3

Los mriswith reaccionaron ante la amenaza materializándose, al tiempo que se lanzaban contra el gar. La magia de la espada, su furia, inundó a Richard al ver cómo atacaban a su amigo. En tres saltos bajó los escalones hacia el incipiente combate.

Unos terribles aullidos asaltaron sus oídos cuando Gratch empezó a hacer trizas a los mriswith. Costaba verlos contra el blanco de la piedra y la nieve pero, aunque con dificultades, Richard los distinguía. Contó hasta diez. Bajo las capas iban vestidos simplemente con pellejos tan blancos como el resto de ellos. Aunque Richard siempre los había visto negros, sabía que imitaban el color del entorno. La piel tensa y lisa les cubría la cabeza hasta el cuello, y a partir de allí empezaba a ondularse en forma de prietas escamas superpuestas. Las bocas sin labios revelaban unos dientes pequeños y afilados como agujas. En sus manos palmeadas blandían los cuchillos de triple hoja. Los ojos, redondos y brillantes como cuentas, destilaban odio mientras miraban fijamente al furioso gar.

Con fluida velocidad cercaban a la oscura figura con las blancas capas ondeando a la espalda, apenas rozando la nieve. Algunos daban una voltereta o giraban sobre sí mismos para esquivar por los pelos los fornidos brazos del gar. Pero con brutal eficacia el gar atrapaba a otros entre sus garras y los destrozaba, vertiendo sobre la nieve chorros de sangre.

Tan concentrados estaban en Gratch que Richard se les acercó por la retaguardia sin que le opusieran resistencia alguna. Nunca había luchado con más de un mriswith a la vez y la experiencia había sido terrible, pero la furia de la espada le latía por todo el cuerpo y solamente pensaba en ayudar a Gratch. Sin darles tiempo a que se volvieran para enfrentarse a la nueva amenaza abatió a dos. Sus estridentes aullidos agónicos hendieron el aire del amanecer. Era un sonido tan agudo que dolía.

Richard presintió la presencia de más a su espalda, hacia el palacio, y se volvió justo a tiempo para ver cómo otros tres aparecían. Corrían para unirse a la lucha, y sólo la señora Sanderholt les obstaculizaba el paso. La mujer gritó al encontrar la ruta de escape bloqueada por aquellos seres que avanzaban hacia ella. Dio media vuelta y echó a correr. Era evidente que los mriswith la atraparían, y Richard estaba demasiado lejos para llegar a tiempo.

Con un revés de la espada rajó al escamoso ser que pretendía detenerlo.

— ¡Gratch! —voceó—. ¡Gratch!

El gar, que estaba retorciendo la cabeza a un mriswith, alzó la vista. Richard señaló con la espada.

— ¡Gratch! ¡Protégela!

Gratch comprendió al instante el peligro que amenazaba a la señora Sanderholt. Arrojó a un lado el cadáver decapitado y saltó en el aire. Richard se agachó. Agitando vigorosamente sus curtidas alas, el gar se elevó por encima de la cabeza de Richard y voló sobre los escalones.

Entonces extendió sus velludos brazos y agarró a la mujer. Los pies de ésta abandonaron el suelo y se alejaron de los cuchillos que los mriswith blandían. Con alas desplegadas, Gratch ladeó el cuerpo antes de que el peso de la mujer le hiciera perder el impulso que llevaba, descendió en picado más allá de los mriswith y, con un poderoso aleteo, detuvo el descenso para depositar a la señora Sanderholt en el suelo. Sin detenerse se lanzó de nuevo a la refriega, esquivando hábilmente los veloces cuchillos y atacando con garras y colmillos.

Al volverse Richard vio a los tres mriswith a los pies de la escalera. Se abandonó a la furia de la espada, se fundió con la magia y con los espíritus de los anteriores poseedores del arma. Todo se movía con la lenta elegancia de una danza; la danza con la muerte. Tres mriswith arremetieron moviendo con fría gracia sus cuchillos, de los que solo se veía el reflejo, en molinetes. De pronto giraron, se separaron y subieron velozmente los escalones para rodearlo. Con fría eficacia Richard no tardó en ensartar con su espada a la solitaria criatura. Para su sorpresa, los otros dos gritaron:

— ¡No!

Richard se quedó helado. No sospechaba que los mriswith hablaran. Ambos se quedaron quietos en los escalones, clavando en él sus miradas serpentinas. Sólo él se interponía entre ellos y Gratch. Estaban tan abstraídos en el gar, supuso Richard, que deseaban sobre todo llegar hasta su mortal enemigo.

