Sobre la cubierta del barco se abatía una cortina de lluvia. Los hombres, descalzos y en cuclillas, esperaban en tensión; sus protuberantes músculos refulgían a la débil luz amarilla de las lámparas mientras observaban cómo la distancia se iba acortando y entonces, en un repentino esfuerzo, saltaron hacia la oscuridad. Tras aterrizar brincaron para atrapar las guías lastradas con plomo sujetas a los extremos de ligeros cabos que les arrojaban desde la embarcación y salvaban el turbio abismo. Lentamente los marineros fueron halando el barco tirando de las pesadas sogas unidas a los ligeros cabos.
Moviéndose con rapidez y eficiencia enroscaron las sogas, gruesas como la muñeca de un hombre, alrededor de los sólidos pilares, plantaron los pies y siguieron tirando esforzadamente, usando los pilares como sostén. La madera húmeda crujió cuando las sogas llegaron a la máxima tensión. Las hileras de marineros que trataban de vencer la carga cedieron hasta conseguir detener el avance lento pero en apariencia inexorable del Lady Sefa. Gruñendo al unísono, empezaron a recuperar el terreno cedido y lentamente el barco avanzó hacia el muelle, resbaladizo por la lluvia. Al mismo tiempo, en el barco, los marineros dejaban caer cabos enrollados para proteger el casco.
Apiñadas debajo de una lona que las protegía y contra la que repiqueteaba la lluvia, las hermanas Ulicia, Tovi, Cecilia, Armina, Nicci y Merissa observaban cómo el capitán Blake iba de un lado a otro de cubierta gritando airadas órdenes a los hombres y corriendo para asegurarse de que se cumplían. El capitán estaba en contra de aproximar el Lady Sefa al estrecho muelle en una noche de perros como aquélla; su intención había sido echar el ancla en el puerto y conducir a las mujeres a la orilla en un bote. Pero Ulicia no tenía ganas de quedar empapada en el trayecto de media milla hasta la orilla y con gesto autoritario había desoído las súplicas del capitán, que le explicaba que tendría que echar al agua todos los botes disponibles para remolcar la nave. Una sola mirada había bastado para que dejara de insistir en los peligros, callara y dirigiera la maniobra.
El capitán se quitó el empapado sombrero de la cabeza antes de dirigirles la palabra.
— Muy pronto estaréis en tierra, miladies.
— No me ha parecido tan difícil como decías, capitán —comentó Ulicia.
El capitán retorció el sombrero.
— Lo hemos logrado. Aunque no comprendo la insistencia en desembarcar en el puerto Grafan. No os resultará sencillo regresar a Tanimura por tierra desde un puesto militar abandonado de la mano del Creador. Llegaríais antes navegando directamente.
No dijo que también se hubiese librado antes de ellas, lo cual sin duda era la razón de que tan amablemente se hubiera ofrecido a llevarlas directamente de vuelta a Tanimura, siguiendo el plan inicial. También eso es lo que deseaba Ulicia, pero no podían elegir. Cumplía órdenes.
Escrutó la oscuridad más allá del muelle, donde sabía que las estaba esperando. Los ojos de sus compañeras miraban en la misma dirección.
Las colinas que enmarcaban el paisaje de fondo solamente eran visibles a la luz de los relámpagos que hendían el cielo salidos de la nada, y excepto cuando los destellos esporádicamente revelaban la existencia de las colinas, el débil resplandor de luces que provenía de la maciza fortaleza de piedra encaramada en lo más alto de una distante colina parecía flotar en el negro cielo. Ulicia únicamente podía distinguir los sombríos muros de piedra bañados por la lluvia con los breves relámpagos.
Jagang estaba allí.
Estar ante él en sueños era una cosa, pues más pronto o más tarde despertaba, pero tenerlo delante en carne y hueso era muy distinto. Ya no habría despertar posible. Ulicia se aferró a la conexión. Tampoco para Jagang habría despertar. El verdadero amo y señor de todas ellas se lo haría pagar caro.
— Parece que os esperan.
Ulicia abandonó de repente sus pensamientos y prestó atención al capitán.
— ¿Qué?
El capitán señaló con el sombrero.
— Ese coche debe ser para vosotras, miladies; nadie más anda por aquí excepto todos esos soldados.
Esforzándose por distinguir en la penumbra, finalmente la Hermana vio el coche negro con un tiro de seis enormes caballos castrados que esperaba en el camino, en lo alto del muro sobre el muelle. La puerta permanecía abierta. Ulicia tuvo que recordar que tenía que seguir respirando.
