5

La hermana Verna se sentía como paralizada por las llamas, de cuyas profundidades emanaban fugaces volutas de rutilantes colores y brillantes rayos animados por una vida propia de ondulantes movimientos. Eran como dedos que se retorcían en danza atrayendo hacia sí aire, que agitaba sus ropas al pasar. De no ser por los escudos, el calor las habría lanzado a todas hacia atrás. El enorme sol teñido de sangre que asomaba en el horizonte aplacaba por fin la furia del fuego que había consumido los cuerpos. Algunas de las Hermanas seguían sollozando en silencio, pero la hermana Verna ya había derramado todas las lágrimas que llevaba dentro.

Más de un centenar de niños y muchachos formaban un círculo alrededor del fuego, y había más del doble de Hermanas de la Luz y novicias entre ellos. Con la sola excepción de una Hermana y un muchacho, que guardaban simbólicamente el palacio y naturalmente la Hermana que había perdido el juicio y que por su propio bien estaba encerrada en una habitación vacía y protegida por un escudo, todos contemplaban en la colina desde la que se divisaba Tanimura las llamas que se alzaban hacia lo alto. Pese a que eran muchos, todos sentían una profunda soledad y rezaban individualmente, retraídos. Como era costumbre, nadie hablaba en los ritos funerarios.

A la hermana Verna le dolía la espalda después de velar de pie los cuerpos toda la noche. Durante esas horas de oscuridad todos habían rezado y mantenido un escudo colectivo sobre los cuerpos, lo que simbolizaba la protección de aquellos a los que se reverenciaba. Al menos era un alivio haberse alejado del incesante sonido de tambores que se oía en la ciudad.

Con la primera luz del día el escudo se había roto y todas habían enviado un flujo de su han a la pira para encenderla. El fuego, alimentado por la magia, había prendido rápidamente en los troncos apilados y en los dos cuerpos amortajados —uno bajo y regordete, el otro alto y corpulento— creando un infierno de poder divino.

Había sido preciso buscar información en los libros guardados en las criptas para saber cómo actuar, puesto que nadie vivo había participado nunca en la ceremonia. De hecho, hacía casi ochocientos años —791 para ser precisos— que la última Prelada había muerto.

Los antiguos libros decían que solamente el alma de la Prelada debía entregarse a la protección del Creador a través de la sagrada ceremonia del funeral, pero en ese caso todas las Hermanas habían votado para conceder el mismo privilegio a quien tan valientemente había luchado por salvar su vida. Según los libros, era posible otorgar ese mismo privilegio a otros si existía unanimidad al respecto. Había costado bastante conseguir la unanimidad.

Según la costumbre, cuando el sol finalmente venció en el horizonte bañando el fuego con el magnífico espectáculo de la propia luz del Creador, el flujo de han se interrumpió. Sin poder que la alimentara, la pira se derrumbó, dejando únicamente una mancha de ceniza y algunos troncos carbonizados que marcaban el lugar de la ceremonia en la verde cima de la colina. El humo se elevó en volutas hacia el cielo para disiparse en el silencioso y brillante día.

Lo único que quedaba ya en el mundo de los vivos de la Prelada Annalina y del profeta Nathan eran blancas cenizas de un tono grisáceo. El rito había acabado.

Sin decir palabra las Hermanas empezaron a dispersarse. Algunas se marchaban solas y otras pasaban un brazo sobre los hombros de un muchacho o una novicia para consolarlos. Como almas perdidas descendían la colina describiendo un camino sinuoso, dirigiéndose hacia la ciudad y el Palacio de los Profetas. Eran como niños que regresan a un hogar en el que falta la madre. Mientras se besaba el dedo anular, la hermana Verna se dijo que, puesto que también el Profeta había muerto, de hecho también faltaba el padre.

