Los soldados cruzaron las picas delante de la puerta.
— Lord Rahl desea hablar con vos.
Ya no quedaban invitados. Tobias Brogan se había hecho el remolón para comprobar si alguno solicitaba una audiencia privada con lord Rahl. La mayoría se había marchado a toda prisa pero unos pocos, tal como Brogan había supuesto, se habían rezagado. No obstante, los soldados habían rechazado sus corteses peticiones. También las galerías se habían vaciado.
Brogan y Galtero, con Lunetta en medio, cruzaron la enorme sala de mármol hasta el estrado acompañados por el ruido de sus pasos, que resonaba en la bóveda, así como el repicar metálico de las armaduras de los soldados que los escoltaban. La luz de las lámparas creaba un cálido resplandor en la inmensa y ampulosa sala de mármol. Lord Rahl, reclinado en la silla adyacente a la de la Madre Confesora, observaba su avance.
La mayor parte de los soldados d’haranianos se había retirado junto con los invitados. Pero el general Reibisch continuaba de pie a un lado del estrado, con expresión adusta. Los dos fornidos soldados de los extremos y las tres mord-sith que flanqueaban a su amo también los observaban con la misma silenciosa intensidad de unas víboras que observaran a su presa. Por detrás de las sillas descollaba el gar, que los miraba con sus relucientes ojos verdes.
— Podéis iros —dijo lord Rahl a los soldados. Éstos, tras golpearse el corazón con puño de hierro, se marcharon. Una vez que las altas puertas se hubieron cerrado, lord Rahl miró a Galtero, luego a Brogan y finalmente a Lunetta.
— Bienvenida. Soy Richard. ¿Cómo te llamas?
— Lunetta, lord Rahl. —La mujer soltó una risita mientras ejecutaba una torpe reverencia.
A continuación lord Rahl posó su mirada en Galtero, el cual rebulló incómodo.
— Os pido perdón por haber estado a punto de pisotearos esta mañana, lord Rahl.
— Disculpas aceptadas —lord Rahl sonrió para sí—. ¿Veis lo fácil que es?
Galtero no respondió. Finalmente lord Rahl miró a Brogan con expresión súbitamente seria.
— Lord general Brogan, quiero saber por qué os dedicáis a secuestrar a gente.
— ¿Secuestrar? —Brogan fingió inocencia—. Lord Rahl, nosotros no hemos hecho tal cosa; jamás se nos ocurriría.
— No os creo un hombre capaz de tolerar evasivas, general Brogan. Tenemos eso en común.
Tobias carraspeó.
— Lord Rahl, debe de tratarse de un malentendido. Cuando llegamos a Aydindril, para contribuir a la causa de la paz, nos encontramos la ciudad sumida en el caos sin nadie que ejerciera una autoridad firme. Así pues, hemos invitado a algunas personas a nuestro palacio para que nos ayudaran a determinar los posibles peligros, eso es todo.
Lord Rahl echó el cuerpo hacia adelante.
— La única cosa que os interesaba era la ejecución de la Madre Confesora. ¿Por qué?
Brogan se encogió de hombros.
— Lord Rahl, debéis comprender que durante toda mi vida la Madre Confesora ha sido la autoridad suprema en la Tierra Central, por lo que al enterarme de que quizás había sido ejecutada me sentí profundamente afectado.
— Casi la mitad de los habitantes de la ciudad asistieron a la ejecución y os lo podrían haber confirmado. ¿Por qué creísteis necesario secuestrar a gente de la calle para interrogarlos?
— Bueno, a veces, cuando se interroga por separado a las personas dan versiones diferentes de un mismo suceso. Lo recuerdan de distinta manera.
— Una ejecución es una ejecución. ¿Qué se supone que pueden recordar de manera diferente?
— Bueno, si uno está al fondo de una plaza, no puede estar seguro de quién sube al cadalso. Sólo los pocos situados delante pudieron haber visto su cara y muchos de ellos, aunque la vieron, no la conocían personalmente. —En vista de que en los ojos de lord Rahl seguía brillando una chispa de amenaza, prosiguió rápidamente—. Veréis, lord Rahl, de hecho confiaba en que simplemente se tratara de un ardid.
— ¿Un ardid? La muchedumbre vio cómo la Madre Confesora era decapitada.
— A veces la gente ve lo que cree que va a ver. Mi esperanza era que realmente no vieron cómo la Madre Confesora era ejecutada, que quizá, de algún modo, ella logró escapar. Ésa era mi esperanza. La Madre Confesora es el símbolo de la paz, y el que siguiera con vida daría esperanzas a todos los habitantes de la Tierra Central. La necesitamos. De seguir viva, pensaba ofrecerle mi protección.
— Abandonad esa vana esperanza y pensad en el futuro.
— Estoy seguro de que también a vos os han llegado rumores de que escapó, lord Rahl.
— No he oído ningún rumor por el estilo. ¿Llegasteis a conocer a la Madre Confesora?
Brogan esbozó una agradable sonrisa.
