras que otros, como el duque Lumholtz, ocupaban las posiciones de poder y daban las órdenes esperando que los d’haranianos cayeran bajo las armas enemigas.

Sin duda lord Rahl pretendía reclamar una posición de poder dentro de la Orden Imperial e iba a coaccionar a los dignatarios reunidos para que aceptaran. Brogan deseó que les hubieran ofrecido comida para así ver cómo esos intrigantes representantes se atragantaban al oír las exigencias de lord Rahl.

Los dos d’haranianos que entraron a continuación eran tan grandes que Tobias pudo verlos por encima de las cabezas de la multitud. Cuando quedaron totalmente a la vista y percibió su armadura de cuero, la cota de mallas y afilados brazales por encima de los codos, Galtero le susurró sobre la cabeza de Lunetta:

— He visto a esos dos antes.

— ¿Dónde? —susurró a su vez Tobias.

— Por ahí, en la calle.

Tobias Brogan volvió la cabeza y para su asombro vio a tres mujeres ataviadas de cuero rojo que seguían a los dos ciclópeos d’haranianos. Por los informes que había oído supo que se trataba de mord-sith. Las mord-sith tenían fama de ser enemigas de cualquiera con poderes mágicos que se opusiera a ellas, por lo que en una ocasión Tobias había tratado de hacerse con los servicios de una. Pero la mord-sith le había respondido que ellas solamente servían al amo de D’Hara y no consentían que nadie les hiciera propuestas de ningún tipo. Al parecer, no se vendían por nada.

Si las mord-sith pusieron nerviosa a la muchedumbre, lo que llegó a continuación la aterrorizó. A más de uno se le desencajó la mandíbula al ver a una bestia monstruosa con garras, colmillos y alas. Incluso Brogan acusó la llegada del gar. Los gars de cola corta eran bestias salvajemente agresivas y sedientas de sangre capaces de comerse cualquier ser vivo. Tras la caída del Límite en la primavera pasada, los gars habían causado no pocos problemas a la Sangre de la Virtud. De momento el monstruo caminaba tranquilo tras las tres mujeres. Tobias comprobó que tenía la espada presta para ser desenvainada y reparó en que Galtero hacía lo mismo.

— Por favor, lord general —lloriqueó Lunetta, rascándose frenéticamente los brazos—, vámonos ahora mismo.

Brogan la agarró por un brazo, se la acercó violentamente y le susurró furiosamente al oído:

— Prestarás atención a ese lord Rahl o tendré que pensar que ya no me sirves para nada. ¿Entendido? ¡Y deja de rascarte!

— Sí, lord general —dijo ella con lágrimas en los ojos.

— Presta atención a lo que dice.

Lunetta asintió. Los dos enormes d’haranianos tomaron posiciones a ambos extremos del estrado, las tres mujeres se dispusieron entre ellos dejando vacío un lugar en el centro, seguramente para lord Rahl cuando por fin se dignara aparecer. El gar descollaba detrás de las sillas.

La mord-sith rubia situada próxima al centro del estrado recorrió la sala con una penetrante mirada azul que conminaba al silencio.

— Pueblo de la Tierra Central —dijo, señalando a la nada encima del escritorio—. Os presento a lord Rahl.

En el aire se formó una sombra. De repente apareció una capa negra, que se abrió y allí, sobre el estrado, apareció un hombre.

Las personas situadas en primera fila retrocedieron, alarmadas. Unos cuantos invitados lanzaron gritos de terror, algunos suplicando la protección del Creador, otros implorando la intercesión de los espíritus, y otros se postraban de hinojos. Mientras que muchos se quedaban paralizados por la sorpresa, algunos de los portadores de espadas decorativas las desenvainaron por primera vez debido al miedo. Pero un oficial d’haraniano situado al frente advirtió con voz gélida y calmada que todo el mundo guardara las armas y, aunque de mala gana, las espadas regresaron a sus fundas.

Lunetta contemplaba al hombre rascándose furiosamente pero esta vez Brogan no la riñó; incluso él notaba cómo la piel se le erizaba por la maldad de la magia.

El hombre subido sobre el escritorio esperó pacientemente que la multitud se calmara antes de tomar la palabra.

— Soy Richard Rahl, llamado por los d’haranianos lord Rahl —anunció con voz serena—. Otros pueblos me llaman con otros nombres. Las profecías escritas en el pasado remoto, antes del nacimiento de la Tierra Central, me dan otro apelativo. —Se bajó del escritorio para colocarse entre las mord-sith—. Pero ahora estoy aquí para hablaros del futuro.

