27

Como copos de nieve que cayeran lentamente en un oscuro sueño, paulatinamente fue recuperando la visión de las cosas; primero fueron los dos fuegos iguales, luego las antorchas, los muros de piedra oscura y, finalmente, las personas.

Por un momento de asombro sintió todo el cuerpo entumecido antes de recuperar la sensibilidad en forma de dolorosos pinchazos. Le dolía en todas partes.

Jagang dio un gran mordisco al faisán asado. Masticó un momento y luego agitó hacia ella la pechuga.

— ¿Sabes cuál es tu problema, Ulicia? —le preguntó sin dejar de masticar—. Que usas magia que puedes liberar a la velocidad de los pensamientos.

Los grasientos labios del hombre dibujaron de nuevo una sonrisa de suficiencia.

— En cambio yo —prosiguió— soy un Caminante de los Sueños, lo cual significa que aprovecho el tiempo entre un pensamiento y el siguiente. En esa calma, en la que no hay nada, es en la que yo me deslizo, donde nadie más puede acceder.

Nuevamente agitó la pechuga, mientras tragaba.

— Verás, para mí, en el espacio que queda entre los pensamientos el tiempo es infinito, y puedo hacer lo que me plazca. Es tan imposible que me atrapéis como si fueseis estatuas de piedra.

Ulicia sintió a sus Hermanas a través de la conexión. No se había roto.

— Tosco. Muy tosco —comentó Jagang—. Otros lo han hecho mucho mejor, claro que eran expertos en ello. De momento no romperé la conexión entre vosotras; quiero que todas sintáis lo que experimentan las otras. Ya la romperé más adelante. Del mismo modo que puedo romper la conexión, también puedo quebrar vuestras mentes. —El emperador tomó un trago de vino—. No obstante, no conduce a nada. ¿Cómo enseñas a alguien una lección si su mente es incapaz de comprenderla?

A través de la conexión Ulicia sintió cómo Cecilia perdía el control de la vejiga y la cálida orina descendía por sus piernas.

— ¿Cómo? —se oyó Ulicia preguntar con voz cavernosa—. ¿Cómo usas el tiempo entre los pensamientos?

Jagang cogió el cuchillo y se cortó un pedazo de carne de una ornamentada bandeja de plata situada a su lado. Tras hundir la punta del cuchillo en el sangrante centro de la tajada, apoyó los codos en la mesa.

— ¿Qué somos todos nosotros? —inquirió, mientras describía un círculo con la tajada ensartada. Por el cuchillo goteaba un hilo de sangre—. ¿Qué es realidad? ¿Cuál es la realidad de nuestra existencia?

A continuación cogió con los dientes la tajada y la fue masticando mientras hablaba.

— ¿Somos nuestros cuerpos? En ese caso, ¿una persona menuda es menos que una persona fornida? Si somos nuestros cuerpos y perdemos un brazo o una pierna, ¿tenemos entonces menos existencia y empezamos a desvanecernos? No. Seguimos siendo la misma persona.

»No somos nuestro cuerpo; somos nuestros pensamientos. Lo que pensamos es lo que define quiénes somos y crea la realidad de nuestra existencia. Entre una y otra secuencia de pensamiento no hay nada, simplemente el cuerpo, que espera que los pensamientos nos conviertan en quienes somos.

»Yo me introduzco entre vuestros pensamientos. En ese espacio entre un pensamiento y el siguiente el tiempo no tiene significado para vosotras, pero para mí sí. —Tomó otro trago de vino y prosiguió—: Soy una sombra que se desliza entre las rendijas de vuestra existencia.

A través de la conexión Ulicia percibió que sus compañeras temblaban.

— No es posible —musitó—. Tu han no puede expandir el tiempo ni romperlo.

La condescendiente sonrisa de Jagang dejó a Ulicia sin aliento.

— Por grande y sólida que sea una roca, basta con introducir una pequeña cuña en una grieta para partirla, para destruirla.

»Yo soy esa cuña. Y ahora mismo estoy introduciendo esa cuña a golpe de martillo en vuestras mentes.

