Mientras caminaban penosamente sobre la nieve que se iba acumulando, Tobias escrutaba la oscuridad.
— ¿Estás segura de que seguiste mis instrucciones?
— Sí, lord general. Ya os lo he dicho. Están hechizados.
A sus espaldas las luces del Palacio de las Confesoras y de los edificios del centro de la ciudad ya hacía tiempo que habían desaparecido entre los remolinos de nieve. La ventisca se había abatido sobre Aydindril procedente de las montañas mientras ellos y los demás representantes de la Tierra Central escuchaban las absurdas exigencias de lord Rahl.
— ¿Dónde están? Si los pierdes y mueren congelados entre la nieve, estaré más que enfadado contigo, Lunetta.
— Sé dónde están, lord general —insistió ella—. No los perderé. —Se detuvo, olisqueó el aire y dijo—: Por ahí.
Tobias y Galtero intercambiaron una mirada, ambos ceñudos, pero siguieron a la mujer que se perdía en la oscuridad, en la parte posterior del Bulevar de los Reyes. De vez en cuando lograban distinguir apenas en medio de la tormenta las oscuras siluetas de los imponentes palacios. Eran como fantasmagóricos faros en ese vacío sin puntos de referencia conjurado por la nieve.
A lo lejos Brogan oyó el ruido de armaduras. Por su número no se trataba de una simple patrulla. Antes de que acabara la noche seguramente los d’haranianos moverían ficha para consolidar su control sobre Aydindril. Al menos eso es lo que él haría de encontrarse en su lugar: ataca antes de que el enemigo tenga tiempo de asimilar sus opciones. Bueno, no importaba. De todos modos, él no pensaba quedarse.
Brogan sopló para limpiar el mostacho de nieve.
— Lo estabas escuchando, ¿verdad, Lunetta?
— Sí, lord general. Pero ya os he dicho que no lo sé.
— Él no es distinto de los demás. Seguro que no prestabas atención. No parabas de rascarte los brazos y no prestabas atención.
Lunetta le lanzó una breve mirada por encima del hombro.
— Él es distinto. No sé por qué, pero es distinto. Nunca había sentido una magia como la suya. No sé si estaba diciendo la verdad o mentía, aunque seguramente decía la verdad. No lo entiendo. —Lunetta agitó la cabeza, perpleja—. Soy capaz de atravesar protecciones de todo tipo: aire, agua, fuego, hielo, cualquier cosa. Incluso espíritu. Pero eso…
Tobias sonrió con aire ausente. No importaba. No necesitaba que la infame lacra de Lunetta se lo dijera. Lo sabía.
La mujer seguía murmurando sobre los extraños aspectos de la magia de lord Rahl y lo mucho que deseaba mantenerse lejos de ellos, irse de allí, y sobre cómo se le había puesto carne de gallina. Brogan la escuchaba a medias. Su deseo de alejarse de Aydindril se cumpliría después de que él se ocupara de algunos asuntos.
— ¿Qué estás oliendo? —gruñó.
— Un muladar, lord general.
Brogan la agarró por sus multicolores harapos.
— ¿Muladar? ¿Los has dejado en medio de un montón de basura?
Lunetta sonrió de oreja a oreja y siguió con sus torpes andares.
— Sí, lord general. Me dijisteis que fuese lejos de todo el mundo. No conozco la ciudad ni a qué sitio seguro enviarlos pero de camino al Palacio de las Confesoras me fijé en el muladar. Nadie va allí de noche.
Un muladar. Tobias Brogan carraspeó.
— Estás como una cabra —murmuró.
— Por favor, Tobias —suplicó la mujer, y perdió el paso—, no me llames…
— ¿Pues dónde están?
— Por ahí, lord general —señaló Lunetta con el brazo—. Ya veréis. Estamos cerca. Muy cerca.
Mientras se abría paso entre los montones de nieve, Brogan pensaba sobre ello. Le gustaba. Un muladar era justo lo que se merecían.
— Lunetta, me estás diciendo la verdad sobre lord Rahl, ¿verdad? Si me mientes sobre eso, jamás te perdonaré.
