53

— ¡Es lord Rahl! —El grito se fue propagando por la multitud de tropas de D’Hara—. ¡Agrupaos! ¡Es lord Rahl!

Los vítores resonaron en el aire vespertino. Miles de voces se alzaron sobre el fragor de la batalla y las armas se levantaron hacia el humeante aire.

— ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl!

Un adusto Richard marchó entre los soldados de la retaguardia. Hombres heridos o sangrando se ponían de pie tambaleándose y se unían a la muchedumbre que lo seguía.

A través de la bruma de acre humo, Richard distinguió más allá de las calles en pendiente la terrible batalla que libraban las tropas de D’Hara. Un mar rojo —la Sangre de la Virtud— anegaba la ciudad y obligaba a retroceder a los oscuros uniformes d’haranianos. Llegaba desde todas direcciones, implacable e imparable.

— Deben de ser más de cien mil —comentó Kahlan en voz baja.

Richard había enviado a cien mil soldados en pos de Kahlan. Esa fuerza se hallaba a semanas de distancia de la ciudad. Había enviado lejos a casi la mitad de la milicia de Aydindril. Y la Sangre de la Virtud se aprovechaba de su error.

No obstante, quedaban suficientes d’haranianos en la ciudad para hacerles frente. Algo raro ocurría.

Seguido por una creciente muchedumbre de heridos que se arrastraban tras él Richard llegó donde parecía librarse lo más encarnizado de la batalla. La Sangre de la Virtud atacaba desde todas partes. El Bulevar de los Reyes estaba en llamas. Rodeado por el mar de uniformes oscuros el Palacio de las Confesoras se alzaba en todo su blanco esplendor.

Los oficiales corrieron hacia él, contentos de verlo pero inquietos por el curso de la batalla. Los chillidos que sonaban desde la lucha le quemaban por dentro.

— ¿Qué sucede? —preguntó con una calma que a él mismo le sorprendió—. Son soldados d’haranianos. ¿Por qué retroceden? El enemigo no los supera en número. ¿Por qué la Sangre de la Virtud ha llegado tan dentro de la ciudad?

— Mriswith —se limitó a responder el curtido comandante.

Richard apretó los puños. Los soldados nada podían hacer contra los mriswith. Un mriswith podía matar docenas de ellos en cuestión de pocos minutos. Y Richard había visto las largas hileras de mriswith que entraban en la sliph; cientos de ellos.

Tal vez al principio el enemigo no los superaba en número, pero tantas habían sido las bajas que el signo de la batalla había cambiado.

Las voces de los espíritus empezaron a hablarle, ahogando con sus voces los alaridos de dolor. Alzó la vista hacia el apagado disco solar que el humo ocultaba y calculó que les quedaban dos horas de luz.

Su mirada se encontró con la de tres de sus tenientes.

— Tú, tú y tú. Reunid a los hombres necesarios, escoltad a la Madre Confesora, mi reina, hacia palacio y protegedla.

La expresión de sus ojos revelaba bien a las claras la gravedad de la misión que les encomendaba y hacía innecesaria cualquier advertencia sobre las consecuencias del fracaso.

Kahlan gritó una protesta. Richard desenvainó la espada.

— Lleváosla.

Los tenientes se apresuraron a obedecer y se llevaron a Kahlan, que no dejaba de gritar. Pero Richard no la miraba ni oía sus palabras. Ya se había sumergido en la furia viva. Magia y muerte danzaban peligrosamente en sus ojos. Los soldados guardaban silencio y fueron dejándole espacio.

Richard manchó la hoja con la sangre de su brazo para que empezara a paladearla. La furia aumentó.

Volvió la cabeza; los ojos de la muerte buscaban a los muertos vivientes. Inmerso en la tempestad desatada por la ira de la espada y la suya propia, no oía nada excepto el aullido de la furia en su interior, pero sabía que aún no era suficiente. Fue derribando sucesivamente todas las barreras y liberó toda la magia, sin reprimirla en modo alguno. Se fundió con los espíritus, con la magia, con su anhelo. Era el verdadero Buscador, y más.

Era el portador de la muerte encarnado.

Empezó a abrirse paso hacia el frente entre los soldados vestidos con cuero oscuro que se batían valientemente con hombres ataviados con capas de color carmesí y reluciente armadura, que habían roto las líneas. También luchaban tenderos de la ciudad con espadas, jóvenes con picas e incluso simples muchachos con porras.