Ulicia contempló en silencio cómo el hombre arrancaba con el pulgar una larga tira de tocino de un cochinillo asado.

— Cuando dormís —continuó explicando— vuestros pensamientos flotan y van a la deriva, y sois vulnerables. Cuando dormís sois como un faro que puedo encontrar. Entonces mis pensamientos se introducen en las grietas. Esos pequeños espacios en los que dejáis brevemente de existir para mí son inmensos abismos.

— ¿Qué es lo que quieres de nosotras? —preguntó Armina.

Jagang dio un mordisco a la tira de tocino que sostenía con los rollizos dedos.

— Bueno, muchas cosas. Por ejemplo, tenemos un enemigo común: Richard Rahl, al que vosotras conocéis como Richard Cypher. El Buscador. —Jagang arqueó una ceja que enmarcaba uno de sus turbios ojos oscuros.

»Hasta ahora me ha sido de gran ayuda. Me hizo un enorme favor al destruir la barrera que me mantenía a este lado. Al menos a mi cuerpo. Vosotras, las Hermanas de las Tinieblas, el Custodio y Richard Rahl habéis hecho posible que la raza humana pueda aspirar a la supremacía.

— Nosotras no hemos hecho tal cosa —protestó Tovi con voz mansa.

— Claro que sí. Veréis, el Creador y el Custodio se disputaban el dominio sobre el mundo; el Creador simplemente para impedir que el Custodio sumiera este mundo en el mundo de los muertos, y el Custodio porque siente un deseo insaciable hacia los vivos.

Jagang alzó hacia ellas sus impenetrables ojos.

— En vuestra lucha por liberar al Custodio y entregarle este mundo le disteis poder en el mundo de los vivos, lo cual indujo a Richard Rahl a alzarse en defensa del mundo. Él restituyó el equilibrio.

»Y en ese equilibrio es en el que yo entro, como en el espacio entre vuestros pensamientos.

»La magia es el conducto hacia esos otros mundos y el modo de darles poder en éste. Si reduzco la cantidad de magia en el mundo, reduciré la influencia del Creador y del Custodio en él. El Creador seguirá enviando su chispa de vida, y el Custodio seguirá tomándola cada vez que una vida llegue a su fin. Pero, excepto por eso, el mundo será de los hombres. La antigua religión de la magia quedará relegada al estercolero de la historia y, al final, a la categoría de mito.

»Yo soy un Caminante de los Sueños; he visto los sueños del ser humano, conozco su potencial. La magia reprime su ambición sin límites. Si la magia no existiera, el ser humano daría rienda suelta a su imaginación, a su mente, y sería todopoderoso.

»Por eso he reunido a un formidable ejército. Cuando toda magia haya muerto yo tendré a mis soldados. En previsión de ese día los mantengo en forma.

— ¿Por qué Richard Rahl es tu enemigo? —inquirió Ulicia, deseando que Jagang siguiera hablando mientras ella pensaba en una solución.

— Rahl tuvo que hacer lo que hizo, por supuesto, o vosotras, queridas mías, habríais entregado el mundo al Custodio. Eso me ayudó, pero ahora está interfiriendo en mis planes. Es joven e ignorante de sus poderes mientras que yo he dedicado estos últimos veinte años a perfeccionar los míos.

Agitando la punta del cuchillo ante sus ojos, añadió:

— Tuve que esperar hasta el pasado año para que mis ojos cambiaran, lo cual es la verdadera marca del Caminante de los Sueños. Ahora ya soy digno de ostentar el apelativo más temido en el Viejo Mundo. En la antigua lengua «caminante de los sueños» es sinónimo de «arma». Los magos que crearon esta arma lo lamentaron.

El hombre las observó mientras lamía la grasa del cuchillo.

— Es un error forjar armas que poseen una mente independiente. Ahora vosotras sois mis armas, y no pienso cometer ese mismo error.