La mujer se detuvo y lo miró con los ojos anegados en lágrimas, aferrándose a sus harapos.
— Sí, lord general. Por favor. Estoy diciendo la verdad. Lo he intentado; de veras que sí.
Brogan la miró fijamente un instante eterno. Por uno de sus regordetes mofletes le corría una lágrima. No importaba; él lo sabía.
— Muy bien, muy bien —dijo al fin con un ademán impaciente—, sigue adelante. Será mejor que no los hayas perdido.
Radiante, Lunetta se secó las lágrimas, se dio media vuelta y salió disparada.
— Por aquí, lord general. Ya veréis. Sé exactamente dónde están.
Suspirando, Brogan fue tras ella. La nieve se amontonaba y, al ritmo que caía, sería una de esas nevadas que hacen historia. Daba igual, todo salía como estaba previsto. Lord Rahl era un necio si creía que el lord general Tobias Brogan de la Sangre de la Virtud iba a rendirse como un poseído sometido a la tortura del hierro incandescente.
— Por allí, lord general —señalaba Lunetta—. Están ahí.
Pese al viento que aullaba a sus espaldas, Brogan pudo oler el muladar antes de verlo. Al llegar junto al oscuro montículo iluminado por las tenues luces de los lejanos palacios que se alzaban al otro lado de la muralla, se sacudió la nieve de su capa carmesí. La nieve que caía sobre el humeante montón se fundía en algunos lugares, por lo que ningún manto blanco daba un pretendido aire de pureza a la oscura forma.
— ¿Bueno? —inquirió con las manos en las caderas—. ¿Dónde se encuentran?
Lunetta se acercó a él buscando cobijo de la nieve impelida por el viento.
— Quedaos aquí, lord general. Ellos vendrán a vos.
— ¿Un encantamiento de círculo? —preguntó al bajar la vista y ver un sendero de pisadas.
Lunetta se rió suavemente mientras trataba de protegerse las rojas mejillas del frío con sus harapos.
— Sí, lord general. Me dijisteis que si escapaban os enfadaríais conmigo. Y como no quería que os enfadarais con Lunetta, les he echado un encantamiento de círculo. De este modo, por muy rápido que caminen, no escaparán.
Brogan estaba encantado. Sí, pese a todo, el día acababa bien. Se habían presentado obstáculos pero con la ayuda del Creador los superaría. Ahora recuperaba el control de la situación. Ese lord Rahl iba a averiguar que nadie dicta normas a la Sangre de la Virtud.
Lo primero que vio emerger de la oscuridad fue la ondulante falda amarilla de la mujer que quedó al descubierto cuando una racha de viento le abrió el manto. La duquesa Lumholtz caminó con decisión hacia él seguida a medio paso por el duque, a su lado. Al verlo junto al camino una expresión de disgusto le ensombreció su maquillado rostro. Inmediatamente se tapó con el manto cubierto con una delgada capa de nieve.
— Volvemos a encontrarnos —la saludó Brogan con la mejor de sus sonrisas—. Os deseo una buena noche, milady. Y a vos también duque Lumholtz —añadió, ladeando la cabeza en una leve reverencia.
La duquesa resopló en señal de desaprobación y adoptó una actitud altiva. Por su parte el duque los fulminó con la mirada, como si levantara una barrera y los retara a cruzarla. Ambos se perdieron en la oscuridad sin devolver el saludo. Brogan se rió para sus adentros.
— ¿Veis, lord general? Os prometí que os estarían esperando.
El lord general enganchó ambos pulgares en el cinturón y enderezó los hombros, dejando que el viento alborotara su capa carmesí. No era necesario ir tras la pareja.
— Te felicito, Lunetta —murmuró.
Al poco se vislumbró de nuevo la falda amarilla de la duquesa. Esta vez, al ver a Tobias, Galtero y Lunetta de pie junto al sendero formado por sus pisadas, la aristócrata enarcó las cejas con sobresalto. Realmente era una mujer atractiva, pese a ir tan pintarrajeada. No tenía nada de infantil y, aunque aún joven, era madura tanto de cara como de figura. Una mujer con todas las de la ley que proclamaba con orgullo su femineidad.