A medida que avanzaba únicamente mataba a los Sangre de la Virtud que trataban de cortarle el paso. Su enemigo era algo más mortífero.

Al llegar al centro de la refriega, saltó por encima de un carro volcado. Un enjambre de d’haranianos lo rodeó para protegerlo. Su mirada de halcón recorrió la escena con propósito mortal.

Ante él un mar de capas rojas inundaba la oscura orilla de d’haranianos muertos. El número de víctimas era atroz, pero Richard se hallaba sumergido en la magia, por lo que cualquier cosa que no fuera el enemigo se consumía en las llamas de su furia.

Algo en lo más profundo de su mente gritaba al ver tanta muerte, pero ese grito quedaba ahogado por los vientos de su ira.

Primero los sintió y luego los vio. Como rachas de viento segaban las vidas de sus soldados y recogían una cosecha de muerte. Tras ellos atacaba la Sangre de la Virtud y arrollaba a los diezmados d’haranianos.

Richard alzó la espada y se tocó la frente con la ensangrentada hoja. Todo su ser se abandonó a ella.

— Espada, no me falles hoy —susurró.

Era el portador de la muerte.

— Muerte, danza conmigo. Estoy listo.

Las botas del Buscador golpearon la calle. De algún modo los instintos de todos los anteriores poseedores de la espada se fundieron con los suyos, así como su conocimiento, experiencia y habilidad.

Dejó que la magia lo guiara, aunque lo que lo impulsaba eran las tempestades de furia y su voluntad. Liberó el anhelo de matar y se deslizó entre los combatientes.

Hábil como la misma muerte, la espada segó la vida del primer mriswith que encontró.

«No malgastes fuerzas matando a enemigos que otros pueden matar -le aconsejaron los espíritus—. Mata a quienes ellos no pueden.»

Richard hizo caso del consejo y fue localizando a los mriswith mediante su sexto sentido. Algunos se ocultaban bajo las capas. Danzaba con la muerte, y en ocasiones la muerte encontraba a los mriswith sin que éstos pudieran siquiera verlo. Mataba sin malgastar esfuerzos en estocadas inútiles ni movimientos fallidos.

Recorría las filas de hombres en busca de los escamosos seres que guiaban a la Sangre de la Virtud. Mientras avanzaba por las calles a la caza del mriswith, notaba el calor de los fuegos, y oía los siseos de sorpresa cuando caía sobre ellos. La nariz se le llenó del hedor de su sangre. A su alrededor todo se desdibujó en la lucha.

Pero en su interior sabía que no iba a ser suficiente. Tenía la sensación de que iba a ahogarse en su propio temor, pues él sólo era uno. El más mínimo error, y ni siquiera ese uno podría seguir luchando. Era como tratar de exterminar una colonia de hormigas aplastándolas una a una.

Algunos yabree empezaron a rozarlo, y mostraba las rojas marcas de dos de ellos en su carne. Pero lo peor de todo era que a su alrededor los soldados caían a centenares. La Sangre de la Virtud avanzaba tras los mriswith para eliminar a los heridos. La lucha no tenía fin.

Richard alzó la vista hacia el sol y vio que se ponía en el horizonte. La noche descendía como un sudario sobre las últimas bocanadas de los moribundos. Sabía que para él no habría un mañana.

Mientras giraba sobre sí mismo, notó un tajo en el costado. La cabeza de un mriswith estalló con un chorro de sangre al golpearla con la espada. Cada vez estaba más cansado, y los mriswith se le acercaban. Con un altibajo desgarró el vientre de otro. Richard era sordo a sus agónicos aullidos.

Recordó a Kahlan. Tampoco para ella habría un mañana. La muerte se los llevaría a ambos esa noche.

Con gran esfuerzo la apartó de su mente. No podía permitirse el lujo de distraerse. Vuelta. Espada arriba, una zarpa seccionada. Giro, tajo en el vientre. Giro completo, cabeza cercenada. Estocada. Agáchate. Otro tajo. Los espíritus le hablaban y él reaccionaba sin dudas ni vacilaciones.

