Phoebe dejó la pila de informes en el exiguo espacio vacío que quedaba sobre la mesa de madera de nogal pulida.
— Verna, ¿puedo preguntarte algo?
Verna garabateó sus iniciales al pie de una solicitud de compra de unos grandes calderos de cocina que se habían quemado.
— Hace mucho tiempo que somos amigas, Phoebe; puedes preguntarme lo que quieras. —Echó un nuevo vistazo a la solicitud y encima de sus iniciales escribió una nota denegando el permiso e indicando que se repararan los calderos—. Pregunta —dijo, recordándose sonreír.
— Bueno… —Las regordetas mejillas de Phoebe se tiñeron de rubor y se retorcía los dedos—… no pretendo ofenderte, pero estás en una posición única y sólo osaría preguntar esto a una amiga. —Se aclaró la garganta y preguntó—: ¿Cómo es hacerse viejo?
Verna se rió.
— Tenemos la misma edad, Phoebe.
Phoebe se secó las palmas de las manos en el vestido verde, a la altura de las caderas, mientras Verna esperaba.
— Sí, pero… tú estuviste fuera más de veinte años. En ese tiempo envejeciste igual que las personas que viven fuera de palacio. A mí me costará trescientos años alcanzarte. Vaya, pero si tienes el aspecto de una mujer de casi… cuarenta.
Verna suspiró.
— Sí, bien, eso es lo que tiene viajar. Al menos en mi caso.
— Por nada del mundo quiero emprender un viaje y envejecer. ¿Duele hacerse vieja tan rápidamente? ¿Sientes… no sé, sientes que has perdido tu atractivo y que la vida ya no es dulce? A mí me gusta que los hombres me encuentren deseable. No quiero envejecer como… Eso me preocupa.
Verna se apartó de la mesa y se recostó en la silla. Sentía unos enormes deseos de estrangular a Phoebe, pero en vez de eso inspiró hondo y se recordó que era amiga suya y que su pregunta se basaba en la ignorancia.
— Supongo que cada uno lo vive de manera distinta, pero puedo decirte lo que significa para mí. Sí, Phoebe, duele un poco saber que has perdido algo que ya nunca podrás recuperar. Es como si, de algún modo, hubiese estado distraída y alguien me hubiese robado la juventud mientras yo esperaba que mi vida empezara. Pero el Creador equilibra la balanza con aspectos positivos.
— ¿Qué puede tener de positivo envejecer?
— Bueno, por dentro sigo siendo la misma, pero más sabia. Ahora me conozco mejor a mí misma y sé lo que quiero. Ahora soy capaz de valorar cosas que antes no valoraba. Me doy más cuenta de lo que realmente es importante para servir al Creador. Supongo que podríamos decir que me siento más satisfecha conmigo misma y me preocupa menos lo que otros piensen de mí.
»Aunque haya envejecido, sigo necesitando a mis semejantes. Encuentro consuelo en los amigos y sí, para responder la pregunta que te formulas en tu mente, sigo deseando a los hombres tan intensamente como antes, pero ahora valoro otras cosas en ellos. Ya no me interesa solamente la juventud. Ya no es suficiente con que un hombre sea joven para estimular mi deseo y, desde luego, los simples ya no me interesan.
Phoebe escuchaba atentamente con ojos muy abiertos.
— ¿De veraaaas? ¿Te gustan los hombres mayores?
Verna se contuvo.
— Cuando digo mayores me refiero a de la misma edad que yo. Piensa en los hombres que te atraen ahora mismo. Hace cincuenta años ni se te pasaba por la cabeza la idea de pasear con un hombre de la edad que tienes en estos momentos y, sin embargo, ahora te parece lo más natural, mientras que los hombres que tienen cincuenta años menos te parecen unos inmaduros. ¿Entiendes lo que quiero decir?
— Sí… supongo.
Pero los ojos de Phoebe decían que no entendía.