Con gesto deliberadamente amenazante, el duque posó con firmeza una mano en la empuñadura de la espada. Ambos avanzaron. Aunque el duque llevaba una espada ornamentada, Brogan sabía muy bien que, al igual que la de lord Rahl, no era mero adorno. Kelton se preciaba de forjar las mejores espadas de toda la Tierra Central y todos los keltas, sobre todo la nobleza, se enorgullecían de usarlas con maestría.
— General Bro…
— Lord general, milady —la corrigió él con dureza.
La mujer lo miró altiva.
— Lord general Brogan, nos dirigimos a nuestro palacio. Os sugiero que dejéis de seguirnos y regreséis al vuestro. Hace una noche de perros para estar fuera.
Galtero miraba fijamente los encajes sobre el pecho de la mujer, que subían y bajaban al ritmo de su ira. Al darse cuenta la duquesa se tapó furiosa con el manto. El duque también se dio cuenta y se inclinó hacia Galtero.
— Apartad los ojos de mi esposa, caballero, u os haré pedazos y alimentaré con ellos a mis sabuesos.
Galtero esbozó una traicionera sonrisa, alzó la mirada hacia el duque —que era más alto que él—, pero guardó silencio.
— Buenas noches, general —resopló la duquesa.
Nuevamente la pareja se alejó para recorrer su circuito en el muladar, sin la menor duda de que se dirigían a su destino directos como flechas. No obstante, atrapados en el encantamiento de círculo, no podían hacer otra cosa que dar vueltas y más vueltas. Brogan podría haberlos detenido la primera vez pero le encantaba presenciar sus miradas de consternación mientras trataban de comprender cómo era posible que surgiera delante de ellos una y otra vez. Debido al hechizo, sus mentes no podrían entenderlo.
La vez siguiente sus rostros se volvieron blancos como la misma nieve, aunque enseguida enrojecieron de rabia. La duquesa se detuvo y con las manos en jarras se quedó mirándolo ceñuda. Brogan miraba el encaje blanco justo delante de sus narices, que subía y bajaba con el calor de su indignación.
— Óyeme bien, personajillo insignificante. ¿Cómo te atreves a…?
Brogan notó cómo la mandíbula se le tensaba. Lanzando un rugido de rabia, agarró el encaje blanco en ambas manos y rasgó la pechera del vestido hasta la cintura.
Lunetta levantó una mano al tiempo que entonaba un breve ensalmo, y el duque se quedó rígido e inmóvil como si se acabara de convertir en piedra, con la espada a medio desenvainar. Sólo sus ojos se movían y vieron a la duquesa gritar cuando Galtero le sujetó ambos brazos a la espalda, dejándola tan indefensa e inmóvil como él, aunque para ello no necesitó magia. Galtero le retorció los brazos cruelmente y la espalda de la mujer se arqueó. Sus pezones se erguían con rigidez, expuestos al gélido viento.
Puesto que había entregado su cuchillo a lord Rahl, Brogan desenvainó la espada.
— ¿Qué acabas de llamarme, sucia ramera?
— ¡Nada! —Aterrada, la duquesa ladeaba la cara ora a un lado ora al otro, y sus negros rizos le azotaban el rostro—. ¡Nada!
— Vaya, vaya. ¿Tan rápido perdemos el valor?
— ¿Qué quieres? ¡No soy ninguna poseída! ¡Déjame ir! ¡No soy ninguna poseída! —jadeó la duquesa.
— Pues claro que no. Eres demasiado presuntuosa para ser una poseída pero eso no te hace menos despreciable, ni menos útil.
— ¿Entonces es a él a quien quieres? Sí, el duque. El duque es el poseído. Suéltame y te contaré todos sus crímenes.
— Al Creador no se le sirve con confesiones falsas e interesadas —repuso Brogan hablando con los dientes apretados. Sus labios dibujaron una cruel sonrisa y su mejilla tembló—. De todos modos le servirás. Servirás al Creador a través de mí; cumplirás mis órdenes.
— No pienso… —Galtero le retorció los brazos, y la mujer gritó—. Sí, sí, lo haré.
