39

Kahlan corría agarrando con fuerza a Adie de una mano y la espada en la otra. En la oscuridad ambas tropezaron con el cuerpo de Orsk y cayeron al suelo de bruces. Kahlan apartó enseguida una mano de la cálida masa de entrañas del hombre desparramadas sobre la nieve.

— ¿Cómo… cómo es posible que esté aquí? —se exclamó.

— Es imposible —replicó Adie, que jadeaba tratando de recuperar el aliento.

— La luna ilumina lo suficiente. Sé que no vamos en círculos. —En un raudo gesto se limpió con nieve la mano que había tocado las entrañas. A duras penas se puso en pie, arrastrando a Adie. La nieve estaba sembrada de cuerpos ataviados con capas rojas. Solamente había habido una lucha. No podía haber más cuerpos. Y, además, Orsk…

La mirada de Kahlan recorrió la línea de árboles en busca de los hombres montados.

— ¿Adie, recuerdas la visión que tuvo Jebra? Me vio correr en círculos.

Adie se limpió el rostro de nieve.

— Pero ¿cómo?

Kahlan sabía que Adie había llegado al límite de sus fuerzas. Había usado su poder para luchar y estaba muerta de cansancio. La fuerza de su magia desatada había sembrado el terror entre sus atacantes, pero eran demasiados. Orsk mató a veinte o treinta él solo, pero luego Kahlan había visto cómo él mismo moría y ésa era la tercera vez que se topaban con su cadáver. Casi lo habían partido por la mitad.

— ¿Por dónde crees que podemos escapar? —preguntó Kahlan a la hechicera.

— Ellos están ahí —respondió Adie señalando hacia atrás—, por tanto, debemos ir por allá.

— Eso creo yo también. Hemos estado haciendo lo que nos parecía mejor y no funciona. Tenemos que intentar otra cosa. Vamos. —Kahlan la empujó en dirección contraria—. Ahora haremos lo que nos parece mal.

— Podría tratarse de un conjuro —sugirió Adie—. Si lo es, tienes razón. Pero estoy demasiado cansada para percibir si lo es.

Se internaron entre las zarzas y, medio corriendo medio deslizándose sobre la nieve, descendieron una abrupta pendiente. Antes de saltar por el borde, Kahlan vio a los jinetes surgir de entre los árboles, donde se escondían. En el fondo la nieve se había amontonado formando taludes. Las dos mujeres se abrían paso trabajosamente hacia los árboles, pero era como tratar de correr en un cenagal.

Un hombre surgió repentinamente de la oscuridad y se lanzó por la pendiente tras ellas. Kahlan no esperó a que Adie usara su magia. Si fallaba, no tendrían tiempo para intentar nada más. Así pues, giró sobre sí misma describiendo un círculo con la espada. El hombre ataviado con capa carmesí alzó su propia espada en actitud de defensa y se lanzó contra ella. Llevaba un peto acorazado. Cualquier golpe contra la armadura sería inútil. Instintivamente el hombre se protegía el rostro, lo cual era un error fatal si se batía contra alguien como ella, entrenada por su padre, el rey Wyborn. Los hombres con armadura pecaban de exceso de confianza en la lucha.

Kahlan tiró una estocada baja. El acero se detuvo con una sacudida al entrar en contacto con el fémur de su rival. El hombre, con el músculo del muslo desgarrado, se desplomó sobre la pisoteada nieve lanzando un grito de impotencia.

Pero otro hombre se abalanzaba ya sobre Kahlan. La capa roja se desplegó como una vela en el aire de la noche. Kahlan llevó la espada hacia arriba y propinó un tajo al hombre en la cara interna del muslo, que le cortó la arteria. En el mismo momento que el hombre caía, rebasándola, Kahlan le cortó el tendón de la corva.

El primer jinete caído gritaba aterrorizado, mientras que el segundo vociferaba maldiciones y dirigía a Kahlan los peores insultos que ésta hubiera oído, arrastrándose sobre la nieve y blandiendo la espada, provocándola para enzarzarse en una lucha.

Kahlan recordó el consejo que le diera su padre: «Las palabras no pueden matarte, pero una espada sí. Lucha sólo contra el acero».

Así pues, no perdió tiempo en rematarlos; seguramente se desangrarían en la nieve y, de todos modos, estaban demasiado malheridos para seguirlas. Kahlan y Adie se cogieron del brazo y corrieron hacia los árboles.

Jadeando en la oscuridad fueron avanzando entre los pinos cubiertos por una capa de nieve. Kahlan se dio cuenta de que Adie temblaba, pues había perdido el ropón al principio de la batalla. La Madre Confesora se quitó su manto de piel de lobo y cubrió con él a Adie.