Así pues, se lanzó hacia los escalones dispuesto a cortarles el paso. Nuevamente se separaron y fueron uno hacia cada lado. Richard hizo una finta al de la izquierda e inmediatamente giró sobre sí mismo para atacar al otro. Su espada hizo añicos el cuchillo de tres hojas que el mriswith empuñaba. Rápidamente el mriswith hurtó el cuerpo para eludir la estocada mortal, pero cuando la bestia acortó distancias para descargar su golpe, Richard describió con el acero un arco hacia atrás y le rebanó el pescuezo. El mriswith se desplomó con un aullido, se retorció y se desangró sobre la nieve.

Sin darle tiempo a dar media vuelta, el otro mriswith se abalanzó sobre él por la espalda. Ambos rodaron por los escalones. La espada y uno de los cuchillos de triple hoja rebotaron en el suelo de piedra al pie de la escalera, fuera de su alcance, y desaparecieron de la vista.

El humano y el mriswith rodaron, cada uno tratando de sacar ventaja al otro. Con sus escamosos brazos alrededor del pecho de Richard, la enjuta y nervuda bestia trataba de sujetarlo por el estómago. El joven notaba el fétido aliento del mriswith en la parte posterior del cuello. Aunque no podía ver la espada, sentía su magia y sabía exactamente dónde había ido a parar. Trató de lanzarse a por ella pero el peso del mriswith se lo impidió. Entonces optó por arrastrarse, pero era imposible agarrarse a la piedra resbaladiza por la nieve. No llegaba a la espada.

Alimentado por la rabia, Richard se puso en pie tambaleándose. El mriswith aún lo tenía agarrado con sus escamosos brazos y deslizó una pierna alrededor de la del joven. Richard cayó de bruces al suelo y se quedó sin respiración por el peso del mriswith que tenía en la espalda. El segundo cuchillo del mriswith se cernía a escasos centímetros de su rostro.

Gruñendo por el esfuerzo Richard se impulsó hacia arriba con un brazo, mientras que con la otra mano asía la muñeca que sostenía el cuchillo. Con un único movimiento, suave pero enérgico, levantó al mriswith, se agachó por debajo del brazo y, al erguirse de nuevo, le retorció el brazo. El hueso se salió. Con la otra mano hundió el cuchillo que llevaba al cinto en el pecho de la bestia. El mriswith, incluida la capa, adoptó una nauseabunda coloración verdosa pálida.

— ¿Quién te envía? —le gritó. Como no respondía le retorció el brazo y lo inmovilizó contra la espalda—. ¿Quién te envía?

El mriswith flaqueaba.

— El Caminante de lossss Sueñosssss —siseó.

— ¿Quién es el Caminante de los Sueños? ¿Por qué habéis venido?

Amarillentas oleadas teñían al mriswith. Sus ojos se desorbitaron mientras de nuevo trataba de huir.

— ¡Ojosssverdesss!

Richard sintió un súbito golpe en la espalda. Una borrosa mancha oscura agarró al mriswith y unas garras le echaron la cabeza hacia atrás violentamente. Al mismo tiempo unos colmillos se hundían en el cuello de la bestia y le arrancaban la garganta con un poderoso mordisco. Richard se quedó sin aliento.

Antes de que pudiera recuperar la respiración, el gar, con los ojos verdes brillándole furiosamente, se lanzó contra él. Richard levantó los brazos en el momento en que el gar se estrellaba contra él. El cuchillo le voló de la mano. El tremendo peso del gar lo ahogaba y su terrible fuerza era aplastante. Era como tratar de frenar una montaña que le estuviera cayendo encima. Unos empapados colmillos le buscaron el rostro.

— ¡Gratch! —Con el puño le agarraba el pelo—. ¡Gratch! ¡Soy yo, Richard! —Los colmillos se apartaron un poco. Con cada respiración exhalaba vaho que conservaba el hediondo olor de la sangre de mriswith. Los ojos verdes parpadearon. Richard acarició el agitado pecho del gar—. Ya pasó todo, Gratch. Ya pasó. Cálmate.

Los férreos músculos de los brazos que lo sujetaban se relajaron. El gruñido se convirtió en una sonrisa. Los ojos se le anegaron de lágrimas y estrechó a Richard contra su pecho.

— Grrratch quierrrg Raaaach aaarg.

Richard palmeó afectuosamente la espalda al gar, mientras hacía esfuerzos por respirar.

— Yo también te quiero, Gratch.