»Gracias a mi poder puedo penetrar en la mente de cualquier persona mientras duerme. Sobre las personas que no poseen el don la influencia que puedo ejercer es muy limitada aunque, de todos modos, de poco me sirven. Pero con quienes poseen el don, como vosotras seis, puedo hacer lo que quiera. Una vez que he metido mi cuña en vuestra mente, ésta ya no os pertenece.

»Antaño, la magia de los Caminantes de los Sueños era poderosa pero inestable. Hacía tres mil años, desde que se erigió la barrera y nos quedamos atrapados en el Viejo Mundo, que no nacía nadie con mi don. Pero ahora vuelve a haber un Caminante de los Sueños sobre la faz del mundo.

Jagang se rió ente dientes de forma amenazadora y sacudió la cabeza. Las diminutas trenzas en las comisuras de la boca se agitaron.

— Y ése soy yo.

Ulicia a punto estuvo de decirle que fuera de una vez al grano, pero se lo pensó dos veces. No tenía ninguna gana de ver qué haría cuando acabara de hablar. Necesitaba tiempo para que se le ocurriera una idea. Así pues, inquirió:

— ¿Cómo sabes todo eso?

Jagang arrancó una tira de grasa chamuscada del asado y la fue mordisqueando al mismo tiempo que respondía.

— En una ciudad sepultada de mi patria, Altur’Rang, hallé un archivo de épocas arcaicas. Es irónico pensar cuán útiles han sido los libros a un guerrero como yo. El Palacio de los Profetas posee asimismo libros de inmenso valor, para quien sepa usarlos, claro. Qué lástima que el Profeta haya muerto, pero os quedan otros magos.

»Un retazo de magia de la antigua guerra, una especie de escudo, pasó de su creador a todos los descendientes de la Casa de Rahl nacidos con el don. Se trata de un vínculo que protege la mente de las personas y me impide entrar en ellas. Richard Rahl ha heredado el vínculo y ya ha empezado a usarlo. Es preciso neutralizarlo antes de que aprenda más.

»Y también a su prometida. —Su rostro adquirió una expresión lejana y meditabunda—. La Madre Confesora me infligió un pequeño revés pero mis involuntarias marionetas del norte le ajustarán las cuentas. Por culpa de su estúpido fanatismo han causado complicaciones, aunque pronto empezaré a tirar de los hilos. Y cuando lo haga, bailarán al son que yo toque. Esa cuña está profundamente metida. He invertido muchos esfuerzos en doblegar los acontecimientos a mi beneficio, para que Richard Rahl y la Madre Confesora acaben comiendo de mi mano.

»Veréis —prosiguió, mientras estrujaba entre los dedos un gran pedazo del lechoncillo asado—, Richard es el primer mago guerrero que nace en los últimos tres mil años, aunque eso ya lo sabíais. Un mago de ese tipo sería para mí un arma de inapreciable valor. Él puede hacer cosas impensables para cualquiera de vosotras, por lo que no quiero matarlo, sino controlarlo. Cuando deje de serme útil, lo mataré.

El emperador hizo una pausa para lamer la grasa del lechón de sus anillos.

— Controlar es más importante que matar. Por ejemplo, os podría haber matado a vosotras seis, pero en ese caso ya no me serviríais de nada. Mientras os domine no representáis ninguna amenaza para mí. Al contrario, me podréis ser útiles de muchas, muchas maneras.

Con la punta del cuchillo señaló a Merissa.

— Todas habéis jurado vengaros de él, pero tú, querida, has jurado bañarte en su sangre. Tal vez te dé esa oportunidad.

Merissa palideció.

— ¿Cómo… puedes saber eso? Lo dije estando despierta.

— La próxima vez que me quieras ocultar algo —replicó Jagang, regocijándose del pánico que se pintaba en la faz de la Hermana— te recomiendo que no sueñes sobre lo que has dicho estando despierta.

A través de la conexión Ulicia notó que Armina estaba a punto de desmayarse.

— Por supuesto, primero os meteré a las seis en vereda. Tenéis que aprender quién controla ahora vuestras vidas. —Con el cuchillo señaló a los silenciosos esclavos situados a su espalda—. Seréis tan obedientes como ellos.