Verna cruzó los dedos sobre el estómago mientras, distraídamente, contemplaba a los demás, que se iban perdiendo de vista. No había tenido oportunidad de hacer las paces con la Prelada antes de que muriera. Annalina la había utilizado y humillado, además de permitir que fuese degradada sólo por cumplir con su deber y seguir sus órdenes. Aunque todas las Hermanas servían al Creador, y ella sabía que la Prelada tenía el bien común en mente para tratarla de ese modo, le dolía pensar que se había aprovechado de esa fidelidad. La había dejado en ridículo.

La hermana Verna no había tenido oportunidad de hablar con la Prelada, porque desde el ataque de Ulicia, una Hermana de las Tinieblas, había permanecido inconsciente durante casi tres semanas antes de morir. Solamente Nathan había podido atenderla y había luchado con denuedo para sanarla, pero al final había fracasado. El cruel destino también se llevó la vida del Profeta. Aunque parecía vigoroso, seguramente el esfuerzo había sido excesivo. Después de todo, Nathan tenía casi mil años. Seguramente en los aproximadamente veinte años que ella había pasado lejos del palacio buscando a Richard había envejecido.

Verna sonrió al recordar a Richard. Lo echaba mucho de menos. Richard la sacaba de quicio, pero también él había sido una víctima de los planes de la Prelada, aunque al final mostró comprensión, aceptó las cosas que Annalina había hecho y no le guardó ningún rencor.

Al pensar en la amada de Richard, Kahlan, sintió una punzada de dolor. Probablemente Kahlan había muerto en el clímax de esa terrible profecía. Ojalá no. La Prelada había sido una mujer muy resuelta y había manejado las vidas de muchas personas como si fuesen marionetas. La hermana Verna deseó fervientemente que la Prelada hubiese actuado por el bien de todos los hijos del Creador, y no sólo en interés propio.

— Pareces enfadada, hermana Verna.

La Hermana se volvió y vio al joven Warren, con las manos metidas en las mangas de brocado plateado de su túnica violeta oscuro. Al echar un vistazo en torno se dio cuenta de que se habían quedado los dos solos en la ladera de la colina; todos los demás se habían marchado hacía rato y ya no eran más que motas oscuras en la distancia.

— Tal vez lo estoy, Warren.

— ¿Por qué estás enfadada?

Con las palmas de las manos se alisó la falda oscura a la altura de las caderas.

— Quizás estoy enfadada conmigo misma. —La Hermana se recompuso el chal color azul claro y dijo, tratando de cambiar de tema—: Aún eres tan joven, en tus estudios quiero decir, que todavía no me he acostumbrado a verte sin el rada’han.

Como si ya no se acordara, el joven se llevó los dedos al cuello donde había llevado el collar la mayor parte de su vida.

— Tal vez sea joven para quienes viven bajo el hechizo de palacio, pero en el mundo exterior no soy ningún joven; tengo ciento cincuenta años, Hermana. Te agradezco que me quitaras el collar. —Warren apartó los dedos del cuello y retiró un rizo de pelo rubio—. Es como si el mundo entero se hubiese vuelto del revés en cuestión de pocos meses.

Verna se rió entre dientes.

— Yo también echo de menos a Richard —dijo.

— ¿En serio? —El semblante de Warren se iluminó con una afable sonrisa—. Era una persona excepcional, ¿verdad? Apenas puedo creer que fuese capaz de impedir que el Custodio escapara del inframundo, pero tenía que detener al espíritu de su padre y devolver la piedra de Lágrimas al lugar que le corresponde o todos habríamos sido engullidos por el mundo de los muertos. A decir verdad me pasé todo el solsticio de invierno bañado en sudor frío.

La hermana Verna asintió como si quisiera subrayar sus palabras.

— Estoy segura de que las cosas que le enseñaste le fueron muy valiosas. Tú también desempeñaste un buen papel, Warren. —Verna estudió por un instante la amable sonrisa del joven y se dio cuenta de que seguía siendo la misma sonrisa que tenía de niño—. Me alegro de que decidieras quedarte en palacio durante un tiempo pese a que ya no llevas el collar. Parece que nos hemos quedado sin profeta.

Warren fijó la mirada en la mancha de cenizas.