— No, hija, no —protestó la hechicera.

— Póntelo tú —ordenó Kahlan—. De todas maneras yo estoy sudando y me estorba para mover la espada. —De hecho, la espada le pesaba tanto que apenas podía alzarla y mucho menos blandirla. Era el terror el que le daba fuerzas y, por el momento, bastaba.

Kahlan ya no sabía en qué dirección corrían; simplemente huían para salvar la vida. Cuando quería ir a la derecha, iba a la izquierda. La arboleda era tan densa que les impedía ver las estrellas ni la luna.

No podía dejarse capturar. Richard corría peligro. Richard la necesitaba. Tenía que llegar hasta él. Kahlan calculó que Zedd ya habría llegado a Aydindril, pero también era posible que algo hubiera salido mal. Así pues, ella tenía que llegar como fuera a Aydindril.

Tras apartar la rama de un pino se abrió paso entre la maleza hasta un pequeño saliente en el que el viento se había encargado de despejar la nieve. Sobresaltada, se detuvo. Ante ella vio a dos caballos.

Tobias Brogan, el lord general de la Sangre de la Virtud, la miraba sonriendo. El otro caballo lo montaba una mujer cubierta con harapos multicolores.

— Vaya, vaya, vaya. Pero ¿a quién tenemos aquí? —dijo Brogan, atusándose el bigote.

— Somos dos viajeras —respondió Kahlan con voz tan gélida como el aire invernal—. ¿Desde cuándo la Sangre se dedica a robar y asesinar a viajeros indefensos?

— ¿Viajeros indefensos? Lo dudo. Entre las dos debéis de haber matado a más de un centenar de mis hombres.

— Simplemente defendíamos nuestras vidas. La Sangre de la Virtud ataca a cualquiera que sea más débil que ella, aunque no lo conozca.

— Oh, pero yo te conozco, Kahlan Amnell, reina de Galea. Te conozco mejor de lo que piensas. Sé quién eres.

Kahlan agarró con más fuerza la empuñadura de la espada.

Brogan aproximó su enorme rucio pinto y sus labios dibujaron una truculenta sonrisa. Entonces apoyó una mano en el pomo de la silla y se inclinó hacia adelante. Sus ojos oscuros de malevolente mirada no se apartaban de Kahlan.

— Tú eres Kahlan Amnell, la Madre Confesora. Te veo como quién eres. La Madre Confesora.

Kahlan sintió cómo todos los músculos del cuerpo se tensaban, y el aire quedó prisionero en los pulmones. ¿Cómo podía saberlo? ¿Le había ocurrido algo a Zedd? Queridos espíritus, si algo le sucedía a Zedd…

Con un grito de furia describió un amplio arco con la espada. Al mismo tiempo la mujer vestida con harapos extendió una mano. Adie, gruñendo por el esfuerzo, conjuró un escudo. El estallido de aire que le había lanzado la mujer a caballo pasó rozando el rostro de Kahlan y le alborotó el pelo. El escudo de Adie la había salvado.

A la luz de la luna el acero de Kahlan lanzaba destellos. Un crujido resonó en el aire de la noche cuando la espada hendió la pata del caballo que montaba Brogan.

El animal gritó y se desplomó al suelo con un ruido sordo, arrojando a Brogan hacia los árboles. Simultáneamente una llamarada conjurada por Adie envolvió la cabeza del otro caballo. El aterrorizado animal se encabritó y desmontó a la mujer, que para entonces Kahlan sabía ya que era una bruja.

Kahlan agarró a Adie de la mano y tiró de ella. Ambas se internaron a toda prisa en la maleza. A su alrededor resonaba el ruido de hombres y caballos que las buscaban en la espesura. Kahlan simplemente corría, sin preguntarse ya adónde iban.

Sólo le quedaba un as en la manga: estaba reservando su poder como último recurso. Solamente podría utilizarlo una vez, y luego tendría que esperar varias horas para recuperarse. La mayoría de las Confesoras necesitaban un día o dos para regenerar su magia. El hecho de que Kahlan fuera capaz de recuperar su poder en sólo dos o tres horas la convertía en una de las más poderosas Confesoras de todos los tiempos. Pero en la situación en la que se encontraban ese poder no parecía mucho. Sólo era una oportunidad.

— Adie. —Kahlan jadeaba—. Si nos alcanzan, trata de frenar a una de las mujeres, si puedes.