Entonces Ulicia observó a las personas medio desnudas distribuidas alrededor del emperador y, al fijarse bien, tuvo que reprimir un grito. Todas las mujeres eran Hermanas, peor aún, en su mayoría eran Hermanas de las Tinieblas. Con un rápido vistazo comprobó que no todas ellas estaban allí. Por su parte los hombres, en su mayoría jóvenes magos que habían sido liberados después de completar su entrenamiento en palacio, eran los que habían prestado juramento al Custodio.

— Algunas son Hermanas de la Luz y me sirven bien por miedo a lo que pueda hacerles si me decepcionan. —Con dos dedos Jagang se acarició la delgada cadena de oro que iba de un anillo en la nariz a otro en la oreja—, pero mis preferidas son las Hermanas de las Tinieblas; todas están ahora bajo mi control, incluso las de palacio. —Ulicia se sintió desfallecer—. Tengo intereses en el Palacio de los Profetas. Intereses muy importantes.

Extendió los brazos y la luz de las llamas arrancó destellos a las cadenas de oro que le colgaban sobre el pecho.

— Ahora todas me obedecen. ¿No es cierto, queridas? —preguntó clavando su impenetrable mirada en las esclavas situadas contra la pared.

Janet, una Hermana de la Luz, se besó el dedo anular con lágrimas en los ojos. Jagang se rió. Su anillo relució a la luz de las llamas cuando la apuntó con un grueso dedo.

— ¿Veis? Le permito que lo haga, pues de ese modo no pierde sus vanas esperanzas. Si se lo impidiera, se suicidaría porque no teme a la muerte como aquellas que han jurado servir al Custodio. ¿No es así, Janet, querida?

— Sí, excelencia —respondió la Hermana con voz temerosa—. Vos poseéis mi cuerpo en esta vida pero cuando muera mi alma pertenece al Creador.

Jagang rió de nuevo; era un sonido malsano y chirriante. No era la primera vez que Ulicia lo oía, y sabía que ella lo volvería a provocar.

— ¿Veis? Lo tolero para mantener mi control. Naturalmente, como castigo tendrá que servir una semana en las tiendas. —Janet se encogió ante la oscura mirada del emperador—. Pero eso ya lo sabías antes de decirlo, ¿no es así?

— Sí, excelencia —contestó Janet con voz trémula.

Los tenebrosos y turbios ojos de Jagang se fijaron de nuevo en las seis Hermanas plantadas frente a él.

— Prefiero a las Hermanas de las Tinieblas porque tienen sobradas razones para temer la muerte. —De un gesto partió un faisán por la mitad. Los huesos se quebraron con un ruido seco—. Han fallado al Custodio, a quien han entregado su alma. Si mueren, no tienen escapatoria. Si mueren, el Custodio se vengará de ellas por su fracaso. —El hombre lanzó una carcajada grave, resonante y burlona—. Así pues, si me disgustáis hasta el punto de ganaros la muerte, estaréis en manos del Custodio por toda la eternidad.

Ulicia tragó saliva.

— Lo entendemos… excelencia.

Ante aquella mirada de pesadilla Ulicia se olvidó incluso de respirar.

— Oh no, Ulicia, creo que aún no lo entendéis. Pero cuando acabe con las lecciones, entonces seguro que sí.

Sin apartar de Ulicia su angustiosa mirada, sacó a rastras de debajo de la mesa una hermosa mujer de rubia cabellera. La mujer hizo una mueca de dolor cuando Jagang la alzó por el pelo con su poderoso puño. Iba vestida igual que las demás. A través del transparente tejido Ulicia entrevió magulladuras amarillas antiguas y otras más recientes de color morado. La mujer mostraba un cardenal en la mejilla derecha y otro enorme, reciente y de color azul negruzco, en la mandíbula izquierda junto con una línea de cuatro cortes infligidos por los anillos de Jagang.

Era Christabel, una de las Hermanas de las Tinieblas que Ulicia había dejado en palacio a fin de que preparasen el terreno para su regreso. Pero, al parecer, ahora preparaban el terreno para la llegada de Jagang, aunque Ulicia no lograba comprender qué podía querer el emperador del Palacio de los Profetas.