— Cuando llegamos aquí éramos tan jóvenes como las novicias que vimos anoche en las criptas: Helen y Valery. ¿Qué te parecían las mujeres de la edad que tú tienes ahora?
Phoebe se tapó la boca para disimular una risita.
— Me parecían más viejas que Matusalén. Jamás creí que yo pudiera ser tan vieja.
— ¿Y ahora te sientes vieja?
— Oh, no, en absoluto. Entonces no era más que una muchacha tonta. Me encanta la edad que tengo; aún soy joven.
— Pues lo mismo me ocurre a mí. Yo me veo igual que tú te ves. Cuando veo a una persona mayor no veo solamente su edad, pues he aprendido que son iguales que tú y que yo. Ellas te dirían que se sienten jóvenes, como tú o como yo.
La joven arrugó la nariz.
— Ya veo lo que quieres decir. No obstante, no deseo envejecer.
— Phoebe, en el mundo exterior ya habrías vivido tres vidas. El Creador te ha otorgado el increíble regalo de gozar de una vida muy larga a fin de disponer del tiempo necesario para enseñar a los jóvenes magos a usar su don. Valora lo que tienes; es una gracia de la que sólo un puñado de personas disfrutamos.
Phoebe asintió lentamente. Verna casi podía ver cómo su mente reflexionaba.
— Eso es muy profundo, Verna. Nunca imaginé que fueras tan sabia. Siempre supe que eras lista, pero jamás me demostraste tu sabiduría, hasta ahora.
— Ésa es otra de las ventajas —replicó Verna, risueña—, que los más jóvenes que tú te consideran sabia. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey.
— Pero me asusta pensar en que perderé el vigor y me cargaré de arrugas.
— Ocurre de un modo gradual y te vas acostumbrando poco a poco. A mí, en cambio, me asustaría volver a tener tu edad.
— ¿Por qué?
Verna quiso decirle que le asustaría ir por ahí con una mente tan poco desarrollada como la suya, pero de nuevo se recordó que Phoebe y ella eran amigas de toda la vida.
— Oh, supongo que porque ya he recorrido algunos de los caminos espinosos que tú aún tienes que pasar y sé cómo duele.
— ¿Qué espinas son ésas?
— Son diferentes para cada persona. Cada uno tiene que recorrer su propio camino.
— ¿Cuáles fueron las espinas en tu camino, Verna? —le preguntó Phoebe ansiosamente, retorciéndose las manos.
Verna se puso en pie y tapó la botellita de tinta. Miraba fijamente la mesa pero sin verla.
— Supongo —dijo al fin en tono distante—, que lo peor fue volver y ver a Jedidiah mirarme como lo haces tú, con ojos que ven una solterona arrugada, reseca y sin ningún atractivo.
— Oh, por favor, Verna, yo jamás he dicho que…
— ¿Entiendes por qué eso fue tan doloroso, Phoebe?
— Pues claro, debió de dolerte mucho que te creyera vieja y fea, aunque en realidad no lo eres…
Verna negó con la cabeza.
— No —replicó, mirando a la otra a los ojos—. No, lo que realmente me dolió fue descubrir que lo único que le había importado siempre de mí era la apariencia mientras que lo de aquí dentro —Verna se dio golpecitos en la cabeza— no tenía ningún significado para él, que sólo le importaba el envoltorio.
Incluso peor que regresar y ver esa mirada en los ojos de Jedidiah fue descubrir que se había entregado al Custodio. Verna había tenido que hundir su dacra en la espalda de Jedidiah para salvar a Richard, al que su antiguo amante estaba a punto de matar. Jedidiah no sólo la había traicionado a ella sino también al Creador. Y una parte de ella había muerto con él.
Phoebe la miró un tanto desconcertada.
— Sí, creo que entiendo qué quieres decir, cuando los hombres…
Con un ademán de la mano Verna indicó que no merecía la pena seguir hablando de ese asunto.
— Espero haberte sido de ayuda, Phoebe. Siempre es bueno hablar con una amiga. —Su voz adquirió un tono de autoridad para preguntar—: ¿Hay peticionarios que esperan ser recibidos?
