25

Solamente el ventanuco que daba a la calle, cubierto por diversas capas de suciedad acumulada, y una puerta trasera abierta iluminaban la habitación lóbrega y polvorienta, pero bastaba para distinguir un sendero entre los descuidados montones de mortajas enrolladas, destartalados bancos de trabajo y sencillos ataúdes. De una pared colgaban herrumbrosas sierras y cepillos de carpintero, y en la otra se amontonaban desordenadamente tablones de madera de pino.

Mientras que los más acaudalados solicitaban los servicios de agentes de pompas fúnebres, que los ayudaban a elegir decorados y lujosos ataúdes para sus seres queridos, los pobres solamente podían permitirse los servicios de enterradores que les proporcionaban una caja y un agujero en el que meterla. Por mucho que los pobres quisieran a sus seres queridos fallecidos, tenían que preocuparse de alimentar a los que aún les quedaban vivos. No obstante, el recuerdo que guardaban de sus muertos no era por ello menos precioso.

Verna y Warren se detuvieron en la puerta que comunicaba con un diminuto patio. Estaba delimitado por altas pilas de maderos, que en la parte posterior se amontonaban contra una valla y a los lados contra edificios estucados. En el centro, dándoles la espalda, un hombre descalzo y desgarbado vestido con ropas harapientas, afilaba los bordes de sus palas.

— Mis condolencias por la pérdida de vuestro ser querido —dijo con voz bronca pero sorprendentemente sincera. Prosiguiendo con el afilado preguntó—: ¿Niño o adulto?

— Ni una cosa ni otra —respondió Verna.

El sepulturero, de mejillas hundidas, les echó una mirada de reojo. No llevaba barba pero sus intentos de afeitado eran tan poco frecuentes que poco le faltaba para tenerla.

— ¿De edad intermedia? Si me decís el tamaño del fallecido, le construiré una caja apropiada.

— No tenemos nadie a quien enterrar. Hemos venido a haceros unas preguntas.

El hombre interrumpió su trabajo, se volvió completamente y los miró de la cabeza a los pies.

— Bueno, es evidente que os podéis permitir más que yo.

— ¿No os interesa el ja’la? —quiso saber Warren.

En los ojos de párpados caídos del enterrador se encendió una lucecita al posarse en la túnica violeta del joven.

— A la gente no le gusta verme en las ocasiones festivas. Les amargo la fiesta, porque mirarme a mí es como mirar a la muerte de cara. Y no se cortan a la hora de decirme que no soy bienvenido. Pero, claro, cuando me necesitan sí que acuden a mí y se comportan como si nunca me hubieran dado la espalda. Podría decirles que fuesen a otro lado, a otro sepulturero que les cobrará una fortuna por una bonita caja que de todas maneras el muerto no verá, pero sé que no se lo pueden permitir. Además, yo no soy de los que guardan rencor por sus miedos.

— ¿Quién sois vos, maese Benstent o Sproul? —inquirió Verna.

Los flácidos párpados del hombre se arrugaron al alzar la mirada hacia ella.

— Yo soy Milton Sproul.

— ¿Y maese Benstent? ¿Anda por aquí?

— Ham no está. ¿Qué pasa?

— Somos del palacio —le explicó Verna en tono despreocupado—, y venimos a preguntar sobre una factura que nos enviasteis. Sólo queremos asegurarnos de que todo está en orden.

El huesudo sepulturero fijó de nuevo la atención en la pala y pasó la lima por el borde.

— La factura es correcta. Nosotros no engañamos a las Hermanas.

— Por favor, no estoy sugiriendo tal cosa. Lo que ocurre es que no hemos podido determinar quién fue enterrado. Tenemos que verificar quién falleció antes de autorizar el pago.

— No lo sé. Ham hizo el trabajo y la factura. Ham es un hombre honesto que ni siquiera estafaría a un ladrón para recuperar lo que es suyo. Él preparó la factura y me dijo que la enviara. Eso es todo lo que sé.

— Ya veo. —Verna se encogió de hombros—. En ese caso tendremos que hablar con maese Benstent para aclarar este asunto. ¿Dónde podemos encontrarlo?

Sproul pasó de nuevo la lima por el borde.