— Me he pasado la mayor parte de mi vida estudiando profecías en las criptas, sin tener ni idea de que algunas habían sido dictadas por un profeta aún vivo, y menos aún que vivía en palacio. Ojalá lo hubiese sabido. Ojalá me hubiesen permitido hablar con él, aprender con él. Perdí la oportunidad.

— Nathan era un hombre peligroso, un enigma que nadie logró desentrañar y, por tanto, no era digno de confianza. Pero admito que tal vez fuese un error impedirte que lo visitaras. Consuélate pensando que, con el tiempo, cuando hubieses avanzado más en tus estudios, las Hermanas te lo hubieran permitido. Incluso lo hubieran considerado necesario.

Warren desvió la mirada.

— Ya no tendré nunca la oportunidad.

— Warren, ahora que ya no llevas el collar sé que anhelas ver mundo, pero tú mismo has decidido quedarte en palacio al menos un tiempo para seguir estudiando. El Palacio de los Profetas se ha quedado sin profeta. Piensa que tu don se manifiesta con fuerza en esa área. Con el tiempo, tú mismo podrías ser profeta.

Una suave brisa agitó la túnica del joven, que miraba las verdes colinas hacia el palacio.

— No sólo es el don, sino que mi interés y mis esperanzas siempre se han centrado en las profecías. Hace poco que he empezado a entenderlas de un modo distinto a todos los demás. Pero una cosa es entenderlas y otra muy distinta dictarlas.

— Eso lleva su tiempo, Warren. Estoy convencida de que a tu edad, Nathan no sabía más que tú. Si te quedas y sigues estudiando, creo que en cuatrocientos o quinientos años podrías convertirte en un profeta tan grande como Nathan.

El joven se quedó callado unos minutos.

— Pero ahí fuera hay todo un mundo. He oído que en el Alcázar del Hechicero se guardan libros, y también en otros lugares. Richard me dijo que estaba seguro de que en el Palacio del Pueblo, en D’Hara, hay muchos. Yo quiero aprender, y es posible que muchas cosas no pueda encontrarlas aquí.

La hermana Verna movió sus doloridos hombros.

— El Palacio de los Profetas se halla bajo un encantamiento, Warren. Si te vas, envejecerás como el resto del mundo. Mira lo que me ocurrió a mí en apenas veinte años; aunque tú y yo tan sólo nos llevamos un año de diferencia, tú te ves como alguien en edad de casarse mientras que yo parezco casi una abuela. Ahora que he regresado volveré a envejecer al ritmo de palacio, pero lo que he perdido ya nunca podré recuperarlo.

— Creo que te ves muchas más arrugas de las que en realidad tienes, hermana Verna —dijo Warren, sin mirarla a la cara.

A su pesar, la Hermana sonrió.

— ¿Sabías que hubo un tiempo en el que estaba loca por ti?

Warren se quedó tan perplejo que retrocedió un paso.

— ¿Por mí? No lo dirás en serio. ¿Cuándo?

— Oh, fue hace mucho tiempo; cien años, más o menos. Eras tan inteligente, tan erudito… Y además tenías esa mata de pelo rubio ondulado y unos ojos azules que me aceleraban el corazón.

— ¡Hermana Verna!

La Hermana no pudo reprimir una risita, mientras que el joven se ruborizaba.

— Fue hace mucho tiempo, Warren, cuando era joven como tú. Fue un capricho pasajero. —La sonrisa de la mujer se marchitó—. Ahora parecemos abuela y nieto. Durante todos esos años alejada de palacio he envejecido en más de un aspecto.

»Fuera, en el mundo, tan sólo dispondrías de algunas décadas para aprender antes de envejecer y morir. Pero aquí tendrás tiempo para estudiar y, tal vez un día, convertirte en profeta. Piensa que siempre puedes pedir prestados libros de otros lugares y estudiarlos aquí.

»Tú eres lo más parecido a un profeta que tenemos. Ahora que tanto la Prelada como Nathan están muertos, seguramente eres quien más sabe de profecías. Te necesitamos, Warren.

Warren posó la mirada en los chapiteles y los tejados de palacio que reflejaban la luz del sol.