El gar, cuyos ojos habían recuperado su verde natural, alejó algo de sí a Richard para examinarlo y quizás así asegurarse de que estaba sano y salvo. Con un sonido semejante a un borboteo expresó el alivio que sentía al ver a su amigo a salvo o tal vez por haberse detenido antes de hacerlo pedazos. Richard no estaba seguro, pero sí sabía que también se sentía aliviado de que todo hubiera acabado. Desaparecido ya el miedo, la rabia y la furia de la lucha, de pronto los músculos empezaron a dolerle de manera sorda.

Richard inspiró hondo, sumido en la embriaguez de haber sobrevivido al repentino ataque, aunque seguía desconcertado por haber asistido al cambio operado en Gratch; el manso gar se había convertido en una bestia salvaje. El joven contempló la extraordinaria cantidad de pestilente sangre derramada en la nieve. No todo eso había sido obra de Gratch. Mientras aplacaba el último vestigio de la ira de la magia, se le ocurrió de repente que tal vez Gratch lo veía a él bajo una luz semejante. Al igual que él, Richard había estado a la altura de las circunstancias.

— Gratch, tú sabías que estaban allí, ¿verdad?

El gar asintió con entusiasmo, añadiendo un leve gruñido para dar más énfasis a la respuesta. Seguramente, la última vez que lo había visto gruñir con tanta vehemencia, al borde del bosque Hagen, había sido porque presentía la presencia de los mriswith.

Las Hermanas de la Luz le habían dicho que, de vez en cuando, un mriswith salía del bosque Hagen y que nadie, ni las Hermanas de la Luz —que eran brujas— ni los magos eran capaces de percibir su presencia, ni de sobrevivir a un encuentro con uno de ellos. Richard había percibido su presencia porque era el primer mago en casi tres mil años nacido con ambas caras del don. Pero ¿cómo había sabido Gratch que estaban allí?

— Gratch, ¿podías verlos? —Gratch señaló algunos de los cadáveres, como si quisiera señalar su posición a Richard—. No, ahora yo también los veo. Me refiero a antes, cuando yo estaba hablando con la señora Sanderholt y tú gruñiste. ¿Podías verlos entonces? —Gratch negó con la cabeza—. ¿Los oías o podías olerlos? —El Gratch frunció el entrecejo y movió las orejas mientras pensaba, pero nuevamente negó—. ¿Pues cómo sabías que estaban allí antes de verlos?

La enorme bestia miró a Richard confuso. Sus cejas, tan grandes como mangos de hacha, formaban una línea continua. Entonces se encogió de hombros, incapaz de hallar una respuesta satisfactoria y perplejo por ello.

— ¿Quieres decir que antes de verlos sentiste su presencia? ¿Que algo dentro de ti te dijo que estaban ahí?

Gratch asintió y sonrió de oreja a oreja, feliz de que Richard lo entendiera. Era algo similar a lo que a él mismo le ocurría; antes de verlos, podía sentir su presencia y verlos en su mente. Pero Gratch no poseía el don. ¿Cómo, entonces, era capaz de hacerlo?

Tal vez se debía simplemente a la capacidad de los animales de percibir ciertas cosas antes que las personas. Por lo general, un lobo sabe que tú estás ahí antes de que tú lo veas a él, y solamente sabes que hay un ciervo en la espesura cuando sale huyendo; o sea, que él presiente tu presencia mucho antes de que tú lo veas. Por lo general, los animales tienen los sentidos más aguzados que las personas, en especial los depredadores. Y, desde luego, Gratch era un depredador. Al parecer, ese sexto sentido de Gratch era una alarma más efectiva que toda la magia que Richard albergaba en su interior.

La señora Sanderholt bajó los escalones y posó una mano vendada sobre el peludo brazo de Gratch.

— Gratch,… gracias. —La mujer se volvió hacia Richard y le confesó, bajando la voz—: Creí que iba a matarme. He visto a gars hacerlo —dijo, mirando los cuerpos destrozados en el suelo—. Cuando me levantó del suelo de esa manera, estaba convencida de que iba a matarme. Pero me equivoqué; Gratch es diferente. Me has salvado la vida —añadió, alzando los ojos hacia el gar—. Gracias.

Gratch sonrió dejando al descubierto las dos hileras de sangrientos colmillos. La mujer ahogó un grito.

Richard miró aquella sonriente cara de siniestro aspecto.

— Deja de sonreír, Gratch. La estás asustando otra vez.

Los labios del gar descendieron hasta cubrir sus prodigiosos colmillos increíblemente afilados. Su arrugado rostro presentaba un aspecto enfurruñado. Gratch se consideraba un ser adorable y no comprendía que para los demás no fuese así.

Pero la señora Sanderholt le acarició un brazo y dijo:

— No pasa nada. Es una sonrisa sincera y, por tanto, hermosa. Es sólo que… no estoy acostumbrada a ella.