Consternado, se dio cuenta de que los estaban empujando hacia el centro de Aydindril. Se volvió y miró más allá de la enorme explanada invadida por la agitación, la desorganización y el caos de la sangrienta batalla, hacia el Palacio de las Confesoras, que se alzaba a menos de un kilómetro de allí. Los mriswith no tardarían en romper las líneas y lanzarse en masa hacia el palacio.

Entonces oyó un estruendo y vio una masa de soldados d’haranianos detrás de las líneas enemigas que cargaban contra la Sangre de la Virtud desde una calle lateral, desviando la atención de los soldados de las capas de color carmesí. Un número igual de d’haranianos atacaba desde el otro lado, aislando a un numeroso grupo de soldados de la Sangre. Los d’haranianos aprovecharon ese espacio abierto para atacarlos.

Richard se quedó de piedra al ver que Kahlan dirigía el ataque lanzado desde la derecha. No sólo conducía a tropas d’haranianas sino a hombres y mujeres del personal de palacio. La sangre se le heló en las venas al recordar cómo todos los habitantes de Ebinissia defendieron la ciudad al final.

¿Qué hacía Kahlan allí? Tenía que estar en palacio, a salvo. Aunque el suyo había sido un audaz movimiento, sería fatal. Los soldados de la Sangre eran demasiados, y ella se quedaría atrapada entre ellos.

Antes de que eso sucediera, Kahlan retiró sus tropas. Richard cortó la cabeza a un mriswith. Justo cuando pensaba que Kahlan se había retirado a una posición segura, la mujer volvió a lanzar otro ataque relámpago desde otra calle y dirigido a otra línea de enemigos.

Los soldados de la Sangre que combatían al frente se volvieron hacia la nueva amenaza, pero también los atacaron por la espalda. No obstante, los mriswith frustraron la efectividad de la maniobra y no tardaron en abrirse paso con sus yabree hasta adelante con la misma mortífera habilidad que habían desplegado durante toda la tarde.

Richard avanzó en línea recta entre la masa de capas de color carmesí hacia Kahlan. Tras luchar con los mriswith, los hombres le parecían lentos y torpes en comparación. El único inconveniente era la distancia. Los brazos le pesaban, y las fuerzas se le agotaban.

— ¡Kahlan! ¿Qué estás haciendo? —gritó con una rabia alimentada por la magia, y la agarró por un brazo—. ¡Te mandé a palacio para que estuvieras segura!

Kahlan se desasió. En la otra mano empuñaba una espada cubierta de sangre.

— No pienso morir encogida de miedo en un rincón de mi casa, Richard. Quiero luchar por mi vida. ¡Y no te atrevas a gritarme!

Richard giró sobre sí mismo al sentir la presencia. Kahlan se agachó. El aire se llenó de sangre y huesos.

La mujer se volvió y gritó órdenes. Los hombres se volvieron y atacaron.

— En ese caso moriremos juntos, mi reina —susurró Richard, pues no quería que ella oyera su tono de resignación.

A medida que las líneas eran obligadas a replegarse hacia la explanada, Richard sentía una creciente presencia de mriswith. La sensación era tan abrumadora que le impedía percibirlos individualmente. Por encima de las cabezas del mar de capas de color carmesí y brillantes armaduras vio algo verde en la distancia que avanzaba hacia la ciudad, pero no se le ocurrió qué podría ser.

Súbitamente empujó a Kahlan a un lado. La exclamación de protesta de la mujer se interrumpió al darse cuenta de que Richard atacaba a una línea de mriswith que se habían materializado justo frente a ellos. El Buscador ejecutó su mortífera danza, y los fue abatiendo tan deprisa como pudo.

En medio de su frenético ataque vio otra cosa a la que tampoco encontró sentido: puntos en el cielo. Pero se dijo que estaba tan cansado que imaginaba cosas.

Lanzó un grito de rabia cuando un yabree se le acercó demasiado. Cercenó un brazo y luego la cabeza del mriswith en rápida sucesión. Inmediatamente se agachó para esquivar otro, al que derribó al levantarse con la espada por delante. A otro le propinó un revés con el cuchillo que empuñaba en la otra mano. Antes de retirar la espada de un cuerpo, repelió de un puntapié al que le atacaba por detrás.