La pregunta cogió por sorpresa a Phoebe.
— ¿Peticionarios? No, hoy no.
— Mejor. Deseo orar y pedir ayuda al Creador. Por favor, ¿podríais tú y Dulcinia sellar la puerta? No quiero que me molesten.
Phoebe le hizo una reverencia.
— Naturalmente, Prelada. —Entonces sonrió y dijo en otro tono—: Gracias por la charla, Verna. Ha sido como en los viejos tiempos, en nuestro dormitorio, cuando se suponía que debíamos estar durmiendo. Pero ¿y los informes? —inquirió, fijándose en las pilas de documentos—. Se están acumulando.
— Como Prelada debo prestar la debida atención a la Luz que guía el palacio y a las Hermanas. Asimismo debo rezar por nosotras y para pedir que el Creador me ilumine. Después de todo, somos Hermanas de la Luz.
Nuevamente Phoebe la miró con respeto reverencial. Era como si creyera que, por el simple hecho de ocupar ese puesto, Verna era más que humana y podía tocar la mano del Creador de modo milagroso.
— Por supuesto, Prelada. Enseguida colocaremos el escudo. Nadie os molestará en vuestras meditaciones.
Antes de que saliera Verna la llamó por su nombre en voz baja.
— ¿Has tenido noticias de Christabel?
Phoebe desvió la mirada presa de súbita inquietud.
— No. Nadie sabe adónde ha ido. Y tampoco tenemos pistas de la desaparición de Amelia y Janet.
Ellas cinco —Christabel, Amelia, Janet, Phoebe y Verna— habían sido amigas y habían crecido juntas en palacio. Verna era íntima de Christabel, aunque todas se sentían un poco celosas de ella, pues el Creador la había bendecido con una preciosa melena rubia y hermosos rasgos, además de muy buen corazón.
Era inquietante que esas tres amigas hubiesen desaparecido. A veces las Hermanas abandonaban el palacio para visitar a sus familias, mientras aún vivían. No obstante, siempre solicitaban antes un permiso y, de todos modos, los parientes de las tres debían de haber muerto de viejos mucho tiempo atrás. En otras ocasiones las Hermanas se alejaban de palacio un tiempo no sólo para refrescar sus mentes en el mundo exterior, sino simplemente para tomarse un descanso, pues pasar una década tras otra en el mismo lugar llegaba a cansar a cualquiera. Pero incluso en ese caso informaban a las otras de su lugar de destino y del tiempo que estarían fuera.
Pero ni Christabel, ni Janet, ni Amelia habían hecho eso; simplemente habían desaparecido tras la muerte de la Prelada. A Verna le dolía pensar que quizás habían preferido abandonar el palacio antes que aceptarla como Prelada, y rezaba para que así fuera, aunque se temía que la explicación era mucho más siniestra.
— Si te enteras de algo, Phoebe, te ruego que me lo comuniques —le dijo, tratando de ocultar su inquietud.
Una vez sola, Verna selló las puertas con su propio escudo que había diseñado ella misma; era una trama de delicados filamentos tejidos con el espíritu de su han único, magia que Verna podía reconocer como propia. Si alguien trataba de entrar, probablemente no detectaría el diáfano escudo y rompería los frágiles filamentos. E incluso si lo detectaba, su mera presencia y la exploración del escudo bastarían para romperlo. Por mucho que luego reparara el entramado con su han, Verna lo notaría.
Una brumosa luz solar se filtraba entre los árboles situados cerca del muro del jardín, bañando esa zona apartada y boscosa con una etérea y apagada luz. El bosquecillo acababa con un grupo de magnolios cuyas ramas aparecían llenas de brotes blancos con pelusilla. Más allá, la senda serpenteaba por una cuidada parcela de flores azules y amarillas alrededor de islas de altos helechos y rosas. Verna cortó una ramita de uno de los magnolios y mientras estudiaba el muro que rodeaba el jardín despreocupadamente saboreó su picante aroma.