Aunque no era tan fornido como los dos d’haranianos plantados a cada extremo del curvado pupitre, era alto, musculoso, de complexión fuerte y sorprendentemente joven. Iba vestido sin pretensiones con capa negra, botas altas, pantalones oscuros y una camisa sencilla, lo cual chocaba en alguien al que llamaban «lord». Aunque era imposible no fijarse en la reluciente vaina de plata y oro que le colgaba de una cadera, por su aspecto cualquiera lo hubiera tomado por un simple guardabosque. A Tobias le pareció que estaba cansado, como si soportara una montaña de responsabilidad sobre sus espaldas.

Brogan no era un bisoño en el combate y, por la armonía de sus movimientos, por el modo en que llevaba el tahalí en bandolera y por cómo la espada se acomodaba a sus movimientos, se dio cuenta de que no era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera. En su caso la espada no era un mero elemento decorativo, sino un arma. Parecía un hombre que últimamente hubiese tomado muchas decisiones desesperadas y que hubiera pasado por duros trances. Pese a su humilde aspecto externo lo rodeaba un halo de autoridad y exhibía un comportamiento que atraía la atención.

Muchas de las invitadas ya habían recuperado la compostura y le lanzaban insinuantes sonrisas acompañadas de tiernas miradas, que era su modo de congraciarse con quienes ejercían el poder. Se habrían comportado igual aunque el hombre no fuese tan toscamente atractivo, aunque quizá con menos sinceridad. Lord Rahl o bien no se enteró de sus intentos de seducción o bien prefirió no darse por enterado.

Eran sus ojos lo que interesaba a Tobias Brogan; él consideraba que los ojos son el espejo del alma, y raramente lo decepcionaban. Cuando la acerada mirada de lord Rahl se posaba en algunas personas, éstas retrocedían involuntariamente y otras rebullían inquietas. Cuando por fin esos ojos se volvieron en su dirección y se posaron en él, Tobias le tomó la medida de su corazón y su alma.

Esa breve mirada le bastó para saber que lord Rahl era un hombre muy peligroso.

Pese a que era joven y le disgustaba ser el centro de todas las miradas, estaba dispuesto a luchar hasta la última gota de sangre. Brogan había visto ojos como ésos antes; eran los ojos de alguien capaz de tirarse por un precipicio en pos de su presa.

— Lo conozco —dijo Galtero.

— ¿Qué? ¿Cómo?

— Hoy, cuando recogía testigos, me topé con él. Traté de detenerlo para que lo interrogarais, pero esos dos enormes guardias de allí aparecieron y se lo llevaron.

— Qué lástima, habría sido…

El súbito silencio lo animó a alzar los ojos. Lord Rahl lo miraba fijamente con sus penetrantes y grises ojos de ave rapaz.

Entonces esos ojos se posaron en Lunetta, que se quedó como paralizada. Sorprendentemente lord Rahl esbozó una leve sonrisa.

— De todas las mujeres que hay en el baile —le dijo— tu vestido es el más bonito.

Lunetta no cabía en sí de contento. Tobias a punto estuvo de soltar la carcajada; lord Rahl acababa de transmitir un hiriente mensaje al resto de los reunidos: a sus ojos, su posición social no valía nada. Brogan empezaba a divertirse. Tal vez la Orden Imperial saldría ganando con un hombre como ése entre sus líderes.

— La Orden Imperial cree que ha llegado el momento de que el mundo se unifique bajo una ley común: la suya —dijo lord Rahl—. Según ellos, la magia es responsable de todos los defectos, las desgracias y los problemas de la humanidad. Según ellos, la maldad sólo se debe a la influencia externa de la magia y ha llegado el momento de erradicar la magia del mundo.

Algunos mascullaron su conformidad y otros su escepticismo, aunque la mayoría guardó silencio. Lord Rahl puso un brazo encima de la silla de mayor tamaño, la situada en el centro, y prosiguió:

— Para llevar a cabo su plan a la luz de su autoproclamada causa divina, no respetarán la soberanía de ningún país. Desean dominar todas las tierras y encarar el futuro todos unidos y sometidos a la Orden Imperial.

Hizo una breve pausa para mirar a muchos de la multitud.

— La magia no es una fuente de mal. Eso es lo que ellos dicen para justificar sus acciones encaminadas a ganar el poder.