Con una rabia fría se dio cuenta de que finalmente los mriswith habían decidido que él era su única amenaza, y lo estaban rodeando. Oyó a Kahlan que gritaba su nombre. Por todas partes veía ojos como cuentas. Estaba perdido. Aunque quisiera huir, no tenía adónde. Notaba los pinchazos de los yabree, que se le acercaban demasiado sin que él pudiera evitarlo.

Eran demasiados. Queridos espíritus, eran demasiados.

Ni siquiera veía ningún soldado cerca. Estaba completamente rodeado por un muro de escamas y relucientes cuchillos de triple hoja que trataban de hundirse en su carne. Sólo la ira de la magia los mantenía a raya. Ojalá le hubiera dicho a Kahlan que la amaba en lugar de gritarle.

Por el rabillo del ojo le pareció ver una mancha marrón y oyó el alarido de un mriswith, que no provenía del que él había matado. Se preguntó si ésa era la confusión que uno sentía al morir. Se sentía mareado de tanto dar vueltas, de tanto blandir la espada y de tantos golpes que lo sacudían hasta los huesos.

Del cielo cayó una cosa enorme, y luego otra. Richard se limpió la sangre de mriswith de los ojos para tratar de ver qué pasaba. A su alrededor todos los mriswith aullaban.

Entonces vio alas, alas marrones. Súbitamente aparecieron en su campo de visión unos brazos peludos que retorcían cabezas. Las garras desgarraban escamas. Los colmillos se hundían en los cuellos enemigos.

Richard se tambaleó hacia atrás cuando un enorme gar aterrizó pesadamente justo frente a él, tumbando al mriswith.

Era Gratch.

Parpadeando, el joven miró a su alrededor. Había gars por todas partes, y llegaban más. Aquellos puntos en el cielo que había visto eran gars.

Gratch arrojó un destrozado mriswith contra la Sangre de la Virtud y se precipitó sobre otro. Los gars atacaban en masa, y aún más llovían desde el oscuro cielo encima de las líneas de mriswith. El campo de batalla era un mar de relucientes ojos verdes. Los mriswith se envolvieron en sus capas para tornarse invisibles, pero no les servía de nada pues los gars los encontraban. Estaban perdidos.

Richard contemplaba la escena espada en mano y boquiabierto. Los gars rugían, los mriswith aullaban y Richard reía.

— Te amo —le dijo Kahlan al oído, rodeándolo con sus brazos por la espalda—. Pensé que iba a morir sin poder decírtelo.

Richard se volvió y clavó la mirada en los húmedos ojos verdes de la mujer.

— Yo también te quiero.

Por encima de los ruidos de la batalla se oían gritos; el verde que había visto eran soldados. Decenas de miles de soldados cargaban contra la retaguardia de la Sangre de la Virtud, llegaban como impetuoso torrente y obligaban a los de las capas de color carmesí a retroceder. Los d’haranianos de Richard, libres de los mriswith, se reagruparon y atacaron a la Sangre con la mortífera habilidad por la que eran conocidos.

Una enorme cuña de hombres ataviados de verde hendió las filas de la Sangre de la Virtud, aproximándose a Richard y Kahlan. A ambos lados docenas de gars seguían destrozando a los mriswith. Uno de ellos era Gratch, que los embestía y los obligaba a recular. Richard se encaramó a una fuente para tener una mejor perspectiva de lo que sucedía, tendió una mano a Kahlan y la ayudó a subir. Los soldados fluían hacia ellos para protegerlos, batiendo en retirada al enemigo.

— Son keltas —dijo Kahlan—. Los soldados de uniforme verde son keltas.

Richard reconoció al hombre que dirigía el ataque desde la vanguardia kelta: el general Baldwin. Cuando el general los divisó encima de la fuente, él y un destacamento se separaron del grueso de las fuerzas, gritando órdenes, y se abrieron paso en línea recta entre los soldados de la Sangre. Sus caballos aplastaban a los hombres a pie como si se tratara de hojas de otoño. En un momento dado Baldwin tuvo que abrirse paso con la espada. Tras romper las líneas enemigas detuvo el caballo delante de la fuente a la que habían trepado Richard y Kahlan.

El general envainó la espada e inclinó la cabeza, sin desmontar. Su pesada capa de sarga, sujeta a un hombro con dos botones, le caía a un lado formando un pliegue, dejando a la vista el forro de seda verde. Fue hasta ellos y saludó golpeándose con un puño el sobreveste de cuero.