El gar volvió a sonreír a la señora Sanderholt, añadiendo además un súbito y animado aleteo. Sin poderlo evitar la mujer retrocedió un paso. Empezaba a comprender que Gratch era distinto de los demás gars, que eran una amenaza para la gente, pero sus instintos aún eran más fuertes. Gratch avanzó hacia la mujer con la intención de darle un abrazo. Richard estaba seguro de que la pobre señora Sanderholt se moriría del susto antes de darse cuenta de cuáles eran las verdaderas intenciones del gar, por lo que lo detuvo poniéndole un brazo delante.

— Usted le gusta, señora Sanderholt, y solamente quería darle un abrazo, eso es todo. Pero creo que con un gracias es suficiente.

La mujer recuperó rápidamente la compostura.

— Tonterías. Me encantaría que me abrazaras, Gratch —declaró con una cálida sonrisa, y abrió los brazos hacia la bestia.

Gratch gorjeó encantado y la alzó en vilo. En voz baja, Richard le advirtió que fuese delicado. La señora Sanderholt no pudo evitar soltar una risita ahogada. De nuevo en el suelo, retorció su huesudo cuerpo para recolocarse el vestido y torpemente se cubrió los hombros con un chal. Se veía radiante.

— Tenías razón, Richard. Gratch no es ninguna mascota. Es un amigo.

El gar asintió con entusiasmo y agitó las orejas al tiempo que batía de nuevo sus correosas alas.

Richard cogió una capa blanca que le pareció bastante limpia de uno de los mriswith caídos, y le pidió a la señora Sanderholt el favor de que se colocara frente a una puerta de roble que permitía el acceso a un pequeño edificio de techo bajo. Entonces le puso la capa sobre los hombros y le tapó la cabeza con la capucha.

— Ahora quiero que se concentre en el color marrón de la puerta que tiene detrás. Mantenga la capa cerrada sujetándola bajo el mentón y cierre los ojos, así se podrá concentrar mejor. Entonces imagínese que se funde con la puerta, que es del mismo color que la puerta.

La mujer lo miró con el ceño fruncido.

— ¿Por qué he de hacer eso?

— Quiero comprobar si se vuelve invisible, como ellos.

— ¡Invisible!

Richard le sonrió para infundirle coraje.

— Sólo para probar.

La mujer suspiró y, finalmente, asintió con la cabeza. Lentamente cerró los ojos. Su respiración se serenó y se hizo más lenta. Nada. Richard esperó un ratito más, pero seguía sin suceder nada. La capa continuaba siendo blanca, sin ni pizca de marrón. Por fin, la mujer abrió los ojos.

— ¿Me he vuelto invisible? —preguntó, como si temiera escuchar que sí.

— No —admitió Richard.

— Ya me lo parecía. ¿Cómo lo consiguen entonces esos repugnantes hombres serpiente? —La señora Sanderholt se desprendió de la capa y se estremeció con asco—. ¿Y qué te hizo pensar que yo también podría?

— Son mriswith. Es la capa lo que les permite volverse invisibles, por lo que pensé que, si se ponía una, también usted podría. —La mujer lo observaba con expresión dubitativa—. Mire, se lo enseñaré.

Richard ocupó su lugar frente a la puerta y se cubrió con la capucha de la capa que llevaba. Entonces cerró la prenda y se concentró. En un abrir y cerrar de ojos, la capa adquirió exactamente el mismo color de la puerta. Richard sabía que la magia de la capa combinada con la suya propia se combinaban para camuflar también otras partes de su cuerpo, de modo que daba la impresión de que desaparecía.

Cuando se alejó de la puerta, la capa se fue trasformando para imitar lo que la mujer veía detrás. Al colocarse delante de la piedra blanca fue como si los pálidos bloques y las oscuras junturas se deslizaran sobre él, de modo que parecía que se hubiese vuelto transparente y dejase ver lo que tenía detrás. Por experiencia Richard sabía que la capa era capaz incluso de imitar fondos complejos.

Pese a que Richard se iba moviendo, la señora Sanderholt continuaba con la mirada fija en la puerta de roble, en el lugar donde lo había visto por última vez. No obstante, los verdes ojos de Gratch no lo perdían de vista y seguía todos sus movimientos con mirada amenazadora. Un gutural gruñido creció en su garganta.

Richard se relajó y se quitó la capucha. Los colores del fondo se desprendieron de la capa, que recuperó su color negro.

— Soy yo, Gratch —dijo.

La señora Sanderholt se sobresaltó y miró a su alrededor para descubrir dónde estaba. El gruñido de Gratch se apagó, y su expresión se relajó. Primero pareció confundido, pero enseguida sonrió ampliamente y dejó ir una profunda risa gutural ante lo que creía un nuevo juego.