Bien, pronto acabaría. Jagang pagaría. Sólo tenían que aguantar un poco más.
Una vez que sus ojos reconocieron las oscuras e inmóviles figuras, empezó a distinguir soldados. Estaban por todas partes. Pequeñas hogueras salpicaban las colinas más cercanas al puerto. Ulicia sabía que por cada fuego que lograba permanecer encendido, pese a la lluvia torrencial, había otros veinte o treinta que no prendían. Sin contar los fuegos que veía, calculó que había centenares.
La pasarela retumbó a lo largo de cubierta cuando los marineros la deslizaron fuera a través de la abertura en los macarrones. Con un golpe sordo un extremo tocó el muelle. Apenas tocó el suelo, los marineros bajaron por ella cargando el equipaje de la Hermana, que condujeron hacia el coche.
— Ha sido un placer hacer negocios con vos, Hermana —mintió el capitán Blake. Retorcía el sombrero entre los dedos mientras esperaba que se marcharan—. ¡Listos para soltar amarras, muchachos! —gritó a los marineros—. ¡Tenemos que aprovechar la marea!
Si los marineros no lanzaron gritos de júbilo fue solamente porque no se atrevían a mostrar lo felices que se sentían al librarse de las Hermanas. En el curso de la travesía de regreso al Viejo Mundo habían recibido más lecciones de disciplina que nunca, lecciones que jamás olvidarían.
Mientras esperaban la orden para soltar amarras ninguno de ellos osó siquiera echar una mirada a las seis mujeres. Al final de la pasarela esperaban cuatro marineros, con los ojos fijos en el suelo, que sujetaban una lona atada a cuatro palos para proteger de la lluvia a las Hermanas.
Con todo el poder que habían acumulado, para Ulicia hubiese sido un juego de niños usar su han para resguardarse ella misma y a sus cinco compañeras de la lluvia, pero no quería revelar la conexión hasta el momento justo; no podía correr el riesgo de alertar a Jagang. Además, le gustaba que aquellos insignificantes gusanos sostuvieran la lona encima de sus cabezas. Todos ellos eran afortunados de que no deseara revelar la conexión o los habría matado a todos. Muy lentamente.
Cuando empezó a moverse notó cómo sus cinco compañeras también se movían. Cada Hermana poseía no sólo el don con el que había nacido, el han femenino, sino que todas ellas se habían sometido al ritual y poseían el han opuesto, el han masculino que habían arrebatado a los jóvenes magos. Además de la Magia de Suma que tenían de nacimiento, asimismo poseían su opuesto: Magia de Resta.
Y además existía la conexión.
Ulicia ignoraba si funcionaría; las Hermanas de las Tinieblas y, más en concreto, las Hermanas de las Tinieblas que habían absorbido el han masculino nunca habían intentado unir su poder. El riesgo era elevado pero la alternativa era inaceptable. Todas se sintieron emocionadas y aliviadas cuando funcionó. De hecho funcionaba mucho mejor de lo que hubieran podido soñar, y Ulicia se sentía embriagada por el raudo y violento flujo mágico que recorría su cuerpo.
Nunca hubiera imaginado que fuese posible reunir un poder tan formidable. Excepto el Creador o el Custodio, no había poder en la faz de la tierra que se aproximara siquiera al que ahora ella controlaba.
Ulicia era el nodo dominante de la conexión; la que controlaba y dirigía la fuerza. Tan intensa era que apenas lograba contener la hoguera interna de su han. Allí donde su mirada se posaba, gritaba para ser liberado. Pronto sucedería.
Unidos como estaban —el han femenino y masculino, la Magia de Suma y de Resta— poseían suficiente fuerza destructora para que el fuego de un mago en comparación no fuese más que una humilde vela. Con un solo pensamiento podría arrasar la colina sobre la que se erigía la fortaleza. Con un solo pensamiento podría arrasar al instante todo lo que abarcaba la vista y seguramente mucho más allá.
De tener la certeza de que Jagang se encontraba en el interior de la fortaleza ya habría descargado su catastrófica furia. Pero si no estaba allí y no lograban encontrarlo y matarlo antes de volver a dormirse, estarían en su poder. Primero debían enfrentarse a él, estar seguras de que estaba allí, y luego ella descargaría un poder de una magnitud que nunca antes el mundo hubiera contemplado. Jagang quedaría reducido a polvo antes de parpadear. El Custodio tendría su alma y lo torturaría por toda la eternidad.