— Lord Rahl —dijo con reverencia—. Mi reina —dijo inclinándose ante Kahlan, con más reverencia aún.

Kahlan se dirigió a él en un tono que nada bueno presagiaba.

— ¿Qué me habéis llamado?

Incluso la reluciente calva del general se ruborizó. Hizo una nueva reverencia y balbuceó.

— Mi… gloriosa y estimada reina y Madre Confesora.

Richard tiró de la parte posterior de la camisa sin darle tiempo a replicar.

— Le dije al general que había decidido nombrarte reina de Kelton.

— ¿Reina de Kelton?

— Así es —intervino el general, echando un vistazo al curso de la batalla—. Gracias a ello Kelton se ha mantenido unido y nadie ha cuestionado la rendición. Tan pronto como lord Rahl me comunicó que tendríamos el honor de que la Madre Confesora fuese nuestra reina, al igual que ya lo era de Galea, lo cual demuestra su respeto y su aprecio hacia mi país, reuní un ejército para ayudar a proteger a lord Rahl, a nuestra reina y unirnos a la guerra contra la Orden Imperial. No quería que nadie pensara que nos negamos a colaborar.

Finalmente Kahlan asimiló las nuevas.

— Gracias, general. Vuestra ayuda ha llegado justo a tiempo. Os lo agradezco mucho.

El general se quitó los largos guanteletes negros y se los sujetó al cinto. A continuación besó la mano de su reina.

— Si me excusáis, majestad, debo regresar con mis hombres. Hemos desplegado la mitad de nuestras fuerzas en la retaguardia por si esos malditos traidores tratan de escapar. —Baldwin se sonrojó nuevamente—. Perdonad mi lenguaje, majestad. No soy más que un soldado.

Una vez el general se retiró, Richard observó la batalla. Los gars seguían buscando a los invisibles mriswith, pero apenas encontraban ya. Y los que encontraban, no duraban mucho.

Gratch había crecido casi treinta centímetros desde la última vez que lo había visto y era ya tan grande como cualquiera de los otros machos. Al parecer, él dirigía la busca. Richard estaba atónito, pero ante tal carnicería su júbilo se mantenía reprimido.

— ¿Reina? —preguntó Kahlan—. ¿Me nombraste reina de Kelton? ¿A la Madre Confesora?

— En esos momentos me pareció una buena idea. Era el único modo de impedir que Kelton se pasara al enemigo.

Kahlan lo evaluó con una leve sonrisa y declaró:

— Muy bien hecho, lord Rahl.

Cuando finalmente Richard envainó la espada, distinguió tres puntos rojos que se abrían paso entre los uniformes oscuros de cuero de los d’haranianos. Eran las tres mord-sith. Con sus agiels en la mano corrían hacia él. Aunque llevaban el uniforme rojo, era tanta la sangre vertida ese día que éste no lograba ocultarla.

— ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl!

Berdine se lanzó sobre él como una ardilla que salta hacia una rama. Le aterrizó encima, lo rodeó con brazos y piernas y lo hizo caer dentro de la fuente llena de nieve derretida.

— ¡Lord Rahl! —exclamó, sentada sobre su estómago—. ¡Lord Rahl, lo hicisteis! ¡Os quitasteis la capa tal como os dije! ¡Oísteis mi aviso después de todo!

Nuevamente se arrojó sobre él y lo estrujó entre sus rojos brazos. Richard contuvo la respiración mientras se sumergía. Aunque aquella agua helada no era lo que habría elegido, al menos se quitaría de encima parte de la apestosa sangre de mriswith. Jadeó, tratando de respirar, cuando Berdine lo agarró por la camisa y lo sacó del agua. Entonces se le sentó en el regazo, rodeándole la cintura con las piernas y lo abrazó de nuevo.

— Berdine —susurró él—, tengo el hombro herido. No aprietes tanto, por favor.

— Bah, eso no es nada —replicó Berdine con el típico desprecio de las mord-sith hacia el dolor—. Estábamos tan preocupadas… Cuando se inició el ataque creímos que no os volveríamos a ver. Pensamos que habríais fracasado.

Kahlan carraspeó, y Richard procedió a las presentaciones.