— Ponte al frente —le ordenó Jagang, señalando con la mano.

La hermana Christabel bordeó corriendo la mesa para situarse ante Jagang. Rápidamente se arregló la alborotada melena y se secó la boca con el dorso de la mano antes de ejecutar una reverencia.

— ¿En qué puedo serviros, excelencia?

— Bueno, Christabel, tengo que enseñar a estas seis Hermanas su primera lección. Y para ello —prosiguió, arrancando tranquilamente la otra pata del faisán— debes morir.

Christabel inclinó la cabeza.

— Sí, excel… —Al comprender lo que acababa de decir el emperador se quedó paralizada. Ulicia se percató de que las piernas le temblaban al erguirse, pero no osó protestar.

Con la pata de faisán Jagang apuntó a las dos mujeres sentadas ante él sobre la piel de oso, que se alejaron gateando. El hombre esbozó su truculenta y burlona sonrisa antes de decir:

— Adiós, Christabel.

La Hermana alzó los brazos a la par que se derrumbaba gritando. Ya en el suelo, su cuerpo se agitó violentamente, mientras chillaba con tanta intensidad que a Ulicia le dolieron los oídos. Las seis mujeres situadas junto a la piel de oso contemplaban la escena con ojos desorbitados, aguantando la respiración. Christabel seguía profiriendo espeluznantes chillidos y sacudía espasmódicamente la cabeza a un lado y al otro, a la vez que su cuerpo sufría terribles convulsiones.

Jagang siguió comiendo tranquilamente el faisán y bebiendo vino. Nadie dijo nada mientras se acababa el faisán y atacaba luego un racimo de uvas. Al fin, Ulicia ya no pudo soportarlo más.

— ¿Cuánto tardará en morir? —inquirió con voz ronca.

— ¿Morir? —replicó Jagang enarcando una ceja. Echó la cabeza hacia atrás para reírse a carcajadas y descargó contra la mesa los puños con dedos cargados de enormes sortijas. Nadie más osó siquiera sonreír. El fornido cuerpo del hombre se agitaba. La delgada cadena entre la nariz y la oreja siguió oscilando mientras el acceso de hilaridad se calmaba.

— Estaba muerta antes de tocar el suelo.

— ¿Qué? Pero, pero… sigue gritando.

De repente Christabel enmudeció y su pecho quedó completamente inmóvil.

— Ha estado muerta desde el primer instante —explicó Jagang. Lentamente esbozó una sonrisa mientras clavaba su negra mirada vacía en Ulicia—. Es esa cuña de la que te hablé; la misma que he introducido en vuestras mentes. Lo que veis es su alma que grita. Lo que veis es el tormento que padece en el reino de los muertos. Yo diría que el Custodio no está demasiado contento de esa Hermana de las Tinieblas.

El emperador alzó un dedo, y Christabel volvió a agitarse y gritar. Ulicia tragó saliva.

— ¿Cuánto tiempo… estará así?

— Hasta que se pudra.

Ulicia sintió que las rodillas le temblaban y a través de la conexión supo que sus compañeras estaban a punto de echarse a chillar de pánico, como Christabel. Eso era lo que el Custodio les reservaba si no lograban restablecer su influencia en el mundo de los vivos.

Jagang chasqueó los dedos.

— ¡Slith! ¡Eeris!

La luz titiló contra la pared. Ulicia lanzó una exclamación ahogada cuando dos figuras embozadas parecieron brotar de la oscura piedra.

Las dos escamosas criaturas se colocaron en silencio alrededor de la mesa e hicieron una reverencia.

— ¿Ssssí, Caminante de lossss Sueñosssss?

Jagang señaló con uno de sus gruesos dedos a la mujer que chillaba en el suelo.

— Arrojadla al pozo negro.