— No lo sé. Ham se estaba haciendo viejo y me dijo que quería pasar lo que le quedaba de vida con su hija y sus nietos. Se marchó para estar con ellos. Viven por ahí, en el campo. Me dejó la mitad de todo esto —añadió, dibujando un círculo en el aire con la lima—, y también todo el trabajo, claro. Supongo que tendré que contratar a alguien más joven para que cave; yo también me hago viejo.

— Pero sabréis adónde fue y algo sobre la factura.

— Ya he dicho que no. Embaló todas sus cosas, que no eran muchas, y se compró un burro para el viaje, por lo que supongo que debía de ser un viaje largo. —Con la lima señaló por encima del hombro hacia el sur—. Dijo que se dirigía al campo.

»Lo último que me dijo es que no me olvidara de enviar la cuenta a palacio, porque había hecho el trabajo y era justo que pagaran. Le pregunté adónde quería que le enviara el dinero, pero me respondió que lo usara para contratar un ayudante. Según él, era lo justo puesto que me abandonaba tan precipitadamente.

— Ya veo. —Verna consideró las opciones que tenía. El hombre seguía limando el borde de la pala—. Sal afuera y espérame —dijo a Warren.

— ¿Qué? —susurró el joven, con el rostro encendido—. ¿Por qué…?

Verna alzó un dedo para silenciarlo.

— Haz lo que te digo. Date una vuelta por la zona para comprobar que… nuestros amigos no nos están buscando. —Entonces se inclinó hacia él y dijo mirándolo de manera muy elocuente—: Tal vez se estén preguntando si necesitamos ayuda.

Warren se irguió y contempló al hombre que limaba la pala.

— Oh. Sí, de acuerdo. Voy a ver dónde se han metido nuestros amigos. —El joven jugueteaba con el brocado de plata de las mangas—. No tardarás, ¿verdad?

— No. Enseguida salgo. Vamos, ve a ver si los encuentras.

La Hermana esperó hasta oír cómo la puerta de la calle se cerraba. Sproul la miró de reojo.

— La respuesta sigue siendo la misma. Ya os he dicho que…

Verna le mostró una moneda de oro.

— Ahora, maese Sproul, vamos a tener que hablar con franqueza. Es más, vais a contestar mis preguntas con toda sinceridad.

Sproul frunció el entrecejo con recelo.

— ¿Por qué lo habéis mandado afuera?

— Porque no tiene estómago para según qué —replicó Verna, ya sin hacer esfuerzos para mostrarse afable.

No obstante, el sepulturero siguió con lo suyo tranquilamente.

— Os he dicho la verdad. Si queréis una mentira, decídmelo y me inventaré una que os guste.

Verna lo miró amenazadoramente, ceñuda.

— Ni se os ocurra mentirme. Quizá sí que habéis dicho la verdad, pero no toda. Ahora me lo contaréis todo, ya sea a cambio de mi agradecimiento —con su han Verna arrebató la lima de la mano del hombre y la lanzó hacia arriba hasta que se perdió de vista— o a cambio de ahorraros… molestias.

La lima apareció de nuevo surcando el aire a toda velocidad y fue a estrellarse contra el suelo, hundiéndose en la tierra a pocos centímetros de los pies de Sproul. Sólo el mango sobresalía de la tierra, y estaba al rojo. Con un furioso esfuerzo mental Verna alzó el caliente acero hacia arriba, dibujando una larga línea de metal fundido. Su candente resplandor iluminó la asustada faz del hombre. También Verna sintió en la cara el calor abrasador. Sproul tenía los ojos desorbitados.

Moviendo un solo dedo, la dúctil línea de acero al rojo vivo se puso a danzar al ritmo que le imprimía Verna. Ésta hizo girar el dedo, y el abrasador acero dio vueltas alrededor del hombre casi rozándole la carne.

— Un solo movimiento, maese Sproul, y quedaréis unido a la lima para siempre. —Abrió la mano y sostuvo la palma hacia arriba. Una viva llama apareció y obedientemente flotó en el aire—. Después de eso, empezaré por los pies y os iré cocinando centímetro a centímetro hasta que me digáis toda la verdad.

Los torcidos dientes del sepulturero le castañetearon.

— Por favor…

En la otra mano Verna le mostró la moneda al tiempo que esbozaba una sonrisa desprovista de humor.