— Kahlan, éstas son mis guardaespaldas: Cara, Raina y la que está encima de mí es Berdine. Señoras, os presento a Kahlan, mi reina.

— Yo soy la favorita de lord Rahl —anunció Berdine con una sonrisa, al parecer definitivamente instalada en el regazo de Richard.

Kahlan cruzó los brazos y su verde mirada se ensombreció.

— Berdine, deja que me levante.

— Aún oléis como un mriswith. —La mord-sith volvió a sumergirlo en el agua y nuevamente lo sacó tirando de la camisa. Entonces olió y declaró—: Mucho mejor. Si volvéis a partir de nuevo de ese modo sin hacer caso a mis advertencias, no me limitaré a daros un baño.

— ¿Por qué tantas mujeres se empeñan en bañarte, Richard? —comentó Kahlan tranquilamente.

— Ni idea. —Nuevamente Richard escrutó la batalla que se seguía librando, tras lo cual posó la mirada en los azules ojos de Berdine y la abrazó con el brazo sano—. Lo siento. Debería haberte escuchado. El precio de mi estupidez ha sido demasiado alto.

— ¿Estáis bien? —le susurró la mord-sith al oído.

— Berdine, quita de encima. Deja que me levante.

— Según Kolo —le informó, mientras se dejaba caer a un lado—, los mriswith eran magos enemigos que cambiaron su magia por el poder de la invisibilidad.

— También yo estuve a punto —dijo Richard, y le tendió una mano para ayudarla a levantarse.

Berdine se puso de puntillas en el agua, le apartó el cuello de la camisa y le inspeccionó el pescuezo, tras lo cual suspiró aliviada.

— Ha desaparecido. Estáis a salvo. Kolo describe cómo empieza el cambio, cómo la piel empieza a escamarse. También dice que ese antepasado vuestro, Alric, creó una fuerza capaz de combatir a los mriswith: gars.

— ¿Los gars…?

— Así es. Les imbuyó del poder de percibir a los mriswith incluso cuando éstos se hacen invisibles. Por eso tienen ojos verdes que brillan. Debido a ese origen mágico de los gars, aquellos que trataban directamente con los magos humanos adquirieron poder sobre sus semejantes y se convirtieron en algo así como generales de la nación gar que actuaban de intermediarios entre los gars y los magos. Dichos gars eran muy respetados y consiguieron que sus hermanos lucharan junto a la gente del Nuevo Mundo contra el enemigo mriswith, al que obligaron a refugiarse en el Viejo Mundo.

Richard escuchó las novedades con aire atónito.

— ¿Qué más dice Kolo?

— No he tenido tiempo de leer más. Hemos estado muy ocupados desde que os fuisteis.

— ¿Cuánto tiempo he estado fuera? —preguntó a Cara mientras salía de la fuente.

— Casi dos días. Os marchasteis anteanoche. Hoy, al alba, los vigías llegaron, exhaustos, y nos comunicaron que la Sangre de la Virtud se disponía a atacar. No tardaron en hacerlo. La batalla dura desde esta mañana. Al principio iba bien, pero luego llegaron los mriswith y… —La voz de Cara se fue apagando.

Kahlan pasó un brazo en torno a Richard para tranquilizarlo.

— Lo siento, Cara. Debería haber estado aquí. —Richard miraba como aturdido el mar de cadáveres—. Es culpa mía.

— Yo he matado a dos —anunció Raina, mostrando su orgullo sin rebozo.

Ulic y Egan llegaron corriendo, se detuvieron, dieron media vuelta e inmediatamente adoptaron una posición defensiva.

— Lord Rahl —dijo Ulic de medio lado—, nos alegramos mucho de veros. Oímos los vítores pero cada vez que tratábamos de llegar hasta vos algo se interponía.

— ¿No me digas? —replicó Cara, levantando una ceja—. Nosotras lo logramos.

Ulic miró al cielo y fijó su atención en la batalla.

— ¿Siempre son así? —le susurró Kahlan al oído.

— No —susurró él a su vez—, ahora se están comportando de este modo porque estás tú delante.

Richard distinguió banderas blancas entre los supervivientes de la Sangre de la Virtud. Pero nadie les prestaba atención.

— Los d’haranianos no dan cuartel —le explicó Cara al darse cuenta de qué miraba—. Luchan a muerte.