— Richard, ¿cómo lo has hecho? —balbuceó la señora Sanderholt—. ¿Cómo te has hecho invisible?

— Es la capa. En realidad no me vuelve invisible, pero cambia el color para adaptarse al fondo y engaña al ojo. Supongo que solamente funciona si uno tiene magia, y usted no tiene, pero yo nací con el don. —Richard echó un vistazo a los mriswith caídos—. Creo que será más prudente que quememos todas las capas, para evitar que caigan en malas manos.

Richard dijo a Gratch que recogiera las capas de lo alto de la escalinata, mientras él recogía las de abajo.

— Richard, ¿no te parece que podría ser… arriesgado usar una capa que ha pertenecido a uno de esos inmundos seres?

— ¿Arriesgado? —El joven se irguió y se rascó la parte posterior del cuello—. No veo por qué. Lo único que hace es cambiar de color, del mismo modo que algunas ranas y salamandras son capaces de camuflarse con cualquier cosa de su entorno como una roca, un tronco o una hoja.

La mujer lo ayudó a formar un fardo con las capas lo mejor que se lo permitían los vendajes de las manos.

— He visto ranas de ésas y siempre he creído que su habilidad es uno de los milagros de Creador. —La mujer lo miró sonriente—. Tal vez el Creador te ha bendecido con una habilidad similar porque posees el don. Alabado sea el Creador; su bendición nos ha salvado.

Mientras Gratch le iba tendiendo las capas, una a una, para que ella las fuese añadiendo al fardo, una sensación de angustia empezó a oprimir a Richard, como brazos que le rodearan el pecho. Alzó los ojos hacia Gratch y le preguntó:

— Gratch, ya no sientes la presencia de más mriswith, ¿verdad?

El gar tendió a la señora Sanderholt la última de las capas y luego fijó la mirada a lo lejos, con intensidad. Por fin negó con la cabeza. Richard soltó un suspiro de alivio.

— ¿Tienes idea de dónde vinieron, Gratch? ¿Llegaron de alguna dirección en particular?

De nuevo el gar giró lentamente sobre sí mismo, escrutando los alrededores. Durante un largo y silencioso momento su mirada quedó prendida en el Alcázar del Hechicero, pero luego se apartó de allí. Finalmente se encogió de hombros, como si se disculpara.

Richard bajó la mirada hacia la ciudad de Aydindril y estudió las tropas de la Orden Imperial. Le habían dicho que estaban formadas por hombres de muchas naciones distintas, pero él reconoció la cota de mallas, la armadura y el cuero oscuro que llevaba la mayoría: eran d’haranianos.

Después ató el último de los extremos sueltos alrededor de las capas para asegurar el fardo y lo arrojó al suelo.

— ¿Qué le pasó en las manos?

La mujer las extendió y las fue girando. La venda, que había sido blanca, presentaba manchas secas de jugos de carne, salsas y aceite, además de ceniza y hollín de los fuegos.

— Me arrancaron las uñas con tenazas para obligarme a testificar contra la Madre Confesora… contra Kahlan.

— ¿Y lo hizo? —La mujer desvió la mirada, y Richard se sonrojó, avergonzado de cómo había sonado su pregunta—. Lo siento, no pretendía decirlo de ese modo. Nadie podría haberle pedido que se negara a hacer lo que querían estando bajo tortura. A ese tipo de gente le trae sin cuidado la verdad. Seguro que Kahlan no creyó que la traicionara.

La mujer encogió un hombro, al tiempo que bajaba las manos.

— Yo no estaba dispuesta a decir sobre ella lo que querían oír. Kahlan lo entendió, como tú dices. Ella misma me ordenó que testificara en su contra para que no me hicieran más daño. No obstante, decir esas mentiras fue otra tortura.

— Aunque nací con el don no sé cómo usarlo, o trataría de curarla. Lo siento. —El joven se estremeció de lástima—. Al menos, ¿empieza a remitir el dolor?

— Ahora que Aydindril ha caído en manos de la Orden Imperial me temo que el dolor acaba de empezar.

— ¿Fueron d’haranianos quienes la torturaron?

— No, fue un hechicero kelta quien lo ordenó. Cuando Kahlan escapó, lo mató. No obstante, la mayor parte de las tropas de la Orden en Aydindril son d’haranianos.

— ¿Cómo han tratado a la población?

La señora Sanderholt se frotó los brazos con las manos vendadas, como si hubiera cogido frío en el aire invernal. Richard tuvo la idea de cubrirla con la capa de mriswith, pero lo pensó mejor y, en lugar de eso, la ayudó a ponerse el chal.