Los dos mriswith se echaron sus capas hacia atrás, sobre la espalda, y levantaron el convulso cuerpo de la mujer, que no cesaba de gritar. Ulicia había conocido a Christabel durante más de un siglo, la había ayudado y había sido una obediente sierva del Custodio. Y ésa era la recompensa por sus servicios. Ésa sería la recompensa de todas ellas.

Ulicia miró a Jagang mientras los dos mriswith abandonaban el salón con su carga en dirección al pozo negro.

— ¿Qué quieres de nosotras? —preguntó.

Jagang alzó una mano y con dos dedos pringados de grasa indicó a un soldado que se acercara.

— Las seis me pertenecen. Colócales el anillo.

El membrudo soldado, cubierto con pieles y armado hasta los dientes, inclinó la cabeza. Se dirigió a la Hermana más cercana, que era Nicci, y con sus sucios dedos tiró bruscamente de su labio inferior, dándole un aspecto grotesco. Los grandes ojos azules de Nicci reflejaron el pánico que la invadía. Ulicia ahogó un grito al unísono. Por la conexión también ella sintió el aturdido dolor y el terror de la joven Hermana cuando la roma púa de hierro oxidado le atravesó el borde del labio. El soldado se guardó la púa, de mango de madera, en el cinto y se sacó de un bolsillo un aro de oro. Ayudándose con los dientes ensanchó la hendidura del aro, tiró del labio de nuevo e introdujo el aro en el sangrante orificio. Inmediatamente retorció el aro alrededor y cerró la hendidura con los dientes.

Ulicia fue la última. Cuando el mugriento y maloliente soldado, con barba de varios días, se le acercó, temblaba violentamente pues había sentido el dolor de sus compañeras. Mientras el soldado le tiraba bruscamente del labio, Ulicia trataba desesperadamente de hallar el modo de escapar. Pero era como tratar de sacar agua de un pozo seco. Cuando el anillo le atravesó la carne se le escaparon lágrimas de dolor.

Jagang se limpió la grasa de los labios con el dorso de la mano, observando divertido el reguero de sangre que manaba del mentón de las Hermanas.

— Ahora las seis sois mis esclavas. Si no me dais motivos para mataros, os dejaré que me sirváis en el Palacio de los Profetas. Y cuando acabe con Richard Rahl, tal vez incluso os permita matarlo.

Al alzar la mirada las nebulosas formas que flotaban en sus ojos dejaron a Ulicia sin aliento. Había desaparecido todo rastro de regocijo, reemplazado ahora por una amenaza sin tapujos.

— Pero eso será cuando acabe de aleccionaros.

— Comprendemos perfectamente nuestras opciones —dijo Ulicia precipitadamente—. Por favor… podéis confiar en nuestra lealtad.

— Eso ya lo sé —susurró Jagang—. Pero, como ya he dicho, aún debo daros algunas lecciones. La primera sólo fue el comienzo. Las otras no serán tan rápidas.

Ulicia notó que las rodillas no la aguantarían mucho más. Desde que Jagang se había introducido en sus sueños, su vida en vigilia se había convertido en una pesadilla. Seguro que existía el modo de detener todo aquello, pero a ella no se le ocurría. Se vio a sí misma regresando al Palacio de los Profetas medio desnuda, como una de las esclavas de Jagang.

— ¿Habéis prestado atención, muchachos? —preguntó Jagang a los marineros.

Sobresaltada, Ulicia oyó al capitán Blake responder afirmativamente. Había olvidado la presencia de los treinta marineros situados a su espalda, al fondo del salón.

Jagang les indicó con un gesto que se aproximaran.

— Mañana por la mañana podréis partir. Pero se me ha ocurrido que quizá esta noche os gustaría disfrutar de estas damas.

Las seis Hermanas se quedaron rígidas.

— Pero…

Las formas que se formaron de repente en los turbios ojos de Jagang la dejaron sin palabras.

— Desde este momento, si usas tu magia contra mis deseos, aunque sólo sea para dejar de estornudar, sufrirás el mismo destino que Christabel. En tus sueños te he dado una pequeña muestra de lo que puedo hacerte estando viva, y acabas de presenciar una pequeña muestra de lo que el Custodio te hará si mueres. Así pues, sólo tienes un camino. Yo que tú me lo pensaría mucho antes de dar un paso en falso.