Al llegar al final de la pasarela los cuatro marineros tomaron posiciones para resguardarlas de la lluvia. Ulicia sentía los músculos de las otras Hermanas mientras avanzaban por el muelle. Gracias a la conexión notaba hasta el más pequeño dolor, molestia o placer que ellas sentían. En su mente estaban unidas. En su mente, eran un solo pensamiento, una necesidad: librarse de la sanguijuela Jagang.
Ya falta poco, Hermanas, ya falta poco.
¿Y luego iremos a por el Buscador?
Sí, Hermanas, luego iremos a por el Buscador.
Mientras caminaban por el muelle, un destacamento de soldados de truculento aspecto pasó junto a ellas al trote en dirección contraria; sus armas repicaban al ritmo de sus aceleradas zancadas. Sin detenerse, subieron corriendo la resbaladiza pasarela. El cabo que mandaba el escuadrón se detuvo frente al capitán de la nave, que vociferaba órdenes. Ulicia no oyó las palabras del cabo pero vio cómo el capitán Blake levantaba los brazos y gritaba: «¡Qué!». Entonces, muy enfadado, arrojó al suelo el sombrero y descargó sobre el soldado una oleada de protestas que la Hermana no logró entender. Simplemente extendiendo la conexión los hubiera oído pero no osaba arriesgarse, aún no. Los soldados desenvainaron las espadas. El capitán Blake apoyó los puños en las caderas y, tras una breve pausa, se volvió hacia los marineros que esperaban en el muelle.
— Amarrad bien los cabos, muchachos —les gritó—. No levamos anclas esta noche.
Cuando Ulicia llegó al coche un soldado les ordenó con un gesto que entraran. La Hermana dejó que sus compañeras la precedieran. Cuando las dos de más edad se sentaron en el asiento de cuero cubierto con un delgado acolchado, sintió su mismo alivio por poder al fin descansar las piernas. El soldado ordenó a los cuatro marineros que las habían acompañado que se quedaran a un lado y esperaran. Mientras entraba y cerraba la puerta, Ulicia vio cómo los soldados del barco conducían a todos los marineros del Lady Sefa por la pasarela, como si fueran ganado.
Seguramente el emperador Jagang los intentaría matar para eliminar cualquier testigo que pudiera conectarlo con las Hermanas de las Tinieblas. Así Jagang les haría un favor a ellas. Mas no tendría la oportunidad de matar a la tripulación del barco; pero, al retener a los marineros, les daría a ellas la oportunidad de hacerlo. Ulicia sonrió a las Hermanas. Gracias a la conexión todas conocían sus pensamientos, y las cinco le devolvieron una sonrisa de satisfacción. La travesía había sido lamentable, y esos marineros pagarían por ello.
Durante el lento viaje hasta la fortaleza, al subir una pendiente, a la luz de un relámpago Ulicia vio, asombrada, el increíble ejército que Jagang había reunido. Cada vez que los relámpagos restallaban entre las colinas veía tiendas de campaña hasta donde le alcanzaba la vista. Las tiendas cubrían las onduladas colinas como briznas de hierba en primavera. Eran tantas que, en comparación, la ciudad de Tanimura parecía una aldea. Ulicia jamás habría sospechado que en todo el Viejo Mundo hubiera tantos hombres de armas; bueno, quizá también ellos les serían de utilidad.
Cuando los relámpagos hendieron las nubes de tormenta y sacudieron el suelo vio asimismo la sombría fortaleza en la que Jagang aguardaba. La conexión le permitió ver la fortaleza a través de los ojos de sus compañeras y sentir su miedo. Todas deseaban hacer estallar la fortaleza y dejarla reducida a cenizas, pero todas sabían que no podían, todavía no.
Reconocerían a Jagang en cuanto lo vieran —tenían su sonriente rostro grabado en la mente— pero primero tenían que verlo, para estar seguras.
Cuando lo veamos, Hermanas, y sepamos que está allí, lo mataremos.
Ulicia quería ver el miedo en los ojos de ese hombre, el mismo tipo de miedo que él había infundido en sus corazones. No obstante, no podía correr el riesgo de traicionar en lo más mínimo cuáles eran sus intenciones. Ulicia ignoraba de qué era él capaz pues, después de todo, hasta entonces solamente su amo y señor, el Custodio, las había visitado en ese estado de sueño que no era sueño. Así pues, no pensaba darle ningún aviso ni siquiera por la mera satisfacción de ver cómo temblaba.