Adie no necesitaba más explicaciones. Lo entendió. Las dos mujeres que las perseguían eran brujas. Si Kahlan tenía que usar su poder, ése sería el mejor modo de hacerlo.

Kahlan se agachó para evitar un rayo de luz. Junto a ellas un árbol se desplomó con un ensordecedor estrépito. Cuando las tumultuosas nubes de nieve desaparecieron, la otra mujer, la que iba a pie, avanzó hacia ellas.

Iba acompañada de un ser oscuro y con escamas medio humano medio lagarto. A Kahlan se le escapó un grito y notó un escalofrío que le recorría hasta la última fibra de su cuerpo.

— Ya basta de tonterías —dijo la mujer, avanzando hacia ellas, flanqueada por el escamoso ser.

Un mriswith. Tenía que ser un mriswith. Richard se los había descrito. Ese ser de pesadilla sólo podía ser un mriswith.

Adie se lanzó velozmente hacia adelante en tanto que lanzaba una chispeante ráfaga de luz contra la mujer. La mujer sacudió una mano con aire indiferente, las chispas cayeron sobre la nieve sin causarle ningún daño, y Adie se desplomó.

Acto seguido la mujer se inclinó, cogió la muñeca de Adie y la lanzó por los aires como quien arroja a un lado un pollo que tiene intención de desplumar más tarde. Kahlan eligió ese momento para entrar en acción y se lanzó al ataque con la espada.

El monstruo, el mriswith, pasó ante ella como una ráfaga de viento. Kahlan distinguió su capa negra que se abría al girar sobre sí mismo y pasar junto a ella, y oyó un ruido metálico.

De pronto se dio cuenta que estaba de rodillas. Sostenía la espada rota, que le transmitía una sensación de cosquilleo y pinchazos. ¿Cómo podía el mriswith moverse tan rápido? Al alzar la vista, la mujer estaba más cerca. Alzó una mano y el aire titiló. Kahlan sintió un golpe en la cara.

La sangre le caía en los ojos. Kahlan parpadeó y vio que la mujer alzaba de nuevo la mano y curvaba los dedos.

De repente la mujer separó mucho los brazos cuando algo la golpeó por detrás. Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, Adie le había lanzado una invisible andanada mágica, dura como un martillo, que lanzó a la mujer de bruces sobre la nieve. Rápidamente Kahlan le cogió una mano y, pese a los esfuerzos de la mujer por desasirse, no se la soltó.

Demasiado tarde. En la mente de Kahlan todo quedó quieto. La bruja pareció quedarse suspendida en el aire, con Kahlan agarrándole una muñeca. El tiempo jugaba a favor de Kahlan, que tenía todo el tiempo del mundo.

La bruja empezó a ahogar una exclamación, empezó a alzar la vista y a encogerse. Desde el centro de calma de su poder y su magia Kahlan tenía el control. La bruja no tenía ninguna oportunidad.

Kahlan la observó mientras sentía cómo su magia de Confesora desgarraba todas las fibras de su ser, gritando para ser liberada.

Desde ese lugar de su mente en el que el tiempo no existía, Kahlan liberó su poder.

Un silencioso rayo estalló en la noche.

Mientras la sacudida se propagaba por el aire incluso las estrellas parecieron tambalearse, como si un puño celestial hubiera tocado la enorme y silenciosa campana del cielo nocturno.

Los árboles se estremecieron y se formó una nube de nieve con una onda expansiva hacia fuera.

El impacto derribó al mriswith.

La mujer alzó la vista, con los ojos muy abiertos y los músculos flácidos.

— ¿Qué ordenáis, ama? —susurró.

Los hombres de la Sangre se aproximaban con estrépito, y el mriswith se ponía en pie tambaleante.

— ¡Protégeme!

La bruja se levantó de un salto y giró sobre sí misma con una mano extendida. La noche se inflamó.

Los árboles caían derribados por rayos; los troncos estallaban cuando la quebrada línea de luz los atravesaba. En el aire giraban fragmentos de madera que dejaban una estela de humo. Los hombres estaban tan impotentes ante aquella violencia como los mismos árboles. Si lograban emitir un grito, éste quedaba ahogado en el pandemónium.

El mriswith saltó sobre ella. El aire se llenó de escamas, como las plumas de un pájaro abatido por un tiro de honda.

En la noche rugía el fuego, y el aire estaba cuajado de llamas, carne y hueso.

Kahlan se limpió la sangre de los ojos para tratar de ver, mientras reculaba a toda prisa sobre la nieve. Tenía que irse de allí. Tenía que encontrar a Adie.