Los susurros llenaron la sala y surgieron muchas discusiones en tono apagado. La duquesa Lumholtz avanzó, reclamando atención, y sonrió a lord Rahl antes de inclinar la cabeza.

— Lord Rahl, todo eso que decís es muy interesante, pero la Sangre de la Virtud —hizo un breve gesto con la mano hacia Tobias Brogan, al que lanzó una gélida mirada— afirma que toda la magia surge del Custodio.

Brogan permaneció inmóvil y en silencio. Lord Rahl no lo miró a él, sino que no apartó la vista de la duquesa.

— El nacimiento de un niño también es mágico. ¿Llamáis a eso el mal?

La duquesa impuso silencio a la multitud de su espalda alzando una mano con imperioso ademán.

— La Sangre de la Virtud predica que es el Custodio quien crea toda la magia y que, por tanto, la magia sólo puede ser el mal encarnado.

Tanto del sector de los nobles como del pueblo llano salieron gritos de apoyo. Esta vez fue lord Rahl quien alzó una mano para imponer silencio.

— El Custodio es el destructor, el azote de la luz y la vida, es el hálito de la muerte. A mí me han enseñado que es el Creador, con su poder y majestad, el hacedor de todas las cosas. —Casi todos los presentes gritaron que era cierto.

»En ese caso, creer que la magia proviene del Custodio es blasfemia. ¿Acaso el Custodio podría crear un recién nacido? Si atribuimos el poder de crear, que es exclusivo del Creador, al Custodio le estamos dando una capacidad para la bondad que únicamente es del Creador. El Custodio no crea; y afirmar lo contrario es una herejía.

El silencio se abatió sobre la sala cual paño mortuorio. Lord Rahl miró a la duquesa con la cabeza ladeada.

— ¿Acaso os habéis adelantado para confesaros hereje? ¿O para acusar a otra persona de hereje para beneficio propio?

Con un rostro nuevamente tan rojo como los labios, la duquesa retrocedió varios pasos hasta colocarse junto a su marido, el duque. Éste, que había perdido la calma, blandió un dedo hacia lord Rahl.

— Los juegos de palabras no cambian el hecho de que la Orden Imperial combate el mal del Custodio y que ha venido para unirnos a todos contra él. La magia niega ese derecho a los hombres. Yo soy kelta y orgulloso de serlo, pero ha llegado el momento de que los países frágiles y solos se unan. Kelton ha parlamentado largamente con la Orden Imperial, cuyos miembros han demostrado ser gente decente y civilizada que buscan la paz de todos los pueblos.

— Un noble ideal —replicó lord Rahl con calma—, aunque era el mismo que unía a la Tierra Central y que traicionasteis por avaricia.

— La Orden Imperial es diferente; ofrece verdadera fuerza y paz duradera.

Lord Rahl fulminó al duque con la mirada.

— Sí, la paz de los cementerios. Hace poco —dijo, dirigiéndose a la multitud —un ejército de la Orden Imperial arrasó el corazón de la Tierra Central en busca de adhesiones. Muchos se rindieron y se unieron a ellos. Los dirigía un general d’haraniano llamado Riggs junto con oficiales de diferentes nacionalidades, además de un mago de sangre kelta llamada Slagle.

»Ese ejército de más de cien mil hombres atacó Ebinissia, la capital de Galea. La Orden Imperial pidió a todos los habitantes de la ciudad que se unieran a ellos y se sometieran a la Orden. Es decir, se les pedía que traicionaran a la Tierra Central y renegaran de su compromiso con la unidad y la defensa común que representaba la Tierra Central. Pero los valientes habitantes de Ebinissia se negaron.

El duque abrió la boca para decir algo, pero por primera vez la voz de lord Rahl adoptó un tono amenazador que lo dejó sin palabras.

— El ejército de Galea defendió la ciudad hasta el último hombre. El hechicero usó su poder para abrir una brecha en las murallas de la ciudad por la que la Orden Imperial irrumpió. Tras eliminar a los defensores galeanos, muy inferiores en número, la Orden Imperial no ocupó la ciudad sino que la recorrió como una manada de animales salvajes, violando, torturando y asesinando a pobres inocentes.

Con la mandíbula tensa, lord Rahl se inclinó sobre el escritorio y señaló con un dedo al duque Lumholtz.

— La Orden masacró a todos los seres vivos de Ebinissia: viejos, jóvenes y recién nacidos. Empalaron a pobres mujeres embarazadas para matar tanto a la madre como al hijo por nacer.