Nuevamente su atención se fijó en los soldados.

— Son vuestras por esta noche. Conociéndolas como conozco a las seis por sus sueños, sé que tenéis cuentas pendientes con ellas. Haced con ellas lo que queráis.

Los marineros lanzaron alborozados juramentos.

A través de la conexión Ulicia sintió cómo una mano agarraba un seno de Armina, otra tiraba de Nicci del pelo mientras le soltaba el encaje del corpiño, y otra se deslizaba en su propia entrepierna. Tuvo que hacer esfuerzos para ahogar un grito.

— Hay algunas normas —les dijo Jagang. Los marineros se quedaron quietos—. Si las incumplís, os arrancaré las entrañas para dar de comer a los peces.

— ¿Qué normas son ésas, emperador? —preguntó uno de los marineros.

— No podéis matarlas. Son mis esclavas y me pertenecen. Quiero que por la mañana me las devolváis en buenas condiciones, para que puedan servirme. Eso significa que nada de romperles huesos. Os jugaréis a suertes quién se queda con cada una. Sé lo que ocurriría si lo dejo a vuestro capricho. No quiero que ninguna de ellas se quede sin su parte.

Todos los marineros rieron entre dientes, declararon que eran normas justas y juraron cumplirlas.

— Tengo un enorme ejército formado por vigorosos soldados —dijo Jagang a las seis Hermanas—, y por aquí cerca no hay suficientes rameras. Eso pone de mal humor a mis hombres. Así pues, hasta que no os asigne otros deberes, realizaréis ese servicio excepto durante cuatro horas al día. Podéis dar las gracias de que lleváis mi anillo en el labio, pues impedirá que os maten mientras se divierten con vosotras.

La hermana Cecilia extendió las manos y sus labios dibujaron una sonrisa inocente y apacible.

— Emperador Jagang, vuestros hombres son jóvenes y fuertes. Mucho me temo que no se divertirán con una anciana como yo. Lo siento.

— Estoy seguro de que estarán encantados de tenerte. Ya lo verás.

— Emperador, la hermana Cecilia está en lo cierto. Yo también me temo que soy demasiado vieja y estoy demasiado gorda —dijo Tovi con su mejor voz de anciana—. No daríamos satisfacción a los soldados.

— ¿Satisfacción? —Jagang dio un mordisco al pedazo de asado ensartado en la punta del cuchillo—. ¿Satisfacción? ¿Sois tontas o qué? Esto no tiene nada que ver con la satisfacción. Os aseguro que mis hombres disfrutarán de vuestros encantos… aunque creo que no lo comprendéis.

Al agitar un dedo en su dirección, las grasientas sortijas que adornaban sus dedos brillaron a la luz de las llamas.

— Las seis fuisteis primero Hermanas de la Luz y luego Hermanas de las Tinieblas. Probablemente sois las hechiceras más poderosas del mundo. Se trata de enseñaros que sois menos que el estiércol que pisan mis botas. Haré con vosotras lo que me plazca. Todos quienes poseen el don ahora son mis armas.

»No os pido vuestra opinión. Quiero que aprendáis una lección. Y hasta que decida lo contrario, os entrego a mis soldados. Si quieren retorceros los dedos y hacer apuestas sobre quién os arranca los gritos más desgarradores, tienen mi permiso. Les daréis placer del modo que ellos decidan. Tienen gustos muy variados y, excepto mataros, pueden hacer con vosotras lo que quieran.

Se metió el resto de la carne en la boca y prosiguió:

— Pero primero os disfrutarán los marineros. Disfrutad de mi regalo, chicos. Obedeced mis normas y en el futuro tal vez vuelva a usaros. El emperador Jagang sabe tratar a sus amigos.

Los marineros lanzaron vivas al emperador.

Ulicia hubiera caído cuando le fallaron las rodillas si un brazo no la hubiera enlazado por la cintura para apretarla contra un excitado marinero al que le olía el aliento.