En la parte posterior crecían luminosos zumaques. Los arbustos se habían plantado deliberadamente en hilera para ocultar el alto muro que protegía el jardín de la Prelada y crear asimismo más ilusión de amplitud. Verna observó con ojo crítico los bajos y achaparrados troncos y las anchas ramas; si no encontraba nada mejor, servirían. Tenía que intentarlo, pues se hacía tarde.
En un pequeño sendero lateral, que rodeaba el espacio montaraz en el que se ocultaba el santuario de la Prelada, dio con un punto prometedor. Se remangó el vestido, atravesó los matorrales hasta llegar al muro y comprobó que, efectivamente, era perfecto. Protegida por completo por pinos se abría un área soleada en la que se habían plantado perales en espalderas contra el muro. Todos se veían podados y recortados pero uno parecía especialmente adecuado, pues las ramas que le nacían a ambos lados se alternaban como los peldaños de una escala.
Justo antes de remangarse las faldas para empezar a trepar, le llamó la atención la textura de la corteza. Pasó un dedo por el borde superior de las recias ramas y lo notó duro y correoso. Al parecer, no era la primera Prelada que deseaba salir de manera subrepticia de su recinto privado.
Tras trepar al muro y asegurarse de que no había soldados a la vista, halló un práctico pilar de refuerzo en el que colocar un pie, a continuación una teja de drenaje, una piedra decorativa que sobresalía, la rama baja de un ennegrecido roble y, finalmente, a menos de un metro del suelo, una roca redonda desde la que saltar sin problemas. Después de limpiarse los restos de corteza y hojas, se alisó el vestido gris a la altura de las caderas y se arregló el sencillo cuello. Acto seguido guardó el anillo de Prelada en un bolsillo. Mientras se tapaba la cabeza con el pesado chal negro, que se ató bajo el mentón, sonrió por la emoción de haber hallado un modo secreto de escapar de su cárcel de papel.
Sorprendentemente, los jardines de palacio se veían desiertos. Los soldados se hallaban en sus posiciones, mientras por los caminos y senderos de piedra se veían Hermanas, novicias y jóvenes magos con rada’han ocupados en sus propios asuntos. Pero apenas se veían habitantes de la ciudad, que en su mayor parte eran mujeres mayores.
Cada día, durante las horas de luz diurna, los habitantes de la ciudad de Tanimura cruzaban en masa los puentes que conducían a la isla Halsband para pedir consejo a las Hermanas, solicitarles que mediaran en conflictos, suplicarles caridad, buscar orientación en la sabiduría del Creador y rendirle culto en los patios diseminados por toda la isla. A Verna siempre le había extrañado que creyeran que debían acudir allí a rezar aunque sabía que, para ellos, el hogar de las Hermanas de la Luz era un lugar sagrado. O tal vez solamente deseaban disfrutar de la belleza de los jardines de palacio.
Pero ese día no la disfrutaban; apenas se veía a nadie. Las novicias designadas para guiar a los visitantes daban vueltas, aburridas. Los soldados que vigilaban los accesos a las zonas restringidas charlaban entre ellos y cuando la miraron solamente vieron en ella a una Hermana más. En el césped no se veían visitantes descansando, nadie se recreaba en la belleza de los jardines, y las fuentes salpicaban y rociaban agua sin el acompañamiento de las exclamaciones de asombro de los adultos o los gritos encantados de los niños. Incluso los bancos estaban vacíos.
En la distancia, los tambores seguían sonando.
Verna encontró a Warren en su habitual punto de encuentro —los juncos que crecían a la orilla del río, del lado de la ciudad— sentado en la roca plana y oscura. Lanzaba guijarros a los remolinos de las aguas surcadas únicamente por una solitaria barca de pesca. Al oírla, se puso de pie de un salto.
— ¡Verna! No sabía si vendrías.
Verna observó cómo el viejo pescador cebaba el anzuelo y guardaba el equilibrio pese al balanceo del bote.