Con la cara roja de rabia, dio un puñetazo en la mesa que sobresaltó a todos los presentes.

— ¡Con ese acto, la Orden Imperial demostró que todo lo que dice son mentiras! Ha perdido el derecho de predicar a los demás qué está bien y qué está mal. Son depravados. Los mueve un único objetivo: vencer y someter. Masacraron a la gente de Ebinissia para demostrar qué les sucedería a todos lo que no se rindieran.

»No se detendrán por fronteras ni por argumentos. ¿Qué ética se puede esperar de hombres que han manchado sus espadas con la sangre de recién nacidos? Que nadie ose plantarse ante mí y tratar de convencerme de lo contrario; la Orden Imperial no tiene perdón. Ha mostrado los colmillos que oculta detrás de sus sonrisas, ¡y por los espíritus que han perdido el derecho de hablar como si poseyeran la verdad!

Lord Rahl inspiró hondo para tranquilizarse y se enderezó.

— Tanto los inocentes que murieron a espada como quienes empuñaban esas espadas perdieron mucho ese día. Unos perdieron la vida y los otros perdieron su humanidad y el derecho de ser escuchados, y mucho menos de ser creídos. Ellos, y cualquiera que se una a ellos, son mis enemigos.

— ¿Y quiénes eran esas tropas? —preguntó alguien—. Vos mismo habéis admitido que la mayoría eran d’haranianos. Vos sois el líder de los d’haranianos. Cuando el Límite cayó, la primavera pasada, los d’haranianos atacaron y cometieron atrocidades muy similares a las que habéis expuesto. Aunque Aydindril se ahorró sus crueldades, muchas otras ciudades y pueblos sufrieron el mismo destino que Ebinissia pero a manos de D’Hara. ¿Y ahora nos pedís que creamos en vos? No sois mejor que la Orden.

Lord Rahl asintió.

— Lo que decís sobre D’Hara es cierto. Entonces D’Hara estaba gobernada por Rahl el Oscuro, mi padre, aunque yo no lo conocía. Rahl el Oscuro no me crió, ni me educó en su maldad. Sus propósitos eran muy parecidos a los de la Orden Imperial: conquistar todas las tierras y gobernar sobre todo el mundo. Pero mientras que la Orden es una causa monolítica, la suya era una empresa personal. Además de usar la fuerza bruta, también usaba la magia, como la Orden.

»Yo me opongo a todo lo que Rahl el Oscuro representaba. Él no se detenía ante ninguna maldad para lograr lo que quería: torturó y mató a un número incontable de inocentes y eliminó la magia para que no pudiera usarse contra él, como la Orden pretende hacer.

— En ese caso, sois igual que él.

— No, no lo soy. Yo no ansío el poder. Si empuño una espada es únicamente para luchar contra la opresión. Combatí del lado de la Tierra Central contra mi padre y no me quedó más remedio que matarlo por sus crímenes. Pero luego, con su perversas artes mágicas, logró regresar del inframundo y yo tuve que usar magia para detenerlo y devolver su espíritu al Custodio. Usé de nuevo la magia para cerrar una puerta por la que el Custodio enviaba a sus sicarios a este mundo.

Brogan hizo rechinar los dientes. Sabía por experiencia que los poseídos muchas veces trataban de ocultar su verdadera naturaleza vanagloriándose del valor con que habían luchado contra el Custodio y sus sicarios. Había oído tantas historias falsas que había aprendido a reconocerlas como un modo de enmascarar la verdadera maldad del corazón. Los seguidores del Custodio eran demasiado cobardes para mostrarse realmente como eran y se ocultaban detrás de alardes y cuentos inventados.

De hecho, hubiese llegado antes a Aydindril de no haberse topado con tantos focos de perversidad en el mismo Nicobarese. Ciudades y pueblos en los que todo el mundo parecía llevar una vida piadosa resultaron estar corrompidos por el mal. Cuando fueron interrogados como es debido, algunos de los más ardientes defensores de la virtud se confesaron blasfemos y revelaron los nombres de las streganicha y los poseídos que vivían en el vecindario y que los habían pervertido con su magia.

Se imponía la purificación. Había sido necesario purificar con el fuego ciudades enteras hasta no dejar ni siquiera un letrero que condujera hasta esas guaridas del Custodio. La Sangre de la Virtud había cumplido la voluntad del Creador, aunque para ello necesitó tiempo y esfuerzo.