— Oh sí, lord Rahl. De hecho, la conocía bastante bien. Visitó Nicobarese en varias ocasiones, pues nuestro país formaba parte de la alianza de la Tierra Central.
— ¿De veras? —repuso lord Rahl con expresión impenetrable—. ¿Cómo era físicamente?
— Era… bueno, tenía… —Tobias puso ceño. La había conocido pero, de repente, era incapaz de recordarla—. Bueno, cuesta describirla y debo confesar que las descripciones no se me dan muy bien.
— ¿Cómo se llamaba?
— ¿Su nombre?
— Sí, su nombre. Habéis dicho que la conocíais bien. ¿Cuál era su nombre?
— Bueno, se llamaba…
Nuevamente Brogan frunció el entrecejo. ¿Qué le ocurría? Estaba persiguiendo a una mujer a la que consideraba el azote de los piadosos, el símbolo de la magia en contra de la fe, una mujer a la que ansiaba castigar más que a cualquier otro discípulo del Custodio y, de pronto, ni siquiera recordaba su aspecto, ni su nombre. Por mucho que tratara de recordarla, no lo conseguía.
Entonces lo entendió: el hechizo de muerte. Lunetta le había explicado que, para que funcionara, seguramente ni él mismo podría reconocerla. No se le había ocurrido que el hechizo borrara incluso su nombre pero seguramente eso había ocurrido.
Brogan se encogió de hombros con una sonrisa.
— Lo siento, lord Rahl, pero después de escuchar vuestro discurso mi mente se ha quedado en blanco. —Se rió entre dientes mientras se daba golpecitos en un lado de la frente—. Supongo que me estoy haciendo viejo y pierdo la memoria. Perdonadme.
— ¿Secuestráis a gente en la calle para interrogarlos sobre la Madre Confesora en la esperanza de que siga viva y protegerla, pero no recordáis su aspecto ni siquiera su nombre? Supongo que os daréis cuenta, general, que, desde mi punto de vista, decir que «perdéis la memoria» es ser muy indulgente. Debo insistir en que, al igual que habéis olvidado el nombre de la Madre Confesora, también olvidéis esa inútil búsqueda y dediquéis vuestros esfuerzos al futuro de vuestro país.
Brogan notó cómo le temblaba una mejilla mientras de nuevo fingía inocencia.
— Pero lord Rahl, ¿es que no lo veis? Si resultara que la Madre Confesora sigue viva, sería una gran ayuda para vos. Si vive y conseguís persuadirla de vuestra sinceridad y de la necesidad de vuestro plan, sería una inestimable baza. En caso de que os secundara arrastraría con ella a gran parte de los habitantes de la Tierra Central. Pese a lo que pueda parecer debido a las desafortunadas acciones del consejo que, con toda sinceridad os digo, me indignaron, mucha gente de la Tierra Central respeta a la Madre Confesora y os apoyarían si ella os apoya. ¡Imaginaos el golpe de efecto que representaría si la convencierais de que se casara con vos!
— Ya estoy comprometido con la reina de Galea.
— No obstante, si estuviera viva, podría ayudaros. —Brogan clavó los ojos en el hombre que tenía enfrente mientras se acariciaba una cicatriz a uno de los lados de la boca—. ¿Creéis posible que siga viva, lord Rahl?
— Yo no estaba aquí en el momento en que sucedió pero tengo entendido que miles de personas vieron cómo le cortaban la cabeza y, según ellas, está muerta. Desde luego, si estuviera viva podría ser una aliada muy valiosa pero ésa no es la cuestión. La cuestión es: ¿podéis darme alguna buena razón que explique que esos miles de personas están equivocados?
— Bueno, no, pero tal vez…
Lord Rahl dio un puñetazo en la mesa que sobresaltó incluso a los dos formidables soldados.
— ¡Ya he tenido suficiente! ¿Tan estúpido me creéis como para dejarme distraer de la causa de la paz por especulaciones sobre la Madre Confesora? ¿Creéis acaso que os otorgaré privilegios especiales porque me sugerís modos de ganarme a los habitantes de la Tierra Central? ¡Repito que no habrá ningún trato de favor! ¡Nicobarese recibirá el mismo trato que el resto de países!
Brogan se humedeció los labios.
— Naturalmente, lord Rahl. No era mi intención…
— Si seguís empecinado en buscar a una mujer a la que miles de personas vieron morir, olvidando vuestro deber para con el futuro de vuestro país, tanto vos como Nicobarese probaréis mi espada.
— Sí, lord Rahl —se humilló Brogan—. Partiremos al instante hacia Nicobarese para transmitir vuestro mensaje.
— De eso nada. Os quedaréis en Aydindril.
— Pero debo entregar vuestro mensaje al rey.
— Vuestro rey está muerto. ¿O acaso pretendéis perseguir también la sombra del rey muerto, en la esperanza de que él y la Madre Confesora se hayan escondido juntos? —inquirió en tono de chanza.
Lunetta no pudo reprimir la risa. Brogan le lanzó tal mirada que la risa murió al instante. Al darse cuenta de que su sonrisa había desaparecido, con un supremo esfuerzo Tobias Brogan logró curvar ligeramente los labios.