— Phoebe quería saber qué se siente al convertirse en una mujer vieja y arrugada.
Warren se sacudió el fondillo de la túnica violeta.
— ¿Y por qué te lo pregunta a ti?
Verna se limitó a suspirar y decir:
— Vamos.
La ciudad presentaba el mismo aspecto insólito que el palacio. Aunque en los barrios ricos algunas tiendas habían abierto y hacían algo de negocio con un puñado de clientes, el mercado de la zona pobre se veía vacío, las mesas desocupadas, los fogones apagados y los escaparates cerrados. Los cobertizos adosados a los edificios estaban desiertos; los telares de los talleres, abandonados; y el único ruido que se oía en las calles era el constante y crispante resonar de los tambores.
Warren se comportaba como si no fuera nada fuera de lo normal. Al doblar por una calle estrecha, umbría y polvorienta flanqueada por ruinosos edificios, Verna no pudo soportarlo más y estalló.
— ¿Dónde está todo el mundo? —exclamó—. ¿Qué pasa aquí?
Warren se detuvo y la miró, desconcertado. Verna se había quedado parada en medio de la calle vacía con las manos en jarras.
— Es el día del ja’la.
— ¿El día del ja’la? —inquirió Verna frunciendo el entrecejo.
— Exactamente —respondió él con toda tranquilidad. El ceño de Verna se acentuó—. ¿Qué pensabas que le había ocurrido a toda la…? —De repente se dio un manotazo en la frente—. Lo siento, Verna, pensaba que lo sabías. Todos estamos ya tan acostumbrados que se me olvidó que seguramente tú no lo sabías.
— ¿Saber qué?
Warren regresó para cogerla del brazo y echó de nuevo a caminar con ella.
— El ja’la es un juego de competición. Hace más o menos… uf, debió de ser hace quince o veinte años, cuando el nuevo emperador accedió al trono, construyeron allí, en las afueras de la ciudad, en una hondonada entre dos colinas, un gran campo de juegos. Es muy popular.
— ¿Un juego? ¿La ciudad se queda desierta por un juego?
— Eso me temo. Sólo quedan en la ciudad algunas personas ancianas, que no lo entienden ni les interesa, pero el resto de gente va a verlo. Se ha convertido en una pasión colectiva. Los niños empiezan a jugarlo en las calles en cuanto aprenden a andar.
Verna inspeccionó una calleja lateral y echó una mirada atrás, a lo que llevaban recorrido de calle.
— ¿Qué tipo de juego es?
— Bueno —Warren se encogió de hombros—, la verdad es que nunca he asistido a ningún partido oficial; ya sabes que la mayor parte del tiempo la paso abajo, en las criptas, pero he investigado un poco. Siempre me han interesado los juegos y cómo encajan en la estructura de las diferentes culturas. He estudiado los pueblos antiguos y sus juegos, pero esto me brinda la oportunidad de observar un juego vigente con mis propios ojos, por lo que he leído y he hecho preguntas.
»El ja’la se juega con dos equipos en un espacio cuadrado con líneas que delimitan campos. En cada esquina hay una portería, dos para cada equipo. El objetivo del juego consiste en meter el broc (una pelota pesada revestida de cuero y de tamaño algo menor que la cabeza de una persona) en la portería del rival. El equipo que lo consigue se anota un tanto, y el otro equipo escoge el campo desde el que lanzar su ataque.
»No comprendo la estrategia, pues la cosa se complica, pero los chavales de cinco años la entienden enseguida.
— Seguramente es porque ellos desean jugar, y tú no. —Verna dejó caer el chal por su espalda y agitó los extremos para refrescarse el cuello—. ¿Qué lo hace tan interesante que la gente se apiñe bajo el sol para verlo?
— Supongo que durante un día se olvidan de su duro trabajo. Es una excusa para vitorear y chillar. Si su equipo gana, beben para celebrarlo y, si pierde, beben para consolarse. A nadie deja indiferente. La verdad es que la gente se altera más de lo que debería.