Ulicia había esperado deliberadamente hasta que ya navegaban hacia el puerto Grafan antes de revelar su plan a las demás Hermanas, por seguridad. Ellas sólo tenían que entregar el alma de Jagang al inframundo, a las garras del Custodio, y éste se encargaría de castigarlo.
El Custodio estaría más que complacido cuando sus servidoras restablecieran su poder en el mundo y las recompensaría con visiones del tormento de Jagang, si ellas lo deseaban. Y claro que lo desearían.
Con una sacudida, el coche frenó ante las imponentes fauces de la fortaleza. Un fornido soldado, que llevaba un manto confeccionado con pellejos y armas suficientes para acabar él solito con un ejército de mediano tamaño, les ordenó que salieran del coche. Las seis caminaron por el barro en silencio, bajo la lluvia, pasaron bajo el rastrillo de hierro y, finalmente, pudieron resguardarse bajo un techo abombado. Desde allí las condujeron a una oscura entrada donde les dijeron que esperaran de pie, ¡como si alguna de ellas tuviera intención de sentarse en aquel asqueroso y frío suelo de piedra!
Después de todo llevaban sus mejores galas: Tovi iba vestida con un vestido oscuro que la hacía parecer más esbelta; Cecilia con su impecable cabello gris, perfectamente cepillado, que se complementaba con el vestido verde oscuro adornado con encaje en el cuello; Nicci con un sencillo vestido negro, como era habitual en ella, con un corpiño acordonado que subrayaba los senos; Merissa con un vestido rojo, que era su color favorito y con razón, pues daba realce a su densa melena de cabello negro, y que además exhibía su exquisita silueta; Armina con un vestido azul oscuro que destacaba su figura, razonablemente sensual y que hacía juego con sus ojos azules; y Ulicia con un favorecedor vestido azul mucho más claro que el de Armina, adornado con muy buen gusto con volantes en el escote y las muñecas, pero sin ningún adorno en la cintura, para no ocultar sus torneadas caderas.
Todas querían tener su mejor aspecto cuando mataran a Jagang.
Los sillares de piedra de los muros estaban completamente desnudos excepto por dos soportes con chisporroteantes antorchas. Mientras esperaban Ulicia sentía cómo la ira de las demás Hermanas iba aumentando junto con la suya, y también nacía un sentimiento de aprensión colectivo.
Cuando los marineros, rodeados por soldados, pasaron bajo el rastrillo uno de los dos soldados que vigilaban la entrada de piedra abrió la puerta interior de la fortaleza y con un rudo gesto de cabeza indicó a las Hermanas que avanzaran. Los pasillos eran tan austeros como el zaguán, tal como corresponde a una fortaleza militar y no a un palacio, por lo que no había lugar para las comodidades. Siguiendo a los guardias Ulicia tan sólo vio bancos de madera rudimentarios y herrumbrosas antorcheras de hierro. Las puertas eran toscos tablones de madera con goznes de hierro y mientras se adentraban en la fortaleza no vieron ni una sola lámpara de aceite. Era un simple cuartel.
Los soldados se detuvieron ante una enorme puerta doble y se colocaron a ambos lados, con la espalda contra la pared de piedra. Uno de ellos alzó un pulgar con gesto pomposo y les ordenó que entraran. Ulicia juró a sus Hermanas que recordaría ese rostro y que el hombre pagaría el precio de su arrogancia. El grupo de prisioneros, con Ulicia a la cabeza seguida por las cinco Hermanas y, finalmente, los marineros entraron en la gran sala, acompañados por el eco de las botas contra el suelo de piedra y el ruido de las armas de los soldados que entrechocaban.
Era un enorme salón. En lo alto de los muros se abrían unas ventanas sin cristal, por las que se veían los relámpagos del exterior y dejaban entrar la lluvia, que luego se deslizaba por la oscura piedra formando relucientes regueros. A ras de suelo, a ambos lados, ardían dos fuegos en simples hoyos. Las chispas y las volutas de humo ascendían hasta salir por las ventanas pero, no obstante, en el aire del salón flotaba una neblina de penetrante y desagradable olor. En los oxidados tederos dispuestos en los muros las antorchas chisporroteaban y siseaban, con lo que el olor de brea se sumaba al hedor de sudor. En el salón en penumbra todo parpadeaba a la luz del fuego.
Entre los dos crepitantes fuegos distinguieron apenas un sólido tablero de madera sobre el que se había desplegado un verdadero festín. Sólo había un hombre sentado a la mesa, frente a ellas, observándolas con indiferencia mientras se cortaba un pedazo de cochinillo asado.
Con aquella luz turbia y parpadeante costaba asegurarse. Y tenían que estar seguras.