— Sin duda se designará un nuevo rey. Así funciona nuestro país. Somos una monarquía. Era al nuevo rey a quien pensaba transmitir vuestro mensaje, lord Rahl.
— Puesto que cualquier nuevo rey sin duda será una marioneta de la Sangre de la Virtud, el viaje es innecesario. Permaneceréis en vuestro palacio hasta que decidáis aceptar mis condiciones y os rindáis.
— Como deseéis, lord Rahl —repuso Brogan, sonriendo, e hizo ademán de desenvainar el cuchillo que llevaba al cinto. Instantáneamente se encontró con un agiel a escasos centímetros de su cara. Brogan se quedó paralizado.
El hombre alzó la mirada hasta los azules ojos de la mord-sith, temeroso de moverse.
— Es una costumbre de mi país, lord Rahl. No pretendía amenazaros. Iba a entregaros mi cuchillo como símbolo de que acataré vuestras órdenes y permaneceremos en palacio. Era un modo de dar mi palabra, un símbolo de mi sinceridad. ¿Permitís que os lo entregue?
La mord-sith no le quitaba el ojo de encima.
— Está bien, Berdine —le dijo lord Rahl.
La mord-sith se retiró a regañadientes, con una mirada cargada de veneno. Lentamente Brogan sacó el cuchillo y lo dejó con suavidad al borde de la mesa con el mango apuntando hacia lord Rahl. Éste lo cogió y lo colocó a un lado.
— Gracias, general. —Brogan extendía hacia él la palma de la mano—. ¿Y ahora?
— Es la costumbre, lord Rahl. En Nicobarese cuando uno entrega su cuchillo, para evitar el deshonor la persona que lo recibe entrega a cambio una moneda. Plata contra plata; es un acto simbólico de buena voluntad y paz.
Lord Rahl, sin apartar sus ojos de Brogan, reflexionó brevemente y, al fin, se recostó en la silla, sacó una moneda de plata del bolsillo y la deslizó sobre la mesa. Brogan extendió una mano, la tomó y se la metió en un bolsillo de la chaqueta no sin antes echarle un vistazo. Había sido acuñada en el Palacio de los Profetas.
— Gracias por respetar mis costumbres, lord Rahl —Brogan humilló la cabeza—. Si no deseáis nada más, nos retiraremos para meditar en vuestras palabras.
— De hecho sí hay una cosa más. He oído que la Sangre de la Virtud abomina de la magia. Si es así, ¿por qué viajáis con una hechicera? —preguntó, inclinándose hacia adelante.
Brogan lanzó una ojeada a la mujer bajita que le flanqueaba.
— ¿Os referís a Lunetta? Lunetta es mi hermana, lord Rahl y me acompaña a todas partes. La amo profundamente, pese al don. En vuestro lugar yo no daría mucho crédito a las palabras de la duquesa Lumholtz. Es kelta, y he oído que los keltas y la Orden Imperial son uña y carne.
— Lo mismo he oído yo referido a otros países.
Brogan se encogió de hombros. Si pudiera poner las manos encima a esa maldita cocinera, le cortaría su indiscreta lengua.
— Antes nos habéis pedido que os juzguemos por vuestras acciones y no por lo que otros dicen de vos. ¿Me negaréis a mí lo mismo? Yo no puedo controlar las cosas que llegan a vuestros oídos, pero mi hermana posee el don y la quiero tal como es.
Lord Rahl se reclinó de nuevo en la silla y lo escrutó con ojos de halcón.
— Había miembros de la Sangre de la Virtud en el ejército de la Orden Imperial que pasó Ebinissia a sangre y fuego.
— Y también d’haranianos. Todos los atacantes de Ebinissia están muertos. Habéis dicho que no habría represalias para quienes se rindieran. Vuestra oferta de luchar por la paz vale para todos, ¿no es así?
Lord Rahl asintió lentamente.
— Una cosa más, lord general. He combatido contra los sicarios del Custodio y seguiré haciéndolo. Mientras luchaba contra ellos he descubierto que no necesitan sombras tras las que ocultarse. La última persona que uno se imagina puede ser un servidor del Custodio y, lo que es peor, alguien puede estar sirviéndolo sin siquiera saberlo.
— Yo también lo he oído —repuso Brogan.
— Aseguraos que esa sombra que perseguís no es la vuestra propia.
Brogan frunció el entrecejo. Había oído muchas cosas de boca de lord Rahl con las que no estaba de acuerdo, pero ésa era la primera que no entendía.
— Estoy totalmente seguro del mal que persigo, lord Rahl. No temáis por mí.
Ya empezaba a darse media vuelta cuando se detuvo.
— Por cierto, os felicito por vuestro compromiso con la reina de Galea… Realmente debo de estar perdiendo la memoria porque tampoco recuerdo su nombre. Perdonadme. ¿Cómo se llama?
— Reina Kahlan Amnell.
Brogan inclinó la cabeza.
— Por supuesto, Kahlan Amnell. No lo olvidaré.