Chocó con algo que creyó un árbol. Pero un puño la agarró por el pelo. Inmediatamente trató de usar su poder pero se había agotado.

Escupió sangre. Los oídos le zumbaban y sentía dolor. Era incapaz de levantarse. Era como si le hubiera caído un árbol encima de la cabeza. Oyó una voz encima de ella.

— Lunetta, acaba con esto.

Kahlan volvió la cabeza y vio cómo la bruja tocada por su poder parecía crecer y finalmente se hacía pedazos; los brazos salieron despedidos en direcciones contrarias. Eso fue todo lo que Kahlan pudo ver cuando una nube roja tiñó el aire en el espacio que antes ocupaba la mujer.

Entonces se dejó caer sobre la entumecedora nieve. No. No podía darse por vencida. Se retorció para apoyarse sobre las rodillas y empuñó su cuchillo. Brogan le propinó un tremendo puntapié en el abdomen.

Con la vista fija en las estrellas Kahlan trató de respirar. No podía. Un pánico frío se apoderó de ella mientras intentaba tomar aire y no lo conseguía. Pese a que los músculos del abdomen se contraían espasmódicamente no podía respirar.

Brogan se arrodilló junto a ella y la alzó agarrándola por la blusa. Finalmente Kahlan pudo respirar aunque convulsivamente, tosiendo, y recuperó la respiración con jadeos convulsivos, acompañados por accesos de tos y sensación de ahogo.

— Por fin —susurró Brogan—, por fin he conseguido el mayor de los trofeos: la discípula preferida del Custodio, la mismísima Madre Confesora. Oh, no tienes ni idea de cómo he soñado con este día. —Dicho esto le propinó un revés en la mandíbula—. Ni te lo imaginas.

Kahlan trataba de respirar mientras Brogan le retorcía la mano para arrebatarle el cuchillo. Ella luchaba por no perder el sentido; tenía que permanecer consciente para poder pensar y luchar.

— ¡Lunetta!

— Sí, lord general, estoy aquí.

Kahlan sintió cómo los botones de la blusa saltaban cuando el hombre se la desgarró. Débilmente alzó un brazo para tratar de apartar aquellas manos, pero Brogan desvió el brazo. Kahlan era incapaz de resistirse.

— Lunetta, lo primero es dominarla antes de que recupere su poder. Luego tendremos todo el tiempo del mundo para interrogarla antes de que pague por sus crímenes.

Brogan se inclinó más hacia ella a la luz de la luna apoyando una rodilla contra el vientre de Kahlan para inmovilizarla. Kahlan apenas podía respirar, pero fue capaz de lanzar un grito cuando los brutales dedos del hombre se cerraron sobre su pezón izquierdo.

Entonces vio el cuchillo alzarse en la otra mano.

Con ojos desorbitados contempló un blanco resplandor ante la sonrisa de Brogan. La luz de la luna iluminó tres hojas delante de la pálida faz del hombre. Las miradas de Kahlan y Brogan se posaron en los dos mriswith que se cernían sobre ellos.

— Ssssuéltala o morirássss —siseó el mriswith.

Brogan obedeció. Kahlan se cubrió el seno, en el que sentía un lacerante dolor. Le dolía tanto que los ojos se le anegaron de lágrimas. Al menos las lágrimas ayudaban a limpiar la sangre.

— ¿Qué significa esto? —gruñó Brogan—. La mujer es mía. ¡El Creador quiere castigarla!

— Obedece al Caminante de lossss Sueñossss o morirássss.

— ¿Son sus deseos? —El mriswith asintió—. No lo entiendo…

— ¿Te oponessss?

— No, no, claro que no. Seguiré tu consejo, sagrado mensajero.

Kahlan no se atrevía ni a incorporarse. Esperaba que el mriswith ordenara a Brogan que la soltara. El lord general se puso en pie y se alejó unos pasos.

Otro mriswith apareció con Adie, a la que lanzó al suelo junto a Kahlan. Tocándole un brazo la hechicera le dijo sin palabras que, pese a los moretones y cortes que presentaba, estaba perfectamente. La hechicera le pasó un brazo alrededor de los hombros y la ayudó a levantarse.

A Kahlan le dolía todo el cuerpo. La mandíbula le palpitaba donde Brogan la había golpeado, el estómago le dolía y notaba pinchazos en la frente. La sangre le seguía entrando en los ojos.

Uno de los mriswith eligió dos collares de los varios que le colgaban de una muñeca y los lanzó a la bruja vestida con andrajos, a la que Brogan había llamado Lunetta.

— La otra ha muerto. Debesss hacerlo tú.

Lunetta cogió los collares, desconcertada.