Furioso, Brogan prestó de nuevo atención a las palabras de lord Rahl.

— Si asumo este reto es solamente porque me ha sido confiada la espada. Os pido que me juzguéis no por quien fue mi padre sino por mis actos. Yo no asesino a inocentes indefensos; la Orden Imperial, sí. Hasta que no viole la confianza de las personas honestas, tengo el derecho de que se me juzgue también con honestidad.

»No puedo presenciar de brazos cruzados la victoria de esos hombres malvados; pienso luchar con todos los medios a mi alcance, lo cual incluye la magia. Quien se alíe con los asesinos, no encontrará clemencia bajo mi espada.

— Nosotros sólo queremos la paz —gritó alguien.

Lord Rahl asintió.

— Ojalá reinara la paz y pudiera regresar a mi hogar, a mis amados bosques y llevar una vida sencilla. Pero no puedo, del mismo modo que tampoco podemos regresar a la inocencia de nuestra infancia. Me ha sido impuesta una responsabilidad. Quien dé la espalda a los inocentes que necesitan ayuda se convierte en cómplice de los atacantes. Es en nombre de los inocentes y los desamparados que empuño esta espada y libro esta batalla.

Lord Rahl apoyó de nuevo el brazo en la silla del centro.

— Ésta es la silla de la Madre Confesora. Durante miles de años las Madres Confesoras gobernaron la Tierra Central con mano benevolente y lucharon por mantener la unidad, para que los diferentes pueblos de la Tierra Central vivieran en paz como buenos vecinos, gozando de libertad y sin temer las amenazas externas. —Lord Rahl observó todos aquellos ojos clavados en él—. El consejo trató de romper la unidad y la paz que representan esta sala, este palacio y esta ciudad; esa unidad y esa paz que recordáis con nostalgia. Unánimemente la condenaron a muerte y la ejecutaron.

Lentamente lord Rahl desenvainó la espada y la dejó sobre la mesa, donde todos pudieran verla.

— Como ya os he dicho, se me conoce con diferentes nombres, uno de los cuales es Buscador de la Verdad, título que me fue impuesto por el Primer Mago. Llevo la Espada de la Verdad por derecho. Anoche, ejecuté al consejo por traición.

»Vosotros sois los representantes de los pueblos que componen la Tierra Central. La Madre Confesora os brindó la oportunidad de permanecer unidos pero vosotros la rechazasteis y le disteis la espalda.

Un hombre al que Tobias no podía ver rompió el gélido silencio.

— Ninguno de nosotros aprobó lo que hizo el consejo. Muchos deseábamos que la Tierra Central resistiera. La Tierra Central volverá a unirse y será de nuevo fuerte para la lucha.

De la multitud brotaron muchas voces que juraron hacer todo lo posible por restaurar la unidad. Pero otros guardaron silencio.

— Ya es demasiado tarde para eso. Tuvisteis vuestra oportunidad. La Madre Confesora toleró vuestras rencillas y vuestra obstinación, pero yo no pienso tolerarlo —declaró lord Rahl, envainando de golpe la espada.

— ¿De qué habláis? —preguntó el duque Lumholtz con irritación—. Vos sois de D’Hara. No tenéis ningún derecho a decirnos cómo debe funcionar la Tierra Central. La Tierra Central es cosa nuestra.

Sin mover un solo músculo el interpelado respondió con voz suave pero cargada de autoridad:

— La Tierra Central ya no existe. Aquí y ahora queda disuelta. A partir de este momento los diferentes países se quedan solos.

— ¡La Tierra Central no es vuestro juguete!

— Ni tampoco el de Kelton. Os recuerdo que Kelton ha tratado de gobernar la Tierra Central.

— ¿Cómo osáis acusarnos de…?

Lord Rahl alzó una mano para imponer silencio.

— Los keltas no habéis sido más rapaces que algunos de los otros. Muchos habéis tratado de quitar de en medio a la Madre Confesora y los magos para poder repartiros el pastel.

— Verdad —susurró Lunetta a Brogan, tironeándole de una manga. Pero Brogan le impuso silencio con una mirada glacial.

— La Tierra Central no tolerará esta interferencia en nuestros asuntos —clamó otra voz.

— No estoy aquí para discutir sobre el gobierno de la Tierra Central. Os acabo de decir que la Tierra Central ya no existe. —Lord Rahl miró a los reunidos con expresión tan iracunda e irrevocable que Brogan se olvidó de respirar por unos momentos—. Estoy aquí para dictar los términos de vuestra rendición.