Tras la mesa, contra el muro, vieron a unas personas de pie que obviamente no eran soldados. Los hombres llevaban pantalones blancos y nada más. Ellas iban cubiertas del cuello a los tobillos con una prenda de pantalones anchos que les llegaba hasta las muñecas, atada a la cintura con una cuerda blanca. Excepto por la cuerda, la ropa era tan transparente que podrían igualmente haber ido desnudas.
El hombre alzó una mano y movió los dedos índice y medio para ordenarles que se acercaran. Las seis mujeres avanzaron por el grande y tenebroso salón que, debido a la piedra negra que absorbía la luz de los fuegos, parecía una cueva que se fuera cerrando sobre ellas. Delante de la mesa, sobre una enorme piel de oso, había otros dos esclavos vestidos de modo igualmente absurdo. Las mujeres de pie detrás de la mesa, contra la pared, tenían las manos a los costados y permanecían inmóviles y tensas. Todas eran jóvenes y llevaban un anillo de oro en el centro del labio inferior.
A medida que avanzaban oían los fuegos a su espalda crepitar. El hombre sentado a la mesa tendió a un lado su jarra, y uno de los esclavos vestido con pantalones blancos le sirvió vino. Ninguno de los esclavos miró a las seis mujeres. Su atención estaba fija en el hombre sentado a la mesa. Entonces Ulicia y las demás Hermanas lo reconocieron.
Jagang.
Era de estatura media pero fornido, con enormes brazos y pecho. Vestía un chaleco de piel que dejaba sus musculosos hombros al aire y que se abría en el centro. En la profunda hendidura que se formaba entre los prodigiosos músculos del pecho, cubierto de abundante pelo, le colgaban varias docenas de cadenas de oro y joyas. Eran joyas dignas de un rey o una reina. Brazaletes de plata le rodeaban los brazos por encima de sus prominentes bíceps. En cada uno de sus gruesos dedos llevaba un anillo de oro o de plata.
Todas las Hermanas sabían perfectamente el daño que era capaz de infligir con esos dedos.
Su cabeza rasurada relucía a la parpadeante luz de las llamas. Hacía juego con los músculos. Ulicia no conseguía imaginárselo con pelo en la cabeza, pues perdería gran parte de su amenazador aspecto. Tenía un cuello tan grueso como el de un buey. La aleta izquierda de la nariz estaba perforada por un anillo de oro unido a una fina cadena, también dorada, que luego se unía a otro anillo que llevaba en la oreja izquierda. Excepto por el ancho bigote que le crecía sólo por encima de las comisuras de los labios en perpetuo esbozo de una burlona sonrisa, iba perfectamente afeitado. En el centro del mentón, bajo el labio inferior, le nacía una pequeña perilla.
Pero eran sus ojos los que fascinaban a cualquiera que los mirara. Eran de un turbio gris, sin nada de blanco, empañados con sombrías formas oscuras que se movían en un campo de total oscuridad. Pero cuando miraba a alguien, la persona no tenía ninguna duda de que la miraba a ella.
Eran como dos ventanas que se abrieran a un mundo de pesadilla.
La sonrisa desapareció dejando paso a una traicionera mirada.
— Llegáis tarde —les dijo con voz grave y chirriante, que todas reconocieron tan rápidamente como aquellos ojos de pesadilla.
Ulicia no perdió tiempo en palabras, ni tampoco reveló ni un ápice de sus intenciones. Retorciendo el flujo de han controlaba el odio de todas las Hermanas y permitía que únicamente una parte de sus sentimientos —el miedo— asomara a sus rostros. No quería que Jagang percibiera su confianza y se preguntara cuál era la razón.
Ulicia estaba decidida a destruir absolutamente todo, desde la punta de sus pies hasta cincuenta kilómetros en adelante.
Con una brusquedad que nada sabía de ceremonias, liberó los obstáculos que contenían la furiosa fuerza que había mantenido encapsulada hasta entonces. Rápidas como el pensamiento, la Magia de Suma y de Resta estallaron con incontenible furia, generando una mortífera onda expansiva que avanzaba hacia adelante. Incluso el aire aullaba y quemaba. El salón se encendió con el cegador estallido de las magias gemelas y contrarias, que se retorcían en una ensordecedora descarga de furia.
La misma Ulicia se quedó atónita ante la fuerza que acababa de liberar.
Era como si el mismo tejido de la realidad se desgarrara.
Su último pensamiento fue que, seguramente, acababa de destruir el mundo entero.