— Claro que también podéis elegir decirme la verdad a cambio de esta pequeña muestra de gratitud.

Sproul tragó saliva y observó el metal al rojo que giraba en torno a su cuerpo así como la sibilante llama que ardía en la palma de la mujer.

— Me parece que ya empiezo a recordar algo más. Me encantaría contaros toda la historia con sinceridad y lo que acabo de recordar.

Verna extinguió la llama de su mano y, con un repentino esfuerzo, invirtió el han, pasando de calor a su opuesto, el frío extremo. El metal dejó de brillar tan de pronto como la llama de una vela. El acero pasó del rojo vivo a un negro helado, se hizo pedazos y los fragmentos cayeron alrededor de Sproul como piedras de granizo.

Verna le cogió una mano, depositó en ella la moneda y le cerró los dedos sobre ella.

— Lo siento mucho. Diría que os he roto la herramienta. Espero que esto lo compense.

El hombre asintió. Allí había más oro del que él ganaría en todo un año.

— Tengo más herramientas. No importa.

— Muy bien, maese Sproul —prosiguió Verna, posándole una mano sobre el hombro—, ¿por qué no me decís qué más recordáis sobre esa factura? No os calléis nada —insistió, apretando con fuerza—, por insignificante que os parezca. ¿Entendido?

Sproul se humedeció los labios.

— Sí. Os lo diré todo. Bueno, Ham hizo el trabajo. Yo no sé nada de eso. Me dijo que el palacio lo había contratado, pero nada más. La verdad, Ham no suelta ni prenda de sus cosas, y yo no le presté atención.

»Poco después me soltó de sopetón que abandonaba el negocio y se iba a vivir con su hija, como os he dicho. Ham siempre estaba hablando de irse a vivir con su hija antes de que le llegara el turno de cavarse su propio hoyo, pero no tenía dinero, y ella tampoco, por lo que yo ya no le hacía ni caso. Pero entonces se compró el burro, y buen burro era, y así supe que esa vez iba muy en serio. Me dijo que no necesitaba el dinero que le pagaría palacio y que lo usara para contratar a alguien que me ayudara.

»Bueno, la noche anterior a su partida se presentó con una botella de licor. Era bueno, del que cuesta mucho más que el que solemos comprar. Cuando empina el codo Ham es incapaz de ocultarme nada, todo el mundo lo sabe. No es ningún bocazas sino un hombre en quien se puede confiar, ya os lo he dicho, pero cuando bebe no tiene secretos para mí.

Verna retiró la mano.

— Lo entiendo. Ham es un buen hombre y un amigo. No estáis traicionando su confianza, maese Sproul. Soy una Hermana y debéis confiar en mí. No temáis; no pienso causarle dificultades por lo que me digáis.

Sproul, evidentemente aliviado, asintió e incluso sonrió levemente.

— Bueno, como he dicho, teníamos el licor y empezamos a hablar de los viejos tiempos. Ham se marchaba y yo sabía que lo echaría de menos. Llevábamos juntos muchísimo tiempo, aunque no en el sentido de…

— Erais amigos. Lo entiendo. ¿Qué dijo?

Sproul se aflojó el cuello.

— Bien pues empezó a beber y a ponerse nostálgico porque se marchaba. Ese licor era más fuerte que el que solíamos beber. Le pregunté dónde vivía su hija para enviarle el dinero de la factura. Después de todo, yo me quedaba con el negocio y me las apaño bastante bien. Hay trabajo. Pero Ham me dijo que no, que no lo necesitaba. ¡Que no lo necesitaba! Bueno, eso me picó la curiosidad y quise saber de dónde había sacado el dinero y él me dijo que lo había ahorrado. Ham nunca ahorró ni un penique. El dinero apenas le duraba un minuto en el bolsillo, enseguida se lo gastaba.

»Entonces fue cuando me dijo que enviara la factura a palacio, me insistió mucho. Supongo que se sentía culpable por dejarme solo, sin ayuda. Entonces le pregunté: “¿Ham, a quién enterraste para palacio?”.

Sproul se inclinó hacia ella y bajó la voz hasta convertirla en un grave susurro.

— «No he enterrado a nadie», me respondió. «El trabajo fue sacar».