La multitud acusó el golpe como un solo hombre. Inmediatamente resonaron protestas que fueron aumentando de tono hasta convertirse en un bramido general. Rojos de ira, los hombres lanzaban juramentos y blandían puños.

El duque Lumholtz les gritó que se callaran, tras lo cual se volvió de nuevo hacia la tarima.

— No sé qué extrañas ideas se os han metido en la cabeza, joven, pero la Orden Imperial está al mando en la ciudad. Son muchos los que han llegado a acuerdos muy razonables con ellos. ¡Gracias a la Orden Imperial la Tierra Central seguirá existiendo, permanecerá unida y nunca se rendirá al enemigo de D’Hara!

Cuando la muchedumbre se disponía a lanzarse contra lord Rahl, las mord-sith empuñaron los agiels, las filas de soldados desenvainaron armas, bajaron lanzas y el gar desplegó sus alas. La bestia gruñó dejando al descubierto sus goteantes colmillos, y sus ojos verdes relucieron. Entretanto, lord Rahl se mantuvo quieto como un muro de granito. La multitud se detuvo y retrocedió.

El cuerpo de lord Rahl adoptó una actitud tan firme y amenazante como su mirada.

— Ya tuvisteis la oportunidad de preservar la Tierra Central y fracasasteis. D’Hara se ha liberado del yugo de la Orden Imperial y ahora gobierna Aydindril.

— Eso te crees tú —replicó el duque—. Kelton tiene tropas en la ciudad, al igual que muchos otros países, y no permitiremos que la ciudad caiga.

— Un poco tarde para eso. Permitid que os presente al general Reibisch, que es el comandante en jefe de todas las fuerzas de D’Hara en este sector.

El general, un hombre musculoso con barba rojiza y cicatrices de guerra, subió al estrado y saludó a lord Rahl golpeándose el corazón con un puño antes de volverse hacia la multitud.

— Mis tropas rodean Aydindril y la controlan —anunció—. Los soldados de D’Hara llevan meses en esta ciudad y ahora, por fin, nos hemos librado de la tiranía de la Orden Imperial y volvemos a estar bajo las órdenes del amo Rahl.

»A las tropas de D’Hara no les gusta estar ociosas. Si alguno de vosotros quiere pelea, personalmente estaré encantado, aunque lord Rahl ha ordenado que no empecemos nosotros la lucha. No obstante, si debemos defendernos, los espíritus saben que lo haremos. La ocupación de una ciudad es un asunto muy tedioso, y confieso que estoy mortalmente aburrido. Preferiría mil veces tener algo más interesante que hacer, algo que se me da muy bien.

»Cada país cuenta con destacamentos de soldados estacionados en Aydindril para guardar el respectivo palacio. En mi opinión profesional, si todos os pusierais de acuerdo y organizarais todas las tropas con las que contáis para recuperar el control de la ciudad, nos costaría un día, o tal vez dos, aplastarlas hasta el último hombre. De ese modo se acabarían los problemas. Por si no lo sabíais los d’haranianos no toman prisioneros.

El general retrocedió tras dirigir una inclinación de cabeza a lord Rahl.

Todos rompieron a hablar al mismo tiempo, y algunos agitaban con furia los puños y gritaban para hacerse oír. Lord Rahl alzó una mano.

— ¡Silencio! —Se hizo el silencio casi al instante—. Os he invitado para oír lo que tenéis que decir. Pero sólo estoy dispuesto a escucharos después de que os rindáis a D’Hara. ¡No antes!

»La Orden Imperial desea gobernar D’Hara y también la Tierra Central. Ahora han perdido D’Hara; yo soy el amo allí. También han perdido Aydindril; D’Hara manda en Aydindril.

»Tuvisteis una oportunidad para seguir unidos y la desdeñasteis. Esa oportunidad ya es historia. Tenéis dos opciones. La primera es rendiros a la Orden Imperial, que os gobernará con mano de hierro. Si elegís eso, no tendréis ni voz ni derechos. Toda magia será exterminada excepto la magia con la que os dominarán. Si sobrevivís, vuestras vidas serán una oscura lucha sin ni siquiera una chispa de esperanza de conseguir la libertad. Seréis sus esclavos.