— Pensaré sobre ello, Hermana.

— No pido más, Warren.

Con un suspiro, Warren apartó la mirada de palacio.

— ¿Y ahora qué? ¿Quién crees que será elegida nueva Prelada?

Mientras investigaban sobre los ritos funerarios, habían descubierto asimismo que el proceso de elección de una nueva Prelada era bastante complicado. Pocas personas conocían tan bien los libros que se guardaban en las criptas como Warren, por lo que debería saberlo.

Verna se encogió de hombros.

— Debe ser alguien con mucha experiencia y amplios conocimientos, lo cual significa que tendrá que ser una de las Hermanas de más edad. Tal vez Leoma Marsick, o Philippa o Dulcinia. Aunque la principal candidata es la hermana Maren, por supuesto. Diría que al menos hay treinta Hermanas cualificadas, aunque dudo de que más de una docena de ellas tengan una verdadera oportunidad de convertirse en Prelada.

— Supongo que tienes razón —respondió Warren, rascándose distraídamente un lado de la nariz con un dedo.

Verna sabía perfectamente que las Hermanas ya habían empezado a tomar posiciones en la lucha para el poder. Las menos reverenciadas escogían a su candidata, cerraban filas para apoyarla y hacían cualquier cosa para que fuese la elegida esperando ser recompensadas con un puesto de influencia cuando su favorita fuese la nueva Prelada. A medida que el número de candidatas fuese disminuyendo, las Hermanas más influyentes que aún no hubiesen tomado partido serían cortejadas hasta que se decantaran por una u otra. Era una decisión trascendental que afectaría el devenir de palacio durante siglos, y todo apuntaba a que la batalla sería encarnizada.

Verna suspiró.

— No me gusta la lucha que se avecina, pero supongo que el proceso de selección debe ser riguroso a fin de que la Hermana más fuerte sea elegida Prelada. Podría arrastrarse durante bastante tiempo; es posible que estemos sin Prelada durante meses o incluso un año.

— ¿A quién darás tu apoyo?

La Hermana se echó a reír.

— ¡Yo! Te dejas engañar por mi aspecto, Warren. Pese a mis arrugas, sigo siendo una de las Hermanas más jóvenes. No tengo ninguna influencia sobre quienes realmente cuentan.

— Bueno, pues creo que deberías tratar de ganar algo de influencia. —Warren se inclinó hacia ella y bajó la voz, aunque no había nadie cerca—. Las seis Hermanas de las Tinieblas que huyeron en barco, ¿recuerdas?

Verna fijó la mirada en los azules ojos del joven y luego frunció el entrecejo.

— ¿Qué tiene eso que ver con la elección de una nueva Prelada?

— ¿Quién dice que sólo fuesen seis? —Warren retorció la tela de la túnica sobre el estómago hasta formar un nudo violeta—. ¿Y si aún quedara una en palacio? ¿O doce? ¿O cien? De todas las Hermanas, solamente de ti tengo la certeza de que eres una verdadera Hermana de la Luz. Debes hacer algo para asegurarte de que ninguna Hermana de las Tinieblas sea elegida Prelada.

Verna echó un vistazo al palacio.

— Warren, ya te he dicho que soy una de las Hermanas más jóvenes. Mis palabras no cuentan, y las demás saben que las Hermanas de las Tinieblas huyeron.

Warren desvió la mirada y trató de alisar las arrugas de la túnica. De pronto, la miró con gesto de sospecha.

— Crees que tengo razón, ¿verdad? Crees que aún hay Hermanas de las Tinieblas en palacio.

Verna opuso una plácida expresión a la intensa mirada de aquel joven mago.

— Eso es algo que no puedo descartar por completo, pero no hay razón para creer que sea cierto. Y, más allá de eso, hay otras muchas cosas que deben tenerse en cuenta a la hora de…

— No te vayas por las ramas como soléis hacer las Hermanas. Esto es importante.

Verna tensó el cuerpo.

— Warren, eres un estudiante que habla con una Hermana de la Luz; muéstrame el respeto debido.