Verna se quedó un momento pensativa, sintiendo la refrescante brisa en el cuello.
— Bueno, a mí me parece un juego inofensivo.
— Es sangriento.
— ¿Cómo sangriento?
Warren esquivó un montón de estiércol.
— La pelota es muy pesada, y las reglas laxas. Los jugadores de ja’la son unos auténticos salvajes. Aunque, naturalmente, deben ser hábiles con el broc, sobre todo se seleccionan por su fuerza bruta y su carácter agresivo. No hay partido que acabe sin que al menos se rompan algunos dientes o huesos. Y no es raro que a algún jugador le rompan el cuello.
— ¿Y a la gente le gusta ver eso? —preguntó Verna con incredulidad.
Warren se lo confirmó con expresión grave.
— Por lo que me han contado los soldados, los espectadores se enfadan si no hay sangre, pues creen que su equipo no se esfuerza.
— No me parece un juego que me gustara ver.
— Pues eso no es lo peor. —Warren evitaba mirarla. A ambos lados unos postigos tan deslucidos que era imposible adivinar su color original cerraban las estrechas ventanas—. Los jugadores del equipo perdedor salen al campo al acabar el partido y son azotados. El equipo ganador les propina un golpe con un látigo de cuero por cada tanto en contra que han encajado. La rivalidad entre los equipos es tan fuerte que no es extraño que algunos jugadores mueran por los latigazos.
Verna caminó en atónito silencio hasta doblar una esquina.
— ¿Y la gente se queda para verlo?
— Creo que solamente van para ver eso. La multitud que anima al equipo vencedor cuenta en voz alta el número de los latigazos. Las emociones se desbordan. El ja’la vuelve loca a la gente. A veces incluso se producen disturbios. Pese a que haya diez mil soldados vigilando, las cosas se pueden salir de madre. O los jugadores se pelean entre sí. Son verdaderos brutos.
— ¿Y a la gente de verdad le gusta animar a un equipo de brutos?
— Los jugadores son héroes. Los jugadores de ja’la son casi los amos y señores de la ciudad. No se les aplican ni normas ni leyes. Una multitud de mujeres los siguen allá donde van, y tras el partido suelen organizarse auténticas orgías. Las mujeres se pelean por estar con los jugadores. La juerga puede durar varios días. Acostarse con un jugador de ja’la se considera un gran honor, y son tantas las que aspiran a él que solamente se les reconoce si hay testigos.
— ¿Por qué hacen eso?
Warren alzó los brazos.
— ¡Qué sé yo; yo no soy mujer! Aunque haya sido el primero en tres mil años en resolver una profecía, nunca una mujer me ha echado los brazos al cuello ni ha querido lamerme la sangre de la espalda.
— ¿Eso hacen?
— Se pelean por hacerlo. Si al jugador le complace esa lengua, es posible que la elija. He oído que los jugadores son bastante arrogantes y les gusta que las mujeres tengan que ganarse el honor de tenerlos entre las piernas.
Verna miró a Warren y vio que se estaba ruborizando.
— ¿Y también quieren estar con el equipo perdedor?
— Que ganen o pierdan es lo de menos. Cualquier jugador de ja’la es un héroe. Cuanto más brutales, mejor. Aquellos que han matado a un rival con el broc adquieren renombre y son los más deseados. Incluso se pone su nombre a los bebés. La verdad, no lo entiendo.
— Eso es porque te relacionas con muy poca gente, Warren. Si fueses a la ciudad en lugar de pasarte todo el día encerrado en las criptas, seguro que encontrarías a mujeres deseosas de estar contigo.
— Pues claro, si llevara un collar —replicó, dándose golpecitos en el cuello desnudo—. Porque verían el oro de palacio alrededor de mi cuello. Sólo por eso; no por quien soy.
Verna frunció los labios.
— A algunas personas les atrae el poder. Cuando uno no lo tiene, el poder resulta muy seductor. Así es la vida.