»La segunda opción es rendiros a D’Hara. En ese caso deberéis obedecer la ley de D’Hara. Formaréis parte de nuestro país y vuestra voz será escuchada. Nada más lejos de nuestro deseo que aniquilar la diversidad que compone la Tierra Central. Podréis cosechar los frutos de vuestro trabajo, comerciar y prosperar siempre y cuando cumpláis la ley y respetéis los derechos de los demás. La magia será protegida y vuestros hijos nacerán en un mundo de libertad en el que todo será posible.

»Y tras el extermino de la Orden Imperial reinará la paz; una paz auténtica.

»Claro que todo eso tiene un precio: vuestra independencia. Aunque conservaréis vuestros territorios y vuestra cultura, no se os permitirá tener ejército propio. Los soldados serán los mismos para todos y servirán bajo el estandarte de D’Hara. No será una alianza formada por países independientes; vuestra rendición no es negociable. La rendición es el precio que cada país debe pagar a cambio de la paz, y también la prueba de que os comprometéis con la paz.

»Al igual que hasta ahora pagabais tributo a Aydindril, la carga de la libertad no recaerá sobre ningún país y ningún pueblo en concreto; todos pagaréis un tributo suficiente para contribuir a la defensa común, ni más ni menos. Todos pagaréis por igual sin favoritismos.

La sala en pleno protestó airadamente contra lo que se consideraba un robo. Una mirada bastó a lord Rahl para imponer silencio.

— Hoy mismo hemos dado sepultura a una mujer que me ha recordado que lo que nada cuesta no se valora como es debido. La libertad tiene un precio que todos pagaremos, a fin de que todos la valoremos y la preservemos.

En las abarrotadas galerías casi estalló un motín. La gente gritaba que les habían prometido oro y que no podían permitirse pagar ningún impuesto. A coro exigieron que se les entregara el oro. Una vez más lord Rahl alzó una mano para conminar al silencio.

— El hombre que os prometió oro a cambio de nada está muerto. Si queréis, desenterradlo y reclamádselo. Los soldados que van a luchar por vuestra libertad necesitarán provisiones y no las obtendrán mediante el robo. Aquellos de vosotros que podáis ofrecer alimentos y servicios seréis recompensados con un precio justo. Todos contribuiremos para alcanzar la libertad y la paz, si no puede ser luchando, al menos pagando un impuesto para mantener a las tropas.

»Todos, ricos o pobres, deberán pagar por la libertad en la medida de sus posibilidades. Este principio es una ley inviolable.

»Quien no desee contribuir, que abandone Aydindril y se una a la Orden Imperial. Sois libres de exigirles a ellos oro, pues ellos fueron quienes os lo prometieron y ellos son quienes deben cumplir su promesa.

»Sois libres para elegir: o estáis con nosotros o contra nosotros. Si estáis con nosotros, deberéis ayudarnos. Quienes estén pensando en irse, que lo piensen bien, pues, si más adelante deciden que se equivocaron y regresan, tendrán que pagar una tasa doble durante diez años para ser admitidos de nuevo.

Los ocupantes de las galerías lanzaron exclamaciones entrecortadas. Una mujer situada en el piso inferior, cerca de la tarima, tomó la palabra. Parecía consternada.

— ¿Y si no nos gusta ninguna de esas dos opciones? Luchar va contra nuestros principios. Tan sólo deseamos que nos dejen tranquilos y seguir con nuestras vidas. ¿Qué pasará si decidimos no luchar y ocuparnos sólo de nuestros asuntos?

— ¿Acaso creéis que sois mejores que nosotros porque nosotros queremos luchar para poner fin a tanta masacre y vosotros rechazáis la lucha? ¿O acaso creéis que llevaremos solos la carga a fin de que vosotros disfrutéis de la libertad para vivir según vuestros principios?

»Podéis colaborar de otros modos que no sean blandir una espada, pero tenéis que colaborar. Por ejemplo, atendiendo a los heridos, ayudando a las familias de los hombres que vayan a luchar o ayudando a construir y mantener en buen estado los caminos que permitirán mandarles provisiones; hay muchos modos de ayudar, y deberéis hacerlo. Asimismo pagaréis el tributo como todos los demás. Nadie puede quedar al margen.

»Si decidís no rendiros, os quedaréis solos. La Orden pretende conquistar todos los pueblos y todos los países. Yo deseo lo mismo, pues es el único modo de impedírselo. Más pronto o más tarde seréis gobernados por ellos o por mí. Y ya podéis rezar para que no sea la Orden.