— No estoy siendo irrespetuoso, Hermana. Richard me ayudó a comprender que tengo que hacer valer mis derechos y luchar por lo que creo. Además, fuiste tú quien me quitó el collar y, como has dicho, tenemos la misma edad; no eres mayor que yo.

— No obstante, eres un estudiante que…

— Que, según tus propias palabras, seguramente sabe más de profecías que ninguna otra persona. En eso, Hermana, tú eres la estudiante y yo el maestro. Admito que tú sabes más que yo sobre muchas cosas, por ejemplo el uso del han, pero yo sé más que tú sobre otras. Una de las razones por las que me quitaste el rada’han fue porque sabes que no está bien mantener a alguien prisionero. Te respeto como Hermana, por el bien que haces y por lo que sabes, pero ya no soy un prisionero de las Hermanas. Te has ganado mi respeto, Hermana Verna, no mi sumisión.

Verna estudió los ojos azules del joven.

— ¿Quién se hubiera imaginado lo que había bajo el collar? —Finalmente asintió—. Tienes razón, Warren. Sospecho que hay otros que han entregado su alma al mismísimo Custodio.

— Otros. —Warren escrutó los ojos de la Hermana—. No has dicho Hermanas, sino otros. Te refieres a jóvenes magos, ¿no es así?

— ¿Te has olvidado ya de Jedidiah?

Warren palideció levemente.

— No, no he olvidado a Jedidiah.

— Como tú mismo has dicho, donde hay uno puede haber más. Es posible que otros jóvenes de palacio hayan hecho un juramento al Custodio.

Warren se inclinó hacia ella mientras nuevamente se retorcía la túnica entre los dedos.

— Hermana Verna, ¿qué vamos a hacer? No podemos permitir que una Hermana de las Tinieblas se convierta en Prelada; sería un desastre. Tenemos que asegurarnos de que no lo sea.

— ¿Y cómo sabremos que no ha entregado su alma al Custodio? Y lo más importante: ¿qué podríamos hacer tú yo para remediarlo? Ellas poseen Magia de Resta; nosotros no. Aunque supiésemos quiénes son no podríamos hacer nada de nada. Sería como meter la mano en un saco para sacar una víbora por la cola.

Warren palideció.

— No se me había ocurrido.

La hermana Verna unió las manos.

— Ya pensaremos en algo. Tal vez el Creador nos iluminará.

— También podríamos pedir a Richard que regrese para ayudarnos, como hizo con esas seis Hermanas de las Tinieblas. Al menos, de ésas nos hemos librado; nunca más se dejarán ver por aquí. Richard les metió el miedo al Creador en el cuerpo y huyeron.

— Pero en la huida hirieron a la Prelada, lo cual significó su muerte y la de Nathan. La muerte acompaña a Richard allá adonde va.

— No es él el culpable —protestó Warren—. Richard es un mago guerrero; lucha por lo que es justo, para ayudar a sus semejantes. De haber actuado de otra forma, la Prelada y Nathan hubiesen sido sólo el comienzo de toda la muerte y la destrucción.

La hermana Verna le apretó un brazo y suavizó el tono.

— Tienes razón, Warren; estamos en deuda con Richard. Pero una cosa en que lo necesitemos y otra que podamos localizarlo. Mis arrugas dan testimonio de ello. —Verna dejó caer la mano—. Creo que solamente podemos contar con nosotros mismos. Ya se nos ocurrirá alguna cosa.

Warren la contempló con expresión sombría.

— Ojalá. Las profecías no auguran nada bueno sobre el reinado de la nueva Prelada.

De regreso a Tanimura quedaron envueltos de nuevo por el incesante sonar de los tambores que llegaba de varias direcciones. Era una retumbante cadencia grave y continua que Verna sentía resonar en lo más profundo de su pecho. La ponía nerviosa, lo cual, seguramente, era la intención buscada.