— Aunque D’Hara conquistó Aydindril el otoño pasado y sus tropas no tuvieron piedad en la lucha, desde que acabaron con toda la oposición y tomaron la ciudad no son especialmente crueles, siempre y cuando se cumplan sus órdenes. Tal vez pensaron que si respetaban su botín, éste valdría más.

— Sí, puede ser. ¿Y el Alcázar? ¿También lo han tomado?

La mujer miró de soslayo hacia la montaña.

— No estoy segura, pero creo que no. El Alcázar se encuentra protegido con encantamientos y, por lo que sé, las tropas d’haranianas temen la magia.

Richard se acarició el mentón, pensativo.

— ¿Qué ocurrió cuando la guerra contra D’Hara acabó?

— Al parecer, los d’haranianos, y no sólo ellos, hicieron pactos con la Orden Imperial. Poco a poco los keltas fueron asumiendo el control de la ciudad con el consentimiento de los d’haranianos, que seguían siendo mayoría. Los keltas no tienen tanto miedo a la magia como los d’haranianos. El príncipe Fyren y el hechicero kelta del que ya te he hablado se pusieron al frente del consejo. Pero ahora, con el príncipe, el hechicero y el consejo muertos, no sé exactamente quién manda. Supongo que los d’haranianos, lo cual nos deja a la merced de la Orden Imperial.

»Temo cuál será nuestro destino ahora que la Madre Confesora y los magos ya no están. Sé que tenía que huir o la habrían asesinado, pero…

Richard acabó la frase por ella.

— Pero desde que se forjó la alianza de la Tierra Central y Aydindril se convirtió en el corazón de esa alianza, la autoridad ha residido siempre en manos de una Madre Confesora.

— ¿Conoces nuestra historia?

— Kahlan me contó parte de ella. Está muy afectada por haberse visto obligada a abandonar Aydindril, pero le aseguro que no piensa permitir que la Orden se quede con la ciudad, ni tampoco la Tierra Central.

La señora Sanderholt desvió la mirada con aire resignado.

— Las cosas han cambiado. Con el tiempo la Orden reescribirá la historia de este lugar y la Tierra Central caerá en el olvido.

»Richard, sé que ardes de impaciencia por reunirte con ella. Buscad un lugar en el que vivir vuestras vidas en paz y libertad. No os amarguéis por lo que se ha perdido. Cuando la veas, dile que aunque algunas personas aplaudieron su ejecución, muchas otras se sintieron desoladas al oír que había muerto. En las semanas que han transcurrido desde que huyó he tenido oportunidad de ver el lado que ella no vio. Como en todas partes, en Aydindril hay gente mala y avariciosa, pero también hay gente buena que siempre la recordará. Aunque ahora seamos súbditos de la Orden Imperial, mientras sigamos con vida el recuerdo de la Tierra Central perdurará en nuestros corazones.

— Gracias, señora Sanderholt. Sé que a Kahlan le alegrará saber que no todos le dieron la espalda a ella y a la Tierra Central. No debe perder la esperanza. Mientras la Tierra Central siga viviendo en nuestros corazones, hay esperanza. Ganaremos.

La mujer sonrió, pero en lo más profundo de sus ojos Richard pudo asomarse por primera vez al centro de su desesperación. No le creía. Por breve que hubiese sido el tiempo transcurrido bajo la férula de la Orden, había sido lo suficientemente brutal para extinguir la llama de la esperanza. Por eso no había tratado la señora Sanderholt de abandonar Aydindril; porque no había ningún lugar al que ir.

Richard recogió su espada de la nieve y limpió el reluciente filo con las ropas de piel de un mriswith. A continuación introdujo de nuevo el arma en su vaina.

Ambos se volvieron al oír unos nerviosos murmullos y vieron una multitud de empleados de la cocina que, reunidos cerca del borde superior de la escalinata, contemplaban con incredulidad la carnicería desplegada en la nieve y también a Gratch. Uno de los hombres había recogido del suelo uno de los cuchillos de triple filo y lo examinaba por todas partes. Como no se atrevía a bajar los escalones y acercarse al gar, hacía frenéticos gestos a la señora Sanderholt para llamar su atención. Irritada, ella le hizo gestos perentorios de que bajara.

El hombre caminaba encorvado, seguramente debido más bien a toda una vida de duro trabajo que a la edad, aunque el pelo, ralo, empezaba a encanecer. Descendió la escalera con paso bamboleante, como si llevara un pesado saco de grano sobre sus fornidos hombros. Al llegar junto a ellos, dirigió una rápida inclinación de cabeza a la señora Sanderholt mientras la mirada saltaba de ella a los cuerpos sin vida, a Gratch, a Richard, y nuevamente a ella.