— Harás exactamente lo que te ordene —repitió Brogan entre dientes, pegando su rostro al de la duquesa. Ésta, aunque lo intentó, no pudo apartarse.
— Sí. Muy bien. Te doy mi palabra —dijo totalmente aterrorizada.
— ¿Crees que voy a confiar en la palabra de una ramera como tú, alguien capaz de vender cualquier cosa y traicionar cualquier principio? —replicó Brogan con desdén—. No. Me obedecerás porque no tendrás otro remedio.
Dio un paso atrás, le cogió un pezón entre el pulgar y el nudillo del índice y lo estiró. La mujer lanzó un gemido y abrió mucho los ojos. Brogan levantó la espada y de un solo tajo le cercenó el pezón. El chillido de la duquesa ahogó el aullido del viento.
Luego dejó el pezón en la palma que le tendía Lunetta. La hechicera lo rodeó con sus regordetes dedos, cerró los ojos y se envolvió en un velo mágico. Los suaves sonidos de un antiguo sortilegio se fundieron con el viento y los trémulos gritos de la duquesa. Galtero tenía que sostenerla mientras el viento se arremolinaba a su alrededor.
El cántico de Lunetta subió de tono al tiempo que inclinaba la cabeza hacia el negro cielo. Con ojos firmemente cerrados conjuraba el sortilegio en torno a ella y a la duquesa. Era como si el mismo viento impulsara las palabras pronunciadas en la lengua de las streganicha.
De la tierra al cielo, de las hojas a las raíces
del fuego al hielo, y los propios frutos del alma.
De la luz a la oscuridad, del viento al agua,
reclamo este espíritu y a esta hija del Creador.
Hasta que la sangre del corazón hierva o los huesos sean ceniza,
hasta que el sebo sea polvo y los dientes de los muertos rechinen,
ella será mía.
Arrojo su cuerpo a una umbría cañada,
y arranco su alma de su insondable morada.
Hasta que cumpla con su cometido y alimente a los gusanos,
hasta que la carne sea polvo y el alma haya huido,
ella será mía.
La voz de Lunetta se convirtió en un canto gutural: «Con hembra de gallo, arañas diez y bezoar, hago el estofado de esclavo. Hiel de buey, castor y placenta, hago un caldo con ella…».
Sus palabras se fueron apagando, dispersándose en el viento, pero ella continuó cantando al tiempo que inclinaba su rechoncho cuerpo, agitaba la mano vacía encima de la cabeza de la duquesa y la otra, con el pezón, sobre su propio corazón.
La duquesa se estremecía a medida que a su alrededor se enroscaban tentáculos de magia que se le clavaban en la carne. Cuando le llegaron al alma, los estremecimientos eran ya convulsiones.
Galtero tenía que hacer un auténtico esfuerzo para mantenerla sujeta hasta que, por fin, se quedo inerte entre sus brazos. Pese al viento, fue como si se hiciera el silencio.
Lunetta abrió la mano.
— Ahora es mía y te cedo a ti el derecho —declaró mientras dejaba en la palma de Brogan el pezón ahora reseco—. Ahora os pertenece, lord general.
Brogan cerró los dedos en torno al encogido pedazo de carne. La duquesa, con los brazos a la espalda y el cuerpo desmadejado, tenía una mirada vidriosa. Aunque las piernas la sostenían, se estremecía por el dolor y el frío. De un pecho le manaba sangre.
— ¡Deja de temblar! —le ordenó, cerrando la mano en un puño.
La duquesa lo miró a los ojos y su mirada vidriosa desapareció. Inmediatamente se quedó quieta.
— Sí, lord general.
— Cúrala —ordenó Brogan a su hermana.
Galtero contempló con una chispa de lujuria en sus ojos oscuros cómo Lunetta posaba sus manos alrededor del sangrante seno de la mujer. Al duque Lumholtz casi se le salían los ojos de las órbitas contemplando la escena. Nuevamente Lunetta cerró los ojos para conjurar el hechizo. La sangre que le goteaba entre los dedos dejó de manar cuando la herida en el seno empezó a cerrarse.