Verna agarró al hombre por el sucio cuello.

— ¡Qué! ¿Desenterró a alguien? ¿Es eso lo que quiso decir?

— Sí. Eso es. ¿Habíais oído cosa igual? ¿A quien se le ocurre desenterrar a los muertos? A mí no me importa enterrarlos pero la idea de sacarlos del hoyo me da escalofríos. Me parece una profanación. Claro que estábamos bebiendo por los viejos tiempos y todo eso, y me lo contó muerto de risa.

Verna estaba tan agitada que no podía pensar con claridad.

— ¿A quién exhumó? ¿Y quién se lo ordenó?

— Sólo dijo que era «para palacio»?

— ¿Cuánto hace de eso?

— Mucho. No lo recuerdo… un momento, fue después del solsticio de invierno, tal vez uno o dos días después.

Verna lo zarandeó por el cuello.

— ¿Quién era? ¿A quién desenterró?

— Se lo pregunté. Le pregunté a quién querían recuperar del hoyo. Pero su respuesta fue: «No les importaba quién. Sólo querían una mortaja limpia».

— ¿Estás seguro? —insistió Verna, sin soltarlo—. Estabais bebidos… es posible que se lo inventara.

Sproul negó con la cabeza como si temiera que la Hermana se la arrancara de un mordisco.

— No, lo juro. Cuando bebe Ham no se inventa historias ni miente. Cuando bebe siempre me dice la verdad. Por gordo que sea el pecado, cuando bebe me lo confiesa. Recuerdo perfectamente lo que me dijo; fue la última noche que vi a mi amigo. Recuerdo lo que dijo.

»Me insistió en que enviara la factura a palacio, pero que esperara unas semanas, pues le habían dicho que estarían ocupados.

— ¿Qué hizo con el cuerpo? ¿Adónde lo llevó? ¿A quién se lo entregó?

Sproul trató de retroceder pero Verna lo tenía bien cogido por el cuello.

— No lo sé. Me dijo que fue a palacio en un carro muy bien cubierto y que le dieron un pase especial para que los soldados no comprobaran la carga. Tuvo que ponerse sus mejores ropas para que la gente no reconociera su oficio, para no asustar a la fina gente de palacio y, sobre todo, no herir la sensibilidad de las Hermanas, que se encontraban en comunión con el Creador. Ham hizo lo que le ordenaron y estaba orgulloso de ello pues no inquietó a nadie de palacio yendo allí con los cadáveres. Eso es todo lo que dijo. No sé nada más. Lo juro por mi esperanza de fundirme con la luz del Creador cuando muera.

— ¿Cadáveres? ¿Habéis dicho cadáveres? ¿Es que desenterró más de uno? —Verna lo fulminó con una peligrosa mirada al tiempo que lo estrujaba—. ¿Cuántos? ¿Cuántos cuerpos desenterró y entregó en palacio?

— Dos.

— Dos… —repitió la mujer en un susurro, absolutamente atónita. Sproul asintió.

Verna lo soltó.

Dos.

Dos cuerpos envueltos en mortajas limpias.

Apretó los puños y gruñó de rabia.

Sproul tragó saliva y alzó tímidamente una mano.

— Hay otra cosa. No sé si es importante.

— ¿Qué es? —preguntó Verna, apretando los dientes.

— Dijo que los querían frescos, y que uno era menudo y fue fácil, pero que el otro le hizo sudar la gota gorda porque era muy grande. No le pregunté nada más. Lo siento.

Verna forzó una sonrisa.

— Gracias, Milton, has rendido un gran servicio al Creador.

El sepulturero se cerró el cuello de la camisa, que crujió.

— Gracias, Hermana. Hermana, por mi oficio nunca he tenido valor de acercarme al palacio. A la gente no le gusta verme y, bueno, por eso no he ido nunca. Hermana, ¿me podríais dar la bendición del Creador?

— Pues claro, Milton. Has cumplido su voluntad.

El hombre cerró los ojos y musitó una plegaria.

Suavemente Verna le tocó la frente.

— Que la bendición del Creador se derrame sobre su hijo —susurró, mientras dejaba que su han fluyera hacia la mente de Sproul. Éste ahogó una exclamación de éxtasis mientras el han de la Hermana invadía su mente—. Olvidarás todo lo que Ham te dijo estando borracho. Sólo recordarás que él hizo el trabajo, pero nada más. Cuando me marche, tampoco recordarás que he estado aquí.