Los tambores, acompañados de los correspondientes soldados, habían llegado tres días antes de la muerte de la Prelada y no habían tardado en instalar sus enormes timbales en diversos puntos alrededor de la ciudad. Una vez que iniciaron el lento y continuo batir, ya no habían cesado ni día ni noche. Los hombres hacían turnos para tocarlos, de modo que los tambores jamás callaban, ni por un solo segundo.

Poco a poco, ese omnipresente sonido había ido poniendo nerviosa a la gente; todo el mundo se mostraba irritable y de mal humor, como si la fatalidad acechara en las sombras, invisible, lista para atacar. Los usuales gritos, charlas, risas y también músicas habían sido sustituidos por un inquietante silencio que se sumaba a la perturbadora atmósfera.

En las afueras de la ciudad los indigentes que vivían en simples chabolas permanecían dentro de ellas en vez de charlar entre ellos, vocear sus modestas mercancías, lavar ropa en cubos o cocinar en pequeños fuegos como era habitual. Los tenderos permanecían en el umbral o junto a los sencillos tablones de madera sobre los que exhibían sus productos, con los brazos cruzados y expresión ceñuda. Los hombres que tiraban de carretillas lo hacían encorvados y con gravedad. Los compradores adquirían lo que necesitaban rápidamente, apenas mirando de pasada las mercancías. Los niños se aferraban a las faldas de sus madres y miraban en todas direcciones. Hombres a los que la hermana Verna había visto jugando a dados u otros juegos se arrimaban a los muros.

En la distancia, en el Palacio de los Profetas, una solitaria campana tañía cada pocos minutos. Había sonado toda la noche anterior y sonaría hasta el atardecer para anunciar la muerte de la Prelada. No obstante, los tambores no tenían nada que ver con la muerte de la Prelada, sino que anunciaban la inminente llegada del emperador.

Los ojos de la hermana Verna se encontraron con miradas atribuladas, tocaba la cabeza de los muchos que se le acercaban en busca de consuelo e impartía la bendición del Creador.

— Tan sólo recuerdo reyes. No recuerdo la Orden Imperial —le dijo a Warren—. ¿Quién es ese emperador?

— Se llama Jagang. Hace unos diez o quince años la Orden Imperial empezó a anexionarse diferentes reinos y a unirlos bajo su autoridad. —Con un dedo se frotó una sien, pensativo—. He pasado la mayor parte de mi vida abajo, en las criptas, estudiando, por lo que no conozco todos los detalles, pero por lo que he podido averiguar, Jagang ganó rápidamente el dominio de todo el Viejo Mundo y unió a todos bajo su poder. Sin embargo, el emperador nunca ha causado problemas, al menos aquí, en Tanimura. No se mete en los asuntos de palacio y espera que las Hermanas tampoco se metan en los suyos.

— ¿A qué se debe que venga?

Warren se encogió de hombros.

— No lo sé. Tal vez desea visitar esta parte de su imperio.

Tras impartir la bendición del Creador a una demacrada mujer, la Hermana esquivó una boñiga fresca de caballo.

— Bueno, ojalá que se dé prisa en llegar para que cese ese infernal ruido. Los tambores suenan desde hace cuatro días; supongo que debe de estar al caer.

Warren echó un vistazo en torno antes de hablar.

— Los soldados del palacio pertenecen a las tropas de la Orden Imperial. Son una cortesía del emperador, puesto que no permite que nadie, excepto sus hombres, empuñen armas. La cuestión es que estuve hablando con uno y me dijo que los tambores simplemente anuncian la visita del emperador, no que vaya a llegar pronto. Me dijo que cuando visitó Breaston los tambores estuvieron sonando durante casi seis meses.

— ¡Seis meses! ¿Quieres decir que tendremos que soportar ese estruendo durante meses?

Warren se alzó la túnica para pasar encima de un charco.

— No necesariamente. Podría tardar meses o estar aquí mañana mismo. El emperador no se digna anunciar cuándo llegará, sólo anuncia que vendrá.

— Bueno, pues si no llega pronto, ya procuraremos las Hermanas que esos infernales tambores se callen —declaró Verna, ceñuda.