— ¿Qué ocurre, Hank?

— Hay problemas, señora Sanderholt.

— Ahora mismo estoy ocupada con mis propios problemas. ¿Es que no sois capaces ni de sacar el pan de los hornos sin mí?

— Sí, señora Sanderholt —repuso el hombre, inclinando repetidamente la cabeza—. Es otro tipo de problemas. Son… —Hank clavó la mirada en el hediondo cadáver de un mriswith tirado cerca—, es sobre estas cosas.

Aquí Richard intervino.

— ¿Qué pasa con ellas?

Hank lanzó un vistazo a la espada que pendía de su cadera y luego desvió la mirada.

— Creo que fue… —Cuando levantó la vista hacia Gratch y el gar sonrió, el hombre se quedó mudo.

— Hank, mírame a mí. —Richard esperó hasta que el hombre obedeció—. El gar no te hará ningún daño. Y estas cosas se llaman mriswith. Gratch y yo los matamos. Ahora cuéntame qué pasa.

El hombre se restregó las palmas de las manos en los pantalones de lana.

— He echado un vistazo a sus cuchillos de tres filos. Y creo que han sido las armas empleadas. —Su expresión se ensombreció—. Las noticias corren por toda la ciudad y crean el pánico. Algunas personas han sido asesinadas por algo que nadie ha podido ver. Alguien les había abierto el vientre con un arma de tres filos.

Richard lanzó un angustiado suspiro y luego se pasó una mano por la cara.

— Así es como matan los mriswith: destripan a sus víctimas, y uno ni siquiera los ve venir. ¿Dónde han ocurrido los asesinatos?

— Por toda la ciudad, más o menos a la misma hora, justo al amanecer. Por lo que he oído, tiene que tratarse de asesinos diferentes. Y viendo ahora el número de estas cosas llamadas mriswith, apuesto a que estoy en lo cierto. Todos los indicios conducen hasta aquí, como los radios de una rueda.

»Mataron a todo el mundo que encontraron a su paso: hombres, mujeres e incluso caballos. Las tropas están alborotadas, pues entre los asesinados también había algunos soldados, y sus compañeros creen que se enfrentan a algún tipo de ataque. Uno de estos malditos mriswith se abrió paso entre la multitud reunida en la calle sin molestarse siquiera en dar un rodeo, sino que pasó por en medio matando a todo los que pudo. —Hank lanzó una mirada de pesar a la señora Sanderholt antes de proseguir—: Uno de ellos entró en palacio y mató a una doncella, a dos guardias y a Jocelyn.

La señora Sanderholt ahogó un grito y se tapó la boca con una de sus manos vendadas. Entonces cerró los ojos y musitó una oración.

— Lo siento mucho, señora Sanderholt, pero creo que no sufrió. Llegué junto a ella enseguida y ya había muerto.

— ¿Alguien más del personal de cocina?

— Sólo Jocelyn. No estaba en la cocina, sino haciendo un recado.

Sin decir nada, Gratch siguió la mirada de Richard, que se posaba en la montaña y en los muros de piedra. La luz del amanecer teñía de rosa la nieve caída. El joven frunció los labios, frustrado, mientras nuevamente miraba la ciudad y sentía cómo la bilis le subía hasta la garganta.

— Hank.

— ¿Señor?

Richard se volvió hacia él.

— Coge a algunos hombres —le ordenó. Llevad a los mriswith fuera, frente al palacio, y alineadlos a lo largo de la entrada principal. Rápido, antes de que se congelen. —Los músculos de la mandíbula se le marcaban, pues apretaba los dientes—. Clavad en postes las cabezas cercenadas y disponed los postes en línea recta a ambos lados, de modo que cualquiera que quiera entrar en palacio tenga que pasar entre ellos.

Hank carraspeó, como si fuese a protestar, pero entonces miró la espada que Richard llevaba al cinto y dijo:

— Como ordenéis.

Luego, tras hacer una inclinación de cabeza a la señora Sanderholt, corrió hacia el palacio en busca de ayuda.

— Estoy seguro de que los mriswith poseen magia. Tal vez el miedo a la magia mantendrá alejados a los d’haranianos durante un tiempo.

— Richard, como tú mismo has dicho, son criaturas mágicas —replicó la mujer con arrugas de preocupación que le surcaban la frente—. ¿Además de ti, puede alguien más verlos cuando se acercan sigilosamente, cambiando de color?

Richard meneó la cabeza.