Richard bajó de un salto de la fuente, echó a andar y sus guardaespaldas lo siguieron. Kahlan lo alcanzó antes de que hubiera dado tres pasos.

— ¿Qué vas a hacer, Richard?

— Poner fin a esto.

— No puedes. Juramos guerra sin cuartel contra la Orden. Deja que tus hombres acaben el trabajo. Ellos lo hubieran hecho con nosotros.

— No puedo permitirlo. Si los matamos a todos, los demás integrantes de la Orden nunca se rendirán, pues sabrán que si lo hacen les espera la muerte. Pero si tomamos prisioneros, será más sencillo que se rindan. Y, si se rinden, venceremos sin tener que sacrificar a tantos de los nuestros, lo cual nos hará más fuertes y venceremos.

Richard empezó a gritar órdenes, que se fueron repitiendo de una fila a otra de d’haranianos y lentamente el fragor de la lucha fue decreciendo. Miles de ojos se posaron en él.

— Dejadlos pasar —ordenó a un oficial.

Richard regresó junto a la fuente y de pie contra la pared esperó, observando cómo se aproximaban los oficiales y los soldados de la Sangre de la Virtud. Avanzaban rodeados por d’haranianos con las armas prestas. Se abrió un corredor, y los hombres de las capas de color carmesí caminaron sin dejar de mirar a ambos lados.

El oficial que iba en cabeza se detuvo frente a Richard.

— ¿Aceptáis nuestra rendición lord Rahl? —preguntó con voz ronca y apagada.

— Depende. ¿Me diréis la verdad?

El oficial miró a sus hombres, cubiertos de sangre, y respondió:

— Sí, lord Rahl.

— ¿Quién os ordenó que atacarais la ciudad?

— Los mriswith y a muchos de nosotros el Caminante de los Sueños.

— ¿Deseáis libraros de él?

Todos asintieron o declararon su conformidad en voz baja. Asimismo accedieron de buena gana a revelarle todo lo que supieran sobre los planes del Caminante de los Sueños y de la Orden Imperial.

Richard estaba tan agotado y dolorido que apenas podía tenerse en pie, pero la furia de la espada le daba fuerzas.

— Si queréis rendiros y ser súbditos de los d’haranianos, arrodillaos y jurad lealtad.

En la penumbra del atardecer los supervivientes de la Sangre se arrodillaron, acompañados por los gruñidos de dolor de los heridos, y recitaron la oración que les enseñaron los d’haranianos, uniéndose a ellos.

En una única voz que inundó la ciudad, todos repitieron el juramento con la cabeza inclinada.

— Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

A continuación los vencidos se despojaron de sus capas de color carmesí y las arrojaron al fuego, tras lo cual se retiraron, escoltados por los soldados que debían vigilarlos temporalmente.

— Acabas de cambiar las normas de la guerra, Richard —le dijo Kahlan. Con los ojos puestos en la carnicería, declaró—: Realmente han muerto ya demasiados.

— Sí, demasiados —murmuró él mientras contemplaba cómo los soldados de la Sangre, desarmados, se alejaban rodeados de los hombres que habían tratado de matar. Se preguntó si acaso se habría vuelto loco.

— «Tu misericordia nos ampara» —Kahlan citó parte de la oración—. Tal vez quiere decir eso. Creo que has hecho lo correcto.

La señora Sanderholt, que había oído a Kahlan, sonrió en señal de aquiescencia sosteniendo una ensangrentada cuchilla de carnicero.

Los relucientes ojos verdes se agruparon en la explanada. El humor de Richard mejoró al divisar la truculenta sonrisa de Gratch. Acompañado de Kahlan corrió hacia su amigo.

Nunca se había sentido tan bien entre aquellos peludos brazos. Richard reía con lágrimas en los ojos, mientras Gratch lo levantaba del suelo.

— Te quiero, Gratch. Te quiero mucho.

— Grrratch quierrrg Raaaach aaarg.

Kahlan se unió al abrazo, tras lo cual tuvo su propia ración de afecto gar.

— Yo también te quiero, Gratch. Has salvado la vida de Richard. Te estaré siempre agradecida.

Gratch gorgojeó su satisfacción mientras le acariciaba el pelo con una garra.

Richard apartó una mosca de un manotazo.

— ¡Gratch! ¡Tienes moscas de sangre!