— ¿Hacer qué?

— Usa tu don para ponérselos alrededor del cuello y tenerlas dominadas.

Lunetta tiró y uno de los collares se abrió con un chasquido. Parecía agradablemente sorprendida. A continuación se inclinó sobre Adie.

Por favor, hermana -susurró Adie en su lengua natal—. Yo también soy de Nicobarese. Ayúdanos.

Lunetta se detuvo y miró a Adie a los ojos.

— ¡Lunetta! —Brogan le propinó un puntapié en el trasero—. Date prisa. Haz lo que el Creador desea.

Lunetta ciñó el collar alrededor del cuello de Adie, tras lo cual hizo lo propio con Kahlan. Kahlan se quedó boquiabierta al contemplar la infantil sonrisa que Lunetta le dedicó.

Después de que la bruja se retirara, Kahlan se llevó una mano al collar. A la luz de la luna le había parecido que lo reconocía, pero cuando lo palpó y no pudo notar ninguna juntura estuvo segura: era un rada’han, un collar idéntico al que las Hermanas de la Luz colocaron a Richard. Sabía que las Hermanas, que también eran hechiceras, lo usaban para dominarlo, por lo que dedujo que a ella se lo habían puesto por lo mismo. De repente se dio cuenta de que no recuperaría su poder en cuestión de horas.

Cuando llegaron al coche vieron a Ahern con el cuchillo de un mriswith amenazándolo. El cochero había intentado una treta audaz y valerosa: dijo a Kahlan, Adie y Orsk que saltaran del coche en una curva, de modo que el enemigo persiguiera al coche y no a ellos. Pero no había resultado.

Kahlan pensó, muy aliviada, que había ordenado a todos que se dirigieran a Ebinissia. Después de encomendar a Cyrilla a los cuidados de Jebra, había dejado en manos de sus hombres la tarea de hacer renacer a Ebinissia de sus cenizas. Su hermana estaba en casa. Si ella moría, Galea no se quedaría sin reina.

De haberse hecho acompañar por cualquiera de aquellos aguerridos jóvenes, los mriswith —aquellos invisibles seres de pesadilla— los habrían destripado como a Orsk.

Al recordar a Orsk sintió el aguijón del pesar, pero inmediatamente una garra la empujó hacia el coche, seguida por Adie. Tras una breve conversación Lunetta también subió al vehículo y se sentó frente a ellas. Un mriswith fue a sentarse al lado de Lunetta; sus ojos redondos como cuentas las vigilaban. Kahlan se cerró la blusa y trató de limpiarse la sangre de los ojos.

Oyó más voces fuera que discutían sobre si reemplazar los patines del vehículo por ruedas. Por la ventana vio cómo Ahern, a punta de espada, subía al pescante, luego el hombre de la capa roja y por último un mriswith.

Kahlan notó cómo las rodillas le temblaban. ¿Adónde las llevaban? Estaba ya tan cerca de Richard… Apretó los dientes y reprimió un gemido. Era tan injusto. Una lágrima le rodó por la mejilla.

Adie deslizó una mano entre sus piernas y mediante un leve apretón trató de transmitirle consuelo.

El mriswith se inclinó hacia ellas, y la hendidura que tenía por boca pareció distenderse en una espantosa sonrisa. Alzó el cuchillo de triple hoja con una garra y lo agitó ante sus ojos.

— Si tratáissss de escapar, os cortaré los piesss —dijo, ladeando su lisa testa—. ¿Comprendido?

Kahlan y Adie asintieron.

— Y si habláissss, os cortaré la lengua —añadió.

Ambas asintieron de nuevo.

— Sella su poder mediante el collar y tu don, tal como te he enseñado —ordenó entonces a Lunetta—. ¿Comprendido? —inquirió, colocando una garra sobre la frente de la bruja.

Lunetta sonrió.

— Claro que sí.

Kahlan oyó un gruñido de Adie y al mismo tiempo sintió algo que le atenazaba el pecho, allí donde antes solía sentir su poder. Consternada, se preguntó si algún día volvería a sentirlo. Recordaba la sensación de vacío y desamparo que la invadió cuando el mago kelta usó magia para impedirle que conectara con su poder. Kahlan sabía qué esperar de eso.

— Está sangrando —dijo el mriswith a Lunetta—. Cúrala. El hermano de piel no querrá verla marcada.

Kahlan oyó el restallar del látigo y el silbido de Ahern. El coche se puso en marcha con un bandazo. Lunetta se inclinó hacia adelante para curarle la herida.

Queridos espíritus, ¿adónde las llevaban?

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