— La vida —rezongó Warren en tono amargo—. Todo el mundo lo llama ja’la, aunque en realidad el nombre completo es ja’la dh jin, que en la vieja lengua de la patria del emperador, Altur’Rang, significa «el Juego de la Vida». Pero todo el mundo lo llama simplemente ja’la, el Juego.
— ¿Qué significa Altur’Rang?
— Es también un nombre de su antigua lengua y no es fácil de traducir. Aproximadamente significa «el elegido del Creador» o «la gente del destino», algo así. ¿Por qué?
— El Nuevo Mundo está dividido por una cordillera llamada Rang’Shada. Parece el mismo lenguaje.
Warren asintió.
— Un «shada» es un guantelete de guerra con pinchos. Y Rang’Shada puede traducirse como «el puño guerrero de los elegidos».
— Supongo que el nombre proviene de la vieja guerra. Desde luego esas montañas parecen pinchos. —Verna aún no había digerido lo que Warren le contaba—. No puedo creer que se permita ese juego.
— ¿Permitirlo? Se promueve. El emperador tiene su equipo privado de ja’la. Esta mañana se ha anunciado que cuando venga de visita traerá a su equipo para que se enfrente al mejor equipo de Tanimura. Por lo que he deducido, es un gran honor y todo el mundo está muy emocionado. —Warren echó una mirada en torno y añadió—: El equipo del emperador no es azotado si pierde.
— Caramba. ¿Privilegios de los poderosos?
— No exactamente. Si pierden, les cortan la cabeza.
Verna dejó caer las manos a los costados.
— ¿Qué razón puede tener el emperador para promover el ja’la?
Warren esbozó una sonrisa peculiar.
— No lo sé, Verna, pero tengo una teoría.
— ¿Cuál es?
— Bueno, si hubieses conquistado un país, ¿qué problemas crees que podrían surgir?
— ¿Te refieres a una insurrección?
Warren se apartó del rostro un rizo de rubios cabellos.
— Agitación, protestas, malestar de la población, tumultos y, sí, insurrección. ¿Recuerdas cuando gobernaba el rey Gregory?
Verna asintió, contemplando a una anciana en una calle lateral que, desde su balcón, tendía ropa. Era la única persona que había visto en la última hora.
— ¿Qué pasó con él?
— Poco después de que te marcharas la Orden Imperial lo derrocó y ya no volvimos a saber de él. El rey era querido por el pueblo. Tanto Tanimura como otras ciudades del norte prosperaban bajo su reinado. Desde entonces las cosas han empeorado. El emperador ha permitido que florezca la corrupción y al mismo tiempo no se ocupa de asuntos tan importantes como el comercio y la justicia. Toda esa gente que has visto viviendo en la miseria son refugiados llegados de otras ciudades y pueblos saqueados.
— Pues, para ser refugiados, no me han parecido que estén descontentos.
Warren alzó una ceja.
— Ja’la —dijo solamente.
— ¿Qué quieres decir?
— Bajo la Orden Imperial apenas tienen esperanzas de una vida mejor. Su única esperanza, su único sueño es convertirse en un jugador de ja’la.
»Los jugadores se seleccionan por su talento, no por su dinero ni posición social. La familia de un jugador nunca pasa necesidades; su hijo provee por ellos en abundancia. Así pues, los padres animan a sus hijos a que jueguen a ja’la con la esperanza de que se conviertan en profesionales. A partir de los cinco años pueden ingresar en equipos de aficionados, clasificados por edad. Todos, cualesquiera que sean sus circunstancias, pueden llegar a ser jugadores profesionales de ja’la. Incluso algunos provienen de las filas de los esclavos del emperador.
— Eso no explica la pasión que despierta.
— En la actualidad todo el mundo forma parte de la Orden Imperial. La lealtad hacia las antiguas patrias no se permite. Gracias al ja’la las personas se sienten hermanadas con sus vecinos y su ciudad a través de un equipo. El emperador sufragó la construcción del campo de ja’la, como regalo a Tanimura. De este modo el pueblo no piensa en sus míseras condiciones de vida, que no pueden controlar, y encuentran una válvula de escape que no amenaza al emperador.