El hombre permaneció un rato con los ojos cerrados antes de abrirlos de nuevo y decir:

— Gracias, Hermana.

Warren se paseaba arriba y abajo por la calle. Verna pasó a su lado hecha un basilisco, sin decirle nada. Warren corrió para alcanzarla.

— Voy a estrangularla —gruñó Verna entrecortadamente—. La estrangularé con mis propias manos. Me da igual que el Custodio se me lleve, la estrangularé.

— ¿De qué estás hablando? ¿Qué has averiguado? ¡Verna, no vayas tan rápido!

— No me hables ahora, Warren. ¡No digas ni una palabra!

La mujer caminó en tromba por la ciudad agitando los puños al ritmo de sus furiosas zancadas. Era como una tempestad que asolara los campos. Sentía como si el furioso nudo que sentía en su estómago fuese a convertirse en rayos y truenos. No veía ni las calles, ni los edificios, ni tampoco oía los tambores. Incluso se olvidó de Warren, que trotaba tras ella. Lo único que veía era una imagen de venganza.

Estaba ciega a todo lo externo, perdida en un mundo de rabia. Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró cruzando uno de los puentes traseros que comunicaban con la isla Halsband. En la cresta central, por encima del agua, se detuvo tan de repente que Warren a punto estuvo de chocar contra ella.

— Quiero que bajes ahora mismo a las criptas y desentrañes esa profecía —le ordenó, agarrándolo con rabia por el trenzado plateado del cuello de la túnica.

— ¿De qué profecía hablas?

Verna lo zarandeó.

— De la que dice que cuando la Prelada y el Profeta sean entregados a la Luz en el sagrado rito, las llamas llevarán a ebullición un caldero de engaño y promoverán el ascenso de una falsa Prelada, que reinará sobre los muertos del Palacio de los Profetas. Encuentra las ramificaciones. Descífrala. Averigua todo lo que puedas. ¿Lo has entendido?

Warren se liberó y se alisó la túnica.

— ¿Qué ocurre? ¿Qué te ha contado el sepulturero?

— Ahora no, Warren —respondió Verna en tono admonitorio.

— Se supone que somos amigos, Verna. Estamos juntos en esto, ¿recuerdas? Quiero saber…

— Haz lo que te digo —tronó Verna—. Si me sigues presionando, Warren, te arrojaré al río. Descifra esa profecía y en cuanto sepas algo ven a decírmelo.

Verna sabía de profecías y sabía que podía costarle años desentrañarla, incluso siglos. Pero ¿qué otra opción le quedaba?

Warren se sacudió el polvo de la túnica sólo para tener la excusa de desviar la mirada.

— Como ordenéis, Prelada.

Antes de darse media vuelta, Verna vio que tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Quiso extender un brazo y detenerlo, pero ya estaba demasiado lejos. Quiso llamarlo y decirle que no estaba enfadada con él, que no era culpa suya que ella fuese la falsa Prelada, pero la voz le falló.

Localizó la roca redonda por debajo de la rama y escaló el muro. Solamente necesitó apoyarse en dos ramas del peral antes de dejarse caer en el jardín de la Prelada. En cuanto recuperó el equilibrio, echó a correr. Jadeaba y el pecho le dolía. Al llegar al santuario golpeó repetidamente la mano contra la puerta, pero no se abrió. Al recordar por qué, buscó en el bolsillo el anillo de Prelada. Una vez dentro, lo posó encima del sol grabado y la cerró. Luego, con toda su ira y su angustia lo arrojó lejos de sí. El anillo chocó contra la pared y cayó al suelo.

Entonces sacó el libro de viaje de la bolsa secreta cosida a la parte posterior del cinturón y se dejó caer en el taburete de tres patas. Aún jadeando buscó a tientas la caña oculta en el lomo del pequeño libro negro, lo abrió, lo dejó encima de la mesita y se quedó mirando la página en blanco.