— Bueno, bueno, bueno, nena. Parece que, después de todo y pese a haber sido tan desagradables, ha llegado el momento de que juguemos un poco.

Ulicia se oyó a sí misma lanzar un gemido. El labio le dolía, y sabía que eso sólo era el comienzo. Los acontecimientos la habían dejado tan anonadada que no podía pensar con claridad.

— Oh —dijo Jagang, y todos se detuvieron. Con el cuchillo señaló a Merissa—. Ésa no. Ésa es mía. Acércate, querida —le ordenó, agitando dos dedos.

Merissa dio dos pasos hacia la piel de oso. A través de la conexión Ulicia sintió que las piernas le temblaban.

— Christabel era mía exclusivamente. Era mi favorita. Pero ahora está muerta, para que os sirva de lección. —Jagang fijó la vista en los encantos de la Hermana, que el vestido ya no ocultaba—. Tú ocuparás su lugar.

»Si no recuerdo mal —prosiguió, alzando sus tenebrosos ojos—, dijiste que me lamerías las botas si era necesario. Pues bien, lo es. —Ante la mirada de sorpresa de Merissa, los labios del emperador, enmarcados por las pequeñas trenzas en los extremos, dibujaron una mortífera sonrisa—. Querida, ya te he dicho que sueñas con cosas que has dicho estando despierta.

— Sí, excelencia.

— Quítate ese vestido. Si decido permitir que mates a Richard Rahl, necesitarás algo bonito. —Mientras Merissa obedecía miró a las otras mujeres—. De momento voy a respetar la conexión que os une para que cada una sienta las lecciones que sus compañeras reciben. No quiero que os perdáis ninguna.

Cuando Merissa estuvo del todo desnuda, Jagang hizo girar el cuchillo entre dos dedos y señaló hacia el suelo.

— Bajo la mesa, querida.

Ulicia notó la basta alfombra de piel en las rodillas de Merissa y a continuación el duro suelo de piedra bajo la mesa. Los marineros la contemplaban con lascivia.

Ulicia sacó fuerza y resolución del insondable pozo de odio que sentía hacia aquel hombre. Como líder de las Hermanas de las Tinieblas habló a sus compañeras a través de la conexión: «Todas hemos pasado por el ritual. Hemos sufrido cosas peores. Somos Hermanas de las Tinieblas; recordad quién es nuestro verdadero amo. De momento somos las esclavas de esta sanguijuela, pero ha cometido un grave error si cree que no tenemos mente. Su único poder consiste en usar el nuestro. Ya se nos ocurrirá algo para que lo pague. Nuestro amo y señor le hará pagar por toda la eternidad».

«¿Pero y hasta entonces?», gritó Armina.

«¡Silencio! -ordenó Nicci. Ulicia sintió los dedos que sobaban a Nicci así como su ardiente furia y su corazón de negro hielo—. Recordad cada cara. Todos ellos pagarán por esto. Ulicia tiene razón; pensaremos en algo y luego les enseñaremos lecciones que sólo nuestras mentes pueden concebir.»

«Y que ninguna se atreva a soñar sobre esto -les advirtió Ulicia—. No podemos permitirnos que Jagang nos mate, o ya no tendremos esperanza. Mientras sigamos con vida, tenemos una oportunidad para ganar de nuevo el favor de nuestro amo. El Custodio nos prometió una recompensa por nuestras almas, y pienso lograrla. Sed fuertes, Hermanas.»

«Pero Richard Rahl es mío -siseó Merissa—. Cualquiera que me lo arrebate, tendrá que responder por ello ante mí y el Custodio.»

Si Jagang la hubiese oído, incluso él habría palidecido por la malevolencia que destilaban sus palabras. A través de la conexión Ulicia sintió cómo Merissa se apartaba el pelo, y notó en la boca el mismo sabor que ella.

— Eso es todo… —Jagang hizo una pequeña pausa para recuperar el aliento—. Podéis retiraros.

El capitán Blake agarró a Ulicia por el pelo y dijo:

— Me las pagarás todas juntas, puta.

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