La sonrisa de satisfacción de Gratch se hizo más amplia. Los gars usaban las moscas de sangre para localizar más fácilmente sus presas, pero hasta entonces Gratch nunca había tenido. Richard no quería aplastar las moscas de Gratch, pero le estaban picando en el cuello.

Gratch se inclinó, pasó una garra por la sangre de un mriswith muerto y se embadurnó con ella la piel tensa y rosada de su abdomen. Obedientemente las moscas se lanzaron sobre el festín. Richard no podía creer lo que veía.

Estaban rodeados por multitud de ojos verdes relucientes fijos en él.

— Gratch, parece que has vivido una aventura. ¿Has sido tú quien los ha reunido a todos? —Gratch asintió, exhibiendo una mirada de orgullo—. ¿Y todos te obedecen?

Gratch se golpeó el pecho con las garras, se volvió hacia sus congéneres y gruñó. Todos los gars le devolvieron el extraño gruñido. Gratch sonrió, dejando al descubierto sus colmillos.

— ¿Gratch, y Zedd?

La sonrisa gar se desvaneció. Los impresionantes hombros de Gratch se hundieron ligeramente y volvió la vista hacia el Alcázar. Al volver a mirar a Richard, sus ojos verdes habían perdido parte de su fulgor y sacudió la cabeza, apenado.

Richard notó un nudo de angustia en la garganta.

— Entiendo —susurró—. ¿Viste cómo lo mataban?

Gratch se golpeó el pecho, se levantó el pelaje encima de la cabeza —símbolo de Zedd— y se cubrió los ojos con las garras —símbolo de los mriswith. A través de signos y preguntas, Richard averiguó que Gratch había transportado a Zedd hasta el Alcázar, donde ambos habían luchado contra muchos mriswith. La última vez que Gratch vio a Zedd el mago estaba en el suelo, inmóvil, y tenía una herida en la cabeza. Luego lo buscó pero no pudo encontrarlo. Así pues, partió en busca de ayuda para luchar contra los mriswith y proteger a Richard. Después de muchos esfuerzos encontró a otros gars y logró que lo secundaran.

Richard volvió a abrazar a su amigo. Gratch lo estrechó contra sí largo tiempo, tras lo cual retrocedió y con la mirada buscó a los otros gars.

— Gratch —preguntó Richard con un nudo en la garganta—, ¿puedes quedarte?

Gratch señaló a Richard con una garra, luego a Kahlan y a continuación los unió. Entonces se golpeó el pecho y señaló a otro gar situado tras él. Cuando el gar se adelantó Richard vio que era una hembra.

— Gratch, ¿tienes una pareja? ¿Como yo y Kahlan?

Gratch sonrió y se golpeó el pecho con ambos puños.

— Y quieres irte con ellos, ¿verdad?

Gratch asintió con renuencia. Ya no sonreía.

Richard hizo de tripas corazón y esbozó su mejor sonrisa.

— Es fantástico, amigo mío. Mereces estar con tu pareja y tus nuevos amigos. Pero espero que nos visites. Nos encantará recibiros a ambos cuando deseéis. De hecho, todos los gars seréis bienvenidos.

Gratch recuperó la sonrisa.

— Gratch, quiero pedirte un favor. Es muy importante. ¿Podrías pedir a los demás que no comieran a personas? Nosotros no cazaremos gars y vosotros no comeréis personas. Por favor. Hazlo por mí.

Gratch se volvió a sus congéneres y les habló en un lenguaje compuesto de gruñidos. Los gars le respondieron con otros gruñidos, y entre ellos se desarrolló una especie de conversación. Los guturales sonidos de Gratch fueron subiendo de tono y se golpeó el pecho. Era igual de grande que cualquiera de los otros gars presentes. Finalmente los gars ulularon en señal de conformidad. Gratch miró a Richard y asintió.

Kahlan abrazó de nuevo a la peluda bestia.

— Cuídate mucho y ven a vernos, si puedes. Siempre estaré en deuda contigo, Gratch. Te quiero. Los dos te queremos.

Tras abrazar por última vez a Richard, los gars alzaron el vuelo y se perdieron en la noche.

Richard se quedó de pie junto a Kahlan, rodeado por sus guardaespaldas, su ejército y los espectros de los caídos.

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