Pese a la rabia y el resentimiento que sentía, trató de reflexionar. Cabía la posibilidad de que se equivocara. No. No se equivocaba. No obstante, era una Hermana de la Luz, si es que eso significaba algo, y no podía arriesgarlo todo por un pálpito. Tenía que hallar el modo de verificar quién tenía el otro libro de un modo que, si se equivocaba, no revelara su identidad. Sin embargo no se equivocaba. Sabía quién tenía el otro.

Verna se besó el anular al tiempo que murmuraba una plegaria, suplicando al Creador que la guiara y le diera fuerzas.

Tenía ganas de descargar su furia, pero antes que nada debía asegurarse. Con dedos temblorosos cogió la pluma y escribió:

«Primero debes decirme por qué me elegiste la última vez. Recuerdo cada palabra. Un error y arrojaré este libro al fuego.»

Cerró el libro y volvió a guardarlo en el bolsillo secreto. Temblaba, por lo que cogió la manta, se acurrucó en la butaca y se cubrió con ella. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan sola.

Recordaba perfectamente su último encuentro con la prelada Annalina, al poco de regresar con Richard después de tantos años de viaje. Annalina se había negado a recibirla y pasaron semanas antes de que se dignara concederle audiencia. Por mucho que viviera, por cientos de años que transcurrieran, jamás olvidaría esa entrevista, ni las cosas que la Prelada le dijo.

Verna se sentía furiosa porque había descubierto que palacio le había ocultado una información muy valiosa. La Prelada la había utilizado sin darle ninguna explicación. Annalina le preguntó si sabía por qué había sido elegida para ir en busca de Richard. Verna creía que había sido un voto de confianza. Pero la Prelada dijo que había sido porque sospechaba que las otras dos Hermanas, Grace y Elizabeth, eran Hermanas de las Tinieblas y tenía información privilegiada que profetizaba que las dos primeras Hermanas morirían. Haciendo uso de su prerrogativa había elegido a Verna como la tercera del grupo.

Verna preguntó: «¿Me elegisteis porque teníais fe en que no fuera una de ellas?». La Prelada respondió: «Te elegí porque estabas casi al final de la lista. Porque no destacas en nada en especial. Dudaba que fueras una de ellas. Eres una persona bastante anodina. Grace y Elizabeth ocupaban los primeros puestos de la lista porque quienquiera que dirige a las Hermanas de las Tinieblas las consideraba prescindibles. Yo dirijo a las Hermanas de la Luz, y te elegí por esa misma razón.

»Algunas Hermanas son valiosas para nuestra causa y no podía ponerlas en peligro. Tal vez el muchacho demuestre su valía, pero hay asuntos más importantes que él en palacio. Richard no es más que una oportunidad, alguien que en el futuro podría ser de ayuda.

»Si surgían dificultades y ninguna de las tres regresabais, bueno… Estoy segura de que comprendes que un general no quiere perder a sus mejores tropas en una misión de baja prioridad.»

La misma mujer que le había sonreído cuando ella era niña y había sido su inspiración le rompió el corazón.

Verna se arrebujó en la manta mientras contemplaba entre lágrimas las paredes del santuario. Durante toda su vida solamente había deseado ser una Hermana de la Luz. Deseaba ser una de esas maravillosas mujeres que usaban su don para realizar la obra del Creador en este mundo. Había entregado su vida y su corazón al Palacio de los Profetas.

Verna recordó el día que le comunicaron que su madre había muerto. De vieja.

Su madre no poseía el don, por lo que de nada servía al palacio. Como vivía lejos, Verna apenas la veía. Las pocas veces que su madre viajaba hasta palacio, la asustaba comprobar que Verna no envejecía como una persona normal. Por muchas veces que Verna trató de explicarle el hechizo, ella nunca pudo entenderlo. Verna sabía que era porque su madre temía escuchar de verdad. Le daba miedo la magia.

Aunque las Hermanas no trataban de ocultar la existencia del hechizo por el cual los habitantes del palacio envejecían muy lentamente, quienes no poseían el don no lograban comprenderlo. A la gente le enorgullecía vivir cerca del palacio, a la sombra de su esplendor y poder, pero aunque lo contemplaban con reverencia era una reverencia mezclada con miedo y recelo. Les asustaba pensar en cosas de tal poder, del mismo modo que gozaban del calor del sol pero no osaban mirarlo directamente.

Cuando su madre murió Verna llevaba en palacio cuarenta y siete años pero tenía el aspecto de una adolescente.