Verna volvió a agitar las puntas del chal.
— Creo que tu teoría es acertada, Warren. Desde muy pequeños a los niños les gustan los juegos. Juegan todo el día. El juego es parte de la naturaleza humana. Cuando crecen, compiten con el arco, apuestan a los caballos o juegan a los dados.
— Por aquí. —Warren la cogió por la manga y con el pulgar señaló hacia un estrecho callejón—. Y el emperador encauza esa tendencia hacia algo más que natural. No sé por qué se preocupa de que el pueblo piense en la libertad o en la justicia. Ahora su gran pasión es el ja’la y no les interesa nada más.
»En vez de preguntarse a qué viene el emperador y qué supondrá eso en sus vidas, todos están alborotados por el ja’la.
Verna sintió que se le revolvía el estómago. Ella sí se preguntaba qué querría el emperador. Tenía que haber alguna razón de más peso que un partido de ja’la, que justificara un viaje tan largo. Quería algo.
— ¿Y nos les inquieta la idea de vencer a un hombre tan poderoso, o más bien a su equipo?
— El equipo imperial es muy bueno, según me han dicho, pero no goza de ningún privilegio ni ventaja especial. El emperador no se ofende porque su equipo pierda, aunque ordena decapitar a sus jugadores. Si el rival vence, el emperador acepta que es mejor y felicita sinceramente al equipo y a la ciudad. La gente ansía el honor de vencer al renombrado equipo del emperador.
— Hace ya un par de meses que regresé y no había visto la ciudad vaciarse por un partido.
— La temporada acaba de empezar. Solamente se disputan partidos oficiales durante la temporada de ja’la.
— Eso no encaja en tu teoría. Si el ja’la distrae a la gente de asuntos mucho más importantes, ¿por qué no jugarlo todo el tiempo?
Warren le dirigió una sonrisa de suficiencia.
— Las expectativas aumentan el fervor. La gente se pasa horas analizando las perspectivas de la nueva temporada. Cuando finalmente la temporada llega, la emoción está al rojo vivo. Es como dos jóvenes enamorados que se vuelven a ver después de estar separados; sus mentes están como embotadas. Si los partidos se jugaran siempre, es posible que no despertaran tantas pasiones.
Era obvio que Warren había dedicado muchas horas de reflexión a su teoría. Aunque Verna no acababa de estar de acuerdo, el joven parecía tener respuesta para todo, por lo que cambió de tema.
— ¿De quién has sabido que el emperador traerá su equipo?
— De maese Finch.
— Warren, te envié a las caballerizas para hacer indagaciones sobre los caballos desaparecidos, no para hablar de ja’la.
— Maese Finch es un gran entusiasta del juego y estaba tan entusiasmado por el partido de hoy, el primero de la temporada, que dejé que se explayara para después averiguar lo que quería saber.
— ¿Y lo averiguaste?
Se detuvieron bruscamente y alzaron la vista hacia un cartel tallado que exhibía una lápida, una pala y los nombres «BENSTENT» y «SPROUL».
— Sí. Entre decirme cuántos latigazos iba a recibir el otro equipo y cómo ganar dinero apostando sobre el resultado, me dijo que los caballos desaparecieron hace bastante tiempo.
— Justo después del solsticio de invierno, supongo.
Protegiéndose los ojos con una mano, el joven miró por la ventana.
— Exacto. Se han esfumado cuatro de los caballos más fuertes, aunque sólo dos equipos de arreos completos. Finch sigue buscando los caballos y jura que los encontrará pero cree que robaron los arreos.
Al otro lado de la puerta, en la parte trasera de una oscura habitación, Verna oyó el ruido de una lima sobre acero. Warren escrutó la calle.
— Parece que aquí tenemos a otro al que no le entusiasma el ja’la.
— Mejor. —Verna se ató el chal bajo el mentón y abrió la puerta—. Veamos qué nos dice este sepulturero.