Mientras aguardaba, Brogan pensaba en otros asuntos. Verdaderamente el Creador velaba por los suyos. El día había empezado poniéndolo al borde del mayor de los triunfos, luego se torció, pero al final había demostrado que quienes abrazaban en su corazón la causa del Creador finalmente vencían. Lord Rahl iba a enterarse qué les sucedía a quienes adoraban al Custodio, y la Orden Imperial iba a enterarse de cuán valioso era el lord general de la Sangre de la Virtud. También Galtero había demostrado una vez más su valía y se merecía una buena recompensa.
Lunetta usó el manto de la duquesa para limpiar la sangre y al retirarse dejó a la vista un seno entero y tan perfecto como el otro, excepto por la falta del pezón.
— ¿A él también, lord general? —inquirió Lunetta, señalando al duque—. ¿Me ocupo también de él, lord general?
— No —Brogan negó con un ademán—. Sólo la necesito a ella, aunque él también tiene un papel en mi plan.
»Ésta es una ciudad peligrosa —prosiguió, clavando la mirada en los aterrados ojos del duque—. Tal como lord Rahl nos ha dicho esta noche, por Aydindril rondan unos peligrosos seres que atacan a ciudadanos inocentes que no tienen ninguna oportunidad contra ellos. Espantoso. Si al menos lord Rahl estuviera aquí para proteger al duque de tales ataques…
— Me ocuparé de ello al instante, lord general —anunció Galtero.
— No, no. Ya me ocupo yo. He pensado que tal vez te gustaría «entretener» a la duquesa mientras yo me ocupo del duque.
Galtero se mordió el labio inferior con la mirada fija en la duquesa.
— Sí, lord general, me encantaría. Gracias. Tomad —dijo, lanzándole su cuchillo—, lo necesitaréis. Los soldados me han contado que esos seres destripan a sus víctimas con cuchillos de triple hoja. Así pues, tendréis que dar tres tajos para lograr el mismo efecto.
Brogan dio las gracias a su coronel. Como siempre, Galtero estaba en todo. Los ojos de la duquesa se posaban alternativamente en ellos tres, aunque guardaba silencio.
— ¿Quieres que la obligue a cooperar?
— ¿Para qué, lord general? —replicó Galtero con una truculenta sonrisa en su faz por lo general pétrea—. Es mejor que esta noche aprenda otra lección.
— Muy bien. Como prefieras. Querida —dijo a la duquesa—, no te ordeno que lo hagas. Eres libre para expresar lo que realmente sientes hacia Galtero, mi hombre.
La mujer lanzó un grito de protesta cuando Galtero la enlazó por la cintura.
— ¿Por qué no vamos hacia allí, a la oscuridad? No quisiera herir vuestros sentimientos obligándoos a contemplar lo que le ocurre a vuestro esposo.
— ¡No! —gritó. ¡Me helaré en la nieve! Debo obedecer la voluntad del lord general—. ¡Me helaré!
— Tranquila —replicó Galtero, propinándole un azote en el trasero—, no te helarás. El estiércol está calentito.
La duquesa chilló y trató de desasirse pero Galtero la tenía bien cogida. Con la otra mano la agarró por la cabellera.
— Es una mujer muy hermosa, Galtero; no la estropees. Y ve al grano; tengo planes para ella. Para empezar, deberá pintarse menos —comentó haciendo una mueca—; claro que la práctica le será útil para pintarse el pezón que le falta.
»Cuando haya acabado con el duque y tú hayas acabado con ella, Lunetta le echará otro sortilegio. Uno muy especial; un hechizo realmente extraordinario y muy poderoso.
Lunetta se acariciaba sus «galas» mirándolo a los ojos. Sabía qué quería Tobias.
— Para eso necesitaré algo que él haya tocado.
— Él mismo me dio una moneda —le recordó el lord general, dándose ligeros golpes en el bolsillo.
— Bastará.
La duquesa lanzó un nuevo gritó y agitó los brazos mientras Galtero la arrastraba hacia la oscuridad. Brogan se dio media vuelta y movió el cuchillo frente a la horrorizada mirada del alto kelta.
— Y ahora, duque Lumholtz, os toca a vos cumplir vuestra parte en los planes del Creador.