Verna recordó el día en que le dijeron que Leitis, su hija, había muerto. De vieja.

La hija de Verna y de Jedidiah no heredó el don, por lo que de nada servía al palacio. Sería mejor, le dijeron, que creciera en una familia que la amara y le diera una vida normal; viviendo en palacio, sin el don, nunca sería feliz. Verna debía dedicarse a la obra del Creador y accedió.

Cuando una mujer con el don se unía a un hombre con el don aumentaban las probabilidades, por remotas que fueran, de que el fruto de esa unión naciera asimismo con el don. Así pues, las Hermanas y magos que concebían un nuevo ser recibían aprobación, aunque tal comportamiento no se fomentaba oficialmente.

Como era habitual en dichos casos Leitis nunca supo que las personas que la criaron no eran sus verdaderos padres. Seguramente era lo mejor, creía Verna. ¿Qué tipo de madre sería una Hermana de la Luz? El palacio había mantenido a la familia a fin de que Verna no se preocupara del bienestar de su hija.

En las ocasiones que los visitaba, simplemente como una Hermana que bendice a una familia honesta y trabajadora, Leitis le había parecido feliz. La última vez que la vio, Leitis tenía el pelo gris, caminaba encorvada y necesitaba la ayuda de un bastón. Su hija no la recordaba como la misma Hermana que la había visitado sesenta años antes, cuando jugaba al pilla pilla con sus amiguitos.

Después de que Verna la bendijera, Leitis le sonrió y se lo agradeció.

— Gracias, Hermana. Tenéis mucho talento para ser tan joven.

— ¿Cómo estás, Leitis? ¿Eres feliz?

Su hija le sonrió con aire distante.

— Oh, sí, Hermana. He tenido una vida larga y feliz. Mi marido murió hace cinco años pero, aparte de eso, el Creador me ha bendecido. —Soltó una risita para añadir—: Ojalá tuviera aún mi pelo castaño rizado. En otro tiempo era tan bonito como el vuestro. Sí que lo era, lo juro.

Querido Creador, ¿cuánto tiempo hacía de la muerte de Leitis? Cincuenta años al menos. Leitis tenía hijos pero Verna había evitado saber algo de ellos más que los nombres.

El nudo que sentía en la garganta, mientras lloraba, apenas le permitía respirar.

Había dado tanto para ser una Hermana. Su único deseo había sido ayudar a los demás. Nunca había pedido nada más.

Y resultaba que le habían tomado el pelo.

Ella no había pedido ser Prelada, pero justo cuando empezaba a pensar que desde ese puesto podía mejorar la vida de sus semejantes, hacer el trabajo por el que lo había sacrificado todo, descubría que otra vez le habían tomado el pelo.

Verna se aferró a la manta y lloró desconsoladamente hasta que por las pequeñas ventanas situadas en las aristas ya no entraba ninguna luz y ella tenía la garganta en carne viva.

Ya era noche cerrada cuando decidió irse a acostar. No quería quedarse en el santuario de la Prelada; le parecía que el lugar se burlaba de ella. Ella no era la Prelada. Después de agotar todas las lágrimas solamente se sentía humillada y aturdida.

No podía abrir la puerta. Tuvo que arrastrarse por el suelo hasta dar con el anillo de Prelada. Una vez que hubo cerrado la puerta, se lo volvió a poner en el dedo como recordatorio, como símbolo de lo tonta que había sido.

Caminó arrastrando los pies, exhausta, hasta su despacho, por donde tenía que pasar para irse a la cama. La vela se había apagado, por lo que encendió otra sobre el escritorio atestado de montones de informes sin revisar. Phoebe trabajaba duro para que esos montones no se redujeran. ¿Qué iba a pensar Phoebe cuando descubriera que, en realidad, no era la administradora de la Prelada? ¿Que había sido nombrada por una Hermana anodina, que no destacaba en nada?

Al día siguiente se disculparía con Warren. No era culpa suya y no debería haberla tomado con él.

Iba a salir de su despacho cuando de repente se quedó inmóvil.

Su diáfano escudo estaba roto. Volvió la mirada hacia la mesa. No se habían añadido nuevos informes a las pilas.

Alguien había estado husmeando.

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