»A los países que no se rindan a nosotros les será impuesto un bloqueo y quedarán aislados hasta que tengamos tiempo para invadirlos y conquistarlos, o hasta que la Orden los invada. Se prohibirá bajo pena de traición el comercio con esos países, y tampoco se les permitirá transportar mercancías ni personas por nuestro territorio.

»Naturalmente, la oportunidad de rendiros que os ofrezco también tiene sus alicientes: podréis uniros a nosotros sin prejuicios ni sanciones. Si no os rendís pacíficamente y debéis ser conquistados, al final tendréis que rendiros igualmente, pero las condiciones serán mucho más duras. Cada habitante deberá pagar el triple del tributo durante treinta años, no más, pues no sería justo castigar a futuras generaciones por vuestro error. Mientras que los países vecinos prosperan y crecen, vosotros os quedaréis estancados por pagar el alto precio de la rendición. Finalmente el país acabará por recuperarse, aunque probablemente vosotros no viviréis lo suficiente para verlo.

»Os lo advierto: tengo intención de aniquilar a esos carniceros que se hacen llamar la Orden Imperial. Si vais más allá de manteneros al margen y sois tan necios como para uniros a ellos, sufriréis el mismo destino que la Orden. Tampoco habrá merced para vosotros.

— No te saldrás con la tuya —gritó una voz anónima—. No te lo permitiremos.

— La Tierra Central está fragmentada. Si fuese posible restablecer la unidad, me uniría a vosotros. Pero es imposible. El pasado, pasado es, y no regresará.

»El espíritu de la Tierra Central subsistirá en aquellos de nosotros que honremos el objetivo para el que fue creada. La Madre Confesora declaró en nombre de la Tierra Central guerra sin cuartel contra la Orden Imperial. Cumplid su orden y haced honor a los ideales de la Tierra Central del único modo que conduce a la victoria: capitulad ante D’Hara. Si os aliáis con la Orden Imperial, os opondréis a todo aquello que la Tierra Central representaba.

»Un grupo de soldados de Galea, guiados por su misma reina, persiguieron a los sanguinarios asesinos de Ebinissia y los mataron hasta el último hombre. La reina de Galea nos ha demostrado que la Orden Imperial no es invencible.

»Estoy prometido con la reina de Galea, Kahlan Amnell, y su pueblo se unirá al mío. De este modo mostraré a todo el mundo que no pienso consentir los crímenes cometidos, ni siquiera si fueron cometidos por tropas de D’Hara. Galea y D’Hara serán los dos primeros países en unirse tras la rendición de Galea. Mi matrimonio con su reina demostrará a todos que se trata de una unión basada en el respeto mutuo, no en la conquista por las armas, no por ansia de poder sino para ser más fuertes y poder así construir una vida nueva y mejor. Ella, al igual que yo, ha jurado exterminar la Orden Imperial y ha demostrado con hechos su determinación.

Los presentes, sin importar su condición social, plantearon preguntas y demandas a gritos.

— ¡Ya basta! —Lord Rahl fue obedecido a regañadientes—. Ya he oído todo lo que tenía que oír. Os he expuesto cómo van a ser las cosas. No os equivoquéis pensando que toleraré el mismo comportamiento que cuando erais naciones de la Tierra Central. Hasta que no os rindáis todos sois enemigos potenciales y como enemigos seréis tratados. Vuestras tropas depondrán las armas pacíficamente o por la fuerza, y desde este momento todos quedáis bajo custodia de las fuerzas de D’Hara que rodean vuestros palacios.

»Cada uno de vosotros enviará una pequeña delegación a vuestros países para transmitir mi mensaje. Os aconsejo que no pongáis a prueba mi paciencia; si os demoráis demasiado, lo consideraré una negativa. Y tampoco tratéis de obtener condiciones especiales mediante artimañas pues no lo lograréis. Todos los países, sean grandes o pequeños, recibirán el mismo trato y deben rendirse. Si os rendís, os acogeré con los brazos abiertos y deberéis contribuir al bien común. Vosotros también cargáis con una responsabilidad —añadió, dirigiéndose al pueblo llano de las galerías—, contribuid a nuestra supervivencia o abandonad la ciudad.

»No fingiré que va a ser fácil, pues nos enfrentamos a un enemigo sin conciencia. Esos seres que habéis visto empalados fuera del palacio nos atacaron. Mientras pensáis en lo que os he dicho, recordad la suerte que corrieron.

»Si decidís uniros a la Orden Imperial, rezad para que los espíritus sean más benevolentes con vosotros en la otra vida de lo que yo lo seré en ésta.

»Podéis iros.

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