— Me dijeron que solamente yo, gracias a la especial magia que poseo, era capaz de percibirlos. Pero es obvio que Gratch también puede.

— La Orden Imperial proclama la perversidad de la magia y de quienes la poseen. ¿Y si ese Caminante de los Sueños ha enviado a los mriswith para que acaben con todos quienes tienen magia?

— Suena razonable. ¿Adónde quiere ir a parar?

La señora Sanderholt se quedó mirándolo largamente con expresión grave.

— Tu abuelo, Zedd, posee magia, y Kahlan también.

Al oír sus propios pensamientos en voz de la mujer Richard notó cómo se le ponía carne de gallina en los brazos.

— Lo sé, pero tengo una idea. Para empezar, tengo que hacer algo respecto a lo que sucede en Aydindril, respecto a la Orden.

— ¿Qué crees que puedes hacer tú? —La mujer inspiró hondo y suavizó el tono—. No te lo tomes a mal, Richard. Aunque posees el don, no sabes cómo usarlo. No eres ningún mago y, por tanto, nada puedes hacer aquí. Huye mientras aún puedas.

— ¿Adónde? Si los mriswith han podido encontrarme aquí, nada impide que me encuentren vaya a donde vaya. En ningún sitio estaría a salvo para siempre. —Con rostro encendido, desvió la mirada—. Sé muy bien que no soy un mago.

— ¿Entonces?

Richard posó en ella su mirada de halcón.

— Kahlan, en cuanto que Madre Confesora, en nombre de la Tierra Central ha declarado la guerra contra la Orden Imperial y contra su tiranía. El objetivo de la Orden es exterminar todo tipo de magia y gobernar todo el mundo. Si no luchamos juntos, todas las personas libres y quienes poseen magia seremos asesinados o esclavizados. Hasta que la Orden Imperial no sea aplastada, no habrá paz para la Tierra Central, para ningún país y para ninguna persona libre.

— Richard, son demasiados. Tú no podrás hacer nada solo contra todos ellos.

Richard estaba cansado ya de tantos sobresaltos y de no saber nunca qué le iba a suceder al momento siguiente. Estaba cansado de ser un prisionero, de que lo torturaran, de ser sometido a entrenamiento, de que le mintieran, de que lo utilizaran, de ver a gente indefensa masacrada. Tenía que hacer algo.

Pese a que él no era un mago, conocía a los magos. Zedd se hallaba a pocas semanas de distancia en dirección sudoeste. Zedd comprendería que era necesario liberar a Aydindril de la Orden Imperial y proteger el Alcázar del Hechicero. Si la Orden destruía la magia que albergaban sus muros, quién sabía qué podría perderse para siempre.

En caso necesario, había otros en el Palacio de los Profetas del Viejo Mundo que tal vez querrían y podrían ayudar. Warren era un amigo y, aunque aún no había completado su formación, ya era un mago y sabía mucho de magia. Al menos, mucho más que Richard.

Y la hermana Verna también lo ayudaría. Las Hermanas eran hechiceras y poseían el don, aunque, desde luego, no eran tan poderosas como un mago. De todas ellas solamente confiaba en la hermana Verna y quizá también en la prelada Annalina. No le gustaba el modo en que la Prelada le había escondido información y había tergiversado la verdad en su propio provecho, pero no había sido por maldad; la Prelada había actuado movida por su preocupación por los vivos. Sí, seguramente podía contar también con la ayuda de Ann.

Y quedaba Nathan, el Profeta que, gracias al hechizo que protegía el palacio, tenía ya casi mil años. Richard no osaba siquiera imaginar todo el saber que habría acumulado. Nathan había sabido que Richard era el primer mago guerrero nacido en miles de años y lo había ayudado a aceptar lo que eso comportaba. Nathan lo había ayudado, y Richard estaba razonablemente seguro de que volvería a hacerlo. Después de todo, Nathan era un Rahl, un antepasado de Richard.

En su mente bullían pensamientos desesperados.

— El agresor dicta las normas. No sé cómo, pero tengo que cambiarlas.

— ¿Qué piensas hacer?

— Debo hacer algo que no se esperen —respondió Richard con la mirada fija en la ciudad. Mientras acariciaba con los dedos la palabra «VERDAD» grabada en relieve con hilo dorado en la empuñadura de la espada, notó la viva magia que emanaba de ella—. Soy el portador de la Espada de la Verdad, que me fue entregada por un auténtico mago. Tengo una obligación; soy el Buscador. —Hirviendo de rabia por toda la gente asesinada por los mriswith, susurró para sí—: Juro que voy a producir pesadillas a ese Caminante de los Sueños.

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