— Por mí, perfecto. Pero me parece que el emperador no es alguien a quien se pueda tratar a la ligera. He oído que posee el mayor ejército que se haya reunido en toda la historia. Y eso incluye la gran guerra que separó el Nuevo y el Viejo Mundo —añadió con una mirada muy significativa.

Verna entornó los ojos.

— ¿Para qué necesita un ejército así si ya ha conquistado todos los antiguos reinos? Yo diría que no es más que mera palabrería de soldados. Ya se sabe que a los soldados les encanta exagerar.

— No sé. Los soldados me han asegurado que lo han visto con sus propios ojos. Según ellos, cuando la Orden se concentra cubre el suelo en todas direcciones hasta donde alcanza la vista. ¿Qué crees que harán en palacio cuando el emperador llegue?

— Bah, a las Hermanas no les interesa la política.

Warren sonrió ampliamente.

— No te dejas intimidar fácilmente, ¿verdad Hermana?

— Las Hermanas cumplimos los deseos del Creador, no de un emperador mortal, eso es todo. Mucho después de que ese emperador haya desaparecido, el Palacio de los Profetas seguirá existiendo.

Tras caminar en silencio unos minutos, Warren carraspeó.

— ¿Sabes? Hace mucho tiempo, cuando hacía poco tiempo que los dos vivíamos en palacio y tú eras todavía una novicia… estaba enamorado de ti.

La Hermana Verna lo miró incrédulamente.

— Te burlas de mí.

— No. Es verdad. —El joven se ruborizó—. Me parecía que jamás había visto un pelo más bonito que tus rizos castaños. Además, eras más lista que las otras y manejabas el han con confianza. Eras mucho mejor que las demás. Yo quería pedirte que estudiaras conmigo.

— ¿Por qué no lo hiciste?

Warren se encogió de hombros.

— Siempre parecías tan segura de ti misma… Yo nunca lo estaba. —Incómodo, el joven se apartó el pelo de la cara—. Además, estabas interesada en Jedidiah. Yo no era nada a su lado. Siempre creí que te echarías a reír si te decía algo.

Verna se dio cuenta de que también ella se echaba el pelo hacia atrás y se detuvo.

— Bueno, tal vez lo habría hecho. —Enseguida se disculpó por el desaire—. Algunas personas pueden ser muy tontas cuando son jóvenes.

Una mujer con un hijo pequeño se acercó y se hincó de rodillas delante de ellos. Verna se detuvo para bendecirlos. Después de que la mujer le diera las gracias y se marchara a toda prisa, se volvió hacia Warren.

— Podrías estar fuera veinte años o más para estudiar esos libros que tanto te interesan y así envejecer tanto como yo. De ese modo pareceríamos de nuevo de la misma edad. Entonces podrías pedirme que te cogiera de la mano… como deseabas hace tanto tiempo.

Ambos alzaron la vista al oír que alguien los llamaba. Entre la multitud la Hermana vislumbró a uno de los soldados de palacio, que agitaba una mano tratando de llamar su atención.

— ¿No es ése Kevin Andellmere? —preguntó.

Warren asintió.

— Me preguntó por qué está tan agitado.

El soldado, casi sin aliento, esquivó a un niño y se detuvo frente a la pareja.

— ¡Hermana Verna! ¡Por fin os encuentro! Os reclaman en palacio inmediatamente.

— ¿Quién me reclama? ¿Qué ocurre?

El soldado inspiró y trató de hablar al mismo tiempo.

— Las Hermanas os reclaman. La hermana Leoma me cogió por la oreja y me ordenó que os buscara. Me dijo que, si no me daba prisa, lamentaría el día en que nací. Seguro que hay un problema.

— ¿Qué tipo de problema?

El soldado alzó las manos.

— Cuando pregunté, la Hermana me echó una de esas miradas capaces de fundir los huesos de un hombre y me dijo que era un asunto de las Hermanas y que no me metiera en lo que no me incumbe.

Verna lanzó un cansado suspiro.

— En ese caso, será mejor que regrese contigo o te arrancarán la piel a tiras y harán un pendón con ella.

El joven soldado palideció como si la creyera.

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